Mujeres sin pareja (34 page)

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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

BOOK: Mujeres sin pareja
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—¿Quiere decir —dijo— que cree que la señorita Nunn oculta sus sentimientos?

—Por lo visto está mal que un hombre le pida a una mujer su opinión sobre otra, ¿no?

—No podría mentir ni aunque me lo propusiera —replicó Monica—. Creo que no comprendo a la señorita Nunn.

Barfoot se preguntó qué nivel de inteligencia podía atribuir a la señora Widdowson. Desde luego era inferior al de Rhoda.

Sin embargo parecía estar dotada de una delicada sensibilidad y de una forma de pensar cuyo refinamiento era difícil de hallar en las mujeres de su posición. Con genuinos deseos de ganarse su colaboración, la miró con una grave sonrisa y le preguntó:

—¿La considera usted capaz de enamorarse?

Monica se mostró dolorosamente confusa, aunque se recuperó al instante y respondió:

—Quizá procuraría no admitirlo si así fuera.

—¿Incluso si ocurriera?

—Para ella es mucho más noble negar esa clase de sentimientos.

—Lo sé. Se ha propuesto ser un ejemplo de inspiración para las mujeres que no pueden casarse —se rió por lo bajo—. Y creo que es muy posible que sea sólo la vergüenza la que le impida tomar el camino opuesto.

—Creo que es una mujer muy fuerte, pero…

—¿Pero?

La miró ansioso a los ojos.

—No lo sé. En realidad no la conozco. Una mujer puede ser un misterio tan grande para otra mujer como lo es para un hombre.

—De hecho me alegra oírla decir eso. Estoy de acuerdo. Sólo el común de los mortales opina lo contrario.

—¿Vamos a ver los cuadros, señor Barfoot?

—Oh, lo siento. Le he hecho perder su tiempo.

Después de negar nerviosamente esa sugerencia, Monica se levantó y se acercó a los lienzos. Deambularon juntos unos diez minutos hasta que Barfoot, que se había dado la vuelta para mirar a alguien que pasaba, dijo:

—Creo que ese hombre que está en el otro extremo de la sala es el señor Widdowson.

Monica se dio rápidamente la vuelta y vio a su marido que, fingiendo estar concentrado en los cuadros, miraba hacia ellos.

CAPÍTULO XIX
RECHINAN LAS CADENAS

Monica y su marido no se hablaban desde la noche del sábado. Después de su visita a la señorita Barfoot, Monica se había ido a ver a Mildred Vesper, y prolongó tanto su visita que no volvió a casa hasta mucho después de la hora de la cena. Cuando llegó fue recibida con un tremendo ataque de ira, al que ella opuso un silencio resuelto y arrogante. Desde entonces los dos se habían acercado el uno al otro lo menos posible.

Widdowson sabía que Monica iba a ir a la Academia. Le permitió que fuera sola e incluso llegó a intentar convencerse de que le daba igual a qué hora volviese. Pero poco después de que se fuera tuvo que seguirla. Se vio poseído por un insufrible dolor. Su vida de casado amenazaba con terminar en un completo fracaso y padecía la angustia de reconocer que en gran medida él sería el culpable de esa catástrofe. Fuera cual fuera su decisión, era incapaz de reprimir el impulso de los celos, que, un momento después de declarar la paz, creaban un nuevo malentendido. En su cabeza bullían pensamientos terribles. Se veía como uno de esos hombres a los que la pasión lleva a cometer un crimen. Obsesivamente había estado dando vueltas a un final trágico para su desgraciada existencia. Se suicidaría y Monica moriría con él. Pero una hora de alegría bastaba para convertir esas visiones en completa locura. Una vez más se dio cuenta de cuán inofensivas y naturales eran las exigencias de Monica, y lo tranquila que podía ser su vida en común si no fuera por esa maldita sospecha de la que no podía librarse. Cualquier otro hombre habría visto en ella un modelo de esposa. La razón no podía exigir más del cuidado que le dedicaba a la casa. Nunca había detectado en su comportamiento el menor indicio de actitud impropia y la creía una mujer casta. Monica sólo le pedía que confiara en ella y eso, a pesar de todo, estaba más allá de sus posibilidades.

No era capaz de confiar en ninguna mujer. Las consideraba nacidas para el pupilaje perpetuo. Y no es que la inclinación de éstas fuera necesariamente desordenada; simplemente eran incapaces de llegar a madurar, condenadas así a ser seres imperfectos de por vida, seres a merced de la astucia, siempre dispuestas a dejarse llevar por ideas equivocadas e infantiles. Claro que tenía razón; él mismo representaba la figura del macho guardián, el propietario de la esposa que, desde el principio de los tiempos, se ha ocupado de que la mujer no supere su minoría de edad. Lo amargo de esta situación estaba en el hecho de que había apresado a una mujer que no hacía más que exigirle incansablemente sus derechos como ser humano. Para su incesante tormento, la razón y la tradición habían hecho de Widdowson su campo de batalla.

Y de nuevo volvía a tener miedo de que Monica no le amara. ¿Acaso le había amado alguna vez? Había demasiadas razones para sospechar que lo único que ella había hecho era ceder a la persistencia de sus ruegos, con cariño suficiente para permitirse algo semejante a la ternura, feliz de poder cambiar sus perspectivas de duro trabajo por una cómoda vida de mujer casada. Quizá él había fomentado su cariño; durante esas felices semanas sin duda lo había hecho, puesto que ninguna mujer podía mostrarse insensible a la apasionada veneración que se observaba en cada una de sus miradas y palabras. Más adelante, se equivocó de camino, buscando oponerse a los instintos de su esposa, remodelar su manera de pensar y acabar siendo su dueño y señor. ¿Ni siquiera ahora era capaz de corregir sus pasos? Suponiendo que ella fuera incapaz de ceder ante él, de besarle los pies, ¿no podía contentarse con convertirla en una fiel amiga, una deliciosa compañera?

De ese humor estaba cuando aceleró el paso hacia Burlington House. Buscó a Monica por las galerías hasta que por fin la vio, sentada junto a aquel hombre, el tal Barfoot. Conversaban con confianza. Barfoot se inclinaba sobre ella como si le hablara en voz baja, sonriendo. Monica parecía a la vez incómoda y encantada.

Widdowson sintió la sangre hervirle en las venas. El primer impulso fue avanzar directamente hacia Monica y obligarla a seguirle. Pero el éxtasis del sufrimiento fruto de los celos le retuvo en su posición de observador. Siguió observando a la pareja hasta que fue descubierto.

No hubo forma de impedirlo. Aunque la cabeza le daba vueltas y le dolía todo el cuerpo, no tuvo más remedio que aceptar la mano que Barfoot le ofrecía. No pudo sonreír ni decir una sola palabra.

—¿Así que después de todo has venido? —le decía Monica.

Asintió. El rostro de Monica desvelaba una visible incomodidad, aunque ésta se explicaba sustancialmente por lo ocurrido los dos días anteriores. Al mirarla a los ojos, Widdowson no supo si podía leerse en ellos la conciencia de estar actuando mal. ¿Cómo llegar a los secretos del corazón de una mujer?

Barfoot no dejaba de hablar mientras señalaba un cuadro y luego otro, haciendo lo que podía para suavizar lo que según veía era una situación violenta. El marido taciturno, más tirano que nunca, murmuraba algunas frases incoherentes. En un par de minutos Everard consiguió zafarse de la situación y perderse de vista.

Monica le dio la espalda a su marido y fingió interesarse por los cuadros. Llegaron al final de la sala antes de que Widdowson hablara.

—¿Cuánto más quieres quedarte aquí?

—Podemos irnos cuando quieras —respondió sin mirarle.

—No tengo la menor intención de estropearte la diversión.

—En realidad ya nada me resulta divertido. ¿Has venido a controlarme?

—Creo que será mejor que nos vayamos ahora. Puedes venir cualquier otro día.

Monica asintió. Cerró su catálogo y siguió andando.

Volvieron a Herne Hill sin decirse una sola palabra. Widdowson se encerró en la biblioteca y no apareció hasta la hora de cenar. La cena fue puro teatro por parte de ambos, y tan pronto pudieron levantarse de la mesa volvieron a separarse.

Hacia las diez Widdowson se reunió con Monica en el salón.

—Casi estoy decidido —dijo, de pie junto a ella— a dar un gran paso. Como siempre estás hablando con cariño de tu viejo hogar, Clevedon, ¿qué te parecería si vendiéramos esta casa y nos fuéramos a vivir allí?

—Eso es algo que debes decidir tú.

—Quiero saber si tendrías alguna objeción.

—Haré lo que desees.

—No, eso no basta. El plan que tengo en la cabeza es el siguiente: alquilaré una casa grande (sin duda los alquileres en esa zona son baratos) y les propondré a tus hermanas que vengan a vivir con nosotros. Creo que sería bueno para ellas y para ti.

—No estés tan seguro de que acepten. Ya ves que Virginia prefiere su habitación a vivir aquí.

Por raro que parezca, así era. A la vuelta de Guernsey, habían invitado a Virginia a que fuera a vivir con ellos, y ésta no aceptó. Monica no llegó a comprender sus razones; las que alegaba (vagos argumentos sobre lo poco recomendable que era que los familiares de una mujer fueran una carga para su marido) eran difíciles de creer. Cabía la posibilidad de que Virginia no sintiera ninguna simpatía por Widdowson.

—Creo que a las dos les encantaría vivir en Clevedon —insistió—, a juzgar por lo que dicen. Está claro que ya se han olvidado del proyecto de la escuela y Alice, por lo que me dices, está muy descontenta con su empleo en Yatton. Pero sí tengo que saber si entrarás a formar parte de este plan.

Monica guardó silencio.

—Respóndeme, por favor.

—¿Cómo se te ha ocurrido?

—No creo que necesite explicártelo. Ya hemos tenido demasiadas conversaciones desagradables, y quiero hacer lo mejor sin tener que decir nada que puedas interpretar mal.

—No hay peligro de que lo haga. No confías en mí y quieres recluirme en una casa en el campo para tenerme controlada en todo momento. Es mejor decir las cosas claramente.

—Eso significa que para ti sería ir a prisión.

—¿Y qué esperas? ¿Acaso tienes otro motivo?

Widdowson estuvo a punto de dar rienda suelta a su brutal sentimiento de autoridad y con ello echarlo todo a perder. El indiscutible argumento de Monica simplemente le irritó, pero hizo un esfuerzo por controlarse.

—¿No crees que sería mejor que tomáramos alguna medida antes de arruinar irremisiblemente nuestra felicidad?

—No veo necesidad de arruinarla. Como ya te he dicho, cuando hablas así te degradas a ti mismo y me insultas a mí.

—Tengo mis defectos y los conozco a la perfección. Uno de ellos es que no soporto verte confraternizar con gente que no me gusta. Nunca seré capaz de soportarlo.

—Sin duda te refieres al señor Barfoot.

—Sí —admitió taciturno—. Ha sido mala suerte haber aparecido justo cuando estabas con él.

—Eres tan poco razonable —exclamó Monica con acritud—. ¿Qué hay de malo en que el señor Barfoot me encuentre por casualidad en un lugar público y conversemos un rato? Ojalá conociera a veinte hombres como él. Ese tipo de conversación renueva mi interés por la vida. No tengo más que razones para pensar bien del señor Barfoot.

Widdowson estaba angustiado.

—Y yo —replicó, con la voz temblando de rabia— creo que tengo todas las razones del mundo para sospechar de él y para detestarle. No es un hombre honesto, se le ve en la cara. Sé que no tiene una vida limpia. En estos casos soy el mejor juez. Compárale con Bevis. No, Bevis es un hombre en el que se puede confiar; basta una conversación con él para saberlo.

Monica, callada durante unos instantes, miraba fijamente al frente sin expresión alguna.

—Pero ni siquiera del señor Bevis —dijo por fin— te has hecho amigo. Ése es el defecto que está en la raíz de todo este problema. No eres un hombre sociable. El hecho de que no te guste el señor Barfoot sólo significa que no le conoces y que tampoco deseas conocerle. Y te equivocas por completo al juzgarle así. Estoy completamente convencida de que te equivocas.

—No me sorprende que pienses eso. Teniendo en cuenta lo poco que has visto del mundo…

—Algo que tú consideras muy propio de una mujer —le interrumpió cáustica.

—¡Por supuesto! Ese tipo de conocimiento es dañino para una mujer.

—Entonces dime cómo se supone que debe juzgar a sus amistades.

—Una mujer casada debe aceptar la opinión de su marido, especialmente sobre otros hombres —empezó, hundiéndose aún más en el atolladero—. Un hombre puede saber con impunidad lo que resulta injurioso una vez entra en la cabeza de una mujer.

—No lo creo. Ni puedo ni quiero creerlo.

Widdowson hizo un gesto de desesperación.

—Diferimos irreconciliablemente. Estaba bien discutir estas cosas cuando podías hacerlo en tono amistoso. Ahora sólo dices lo que sabes que va a irritarme… y lo dices a propósito para irritarme.

—No, sabes que no. Pero no te equivocas al decir que me resulta difícil mostrarme amistosa contigo. Deseo con toda el alma ser tu amiga, tu verdadera y fiel amiga, pero tú no me dejas.

—¡Mi amiga! —gritó burlón—. Creo que la mujer que se ha convertido en mi esposa debería ser algo más que una amiga. Has dejado de amarme, ésa es la triste realidad.

Monica no pudo responder. La palabra «amor» en labios de él le daba escalofríos. No le amaba y no podía fingir lo contrario. Cada día era mayor la distancia entre ambos y cuando él la estrechaba entre sus brazos tenía que luchar contra una sensación de encogimiento, de asco. Su unión era totalmente forzada; Monica se sentía a merced de una voz odiosa cuando él le exigía muestras de ternura propias de una esposa. Pero ¿cómo iba ella a decirle eso? En el mismo momento en que esa verdad saliera de su boca tendría que dejar a Widdowson. Era imposible reconocer que no le amaba y seguir viviendo con él. El oscuro presagio de la necesidad de abandonarle causaba en ella la misma sensación que en él las espeluznantes visiones que a veces le atenazaban con una horrible tentación.

—No me amas —prosiguió Widdowson en un tono sofocado y áspero—. Quieres ser mi amiga. Así es como intentas compensarme por haber dejado de amarme.

Se echó a reír amargamente.

—Cuando dices eso —respondió Monica—, ¿alguna vez te preguntas si intentas conseguir que te ame? Escenas como ésta están acabando con mi salud. Ha llegado un momento en que me da miedo oírte hablar. Casi he olvidado cómo es tu voz si no es para quejarte o enfadarte.

Widdowson empezó a pasear por la habitación, exhalando un profundo lamento.

—Precisamente por eso te he pedido que nos vayamos de aquí, Monica. Si tenemos que empezar de nuevo, debemos hacerlo en un nuevo hogar.

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