—¿La obligaron a volver?
—No exactamente. Lo decidió ella. Su «libro de ventas» no era demasiado bueno, la pobre, y si no llegaba a vender una determinada cantidad al final de la semana perdería su puesto. Aunque lo perdió de todos modos. Le dijeron que estaba demasiado débil. Después de Navidad tuvo la fortuna de encontrar trabajo como camarera personal por veinticinco libras anuales, cuando en Scotcher's ganaba quince. Pero nos enteramos de que sufrió un derrame y de que ahora está en el hospital de Brompton.
—¡Qué historia tan deliciosa! ¿No hay un día a la semana en que la tienda cierre más temprano?
—Lo había antes de que yo empezara a trabajar allí, pero eso sólo duró tres meses. Luego el acuerdo se rompió.
—Como las trabajadoras. Es una pena que el establecimiento no siga ese ejemplo.
—Ah, no diría usted eso, señorita Nunn, si supiera lo terriblemente difícil que es para muchas chicas encontrar trabajo, incluso ahora.
—Lo sé perfectamente, y ojalá fuera aún más difícil. Ojalá las chicas cayeran y murieran de hambre en las calles en vez de arrastrarse a sus buhardillas y a los hospitales. Me gustaría ver sus cuerpos sin vida apiñados en algún espacio al aire libre para que la gente pudiera contemplarlos.
Monica la miraba con los ojos abiertos como platos.
—Supongo que quiere usted decir que con ello la gente intentaría cambiar las cosas.
—¿Quién sabe? Quizá sólo se felicitarían unos a otros de que unas cuantas féminas superfluas hubieran sido eliminadas. ¿Tienen ustedes vacaciones de verano?
—Una semana, pagadas.
—¿En serio? ¿Pagadas? Eso es asombroso. ¿Hay muchas señoras entre las chicas?
—En Scotcher's ninguna. Casi todas son del campo. Varias son hijas de pequeños granjeros y ésas son tremendamente ignorantes. El otro día una me preguntó qué país era África.
—No disfruta usted mucho en su compañía, ¿verdad?
—Hay un par de chicas bastante simpáticas.
Rhoda dejó escapar un largo y profundo suspiro y se movió con impaciencia.
—Bueno, ¿no cree usted que ya ha tenido bastante… experiencia y esas cosas?
—Puede que busque un empleo en el campo. Sería mucho más fácil.
—Pero ¿no le importa a usted el intelecto?
—Ahora pienso que ojalá me hubieran dado otra educación. Alice y Virginia tuvieron miedo de que me convirtiera en maestra. Recordará usted que una de nuestras hermanas que lo hizo murió extenuada. Y yo no soy una mujer inteligente, señorita Nunn. Nunca se me dieron bien los estudios.
Rhoda la miraba con una sonrisa de amabilidad en el rostro.
—¿Y no le tienta a usted dedicarse ahora a los estudios?
—Me temo que no —replicó Monica, apartando la mirada—. Sin duda me gustaría tener una mejor educación, pero no creo que pudiera dedicarme a ello con seriedad y ganarme así la vida. Ya es demasiado tarde para mí.
—Quizá, pero hay cosas que puede hacer. Sin duda su hermana le ha contado cómo me gano la vida. Hay mucho trabajo para mujeres que aprenden a escribir a máquina. ¿Ha tomado usted clases de piano alguna vez?
—No.
—Yo tampoco, y de verdad me arrepentí cuando empecé con la mecanografía. Los dedos deben ser ligeros, rápidos y flexibles. Acompáñeme y le enseñaré una de las máquinas.
Se dirigieron a una de las habitaciones de la planta baja, una salita vacía situada junto a la biblioteca, en la que había dos Remington. Rhoda explicó pacientemente cómo se usaban.
—Hay que practicar hasta ser capaz de escribir al menos cincuenta palabras por minuto. Conozco a una o dos personas que han conseguido llegar al doble de esa velocidad. Se tarda unos seis meses de trabajo en aprender a usarlas. La señorita Barfoot acepta alumnas.
Monica, que al principio se mostraba muy atenta, estaba cada vez más ausente. Paseaba la mirada por la sala. Rhoda la observaba atentamente y, al parecer, dubitativa.
—¿Le apetecería intentarlo?
—Tendría que vivir seis meses sin ningún ingreso.
—No creo que eso sea algo imposible para usted.
—No del todo imposible —replicó Monica pensativa.
Algo semejante a la insatisfacción asomó al rostro de la señorita Nunn, aunque no permitió que Monica lo percibiera. Sus labios se movieron de un modo que bien pudieran estar expresando desdén por semejante muestra de timidez. La tolerancia no era una de las virtudes impresas en su fisonomía.
—Volvamos al estudio y tomemos el té.
Monica no lograba sentirse cómoda del todo. Esa enérgica mujer no la atraía demasiado. Veía en ella las características que habían entusiasmado a Virginia, pero más que admirarlas las temía. Ponerse en manos de la señorita Nunn podía tener como resultado una forma de tortura peor que la que ya sufría en la tienda. Nunca sería capaz de satisfacer a una persona así, y el fracaso, imaginó, llevaría sin duda a un desdeñoso despido.
De pronto, como si hubiera adivinado estos pensamientos, Rhoda se mostró alegre, con una repentina y sincera amabilidad.
—¿Así que hoy es su cumpleaños? Yo ya no celebro el mío y de hecho creo que no podría decirle con exactitud la edad que tengo. No importa. Treinta y uno o cincuenta y uno es prácticamente lo mismo para una mujer que ha decidido vivir sola y trabajar de firme en pos de un objetivo. Pero usted es todavía una chiquilla, Monica. ¡Felicidades!
Monica encontró el valor necesario para preguntarle cuál era ese objetivo por el que trabajaba.
—¿Cómo se lo explicaría? —replicó la otra con una sonrisa—. Para endurecer el corazón de las mujeres.
—¿Endurecerles el corazón? Creo que entiendo lo que dice.
—¿De verdad?
—Se refiere a que quiere que vivan sin casarse.
Rhoda se echó a reír alegremente.
—Lo dice casi con resentimiento.
—No, en absoluto. No fue ésa mi intención.
Monica se sonrojó levemente.
—Nada más natural si así hubiera sido. A su edad, yo me habría mostrado resentida.
—Pero —la joven dudó— ¿es usted contraria a que alguien se case?
—¡Oh, no soy tan severa! Pero ¿sabe usted que en este feliz país nuestro hay medio millón mas de mujeres que de hombres?
—¿Medio millón?
La inocencia de su expresión de alarma volvió a hacer reír a Rhoda.
—Algo así, o eso dicen. Tantas mujeres solteras para las que no existe posibilidad de una pareja. Los pesimistas las llaman vidas inútiles, perdidas y vanas. Ni que decir tiene que yo, como parte integrante de ese grupo, no pienso así. Las veo como una gran reserva. Cuando una mujer desaparece en el matrimonio, la reserva ofrece una sustituta para el mundo del trabajo. Es cierto que todavía no están adiestradas. Falta mucho para eso. Ahí es donde quiero ayudar: a adiestrar a la reserva.
—Pero las mujeres casadas no son ociosas —protestó Monica, sincera.
—No todas. Algunas cocinan y otras mecen cunas.
De nuevo el ánimo de la señorita Nunn cambió. Cambió de tema con una carcajada y sin más pasó a hablar de los viejos tiempos en Somerset, de los paseos por Cheddar Cliffs, Glastonbury o por los Quantocks. Sin embargo Monica no era capaz de escucharla y con dificultad conseguía dibujar en su rostro una sonrisa afable.
—¿Vendrá usted a ver a la señorita Barfoot? —preguntó Rhoda cuando le hubo quedado claro que la joven ardía en deseos de salir de allí—. Yo no soy más que su sustituta, pero sé que estará encantada de ayudarla en todo lo que pueda.
Monica le dio las gracias y prometió responder lo antes posible a cualquier invitación que le hicieran llegar. Se despidió justo cuando la criada anunciaba otra visita.
En la esquina de Battersea Park situada junto al Albert Bridge reposa desde hace más de veinte años una curiosa colección de fragmentos arquitectónicos, mayormente columnas rotas, disgregadas de forma ordenada sobre la hierba como partes de un templo arrasado. Es la columnata de la vieja Burlington House, llevada hasta allí desde Picadilly por quién sabe qué razón, y de donde probablemente no se moverá, convertida ahora en lugar de juegos para los niños hasta que su origen se pierda en los abismos del tiempo.
Precisamente en ese lugar Monica había acordado encontrarse con su conocido casual, Edmund Widdowson, y allí, desde la distancia, pudo ver su figura erguida, larguirucha y bien vestida andando de un lado a otro sobre la hierba. Hasta el último instante Monica no se decidió a acercarse. No sentía ningún interés emocional por él y la experiencia de la vida que había adquirido en Londres le aseguraba que al animar así a un completo desconocido estaba obrando de forma muy arriesgada. Pero de alguna manera tenía que pasar la tarde y, si decidía huir en otra dirección, se dedicaría simplemente a vagar por ahí con afán de aventura, puesto que su conversación con la señorita Nunn había obrado en ella precisamente el efecto contrario al que sin duda Rhoda apuntaba: sentía parte de la temeridad que en un principio había excitado su imaginación cuando la había notado en las otras chicas de la tienda. No podía seguir adelante sin un compañero, y como ya le había dado su promesa a este hombre…
Él la había visto y se acercaba. Llevaba bastón y también guantes. Por lo demás su aspecto era el mismo que tenía en Richmond. A una distancia de unas cuantas yardas levantó el sombrero, no con demasiada gracia. Monica no le tendió la mano, aunque tampoco él parecía esperar que lo hiciera, pero sí dio claras muestras de un intenso placer al verla: sus cetrinas mejillas se encendieron y en las numerosas arrugas que rodeaban sus ojos se dibujó una singular sonrisa, bondadosa y nerviosa a la vez, aprensiva.
—Me hace tan feliz que haya podido venir —dijo en voz baja, inclinándose hacia ella.
—Hoy hace incluso mejor día que el pasado domingo —fue la vaga respuesta de Monica mientras miraba a un grupo de gente que pasaba por allí.
—Sí, un día estupendo. Pero hace apenas una hora que he salido de casa. ¿Caminamos hacia allí?
Tomaron el sendero que transcurría junto al río. Widdowson no recurría a ninguna de las galanterías propias de los hombres acostumbrados a establecer amistad con dependientas. No volvió a sonreír. Hablaba con una sobriedad extrema. La mayor parte del tiempo no apartaba los ojos del suelo y cuando se quedaba callado tenía el aspecto de quien se debate interiormente.
—¿Ha ido usted al campo? —fue una de sus primeras preguntas.
—No, he pasado la mañana con mis hermanas, y por la tarde he ido a Chelsea a visitar a una señora.
—¿Sus hermanas son mayores que usted?
—Sí, me llevan unos cuantos años.
—¿Hace mucho que no viven juntas?
—Desde que era niña nunca hemos tenido casa propia.
Y, tras unos segundos de duda, Monica procedió a contar brevemente su historia. Widdowson la escuchaba con total atención mientras crispaba los labios de vez en cuando, con los ojos entornados. Pero, a pesar de que sus pómulos eran demasiado prominentes y de que tenía una nariz demasiado grande, no era un hombre feo. Su rostro no desvelaba ninguna fuerza de carácter específica y su forma de hablar tampoco sugería un cerebro demasiado activo. Al especular de nuevo acerca de su edad, Monica llegó a la conclusión de que debía de tener unos cuarenta y dos o cuarenta y tres años, a pesar de que su barba canosa apuntaba a una edad más avanzada. Tenía el pelo castaño y fuerte, la dentadura blanca y uniforme, y algo —no alcanzaba a saber de qué se trataba exactamente— la convenció de que tenía pleno derecho a juzgarse joven en comparación.
—Supuse que no era usted de Londres —dijo él, cuando Monica dejó de hablar.
—¿Por qué?
—Por su acento. No es que tenga usted acento de provincias —añadió rápidamente—. Pero probablemente si hubiera sido usted de Londres habría sido también distinto.
Pareció reprobarse a sí mismo por haber metido la pata, y tras un breve silencio preguntó con amabilidad:
—¿Prefiere usted la ciudad?
—En algunos aspectos. En otros no.
—Me alegro de que tenga usted parientes aquí, y amigos. Hay tantas jóvenes que llegan del campo y que están totalmente solas.
—Sí, muchas.
Sus progresos en pos de la familiaridad no podían ser más lentos. Hablaban con una frialdad formal que amenazaba con desembocar en un silencio absoluto. La cabeza de Monica trabajaba a tantas revoluciones que perdió conciencia de la gente que se movía a su alrededor, y a veces su compañero era para ella poco más que una simple voz.
Habían recorrido ya la parte delantera del parque y estaban ahora cerca de Chelsea Bridge. Widdowson miró los botes de paseo varados en la orilla y dijo con timidez:
—¿Le gustaría bajar al río?
La propuesta le llegó de forma tan inesperada que Monica alzó la vista con un gesto de perplejidad. No había imaginado que ese hombre fuera capaz de ofrecer ningún tipo de diversión.
—Creo que podría ser agradable —añadió él—. La marea todavía está subiendo. Podemos navegar tranquilamente una o dos millas y estar de vuelta cuando usted lo desee.
—Sí, me encantaría.
Se le iluminó el rostro y empezó a moverse a paso mucho más animado. En pocos minutos ya había elegido el bote, lo había alejado de la orilla y lo hacía deslizarse al centro de las aguas profundas. Widdowson manejaba los remos sin dificultad, aunque en ningún caso como alguien acostumbrado a ese tipo de ejercicio. Cuando estuvo sentado se quitó el sombrero, lo puso a un lado, y lo sustituyó por una pequeña gorra de viaje que se sacó del bolsillo. Monica pensó que le sentaba bien. Después de todo no era un compañero del que avergonzarse. Miró con aprobación sus manos firmes, cubiertas de vello blanco, y luego le miró las botas, sin duda unas buenas botas. Llevaba gemelos de oro en los puños de su camisa blanca y un reloj de bolsillo, también de oro, que denotaba el buen gusto propio de un caballero.
—Estoy a su servicio —dijo él, con un tono casi alegre—. Diríjame usted. ¿Desea usted que nos alejemos velozmente o prefiere que avancemos con lentitud, aprovechando la fuerza de la corriente?
—Como usted prefiera. Si se pone a remar le va a dar mucho calor.
—Ya veo que prefiere usted que nos alejemos un poco.
—No, no. Haga usted lo que prefiera. Pero debemos estar de vuelta en una o dos horas.
Él se sacó el reloj del bolsillo.
—Son las seis y diez, y el sol no se pone hasta las nueve o quizá un poco más tarde. ¿A qué hora desea estar en casa?