Mientras tanto, oí que se abría la puerta del piso y que entraba Gloria. La oí atravesar de puntillas el comedor en dirección al balcón. Probablemente quería enterarse de si Román continuaba en el mismo sitio. A mí empezaba a emocionarme todo aquello como si fuera algo mío. No podía creer lo que habían visto mis ojos. Cuando sentí la llave de Román arañando la puerta del piso, la excitación me hacía temblar. Él y Gloria se encontraron en el comedor. Oí a Román en un cuchicheo clarísimo:
—Te he dicho que tengo que hablarte. ¡Ven!
—No tengo tiempo para ti.
—No digas estupideces. ¡Ven!
Los sentí dirigirse al balcón y cerrar los cristales detrás de ellos. Para mí lo que sucedía era tan incomprensible como si lo estuviera soñando. ¿Y si fuera verdad que existen las brujas de San Juan? ¿Y si me hicieran ver visiones? Ni siquiera pensé que cometía un feo espionaje cuando me asomé otra vez a la ventana de Angustias. El balcón estaba muy cerca. Casi sentía la respiración de ellos dos. Sus voces venían clarísimas a mis oídos sobre el gran fondo de silencios que sofocaba a los lejanos estallidos de los cohetes y a la música de las fiestas.
Oí la voz de Román:
—Sólo piensas en esas mezquindades... ¿Te has olvidado de nuestro viaje a Barcelona en plena guerra, Gloria? Ni siquiera te acuerdas de los lirios morados que crecían en el parque del castillo... Tu cuerpo parecía blanquísimo y tu cabellera roja como el fuego entre aquellos lirios morados. Muchas veces he pensado en ti tal como eras aquellos días, aunque aparentemente te haya maltratado. Si subes a mi cuarto podrás ver el lienzo donde te pinté. Allí lo tengo aún...
—Me acuerdo de todo, chico. No he hecho más que pensar en ello. Estaba deseando que me lo recordaras algún día para escupirte a la cara...
—Estás celosa. ¿Crees que no sé que me quieres? ¿Crees que no sé que muchas noches, cuando todo estaba callado, tú has venido con pasos de duende hasta mi puerta? Muchas noches de este mismo invierno te he oído llorar en los escalones...
—No sería por ti, si yo lloraba. Te quiero igual que al cerdo que se lleva al matadero. Así te quiero yo... ¿Crees que no le voy a decir esto a Juan? Lo estaba deseando. Estaba deseando que me hablaras para que tu hermano se convenza al fin de quién eres tú...
—¡No levantes la voz!... Mucho tienes tú por qué callar, de modo que habla quedo... Sabes que puedo presentar a tu marido testigos que vieron cómo fuiste una noche a ofrecérteme a mi cuarto y de cómo te despedí a patadas... Podría haberlo hecho ya, si hubiera querido tomarme la molestia. No te olvides de que había muchos soldados en el castillo, Gloria, y algunos viven en Barcelona...
—Aquel día tú me habías emborrachado y me estuviste besando... Cuando yo fui a tu cuarto te quería. Te burlaste de mí de la manera más mala. Habías escondido allí a tus amigos, que se morían de risa, y me insultaste. Me dijiste que no estabas dispuesto a robar lo que era de tu hermano. Yo era muy joven, chico. Cuando fui a ti aquella noche me consideraba desligada de Juan, pensaba dejarle. Aún no nos había bendecido el cura, no te olvides.
—Pero tú llevabas un hijo suyo, no te olvides tampoco... No te hagas esta noche la puritana, conmigo no ha de servirte... Tal vez entonces estaba yo obcecado, pero ahora te deseo. Sube a mi cuarto. Acabemos ya de una vez.
—No sé qué intenciones llevas, chico, porque tú eres traidor como Judas... No sé qué te habrá pasado con esa Ena, con esa chica rubia a quien tienes entontecida, para hablarme así.
—¡Deja a esa mujer en paz!... No es ella la que puede satisfacerme, sino tú; conténtate con eso, Gloria.
—Me has hecho llorar mucho, pero yo estaba esperando este momento... Si crees que aún me interesas, estás equivocado. Si te crees que estoy desesperada porque llevas a esa muchacha a tu cuarto, puedes pensar que eres menos listo aún que Juan. Yo te odio, chico. Te odio desde la noche en que te burlaste de mí, cuando yo me había olvidado de todo por tu culpa... Y ¿quieres saber quién te denunció para que te fusilaran?, pues ¡yo!, ¡yo!, ¡yo!... ¿Quieres saber por culpa de quién estuviste en la checa?, pues por mi culpa. Y ¿quieres saber quién te denunciaría otra vez si pudiera?, ¡yo también! Ahora soy yo quien te puede escupir a la cara y te escupo.
—¿Por qué dices tanta tontería? Me estás cansando. No irás a esperar que te suplique... ¡Si tú me quieres, mujer! Mira, vamos a terminar de discutir esto en mi cuarto. ¡Hala! ¡Vamos!
—¡Mucho cuidado con tocarme, canalla, o llamo a Juan! ¡Te saco los ojos si te acercas!
En la última parte de la conversación, Gloria alzaba tanto la voz que se le quebraba en un chillido histérico.
Oí los pasos de la abuela en el comedor. Encerrados en el balcón como estaban, la abuela podría ver sus siluetas recortadas a la luz de las estrellas.
Román no se había alterado, solamente su voz tenía un zumbido nervioso que ya le había advertido desde las primeras palabras:
—¡Cállate, imbécil!... No pienso mover un dedo para forzarte. Puedes venir tú misma, si quieres... pero si no vienes esta noche, no te molestes en mirarme a la cara nunca más. Te doy tu última ocasión...
Salió del balcón. Tropezó con la abuela.
—¿Quién es? ¿Quién es? —dijo la viejecilla—. ¡Válgame Dios, Román, vas enloquecido, hijito!
Él no se detuvo. Oí un portazo. La abuela, arrastrando los pies, se acercó al balcón. Su voz sonaba asustada y desamparada:
—¡Niña!... ¡Niña! ¿Eres tú, Gloria, hija mía? ¿Sí? ¿Eres tú?...
Entonces me di cuenta de que Gloria estaba llorando. Gritó:
—¡Váyase a acostar, mamá, y déjeme en paz!
Al cabo de un rato echó a correr hacia su cuarto, sollozando:
—Juan! Juan!... Vino la abuela.
—Calla, criatura, calla... Juan ha salido. Me dijo que no podía dormir...
Se hizo un silencio. Yo oía pasos en la escalera. Llegó Juan.
—¿Todavía estáis levantadas? ¿Qué pasa? Una larga pausa.
—Nada —dijo finalmente Gloria—. Vamos a dormir.
La noche de San Juan se había vuelto demasiado extraña para mí. De pie en medio de mi cuarto, con las orejas tendidas a los susurros de la casa, sentí dolerme los tirantes músculos de la garganta. Tenía las manos frías. ¿Quién puede entender los mil hilos que unen las almas de los hombres y el alcance de sus palabras? No una muchacha como era yo entonces. Me tumbé en la cama, casi enferma. Recordé las palabras de la Biblia, en un sentido completamente profano: «Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen»... A mis ojos, redondos de tanto abrirse, a mis oídos, heridos de escuchar, había faltado captar una vibración, una nota profunda en todo aquello... Me parecía imposible que Román hubiera suplicado a Gloria como un amante. Román, el que hechizaba con su música a Ena... Era imposible que hubiese suplicado a Gloria, súbitamente, sin un motivo, él a quien yo había visto maltratarla y escarnecerla públicamente. Este motivo no lo percibían mis oídos entre aquel temblor nervioso de su voz, ni alcanzaban a verlo mis ojos, entre aquella densa y fulgida masa de noche azul que entraba por el balcón... Me tapé la cara para que no me diera en los ojos la belleza demasiado grande y demasiado incomprensible de aquella noche. Al cabo me dormí.
Desperté soñando con Ena. Insensiblemente la había encadenado mi fantasía a las palabras, mezquindades y traiciones de Román. La amargura que siempre me venía aquellos días al pensar en ella, me invadió enteramente. Corrí a su casa, impulsiva, sin saber lo que iba a decirle, deseando solamente protegerla contra mi tío.
No encontré a mi amiga. Me dijeron que era el santo de su abuelo y que pasaría todo el día en la gran «torre» que el viejo señor tenía en la Bonanova. Al oír esto me invadió una extraña exaltación; me pareció necesario encontrar a Ena a toda costa. Hablar con ella en seguida.
Atravesé Barcelona en un tranvía. Me acuerdo de que hacía una mañana maravillosa. Todos los jardines de la Bonanova estaban cargados de flores y su belleza apretaba mi espíritu demasiado cargado también. También a mí me parecía desbordar —como desbordaban las lilas, las buganvillas, las madreselvas, por encima de las tapias—, tanto era el cariño, el angustioso miedo que sentía por la vida y por los sueños de mi amiga... Quizá durante toda la historia de nuestra amistad no haya vivido momentos tan bellos y tan pueriles como los de aquel inútil paseo entre los jardines, en la radiante mañana de San Juan...
Al fin llegué a la puerta de la casa que buscaba. Una portada de hierro, a través de cuyo enrejado vi un gran cuadro de césped, una fuente y dos perros... No sabía lo que le iba a contar a Ena. No sabía cómo iba a decirle otra vez que nunca sería Román digno de mezclar su vida a la de ella, tan luminosa, tan amada por un ser noble y bueno como Jaime... Estaba segura de que apenas comenzara a hablar, Ena se iba a reír de mí.
Pasaron unos minutos largos, llenos de sol. Yo estaba apoyada contra los hierros de la gran verja del jardín. Olía intensamente a rosas y sobre mi cabeza voló un abejorro produciendo un profundísimo eco de paz. No me atrevía a llamar al timbre.
Oí la puerta de la casa —una puerta de cristales abierta sobre la blanca terraza— abrirse con estrépito y vi aparecer al pequeño Ramón Berenguer acompañado de un primito de cabellos negros. Los dos bajaron corriendo la escalinata, hacia el jardín. Me sentí súbitamente empavorecida, como si me hubieran sujetado la mano en el momento de cortar una flor robada. Eché a correr a mi vez, sin poderlo remediar, huyendo de allí... Me reí de mí misma cuando me hube recobrado; pero ya no volví a aquella verja. Tan impulsivamente como la exaltación y el cariño que había sentido aquella mañana por Ena, una gran depresión me empezó a invadir. Al finalizar el día ya no pensaba en saltar aquella distancia que ella misma había abierto entre las dos. Me pareció mejor dejar correr los acontecimientos.
Oí aullar al perro en la escalera, bajando, aterrado, del cuarto de Román. Traía en la oreja la marca roja de un mordisco. Me estremecí. Román llevaba tres días encerrado en su cuarto. Según Antonia, componía música y fumaba continuamente, de modo que le envolvía una atmósfera angustiosa.
Trueno
debería de saber algo del humor que este ambiente producía en su amo. La criada, al ver al perro herido por los dientes de Román, empezó a temblar como azogada y le curó casi gimiendo ella también.
Yo miré al calendario. Habían pasado tres días desde la víspera de San Juan. Faltaban tres días para la fiesta de Pons. El alma me latía en la impaciencia de huir. Casi me parecía querer a mi amigo al pensar que él me iba a ayudar a realizar este anhelo desesperado.
XVIII
Me viene ahora el recuerdo de las noches en la calle de Aribau. Aquellas noches que corrían como un río negro, bajo los puentes de los días, y en las que los olores estancados despedían un vaho de fantasmas.
Me acuerdo de las primeras noches otoñales y de mis primeras inquietudes en la casa, avivadas con ellas. De las noches de invierno con sus húmedas melancolías: el crujido de una silla rompiendo el sueño y el escalofrío de los nervios al encontrar dos pequeños ojos luminosos —los ojos del gato— clavados en los míos. En aquellas heladas horas hubo algunos momentos en que la vida rompió delante de mis ojos todos sus pudores y apareció desnuda, gritando intimidades tristes, que para mí eran sólo espantosas. Intimidades que la mañana se encargaba de borrar, como si nunca hubieran existido... Más tarde vinieron las noches de verano. Dulces y espesas noches mediterráneas sobre Barcelona, con su dorado zumo de luna, con su húmedo olor de nereidas que peinasen cabellos de agua sobre las blancas espaldas, sobre la escamosa cola de oro... En alguna de esas noches calurosas, el hambre, la tristeza y la fuerza de mi juventud me llevaron a un deliquio de sentimiento, a una necesidad física de ternura, ávida y polvorienta como la tierra quemada presintiendo la tempestad.
A primera hora, cuando me extendía, cansada, sobre el colchón, venía el dolor de cabeza, vacío y bordoneante, atormentando mi cráneo. Tenía que tenderme con la cabeza baja, sin almohada, para sentirlo encalmarse lentamente, cruzado por mil ruidos familiares de la calle y de la casa.
Así, el sueño iba llegando en oleadas cada vez más perezosas hasta el hondo y completo olvido de mi cuerpo y de mi alma. Sobre mí el calor lanzaba su aliento, irritante como jugo de ortigas, hasta que oprimida, como en una pesadilla, volvía a despertarme otra vez.
Silencio absoluto. En la calle, de cuando en cuando, los pasos del vigilante. Mucho más arriba de los balcones, de los tejados y las azoteas, el brillo de los astros.
La inquietud me hacía saltar de la cama, pues estos luminosos hilos impalpables que vienen del mundo sideral obraban en mí con fuerzas imposibles de precisar, pero reales.
Me acuerdo de una noche en que había luna. Yo tenía excitados los nervios después de un día demasiado movido. Al levantarme de la cama vi que en el espejo de Angustias estaba toda mi habitación llena de un color de seda gris, y allí mismo, una larga sombra blanca. Me acerqué y el espectro se acercó conmigo. Al fin alcancé a ver mi propia cara desdibujada sobre el camisón de hilo. Un camisón de hilo antiguo —suave por el roce del tiempo— cargado de pesados encajes, que muchos años atrás había usado mi madre. Era una rareza estarme contemplando así, casi sin verme, con los ojos abiertos. Levanté la mano para tocarme las facciones, que parecían escapárseme, y allí surgieron unos dedos largos, más pálidos que el rostro, siguiendo la línea de las cejas, la nariz, las mejillas conformadas según la estructura de los huesos. De todas maneras, yo misma, Andrea, estaba viviendo entre las sombras y las pasiones que me rodeaban. A veces llegaba a dudarlo.
Aquella misma tarde había sido la fiesta de Pons.
Durante cinco días había yo intentado almacenar ilusiones para esa escapatoria de mi vida corriente. Hasta entonces me había sido fácil dar la espalda a lo que quedaba atrás, pensar en emprender una vida nueva a cada instante. Y aquel día yo había sentido como un presentimiento de otros horizontes. Algo de la ansiedad terrible que a veces me coge en la estación al oír el silbido del tren que arranca o cuando paseo por el puerto y me viene en una bocanada el olor a barcos.
Mi amigo me había telefoneado por la mañana y su voz me llenó de ternura por él. El sentimiento de ser esperada y querida me hacía despertar mil instintos de mujer; una emoción como de triunfo, un deseo de ser alabada, admirada, de sentirme como la Cenicienta del cuento, princesa por unas horas, después de un largo incógnito.