Mundos en el abismo (42 page)

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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mundos en el abismo
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Finalmente chocó con algo. La pared de roca.

Se arrastró pegado a ella, hasta que dio con un saliente, bajo el cual pudo al fin resguardarse de la lluvia.

Apoyó su espalda contra la roca, y se detuvo jadeante. Entonces se sintió lo suficientemente seguro como para preocuparse por alguien que no era él.

—¡Lilith! —gritó estentóreamente—. ¡Lilith! —Pero era como si los sonidos no pudieran escapar de su garganta.

El feroz chasquido de un rayo al romper el aire le hizo retroceder asustado.

Había caído muy cerca. El sonido del trueno, que llegó inmediatamente, estaba curiosamente amortiguado. Entonces se dio cuenta; desde que había despertado, sus oídos no habían captado apenas ningún sonido. No oía el golpear de la lluvia contra el suelo, sólo un constante zumbido que le llenaba la cabeza. Decidió dejar de preocuparse por eso. Ya lo resolvería cuando le llegara la ocasión. De momento, como principal objetivo, debía de reunirse con Lilith, y con el resto de sus compañeros... si habían sobrevivido.

Un nuevo relámpago le descubrió el contorno del reptador no muy lejos de donde se encontraba. Pegado a la misma pared rocosa, con las cinco patas que le quedaban apuntando hacia el cielo, como una cucaracha muerta.

Se dijo que era allí donde debería de empezar a buscar a los supervivientes, y se dirigió hacia los restos del reptador arrastrando su espalda contra la roca, sin atreverse a separarse ni tan siquiera un palmo de ella.

Cuando llegó junto a la máquina, el temporal había empezado a amainar.

Rodeó el reptador chapoteando en un barro negro en el que se retorcían agonizantes algunos peces. Todo estaba cubierto por una viscosa masa de cenizas.

En el compartimento de pasajeros no había mucho que mirar. Estaba sepultado bajo una montaña de escombros, rocas y árboles arrancados de raíz. Ninguno de los científicos o infantes que lo ocupaban había tenido ninguna posibilidad de sobrevivir. Pero la cabina...

El parabrisas de la cabina del reptador había estallado. Sin duda eso fue lo que le salvó, debió de salir despedido cuando la máquina se precipitó al vacío. Quizás los demás habían tenido la misma suerte, quizás Lilith seguía con vida... quizás...

Pasó entre los dientes de cristal del destrozado parabrisas, y encontró el cuerpo de Gwalior tendido junto a la radio. El techo de la cabina se había combado sobre ésta, atrapando al Ayudante Mayor de la Vajra como un martillo neumático. Su cabeza había desaparecido entre los hierros retorcidos, de los que rezumaba una viscosa masa gris veteada de rojo sangre.

No había nadie más. Jonás salió al exterior, y vomitó junto a la cabina. Había dejado de llover.

—¡Jonás! —La voz le llegó como un débil susurro, casi ahogado por el zumbido que llenaba sus oídos.

Se volvió. Chait Rai estaba de pie, frente a él, su uniforme destrozado como si fuera un náufrago.

—Creíamos que habías muerto —dijo tranquilamente.

—No oigo bien... ¿Y Lilith?

—Está bien. Ven, hemos encontrado un refugio. Aquí es peligroso quedarse...

—¿Peligroso? ¡Casi nos cae una babel en la cabeza! ¿Qué más puede pasar?

—Terremotos.

CINCO

Han siguió al infante Sikh a través de los estrechos corredores de la Vajra. A cada paso que daba sentía flaquear sus piernas. Su cabeza estaba repleta de negros pensamientos de los que le era imposible alejarse.

Finalmente alcanzaron el camarote de oficiales, el ritmo de su corazón se aceleró mientras el soldado adhyátmico abría la puerta.

En el interior se hacinaban el Comandante Isvaradeva, el Segundo comandante, y el resto de la oficialía de la Vajra.

Al verlo entrar, el Comandante, que estaba recostado en una litera, se puso en pie y avanzó hacia él.

Han observó consternado el rostro de Isvaradeva. En aquellos pocos meses el joven Comandante parecía haber envejecido diez años.

—¿Has venido para saborear tu triunfo? ¿Para disfrutar de las consecuencias de tu traición?

Han bajó los ojos, y durante un momento sintió que sus fuerzas le abandonaban. Las rodillas se le doblaban, y sus piernas a duras penas conseguían seguir sosteniendo su peso.

—Tienes razón, Comandante, soy un traidor. Un traidor mayor de lo que jamás podrías concebir.

Sin darle a Isvaradeva tiempo para reaccionar, Hari introdujo una mano en uno de los pliegues de su hábito, extrajo una larga y afiladísima aguja, y giró sobre sí mismo clavándola en el pecho del atónito guardia Sikh.

El soldado se derrumbó silenciosamente, con el corazón perforado por la mortal aguja, como si no fuera más que un hábito vacío.

Han se quedó inmóvil, observando al Sikh muerto, y a la brillante aguja que sobresalía de su pecho, como si él hubiera sido un simple testigo, y no el autor, de aquella muerte.

Se volvió hacia Isvaradeva, y alzó una mano suplicante. La mano se cerró en un puño, su rostro se crispó de dolor, y Hari cayó como un roble herido de muerte.

Isvaradeva saltó, recogiendo al hermano, y evitando que golpeara su cabeza contra las planchas de acero. Depositó a Hari en el suelo con cuidado, y buscó frenéticamente su pulso.

—¡Rápido, Ajmer, no respira!

El oficial médico se plantó junto a él en un par de saltos, tras reconocer rápidamente a Han, desabotonó la parte delantera de su túnica, y le aplicó al religioso un vigoroso masaje cardíaco.

—¡Ha sufrido un ataque al corazón...! —dijo, jadeando por el esfuerzo— ¡Rattan..., adrenalina!

El oficial de comunicaciones rebuscó en el botiquín del camarote, hasta encontrar varias ampollas, y una jeringuilla de vidrio. Lo llevó todo junto a Ajmer, que rápidamente inyectó el contenido de una de las ampollas en la corriente sanguínea del religioso.

SEIS

Lilith sollozaba. Toda su frialdad se había esfumado. Ahora era sólo una mujer asustada, con el pelo sucio y revuelto, y la ropa hecha jirones mostrando las magulladuras y erosiones que salpicaban su cuerpo.

La llegada de Jonás y el mercenario le alivió algo. Ella también temía que Jonás hubiera muerto.

Durante el camino habían sufrido varios terremotos, ninguno demasiado fuerte, pero en el transcurso de uno de ellos la montaña había acabado por derrumbarse sepultando los restos del reptador.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Lilith.

—Iremos hacia la Ciudad. Los salvajes son los únicos que pueden ayudarnos —afirmó Chait.

—¿Quieres decir que todos nuestros compañeros han muerto? —preguntó Lilith casi con un susurro.

—Sí.

—No —dijo nerviosa —, no es posible... Estás equivocado... Eso es imposible...

Chait la tomó de los hombros, y la sacudió enérgicamente.

—Nosotros estamos vivos. No podemos rendirnos ahora.

Jonás sacudió la cabeza como si se negara a creer lo evidente.

—Pero la Vijaya no ha podido...

—Jonás, lo que viste estrellarse contra la babel era la Vijaya. Nuestro campamento estaba en la base de la babel... Somos los únicos supervivientes. Cuanto antes te hagas a la idea de esto mejor para todos.

—Un momento —intervino Lilith —: ¿Y Han, Yusuf, y los demás del transbordador...?

El ksatrya se encogió de hombros.

—Quién sabe. Lo mismo que atacó a la Vijaya pudo muy bien acabar con ellos...

—¿Atacó? ¿Quién...?

—¿Qué más da? Ya lo averiguaremos. Hay cosas más urgentes. A partir de ahora deberemos proceder sin esperar ninguna ayuda del exterior. Vamos.

Se pusieron en marcha. Chait había mirado al cielo intentando orientarse, pero el sol amarillo era imposible de distinguir entre la espesa capa de nubes que lo cubría. De no ser por la luz extra proveniente de la Esfera, la oscuridad habría sido total. Pero Chait había decidido una dirección, y los tres se habían puesto a caminar hacía allí. Jonás tenía serias dudas sobre que aquél fuera el camino adecuado, pero sabía que el ksatrya, como buen militar que era, no iba a reconsiderar su primera decisión.

Lilith sangraba por un oído. Al parecer la explosión le había reventado aquel tímpano. Sí algún día regresaba al imperio podrían curarla sin problemas, pero Jonás apenas oía nada por ninguno de los dos, y ya había olvidado los tiempos en los que no escuchaba aquel constante zumbido.

—No te preocupes —le había dicho Chait —; si oyes algo, es que a ti no te ha saltado el tímpano. En un par de días estarás completamente recuperado.

Jonás se sintió irritado por la indiferencia de Chait Rai.

—Ahora que pienso... ¿tú oyes bien?

—Abrí la boca. Es lo que hay que hacer si va a explotarte un obús cerca. Ahora, no malgastes aliento y camina.

Caminaron, rodeados por un apocalíptico paisaje. Estaban cansados, muy cansados, incluso antes de emprender la marcha. Jonás se sentía como si las prótesis de sus piernas se hubieran convertido en plomo, tenía los huesos molidos, y los músculos al borde del agotamiento. Durante dos veces en los últimos minutos, había tropezado y caído cuando no existía una razón aparente para ello. Pese a todo siguieron adentrándose en la creciente oscuridad que cubría rápidamente el planeta, mientras crecía la preocupación de que cada paso pudiera ser el último. Apenas distinguían el terreno que pisaban, en cualquier momento podían desaparecer los tres por una grieta recién abierta por los terremotos.

Después de media hora, tal vez un poco más, se detuvieron al pie de la empinada pared de roca.

—¿Qué distancia crees que hemos recorrido, Chait? —preguntó Lilith.

—Unos cinco kilómetros; nos hallamos bastante cerca. —Tanteó la pared rocosa que se elevaba frente a él.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Jonás mirando desanimado la pronunciada pendiente.

—¿Ahora qué? —dijo el mercenario—. Debemos de subir hasta arriba, por supuesto. La Ciudad está en la cumbre. Des cansaremos cinco minutos, e iniciaremos la ascensión.

—¿Cómo? Por Krishna, has visto mis piernas. No podré escalar esa pendiente.

Chait le echó un vistazo apreciativo.

—Si podrás.

—Chait —intervino Lilith —, ¿no será peligroso? Si un terremoto nos sorprendiera mientras subimos...

—No habrá más terremotos.

—¿Cómo lo sabes? —gritó Jonás —¿Eres experto en sismología?

—No habrán mas terremotos, punto.

—Pero...

—Silencio. —El mercenario había tapado la boca de Jonás con su mano—. Agachaos, alguien viene.

Los dos biólogos obedecieron.

Chait, con su arma preparada, observó parapetándose prudentemente tras una amplia roca. Se puso en pie y alzó los brazos.

—Son los nativos —dijo.

El grupo de nativos llegó hasta ellos cabalgando unos curiosos animales semejantes a cabras, pero sólo un poco más pequeños que los phantes. El sacerdote iba en cabeza.

Chait Rai era el único que aún poseía un traductor en condiciones, por lo que tuvo que ir repitiendo las palabras del nativo.

—Dice que cuando la babel cayó, él salió despedido fuera de la cabina del... No sé cómo lo ha llamado, pero supongo que se refiere al reptador. A diferencia de nosotros no rodó ladera abajo, de modo que se puso en pie, y se dirigió hacia la Ciudad en busca de ayuda... Los terremotos y la tormenta les han retrasado un poco, pero... bueno, aquí están.

—Y qué a tiempo! —exclamó Lilith.

Les habían traído monturas, y Jonás observó con cuidado la suya. Tenía dos amplios cuernos echados hacia atrás, semejantes a los manillares de una bicicleta. Los cuernos surgían de una placa córnea que cubría la cabeza y se extendía hacia delante, formando una especie de pico. El labio inferior, largo y musculoso, se prolongaba para tener la misma longitud que el "pico" córneo. Tenía dos anchos cascos en cada pie, muy separados y un poco prensiles, dotados de una asombrosa capacidad de adherencia a las rocas.

Se dirigieron hacia la Ciudad. Aquellos animales trepaban por el barranco y saltaban las grietas como auténticas cabras.

Rodeado por un paisaje cada vez más sombrío, Jonás no dejaba de tener pensamientos igualmente negros.

¿Quién había destruido la Vijaya? ¿Era posible pensar que todo había sido un estúpido accidente? Pero no, la tecnología imperial estaba muy por encima de ese tipo de accidentes. Alguien había atacado a la nave de fusión; la pregunta era... ¿quién? ¿Algún sistema automático activado casualmente por alguno de los hombres que habían explorado Jambudvipa? ¿Era posible que los nativos hubieran estado mintiéndoles desde el principio? Se hacían pasar por salvajes, y en cambio vivían en ciudades rodantes supertecnológicas. ¿Habían destruido ellos la Vijaya, y ahora conducían a los únicos supervivientes hacía algún tipo de sacrificio ritual...?

Se revolvió inquieto en su montura. No debía de seguir pensando así, o acabaría tan loco como el eunuco... a quien la rueda del samsara le hiciera reencarnarse como bacteria.

Al final, la Ciudad apareció en la llanura que se extendía por encima del cañón labrado por la babel.

No parecía haber sufrido demasiados daños, y seguía moviéndose, aunque Jonás hubiera jurado que mucho más lentamente. En cambio, las cuadrillas de pequeños robots auxiliares que la acompañaban habían desaparecido. Quizás los terremotos y la tormenta habían estropeado a muchos, y ahora estaban reparándolos.

Siguieron avanzando hasta guarecerse bajo la sombra de la Ciudad. Jonás levantó la cabeza observando la panza del gigantesco hábitat rodante. Una impresionante estructura de placas de acero y tuberías que se deslizaba a veinte metros sobre él. Dispuestas en una rejilla regular se levantaba a su alrededor un bosque de chirriantes orugas. Cada una de ellas mediría diez metros de altura por unos treinta de longitud, y había miles, rodando lentamente y soportando el monstruoso peso de la Ciudad.

Una amplia rampa metálica había descendido frente a ellos, sujeta por unas gruesas cadenas como el puente levadizo de un castillo. Se arrastraba por el suelo gracias a unas pequeñas ruedas metálicas. El grupo de cabras-montura ascendió tranquilamente por ella.

SIETE

Lentamente, Hari Pramantha fue volviendo a la vida. Abrió unos ojos enrojecidos, miró uno a uno a los hombres que le rodeaban, mientras un sudor frío perlaba su frente. Súbitamente se volvió a un lado para vomitar una espuma amarillenta.

—Lo siento, Comandante... —murmuró con voz débil.

Lo habían tendido en una de las literas, y el oficial médico, sentado en el borde de ésta, le apretó la muñeca.

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