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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

Mundos en el abismo (28 page)

BOOK: Mundos en el abismo
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Ozman reaccionó, mientras por el rabillo del ojo veía caer a otro de sus compañeros.

Había visto un relampagueó rojizo a lo lejos. Quizás demasiado lejos para una puntería tan certera. Pero recordó las características de las armas del Imperio, una de las cuales tenía ahora entre sus manos.

Abrió al máximo el haz láser de su arma, y la utilizó como una linterna de largo alcance.

A unos trescientos metros avanzaba uno de los vagones del monorraíl repleto de soldados imperiales. La luz roja los deslumbró durante un instante mientras intentaban, desesperadamente, ajustar los visores de sus cascos.

Todos los hombres de la Utsarpini empezaron a disparar a la vez.

Ozman se vio rodeado por un espectacular —pero silencioso por la falta de aire —fuego a discreción.

Los casquillos vacíos saltaban en todas direcciones, rebotando contra las armaduras.

Mantuvo su haz lo suficiente para ver cómo el vagón, alcanzado por innumerables impactos de la pesada munición de los infantes, se salía del raíl, y dando varias vueltas de campana, que arrancaron violentos chispazos de las partes metálicas, acababa por detenerse a pocos metros de ellos, completamente destrozado.

Los infantes se acercaron para contemplar el daño producido. Discernibles a través del humo, enredados en grotescas posiciones entre los fragmentos metálicos del vagón, se veían cinco cuerpos horriblemente mutilados.

Bana se volvió y contempló tristemente los siete infantes que habían quedado en el camino.

Una amarga victoria —pensó. Siete contra cinco. Había perdido un tercio de sus tropas en el primer encuentro. ¡Y aún no habían entrado en la Estación!.

DIEZ

El grupo de infantes comandado por Chait Rai se deslizaba cautelosamente por el corredor. Chait abrió de un puntapié una puerta metálica, y avanzó con la ametralladora dispuesta.

Un rápido movimiento frente a él, y lanzó una ráfaga casi sin pensar. Vio cómo un soldado imperial levantaba sus brazos, y caía de espaldas.

Aprovecharon el momento de indecisión para parapetarse buscando posiciones. Unos tardíos haces de protones restallaron contra una de las paredes tras ellos, haciendo saltar trozos de aluminio, escayola y astillas de cristal. Aplastándose contra el vientre de sus armaduras los infantes respondieron de inmediato, vaciando sus cargadores sobre la fuente de los rayos rojos, hasta que todos se apagaron.

Esperaron tensamente durante varios segundos. No hubo nada más. Chait Rai se puso en pie, y cruzó la habitación. Tras dudar unos segundos, le siguieron prudencialmente sus hombres. Junto a varias cajas amontonadas yacía un cuerpo con el uniforme imperial. Debía de encontrarse de guardia en aquella especie de almacén, cuando fue sorprendido por la incursión.

Las balas de grueso calibre de la Utsarpini habían cosido una amplia línea de postas a través del pecho del soldado. De hombro a hombro. La pechera de su uniforme estaba empapada de sangre. Chait imaginó que si alguien intentaba arrastrar el cadáver por los brazos se partiría en dos por aquel sitio.

Otro cadáver, el que había caído en primer lugar, yacía unos metros más allá.

Dejándolos allí, el grupo de infantes atravesó la sala. Encontraron una salida que daba a un callejón de servicio.

Chait escudriñó el camino estrecho y repleto de cajas de embalaje, antes de cruzarlo. Al otro extremo del callejón, los infantes subieron unos escalones metálicos, encontrando la puerta de salida del almacén.

Chait se sentía como un ratón jugueteando con una ratonera, esperando que de un momento a otro se disparara el cepo.

Abrieron la puerta lo suficiente para permitirles pasar. Se deslizaron por ella, agachándose en la semioscuridad, todo lo que les permitía sus armaduras.

A su izquierda, una inmóvil escalera automática daba acceso al segundo piso. Ante ellos, unas puertas conducían a un amplio y despejado corredor. Pudieron ver algunos diminutos coches eléctricos, como los de las ferias, pulcramente aparcados.

Con su aguzado sentido del peligro guiándole, Chait se volvió; condujo a su hombres por la escalera mecánica. Al llegar al segundo piso, se dirigió hacia una de las barandillas metálicas. Atisbó el corredor con cautela.

A ambos lados del mismo, aplastados contra las paredes, agachados en los cruces, detrás de los coches, esperaban en silencio una buena docena de soldados imperiales.

Uno de los imperiales alzó su rifle de partículas.

Como una centella, Chait se aplastó contra el suelo. La barandilla de metal cromado se retorció como una serpiente herida, por el impacto de los ardientes protones.

Desde su posición Chait no podía ver a los soldados que estaban justo debajo de él, pero vio a un par de ellos corriendo por el pasillo lateral para unirse a la refriega.

Echándose hacia atrás, para evitar que la bocacha de su ametralladora denunciara su posición, les lanzó una amplia andanada. Los soldados se detuvieron de repente, mientras las balas danzaban a su alrededor, rociándoles con esquirlas de mampostería. El de la izquierda quedó en el suelo, gritando y pateando en un estertor. El otro logró atravesar ileso el muro de fuego, y se unió a sus compañeros.

Una nueva ráfaga de haces de partículas se abatió sobre la pasarela ocupada por los infantes en respuesta a los disparos de Chait. El capitán se volvió, e indicó a sus hombres que tomaran posiciones con órdenes tan cortas y secas como las ráfagas de su repetidora.

Con movimientos precisos, Chait quitó el cargador vacío de su arma y lo sustituyó por uno nuevo.

Una confusa figura apareció al borde de la escalera, precedida por su fusil que sujetaba firmemente frente a él.

Tras él apareció otro soldado imperial. Y otro más.

El soldado del Imperio que iba en cabeza giró violentamente sobre sí mismo cuando le alcanzó la nube de proyectiles. Cayó primero de bruces, rebotó y se deslizó flojamente sobre el piso, prácticamente desmembrado.

El espacio ante ellos cobró repentinamente vida. Los imperiales surgían en oleadas del hueco de la escalera, saltando y rodando sobre el piso, en busca de un lugar donde parapetarse. Mientras tanto, disparaban sus armas con mortal efectividad.

Chait comprendió rápidamente que en aquel intercambio de disparos ellos llevaban las de perder. Se lanzó desesperadamente al cuerpo a cuerpo, sin esperar siquiera a comprobar si sus hombres le seguían o no.

A corta distancia, nada mejor que el arma blanca. Oprimió el botón que liberaba la bayoneta de su 21— A. La clavó en el primer imperial que se le puso delante.

El rostro del enemigo se crispó de dolor a unos centímetros del suyo. Retorció su repetidora, tratando inútilmente de extraer la bayoneta. Abrió fuego, y la ráfaga a quemarropa destrozó carne, huesos e intestinos, liberando el arma.

A través de su visor nublado por las gotas de sangre, Chait vio a los infantes aplastar en pocos minutos a los sorprendidos guardias romakas. Las espadas cortas de los imperiales no eran adaptables a las bocachas de sus sofisticados pero, por ahora, inútiles superfusiles. En cambio, las bayonetas incorporadas a los 21—A daban un metro más de alcance a los infantes.

Chait intentó ordenar sus pensamientos. ¿Por qué los imperiales habían concentrado allí el grueso de sus tropas?

Abajo, los guardias retrocedían hacia estrechos pasillos donde esperaban que los infantes no pudieran seguirles.

—¡Bairam! —gritó a uno de sus hombres —: Prepara el lanzallamas.

Bairam colgó su ametralladora al hombro, y descargó de su espalda el arma indicada, unida mediante un grueso tubo a la mochila.

Chait se lanzó sobre la escalera mecánica, en persecución de los guardias. Bairam y los once infantes supervivientes le siguieron, levantando ecos metálicos al golpear con sus botas contra el suelo.

—¡Abre fuego! —dijo, señalando los pasillos donde aguardaban emboscados los imperiales.

Un chorro de líquido ardiente atravesó el espacio, fustigando ciegamente las paredes del pasillo como un látigo.

Los imperiales fueron sacados precipitadamente de sus escondites por las llamas. La ola de energía se meció entre ellos, carbonizando cuanto tocaba, arrancando gritos de sus torturadas gargantas, mientras sus cuerpos envueltos en llamas chocaban ciegamente contra las paredes.

Esto continuó hasta que todo lo que se encontraba dentro de aquel corredor quedó ennegrecido. Los soldados imperiales eran ahora confusos montones que ardían silenciosamente. Chait avanzó entre ellos, mientras los filtros de su traje luchaban inútilmente contra el nauseabundo olor del aceite del lanzallamas, la pintura de las paredes humeantes, y la carne quemada.

Finalmente alcanzó una puerta cerrada al final del pasillo. La derribó, y se enfrentó con un compacto grupo de unos diez o doce civiles ocultos en su interior. Tal y como había esperado, los guardias imperiales habían sido sorprendidos por su grupo cuando intentaban evacuar a aquellos hombres.

Una joven de baja estatura y ojos muy claros le plantó cara.

—Mi nombre es Lilith Firistha. Soy ciudadana del Imperio. Si hace algún daño a alguno de los aquí presentes...

La joven se detuvo súbitamente. Chait había bajado su ametralladora en un intento de tranquilizar a los civiles. La sangre cubría ésta, y su brazo hasta la altura del codo. Al bajar el arma la sangre resbaló goteando por la punta de la bayoneta, formando un espeso charco a sus píes.

—Auténtica sangre de "Ciudadanos del Imperio" —dijo cínicamente.

ONCE

El rostro del comandante Prhuna apareció en los monitores del puente de la Vajra.

Parecía tan joven como el propio Isvaradeva, pero éste sabía que el aspecto físico nunca es un indicativo de la edad entre los ciudadanos del imperio.

—¿Hasta cuándo espera seguir con esta locura, comandante? —preguntó Prhuna con evidente cansancio en su voz.

—Las acciones desesperadas siempre pueden parecer locuras, comandante —replicó Isvaradeva.

—Debo admitir que he sido cogido por sorpresa. Nunca hubiera imaginado que un soldado de la Utsarpini, con el elevado sentido del Honor Militar que dicen poseer, emprendiera un acto así.

—Mí sentido del honor me obliga principalmente a regresar a casa con todos mis hombres.

—¿Aunque para ello haya tenido que incurrir en una acción de piratería?

—Usted lo llama piratería. Yo lo llamo defensa propia.

—¿Mezclando a civiles? ¿Escudándose tras ellos? ¿Utilizándolos como a rehenes a los que se les ha prometido la muerte? ¿En qué código de honor podría caber algo así?

—No fuimos nosotros los que metimos a los civiles en esto. Hasta este momento teníamos entendido que toda la misión estaba supervisada por un civil. Un civil del que sólo hemos recibido amenazas, y por el que fuimos tratados como prisioneros desde el primer momento.

—Nadie ha atentado contra su vida.

—¿Debemos de creerle a usted o al gramani? Se nos ha incomunicado por la fuerza del resto de la Utsarpini. Alejándonos de cualquier posibilidad de pedir ayuda. Contra esto, sólo tenemos su palabra asegurándonos sus buenas intenciones. ¿Qué garantía es ésa? ¿Qué valor real tiene? ¿Se jugaría usted su nave, y su tripulación, a unas cartas tan impredecibles?

Prhuna se frotó los ojos y durante un instante pareció mucho más viejo.

—Si sus hombres cumplen sus amenazas, y ejecutan a los rehenes, ¿de qué les servirá? La Vijaya sigue siendo una nave superior a la Vajra. Acto seguido su nave sería reducida a partículas por mis baterías de proa. ¿Quiere usted cargar con la responsabilidad de esas muertes para todo el samsara?

—Si usted ordena a sus artilleros disparar contra mi nave, la responsabilidad será tan suya como mía.

—No, eso no es cierto. No intente engañarse con esa mentira. ¡Si yo ordeno a mis artilleros que abran fuego, estaré cumpliendo con mi deber!. Si usted da la orden de que se asesine a los rehenes, no.

—¿Cree usted que hubiera emprendido una acción como ésta sin haber sopesado previamente todas las implicaciones morales que entrañaba? —dijo Isvaradeva con amargura.

—Pero, ¿qué posibilidades de victoria tiene? El resultado de todo esto sólo puede ser un baño de sangre que no beneficiará a nadie.

—Creo que en ese punto estamos completamente de acuerdo. ¿Qué propone?

—Ordene a sus infantes que entreguen sus armas...

—Olvídelo.

—Muy bien, de acuerdo. Pídales simplemente que regresen a la Vajra...

—¿Para ponerse al alcance de sus baterías de proa?

—Le doy mi palabra de honor de que...

—Lo siento, comandante. Pero lo que está en juego es mi nave. Usted también tiene esa responsabilidad, y sabe que cualquier otra consideración es secundaría. En otras circunstancias no dudaría de su palabra, pero usted mismo ha observado que los acontecimientos pueden llevarnos a emprender acciones que pueden incluso atentar contra nuestro honor.

—¿Me está diciendo que no hay solución? ¿No tenemos otra salida que la violencia?

—Acaben el bloqueo de comunicaciones a que nos han sometido. Permítanos comunicar con nuestro Alto Mando, y si ellos me ordenan que les entregue mi nave, lo haré sin dudar. Pero tiene que comprender, que en el estado de aislamiento en que me encuentro, mi única consideración debe de ser la de mantener la integridad de mi nave a toda costa.

—Lo que dice es bastante razonable, pero... —Prhuna se volvió y consultó algo con alguien situado fuera de la pantalla—. Discúlpeme, comandante. Necesito solucionar un problema... Le volveré a llamar en unos minutos.

La pantalla quedó en blanco. Isvaradeva hizo girar su silla de mando hasta quedar enfrentado con su Segundo.

—¿Qué opina, Gorani?

—No me gusta este repentino silencio. ¿Qué estarán tramando los romakas en estos momentos?

Isvaradeva decidió que a él tampoco le gustaba. ¿Pero qué podría hacer para evitarlo? El era casi un espectador en todo aquello. La auténtica acción se estaría desarrollando en el interior del juggernaut.

—¿Todavía no tenemos noticias de los infantes? —preguntó al oficial de comunicaciones.

—La línea sigue bloqueada, mi Comandante.

—Es probable que la situación en el juggernaut haya dado un giro contrario a nosotros —aventuró Gorani.

—Si así fuera, lo sabremos muy pronto. —Llamó a la cámara de misiles de proa.

Le respondió la voz del artillero jefe.

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