—Ahora volvamos a la biblioteca —dijo la señorita Nunn cuando acabaron de comer—. Espero que volvamos a vernos pronto, pero de todas formas podemos hablar de temas serios mientras tengamos oportunidad de hacerlo. ¿Me permite usted que hable con sinceridad?
Virginia la miró sorprendida.
—Hace años me habló usted de sus circunstancias. ¿Siguen siendo las mismas?
—Exactamente las mismas. Felizmente no hemos tenido necesidad de recurrir a nuestro capital. Pase lo que pase, no debemos hacerlo. ¡Pase lo que pase!
—La entiendo, pero ¿no sería posible sacarle mejor partido a ese dinero? Si no me equivoco se trata de ochocientas libras, ¿no? ¿No han pensado ustedes en invertirlo en alguna actividad práctica?
En un primer momento Virginia se encogió de pura alarma, luego se puso a temblar deliciosamente ante la franca energía de su amiga.
—¿Sería posible? ¿En serio? Cree usted que…
—Naturalmente, es sólo una sugerencia. Nadie debe opinar sobre asuntos ajenos desde su propia forma de pensar. Dios me libre —a su interlocutora esto le sonó bastante profano— de animarla a hacer algo que a usted no le parezca bien. Pero cuánto mejor sería si pudieran ustedes asegurar su independencia.
—¡Ah, ojalá! Es justo lo que estábamos diciendo el otro día. Pero ¿cómo? No tengo ni idea de cómo conseguirlo.
La señorita Nunn pareció dudar.
—No lo tome como un consejo. No debe dar ningún valor a mis palabras, excepto en la medida en que le indique su propio juicio. Pero ¿no se podría abrir una escuela de enseñanza preparatoria, por ejemplo? Supongo que en Weston, donde ya conocen ustedes a mucha gente. O incluso en Clevedon.
Virginia contuvo el aliento, y le fue fácil a la señorita Nunn ver que la propuesta había sido demasiado para su amiga. Quizá fuera imposible infundir en esas agotadas y desencantadas mujeres una partícula de su propio empuje. Quizá carecieran de capacidad para dirigir una escuela incluso para las niñas más pequeñas. No insistió; el asunto podía plantearse de nuevo en otra ocasión. Virginia pidió tiempo para considerarlo; luego, acordándose de su hermana enferma, sintió que no debía prolongar su visita por más tiempo.
—Llévese algunas flores —dijo la señorita Nunn, cogiendo un buen ramillete de flores de uno de los jarrones—. Será mi mensaje para su hermana. Y me encantaría ver a Monica. Los domingos son un buen día. Por la tarde siempre estoy en casa.
Con el corazón agitado, Virginia volvió a casa a toda prisa. La entrevista la había llenado de un torbellino de nuevas ideas que estaba impaciente por compartir con Alice. Era la primera vez en su vida que hablaba con una mujer que se atrevía a pensar y a actuar por sí misma.
En la tapicería donde trabajaba y vivía Monica Madden no estaba terminantemente prohibido (cuando era el caso) que los empleados residentes se quedaran en casa los domingos, pero se les recomendaba encarecidamente que hicieran el mejor uso de ese día de asueto. En ello, sin duda, podía apreciarse una laudable preocupación por su salud. Se cree, pues, que los jóvenes, especialmente las féminas, que trabajan laboriosamente en una tienda durante trece horas y media los días laborables y una media de dieciséis los sábados, necesitan un Sabath al aire libre. Los dueños de Scotcher and Co. mostraban su buen juicio al obligarles a salir inmediatamente después del desayuno, casi prohibiéndoles que regresaran antes de la hora de acostarse. Valiéndose de una coacción bienintencionada, ordenaban que se suministraran las comidas más precarias (pan con queso, de hecho) sólo a aquellos que no aprovecharan el día de fiesta.
Los dueños de Scotcher and Co. eran hombres de mentalidad abierta. No sólo insistían en que los domingos debían emplearse en dar un descanso al cuerpo, sino que no ponían la menor objeción a que sus jóvenes amigas dieran un paseo todas las noches después de cerrar. No, eran tan generosos y confiados que le habían dado una llave a cada una de las muchachas. El aire en Walworth Road es puro y estimulante a medianoche. ¿Por qué acelerar un tranquilo paseo por consideración al cansancio del servicio doméstico?
Monica siempre estaba demasiado agotada para pasear después de las diez. Además, la conversación habitual del dormitorio que compartía con otras cinco muchachas le gustaba tan poco que deseaba dormirse antes de que el resto se acostara. Pero los domingos seguía gustosa el consejo de sus jefes. Si hacía mal tiempo, la pequeña habitación de Lavender Hill le servía de cobijo. Cuando hacía sol, le gustaba pasar parte del día deambulando libremente por Londres, que ni siquiera entonces la había desilusionado.
Y ese día lucía un sol espléndido. Era su cumpleaños, su vigésimo primer cumpleaños. Naturalmente Alice y Virginia la esperaban a primera hora de la mañana, y naturalmente iban a almorzar juntas en la mesa de tres pies por uno y medio; pero iba a tener la tarde y la noche para ella sola. La tarde porque varias horas oyendo hablar a sus hermanas la dejaban invariablemente deprimida, y la noche porque tenía un compromiso que cumplir. Mientras salía del «establecimiento», grande y feo, el corazón le latía alegre y en los labios se le dibujaba una sonrisa. No se encontraba demasiado bien, pero ya estaba acostumbrada; el viaje en ómnibus quizá le despejara la cabeza.
La cara de Monica tenía un tipo de belleza reconocible. Era un óvalo perfecto: desde la suave frente a la barbilla, graciosa y diminuta, todos sus trazos eran dulces y agraciados. Su falta de color, al subrayar el efecto de las cejas negras y de los lustrosos ojos oscuros, le daba un toque de espiritualidad mayor que el que justificaba su carácter; pero sus labios tenían una firmeza innata, y sus atractivos rasgos no albergaban la posibilidad de sonrisas afectadas ni bobaliconas. La esbelta figura estaba perfectamente envuelta en un traje azul claro, barato pero aparente; un modesto sombrerito descansaba sobre sus negros cabellos y los guantes y la sombrilla completaban el delicado cuadro.
Debía tomar el ómnibus en Kennington Park Road. De camino, en un cruce tranquilo, la abordó un joven que había salido de la oficina instantes después que ella y que la había seguido tímidamente de cerca. Era un muchacho de rostro enfermizo que tenía un grano rojo a un lado de la nariz, pero por lo demás no carente de atractivo. Vestía con propiedad: chistera, levita cruzada y pantalones grises, y caminaba a paso alegre.
—Señorita Madden.
Se había atrevido, visiblemente perturbado, a dirigirse a Monica. Ella se detuvo.
—¿Qué ocurre, señor Bullivant?
Su tono no era alentador en absoluto, pero el muchacho le sonrió con tímida ternura.
—¡Qué hermosa mañana! ¿Va usted lejos?
Tenía un acento cockney, pero no en grado ofensivo; en cuanto a sus modales, no eran los de un dependiente.
—Sí, un poco —Monica siguió caminando lentamente.
—¿Me permite que la acompañe un poco? —imploró, inclinándose hacia ella.
—Voy a coger el ómnibus al final de la calle.
Siguieron caminando juntos. Monica ya no sonreía pero tampoco parecía enfadada. Por su expresión parecía turbada.
—Dónde va a pasar usted el día, señor Bullivant? —preguntó por fin, esforzándose por no demostrar ningún interés.
—No lo sé.
—Supongo que debe de estarse de maravilla río arriba —y añadió, tímida—: la señorita Eade se va a Richmond.
—¿Ah, sí? —replicó él distraído.
—Al menos quería ir… si encontraba a alguien que la acompañara.
—Espero que lo pase bien —dijo el señor Bullivant con cuidadosa cortesía.
—Aunque sin duda no lo pasará bien si tiene que ir sola. Teniendo en cuenta que no tiene usted ningún compromiso, señor Bullivant, ¿no podría usted…?
La sugerencia quedó incompleta, pero no por ello ininteligible.
—No me veo capaz de pedirle a la señorita Eade que me permita acompañarla —dijo el joven con gravedad.
—Oh, ya lo creo que sí. A ella le gustaría.
Monica pareció asustarse de su propia franqueza y añadió rápidamente:
—Ahora tengo que decirle adiós. Ahí viene el ómnibus.
Bullivant se dio la vuelta desesperadamente en esa dirección. Vio que de momento no había en el interior del vehículo ningún pasajero.
—Permítame que la acompañe un trecho —dejó escapar de sus labios—. No tengo ni idea de qué hacer esta mañana.
Monica le había hecho una señal al conductor y ya corría hacia el ómnibus. Bullivant la siguió, sin atender a las consecuencias. Un minuto después ambos estaban sentados dentro.
—¿Podrá usted perdonarme? —le rogó el joven, al apreciar evidentes signos de seria irritación en el rostro de su compañera—. Sólo la acompañaré unos minutos.
—Creo que si le he pedido que no lo haga…
—Soy consciente de lo indecoroso que debe parecerle mi comportamiento. Pero, señorita Madden, ¿acaso no puedo acompañarla en calidad de amigo?
—Naturalmente que sí, pero usted no se contenta con eso.
—Sí, claro que me contentaría.
—No se engañe. ¿Acaso no ha intentado usted cruzar esos límites tres o cuatro veces?
El ómnibus se detuvo a recoger a un pasajero, un hombre que subió a la parte superior del vehículo.
—Lo siento muchísimo —murmuró Bullivant al tiempo que los caballos arrancaban y les acercaban en sus asientos—. Intento no preocuparla. Piense usted en mi posición. Usted me ha dicho que no hay nadie más que… nadie cuyos derechos yo tuviera que respetar. Tal como me siento no sería humano ni razonable tirar la toalla.
—¿Me permite entonces hacerle una pregunta un poco ordinaria?
—Pregúnteme lo que quiera, señorita Madden.
—¿Cómo podría usted mantener a una mujer?
Monica enrojeció y sonrió. Bullivant, totalmente descompuesto, no le quitó los ojos de encima.
—Durante algún tiempo no sería posible —respondió avergonzado—. Sólo dispongo de mi pobre sueldo. Pero albergo muchas esperanzas.
—¿Acaso alberga usted alguna esperanza razonable? —le apremió Monica, obligándose a mostrarse cruel, puesto que al parecer era ésa la única forma de poner fin a esa situación.
—Oh, surgen tantas oportunidades en nuestro negocio. Podría nombrarle a media docena de triunfadores que hace unos años estaban detrás de un mostrador. Con suerte podría llegar a representante y ganar como mínimo tres libras semanales. Si tuviera la suerte de que me emplearan como comprador, podría llegar a ganar —sin duda muchos ganan varios cientos al año— cientos de libras.
—¿Y me pediría usted que esperara año tras año a que llegara una de esas maravillosas oportunidades?
—Si yo pudiera acceder a sus sentimientos, señorita Madden —empezó, con cierta dignidad dolorosa. Pero se le quebró la voz. Vio claro que la muchacha no tenía ninguna fe en él y que tampoco sentía por él la más mínima atracción.
—Señor Bullivant, creo que debería usted esperar a que sus perspectivas fueran reales. Si alguien le hubiera dado esperanzas, entonces la situación sería diferente. Y sin duda no tiene usted que buscarlas lejos. Pero cuando no ha existido ni la más mínima esperanza se equivoca usted del todo comportándose así. Un compromiso a largo plazo, en el que todo lo demás sigue siendo dudoso durante años, es tan erróneo que… ¡oh, si yo fuera un hombre jamás intentaría persuadir a una chica para que accediera a ello! Me parece cruel y equivocado.
El golpe fue efectivo. Bullivant apartó la mirada, naturalmente desolado, y guardó silencio unos minutos. El ómnibus volvió a detenerse. Cuatro o cinco personas estaban a punto de subir.
—Le deseo un buen día, señorita Madden —musitó apresurado.
Monica le tendió la mano, le miró avergonzada y le dejó marchar.
Diez minutos bastaron para que recuperara el ánimo que la había visto partir de buena mañana. De nuevo sonreía. El aire fresco y el movimiento del vehículo le habían despejado la cabeza. Ojalá sus hermanas la dejaran irse una vez terminado el almuerzo.
Fue Virginia la que le abrió la puerta, abrazándola y besándola con el acostumbrado cariño.
—¡Llegas temprano! La pobre Alice lleva en cama desde anteayer. Tiene un terrible resfriado y uno de sus peores dolores de cabeza, aunque creo que esta mañana está un poco mejor.
Alice —triste espectáculo el suyo— estaba sentada en la cama, rodeada de almohadas.
—No me beses, querida —dijo en un tono apenas audible—. No te arriesgues a coger un dolor de garganta. ¡Qué buen aspecto tienes!
—Me temo que no es que tenga buen aspecto —la corrigió Virginia—, sino que quizá tiene algo más de color que últimamente. Monica, cariño, como Alice casi no puede hablar, hablaré yo por las dos para desearte un feliz, feliz cumpleaños. Y te ruego que aceptes este pequeño libro de nuestra parte. Puede que te haga compañía de vez en cuando.
—¡Qué buenas sois, queridas mías! —replicó Monica, mientras besaba a una en los labios y a la otra en la cabeza de finas trenzas—. Ya sé que es inútil deciros que no deberías haber gastado dinero en mí; lo seguiréis haciendo de todas formas. ¡Qué
Christian
Year
tan maravilloso! Haré lo posible por leerlo en mis ratos libres.
Con un gesto de culpabilidad mal disimulada Virginia trajo de una esquina de la habitación una tarta, diminuta aunque delicada, de grosellas. Sin duda a Monica le encantaría. Sus desayunos siempre tan escasos y el viaje desde Walworth Road bastaban para abrirle el apetito.
—¡Pero os vais a arruinar! ¿Estáis locas?
Las dos hermanas mayores se miraron y sonrieron con una actitud tan extraña que a Monica no pudo pasarle inadvertida.
—¡Ya veo! —gritó—. Tenéis buenas noticias. Has encontrado algo, Virgie, algo mejor de lo habitual.
—Puede. ¿Quién sabe? Sé buena y cómete tu trozo de tarta. Cuando hayas terminado tengo algo que decirte.
Naturalmente las dos mujeres estaban excitadas. Virginia se movía de acá para allá con el recuperado paso de la infancia; caminaba con la espalda firme y no podía dejar de mover las manos.
—Nunca adivinarías a quién he visto —empezó, cuando Monica ya estaba dispuesta a escuchar—. Hace unos días recibimos una carta que nos dejó tan sorprendidas… ya sólo el hecho de recibirla nos pareció sorprendente. ¡Era de la señorita Nunn!
El nombre no pareció decirle demasiado a Monica.
—¿Le habías perdido la pista, no? —apuntó.
—Así es. No suponía que íbamos a volver a saber de ella. Pero no podría haber ocurrido nada mejor. Querida, ¡es una mujer maravillosa!