Musashi (191 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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—Gracias. Ahora estoy bien.

Una vez remitió el acceso de tos, se arregló y alisó el cabello, procurando parecer un poco más presentable.

A medida que transcurría el tiempo y Musashi no se presentaba, Osugi empezó a ponerse cada vez más nerviosa. Dejando a Otsū en el bote, saltó a la orilla.

Cuando la anciana estuvo fuera de su vista, Otsū empujó el jergón y la almohada detrás de unas esteras, se ató de nuevo el obi y se alisó el kimono. Las palpitaciones de su corazón no parecían en modo alguno diferentes de las que experimentara cuando era una chica de diecisiete o dieciocho años. La luz roja del fuego en el pequeño fanal, suspendido cerca de la proa, parecía atravesarle el corazón con su calor. Extendiendo su delicado y blanco brazo por encima de la borda, humedeció el peine y volvió a desrizarlo por sus cabellos. Entonces se aplicó unos polvos a las mejillas, pero tan ligeramente que casi no se notaban. Al fin y al cabo, pensó, incluso los samurais, cuando los despiertan bruscamente de un sueño profundo para que acudan a presencia de su señoría, a veces se ponen una bata y disimulan su palidez con un poco de colorete.

Lo que realmente le preocupaba era saber qué iba a decirle. Pensó con temor en quedarse sin palabras, como le sucediera cuando se encontraron en otras ocasiones. No quería decirle nada que le irritara, por lo que tendría que andarse con pies de plomo. Él iba camino de un combate. Todo el país hablaba de ello.

En aquel importante momento de su vida, Otsū no pensaba que Kojirō podría vencer a Musashi, y, sin embargo, no existía la certeza absoluta de que su amado vencería. Podían ocurrir accidentes. Si aquel día cometía algún error, y si Musashi moría luego, ella lo lamentaría durante el resto de su vida. No le quedaría más que llorar hasta la muerte, confiando, como el antiguo emperador chino, en que se reuniría con él en la próxima vida.

Tenía algo que decirle, era imprescindible, al margen de lo que él pudiera decir o hacer. Ella había hecho acopio de las fuerzas necesarias para llegar hasta allí. Ahora el encuentro estaba cercano y el pulso le latía con violencia. Tenía tantas cosas en su mente que las palabras que deseaba decir no tomaban forma.

Osugi carecía de ese problema. Elegía las palabras que iba a emplear para pedir disculpas por su malentendido y su odio, para desahogar su corazón y pedir perdón. Como prueba de su sinceridad, se encargaría de que la vida de Otsū le fuese confiada a Musashi.

Sólo rompía la oscuridad un ocasional reflejo del agua. La quietud reinó hasta que las pisadas de Jōtarō, que llegaba corriendo, se hicieron audibles.

—Por fin has venido, ¿eh? —le dijo Osugi, que todavía estaba en pie en la orilla—. ¿Dónde está Musashi?

—Lo lamento, abuela.

—¿Que lo lamentas? ¿Qué significa eso?

—Escúchame, te lo explicaré todo.

—No quiero ninguna explicación. ¿Viene o no viene Musashi?

—No viene.

—¿No viene? —repitió la anciana, con la voz hueca, llena de decepción.

Jōtarō, que parecía muy afectado, relató lo que había sucedido, a saber, que cuando un samurai remó hasta el barco, le dijeron que éste no atracaría allí, pues no había ningún pasajero que quisiera desembarcar en Shikama. La carga había sido transferida a una chalana. El samurai había solicitado ver a Musashi, el cual se acercó a la borda y habló con el hombre, pero le dijo que no iba a desembarcar. Tanto él como el capitán querían llegar a Kokura lo más rápidamente posible.

Cuando el samurai regresó a la playa con ese mensaje, el barco ya se dirigía de nuevo al mar abierto.

—Ya ni siquiera puedes verlo —dijo Jōtarō, abatido—. Ha rodeado el pinar en el otro extremo de la playa. Lo lamento. Nadie ha tenido la culpa.

—¿Por qué no fuiste en el bote con el samurai?

—No pensé... De todos modos, ya no hay nada que hacer, es inútil hablar de ello ahora.

—Supongo que tienes razón, pero ¡qué vergüenza! ¿Qué vamos a decirle a Otsū? Tendrás que decírselo tú, Jōtarō, yo no tengo valor para hacerlo. Puedes decirle exactamente lo que ha sucedido..., pero primero intenta calmarla, o su enfermedad se agravará.

Sin embargo, Jōtarō no tuvo ninguna necesidad de dar explicaciones. Otsū, sentada tras un trozo de estera, lo había oído todo. El golpeteo del agua contra el costado de la embarcación parecía resignar su corazón al sufrimiento.

«Si hoy no puedo verle, lo haré otro día, en otra playa», se dijo.

Creía comprender por qué Musashi no había querido desembarcar. En todo Honshu occidental y en Kyushu, Sasaki Kojirō era reconocido como el más grande de todos los espadachines. Al desafiar su supremacía, Musashi estaría ardiendo con la determinación de vencer. Su mente estaría concentrada en eso y sólo en eso.

«Pensar que ha estado tan cerca», se dijo con un suspiro. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras contemplaba la vela invisible que se alejaba lentamente hacia el oeste. Se apoyó desconsolada en la borda del bote.

Entonces, por primera vez, tuvo conciencia de una fuerza enorme que crecía con sus lágrimas. A pesar de su fragilidad, algo en lo más profundo de su ser generaba una fuerza sobrehumana. Aunque no lo había comprendido hasta entonces, su fuerza de voluntad era indomable y le había permitido perseverar a través de los largos años de enfermedad y angustia. Su sangre agitada le coloreaba las mejillas, dándoles nueva vida.

—¡Abuela! ¡Jōtarō!

Los dos caminaron lentamente por la orilla.

—¿Qué ocurre, Otsū? —le preguntó el joven.

—Os he oído hablar.

—¿Eh?

—Sí, pero ya no voy a llorar por ello. Iré a Kokura. Estaré presente en el combate de esgrima... Podemos dar por sentado que Musashi vencerá. En caso contrario, quiero recibir sus cenizas y llevármelas conmigo.

—Pero estás enferma.

—¿Enferma? —Apartó esa idea de su mente. Parecía rebosante de una vitalidad que trascendía la debilidad de su cuerpo—. No penséis en eso. Estoy perfectamente bien. Bueno, tal vez me encuentro algo pachucha, pero hasta que vea el resultado del combate...

Por poco escaparon de sus labios las palabras «estoy decidida a no morir». Las retuvo a tiempo y se atareó haciendo los preparativos para el viaje. Cuando estuvo dispuesta, bajó del bote sin ayuda, aunque para ello tuvo que sujetarse fuertemente a la borda.

Un halcón y una mujer

En la época de la batalla de Sekigahara, Kokura era el emplazamiento de una fortaleza al mando del señor Mōri Katsunobu de Iki. Desde entonces el castillo había sido reconstruido y ampliado, y ahora tenía un nuevo señor. Sus torres y sus deslumbrantes muros blancos revelaban el poderío y la dignidad de la Casa de Hosokawa, dirigida ahora por Tadatoshi, quien había sucedido a su padre, Tadaoki.

En el breve tiempo transcurrido desde la llegada de Kojirō, el estilo Ganryū, desarrollado sobre la base que había aprendido de Toda Seigen y Kanemaki Jisai, se había extendido por toda la isla meridional de Kyushu. Incluso llegaban hombres de la isla de Shikoku para estudiar bajo su dirección, con la esperanza de que, al cabo de uno o dos años de adiestramiento, les concederían un certificado y recibirían la autorización para regresar a sus casas convertidos en maestros del nuevo estilo.

Kojirō gozaba de la estima de quienes le rodeaban, incluido Tadatoshi, a quien habían oído observar con satisfacción: «Me considero un espadachín muy bueno». En todas las dependencias de la extensa residencia Hosokawa, se convenía en que Kojirō era una persona de «carácter sobresaliente». Y cuando viajaba entre su casa y el castillo, lo hacía lujosamente, con el acompañamiento de siete lanceros. La gente abandonaba sus ocupaciones para acercarse a él y presentarle sus respetos.

Hasta su llegada, Ujiie Magoshirō, practicante del estilo Shinkage, había sido el instructor jefe de esgrima del clan, pero su estrella palideció rápidamente a medida que la de Kojirō se abrillantaba. Kojirō le trataba de un modo grandilocuente. Había dicho al señor Tadatoshi: «No debes permitir que se marche. Aunque su estilo no es vistoso, tiene cierta madurez de la que carecemos los jóvenes». Sugirió que él y Magoshirō dieran lecciones en el dōjō del castillo en días alternos, cosa que se llevó a la práctica.

En un momento determinado, Tadatoshi observó:

—Kojirō dice que el método de Magoshirō no es vistoso, sino maduro. Magoshirō afirma que Kojirō es un genio de la espada con el que no puede medirse. ¿Quién está en lo cierto? Me gustaría ver una demostración.

En consecuencia, los dos hombres accedieron a enfrentarse con espadas de madera en presencia de su señoría. A la primera oportunidad, Kojirō dejó su arma y, sentándose a los pies de su contrario, le dijo:

—No estoy a tu altura. Perdona mi presunción.

—No seas modesto —replicó Magoshirō—. Soy yo quien no es un digno adversario tuyo.

Las opiniones de los testigos estaban divididas: unos creían que Kojirō actuaba así por compasión, mientras que otros consideraban que lo hacía por interés propio. En cualquier caso, su reputación aumentó todavía más.

La actitud de Kojirō hacia Magoshirō siguió siendo caritativa, pero cada vez que alguien mencionaba en términos favorables la creciente fama de Musashi en Edo y Kyoto, se apresuraba a poner las cosas claras.

—¿Musashi? —decía en tono desdeñoso—. Ah, desde luego ha sido lo bastante mañoso para hacerse un nombre. Habla de su estilo con dos espadas, según me han dicho. Siempre ha tenido cierta capacidad natural. Dudo de que haya nadie en Kyoto u Osaka capaz de derrotarle. —Siempre daba la impresión de que se abstenía de decir más.

Cierto día, un guerrero experimentado que visitaba la casa de Kojirō, le dijo:

—Nunca he visto a ese hombre, pero la gente de Miyamoto dice que Musashi es el espadachín más grande desde Kōizumi y Tsukahara, con la excepción de Yagyū Sekishūsai, naturalmente. Todo el mundo parece pensar que, si no es el espadachín más grande, por lo menos ha alcanzado el nivel de un maestro.

Kojirō se echó a reír y sus mejillas se colorearon.

—Bueno, es que la gente está ciega —replicó mordazmente—. Por eso supongo que alguno podría considerarle un gran hombre o un espadachín experto. Eso te demuestra hasta dónde ha llegado el declive del Arte de la Guerra, con respecto tanto al estilo como a la conducta personal. Vivimos en una época en la que un buscador inteligente de publicidad puede dirigir el gallinero, al menos en lo que respecta a la gente ordinaria.

—Ni que decir tiene, yo miro las cosas de un modo diferente. Vi a Musashi cuando intentaba ganar fama en Kyoto hace unos años. Hizo una exhibición de su brutalidad y cobardía en su combate con la escuela Yoshioka en Ichijōji. La palabra cobardía no es un insulto para los de su especie. De acuerdo, el número de sus adversarios era superior, pero ¿qué se le ocurrió hacer? Puso pies en polvorosa en cuanto tuvo ocasión de hacerlo. Considerando su pasado y su petulante ambición, me parece que se trata de un hombre que ni siquiera merece que le escupan encima... ¡Ja, ja! Si un hombre que se pasa la vida tratando de aprender el Arte de la Guerra es un experto, entonces supongo que Musashi lo es. Pero un maestro de la espada..., no, eso no.

Era evidente que, al cantar de tal guisa las alabanzas de Musashi, lo hacía motivado por una afrenta personal, pero su insistencia en imponer este criterio a todo el mundo era tan vehemente que incluso sus admiradores más incondicionales empezaron a sentirse intrigados. Finalmente corrió la noticia de que existía una larga enemistad entre Musashi y Kojirō. Poco después, volaban los rumores de un combate entre los dos hombres.

Al final Kojirō presentó el desafío obedeciendo las órdenes del señor Tadatoshi. Durante los meses transcurridos desde entonces, todo el feudo Hosokawa estaba en vilo y se especulaba sobre la fecha del encuentro y cuál sería el resultado.

Iwama Kakubei, ya muy entrado en años, visitaba a Kojirō por la mañana y la noche, siempre que encontraba la menor excusa para hacerlo. Una noche, a principios del cuarto mes, cuando incluso las flores de cerezo rosadas de doble pétalo habían caído, Kakubei cruzó el jardín delantero de la casa de Kojirō, pasando junto a las azaleas de un rojo brillante que florecían en las sombras de unas rocas ornamentales. Le hicieron pasar a una habitación interior iluminada tan sólo por la escasa luz del sol poniente.

—Ah, maestro Iwama, me alegro de verte —le dijo Kojirō, quien se encontraba en el exterior, alimentando a un halcón posado en su puño.

—Te traigo noticias —le dijo Kakubei, todavía en pie—. El consejo del clan ha discutido hoy el lugar del encuentro en presencia de su señoría y han llegado a una decisión.

—Toma asiento —le dijo un sirviente desde la habitación contigua.

Con un mero gruñido a modo de agradecimiento, Kakubei se sentó y siguió diciendo:

—Se ha sugerido una serie de lugares, entre ellos Kikunonagahama y la orilla del río Murasaki, pero los han rechazado todos porque o bien eran demasiado pequeños o bien demasiado accesibles al público. Naturalmente, podríamos levantar una valla de bambú, pero ni siquiera eso impediría que la orilla del río se llenara de gente deseosa de emociones.

—Comprendo —replicó Kojirō, todavía mirando atentamente los ojos y el pico del halcón.

Kakubei había esperado que el otro recibiera su información con el aliento un tanto entrecortado, y se quedó cabizbajo. Normalmente un invitado no haría semejante cosa, pero Kakubei dijo:

—Vamos adentro. No es cuestión de tratar este asunto mientras estás aquí afuera.

—Dentro de un momento —replicó Kojirō con indiferencia—. Quiero terminar de dar su comida al ave.

—¿Es éste el halcón que el señor Tadatoshi te regaló después de que cazarais juntos el otoño pasado?

—Sí. Se llama Amayumi. Cuanto más me acostumbro a él, más me gusta.

Arrojó el resto de la comida y, enrollando el cordón con borlas rojas atado alrededor del cuello del pájaro, llamó al joven asistente que estaba detrás de él.

—Ten, Tatsunosuke, devuélvelo a su jaula.

El ave pasó de un puño a otro, y Tatsunosuke echó a andar por el espacioso jardín. Más allá del típico montículo artificial había un pinar, limitado al otro lado por una valla. El recinto se extendía a lo largo del río Itatsu. Muchos otros vasallos de Hosokawa vivían en la vecindad.

—Perdóname por haberte hecho esperar —dijo Kojirō.

—No tiene importancia. No es como si fuese un extraño. Cuando vengo aquí, casi me siento como si estuviera en casa de mi hijo.

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