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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

Mundos en el abismo (27 page)

BOOK: Mundos en el abismo
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Konarak le pasó otra nota a Gwalior.

"Mi comandante, dentro de unas seis horas tendrá que ponerse en contacto con Jai Shing, y concertar una entrevista con él. Pídale que nos reciba para tratar el primer tema que se le ocurra."

Gwalior asintió comprendiendo lo que los infantes de marina se proponían. Se dirigió hacia el intercomunicador.

CINCO

Había sido como intentar subirse a un carrusel en marcha. El único punto accesible era el extremo del huso que era el cascarón del juggernaut muerto.

Bana había dirigido hacia allí a sus hombres, y después le había cedido el puesto de cabeza al cabo Jhangar, zapador especializado en accesos difíciles.

Jhangar abría el camino sobre la piel del animal. Técnicamente era como avanzar colgado del techo de alguna superficie rocosa. Para conseguir gravedad artificial los imperiales habían dotado al juggernaut de rotación. Los infantes de marina debían de moverse como moscas sobre el plato de un tocadiscos. La fuerza centrífuga parecía empeñada en arrojarles lejos.

Como siempre, antes de vérselas con el enemigo, tenían que cruzar el peligroso espacio intermedio.

El grupo avanzaba muy lentamente; Jhangar utilizaba una taladradora eléctrica para ir abriendo agujeros en la piel coriácea. Tras esto, introducía spits de montaña en los agujeros, y los aseguraba con un par de golpes con el mango de la taladradora. De cada spit colgaba un estribo del que se serviría el resto de la tropa. Tardaron cinco horas en alcanzar su punto de destino mediante este sistema. Las aparatosas armaduras de combate no les facilitaban en absoluto el trabajo.

Para entonces, el segundo grupo comandado por el capitán Chait Rai, tras cumplir con su período de descompresión, ya había partido de la Vajra, y cruzaban el vacío que los separaba del juggernaut.

SEIS

Ozman se había puesto uno de los trajes de espuma desechable del Imperio, y había caminado lentamente, contando sus pasos sobre la amplia curva que era la cara interior del cascarón del juggernaut muerto.

Le rodeaba una oscuridad espesa que los focos de su casco apenas podían taladrar.

Siguió la vía del monorraíl que utilizaban los imperiales para moverse rápidamente de un extremo a otro de la estación. Era el único sistema de orientación de que disponía, y lo utilizó a pesar del peligro que entrañaba. Cuando los imperiales descubrieran al guardia muerto, saldrían a buscarle utilizando precisamente aquel mismo monorraíl.

Finalmente calculó que había llegado a su punto de destino, se acuclilló, y colocó la masa explosiva que llevaba consigo pegada a la superficie córnea. Se alejó unos metros, hasta que consideró que se hallaba a una distancia segura, y dirigió hacia ella el arma que le había arrebatado al guardián unos minutos antes. Un fino rayo de luz coherente roja se movió sobre la masa explosiva.

En uno de los extremos del visor del casco que llevaba puesto, apareció una ventana que le mostraba una ampliación de la escena que tenía ante él teñida en tono rojos. Accionó un interruptor del rifle de partículas, y la imagen monocroma sufrió un violento zoom, hasta que la masa explosiva pareció acercarse a menos de medio metro de él.

Ozman maldijo furioso. Con armas como aquéllas, hasta el más torpe y miope soldado imperial podía competir en puntería con el mejor tirador de la Utsarpini.

Desechando aquella idea comprobó la hora que marcaba su reloj, y se sentó tranquilamente a esperar hasta que se cumpliera el plazo previsto.

SIETE

Jai Shing rodeó la mesa de juntas y se colocó directamente enfrente de los tres hombres de la Utsarpini.

Gwalior miró hacia atrás con preocupación. Los guardias personales del eunuco no se había quedado afuera en esta ocasión. Permanecían en cambio a sus espaldas, expectantes, con sus armas de partículas alzadas en posición de combate. Y para empeorar las cosas estaban las omnipresentes cámaras, registrando toda la escena desde los cuatro vértices superiores de la sala.

Gwalior se encogió de hombros. No sabía cómo iban a solucionar aquella situación los dos infantes de marina, pero su papel a partir de entonces iba a ser de actor de reparto, y no de protagonista.

—Muy bien —empezó el eunuco —, ¿qué asura quiere ahora, comandante? Debo decirle que yo no estoy aquí a su servicio. Y que no espere convocar una reunión como ésta cada vez que se le antoje.

—Sin duda tiene asuntos más importantes que tratar. —dijo Gwalior.

—Sin duda —replicó Jai Shing sin darse por aludido por la ironía.

—Bien, de todas formas, creo que los últimos acontecimientos nos obligan a esclarecer nuestra situación aquí.

—¿A qué se refiere exactamente, comandante?

—En estos momentos, nuestro estatus es poco menos que de prisioneros. Sin embargo, nuestros hombres han colaborado tanto como los suyos en los últimos hallazgos.

—¿Se refiere a ese artefacto gigantesco?

—Exactamente. Queremos que se nos permita comunicar esta información a nuestra nave. También queremos participar, en plano de igualdad, en la expedición que sin duda realizarán hacia ese lugar.

El eunuco sonrió displicentemente.

—Por supuesto, por supuesto... Sin embargo, debo decirles que estamos esperando la respuesta del Trono a nuestro último mensaje. Entonces, y sólo entonces, trataremos todos estos temas.

—¿Qué trataremos entonces? ¿La forma más rápida de eliminarlos?

Gwalior se volvió sorprendido. El que había hablado era Konarak. Su voz parecía tranquila, pero el comandante comprendió que lo que fuera a suceder iba a suceder muy pronto.

Tal vez dentro unos minutos, o segundos, los tres estarían muertos o...

A su derecha Chanakesar se movió imperceptiblemente.

—No comprendo a qué se refiere exactamente —dijo Shing con cautela.

—Está bastante claro que somos un estorbo para ustedes. ¿Quieren convencernos de que marcharán a investigar ese artefacto dejándonos a nosotros a sus espaldas...?

—Aún no sabemos si el Trono aprobará esa expedición... —se apresuró a decir Shing.

—Qué más da. De una forma u otra somos un estorbo para ustedes. Sí no se deciden a investigar ahora, seguro que querrán mantener el secreto hasta que estén dispuestos a hacerlo. ¿Qué harán para asegurarse que no abramos la boca?

—Esto es absurdo...

—Quizás... —Konarak, con toda naturalidad, había sacado su improvisada bomba de mano, y jugueteaba con ella sobre la mesa de juntas— ...O quizás no. No podemos correr el riesgo.

Shing recayó entonces en aquel objeto.

—¿Qué...?

—Esto es una bomba de mano, con medio kilo de trinitrotolueno. Terriblemente efectiva a esta distancia... ¡Ordene a su perro guardián que retire su arma!

Uno de los guardias mantenía el cañón de su fusil de partículas apoyado contra la sien de Konarak.

—¡Suelte esa bomba o morirá, vidvaraha! —chilló histéricamente el eunuco.

Konarak alzó su brazo derecho con la bomba firmemente apretada en su mano. El dedo pulgar presionando ligeramente el disparador piezoeléctrico.

—Déjeme que le explique algo sobre este artefacto —dijo el infante con una tranquilidad de pesadilla—. Su fulminante es piezoeléctrico. Una presión de una décima de milímetro de mi dedo y... ¡BUM! Si su esbirro dispara, bastará la convulsión subsiguiente a mí muerte para detonarlo, y en una habitación tan pequeña como ésta, una bola de mierda tan gorda como usted no podría esconderse en ningún rincón.

El eunuco miró alrededor sudoroso, buscando inútilmente una salida como una rata acosada.

—¡Está loco! ¡Va a matarnos a todos!

—Ordene a sus hombres que depongan las armas —dijo fríamente Gwalior.

—¡Ya lo han oído! ¡Obedezcan! ¿Qué pasa..., se han vuelto todos locos?

El guardia permanecía inmóvil como una estatua, con el cañón apoyado en la sien de Konarak.

El otro guardia seguía invisible a sus espaldas. Gwalior notó un cosquilleo en su nuca, pero no se giró para ver lo que el soldado del Imperio estaba haciendo.

Durante unos segundos fue como si la escena se hubiera congelado. Los seis hombres permanecieron allí, sudorosos, en una guerra de nervios, donde cada grupo intentaba averiguar hasta dónde estaría dispuesto a llegar el adversario, y cuánto era un farol.

Sin embargo, el reloj corría en contra de los hombres de la Utsarpini. Gwalior observó con preocupación las cámaras, preguntándose cuánto tardarían en llegar los refuerzos de los imperiales.

—Súbitamente, Chanakesar entró en acción. Una aguja de disección convertida en flecha atravesó limpiamente la muñeca del guardia que apuntaba a Konarak.

El hombre gimió, soltó su arma, y retrocedió sujetándose el antebrazo con el rostro convertido en una máscara de dolor.

Gwalior se inclinó y tomó el fusil de partículas casi antes de que tocara el suelo.

¡Al fin podía ver al otro guardián! Estaba con la espalda pegada a la puerta, el rifle activado y trazando amplias curvas semicirculares con el cañón. El láser guía saltaba de uno a otro de los hombres de la Utsarpini, demostrándoles que estaban perfectamente cubiertos por el arma.

El rayo láser no sólo era útil para apuntar el arma, serviría además para ionizar el aire, haciéndolo conductor para el chorro de partículas cargadas.

Gwalior activó a su vez el rifle que había capturado y un círculo de luz roja apareció en el pecho del guardia. Este tragó saliva. Además de conducir el rayo de partículas, el láser era un eficaz medio de disuasión.

—Esto es ridículo —le dijo razonablemente Gwalior al guardia—. Está usted en clara inferioridad. ¿Espera que le maten para obtener una medalla póstuma? No tiene ninguna posibilidad. Rinda su arma.

El hombre no se movió. Permaneció en la misma posición, pero sus ojos se desviaron imperceptiblemente hacia las cámaras.

Gwalior comprendió de pronto. Giró rápidamente, y disparó a las cámaras. Una tras otra, provocando una lluvia de partículas metálicas, trozos de vidrio y componentes ópticos por toda la sala.

Se volvió hacia el guardia.

—Ya nadie le ve. Viva o muera, lo hará de incógnito. El hombre lo pensó un instante, se inclinó, y dejó cuidadosamente su arma en el suelo.

—Bien —dijo Gwalior con alivio —, eso es empezar a actuar con inteligencia.

Konarak recogió el arma dejada por el guardia, y rodeó la mesa de juntas hasta alcanzar a Jai Shing.

—Muy bien, gordito, es tu turno —dijo mientras jugueteaba con el cañón de su arma revolviendo los escasos cabellos del eunuco—. Ponte a trabajar o esparciré tus sesos por toda la habitación.

—¿Q-qué quiere que haga...? —lloriqueó.

—Llama a la Central, y ordena que todos entreguen sus armas.

—S-sí... —Shing intentó torpemente marcar un número en el interfono con sus gordos dedos empapados de sudor y temblorosos.

—Será inútil —Dijo uno de los guardias.

—¿Por que será inútil? —le preguntó Gwalior.

—Nadie le hará caso. En estado de guerra, el Gramani pierde sus prerrogativas. El mando pasa al militar presente de más alta graduación.

—Eso tiene sentido —comentó Chanakesar.

—¿Es cierto? —inquirió Konarak, sacudiendo al eunuco.

—S-sssi...sí.

—Se han metido ustedes mismos en una ratonera —continuó el militar del imperio—. La guardia pronto estará aquí. Si para capturarlos tienen que matarnos a todos, no duden que lo harán.

OCHO

Los cinco soldados imperiales entraron en la sala privada de los hombres de la Utsarpini tras derribar la puerta.

Un sorprendido Jonás Chandragupta saltó de su asiento para verse enfrentado a la boca del cañón de un fusil de partículas.

—¿Dónde creen que...?

—Al suelo —dijo el soldado que lo encañonaba en un tono que no admitía discusión.

—Pero... —protestó Jonás.

Hari Pramantha ya se había tumbado, y separaba las piernas para facilitar el cacheo.

—¡Al suelo! —repitió el militar.

Jonás permaneció de pie, confuso y furioso.

—Te sugiero que obedezcas, Jonás —le dijo tranquilamente Hari desde donde se encontraba—. Ese hombre parece muy nervioso.

—¡Esto es ridículo! —gruñó Jonás mientras se tumbaba.

El soldado empezó a cachearlo.

—¿Qué espera encontrar? Yo no soy un militar. ¡Soy un científico! No he tenido nada que ver con todo esto.

—¡Silencio, yavana!

—Van a estropearlo todo... —gimió Jonás—. ¡El más importante descubrimiento de nuestra historia, y pierden el tiempo matándose entre ellos... !

Otro soldado que lucía las insignias de cabo en el antebrazo apareció en el quicio de la puerta, y le hizo una señal al resto para que salieran.

—Permaneced donde estáis —les dijo a los dos hombres de la Utsarpini—. Si alguno de vosotros intenta abandonar este lugar —levantó significativamente su arma—... estaremos afuera esperándole.

NUEVE

Ozman volvió a mirar nerviosamente el reloj. Era la hora, pero no había recibido la esperada señal. ¿Debía entonces proceder de acuerdo con el plan, y descubrirse?

Tal vez la débil señal de radio no podía atravesar la espesa piel del animal —se dijo mientras tomaba el arma y apuntaba cuidadosamente sirviéndose del láser.

Hizo fuego, y el haz de protones saltó detonando la carga explosiva.

Bien, —Se dijo —, si los romakas no estaban ya sobre aviso, ahora sin duda lo están.

Unos minutos después, a través del agujero abierto por la explosión, empezaron a entrar infantes de marina de la Utsarpini.

Incluso con la armadura de combate puesta, Ozman reconoció la pesada figura del sargento Bana. Se acerco a él.

—Le felicito, Ozman. Una sincronización perfecta. Me alegro de no haber tenido que utilizar nuestros explosivos. No se estaba nada seguro colgando ahí fuera.

—Gracias, sargento. Es mejor que nos pongamos en marcha; seguro que los romakas han oído la explosión, y no tardarán mucho en llegar...

Oznian no se equivocaba. Unos minutos después, los veinte hombres desandaban el camino recorrido horas atrás por Ozman.

En el pecho de uno de ellos pareció encenderse una diminuta luz roja. Casi al instante caía hacia atrás con una perforación perfectamente circular en su armadura.

Antes que el cuerpo del infante tocara el suelo, otros tres más fueron alcanzados, siempre por certeros disparos en el pecho.

Las armaduras de poco servían contra las armas de partículas.

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