En cuanto a las demás, todavía no habían conocido pretendiente. Alice, si en algún momento había soñado con el matrimonio, debía ya resignarse a la soltería. Virginia a duras penas podía confiar en que su marchita belleza —su salud se había visto afectada por los cuidados a una severa anciana y por su poco provechosa dedicación al estudio mientras debería haber estado durmiendo— atraería a algún hombre en busca de esposa. La pobre Isabel era extremadamente anodina. Monica, en cuanto dejara de ser una promesa, sería con mucho la más bella y la más vivaz de la familia. Se casaría. ¡Naturalmente que se casaría! Sus hermanas se alegraban al pensarlo.
Poco tardó Isabel en pasar del agotamiento a la enfermedad. Pronto llegaron los trastornos cerebrales, que provocaron en ella la melancolía. Finalmente, ingresó en una institución benéfica y allí, a los veintidós años, la pobre chiquilla se ahogó en la bañera.
El número de hermanas se había reducido así a la mitad. Hasta el momento, los ingresos procedentes de sus ochocientas libras habían servido, imparcialmente, para paliar las necesidades ahora de una, ahora de la otra, haciendo un pequeño bien a todas, ahorrándoles muchas horas de amargura que de otra forma habrían supuesto una carga añadida a su destino. Gracias a un nuevo acuerdo, el capital pasó finalmente a disposición conjunta de Alice y Virginia, mientras que la más pequeña de las hermanas quedaba con el derecho a percibir una suma anual de nueve libras. Era una nimiedad, pero cubría sus gastos de vestuario; además no había duda de que Monica iba a casarse. ¡Gracias a Dios, no había duda de eso!
Sin otros acontecimientos dignos de mención pasó el tiempo hasta el año actual, 1888.
A finales de junio, Monica celebraría su vigésimo primer cumpleaños. Las mayores, embargadas por el cariño que sentían por la pequeña, que las superaba con creces en belleza, hablaban constantemente de ella a medida que se acercaba la fecha, planeando cómo procurarle una pequeña alegría el día de su cumpleaños. Virginia era de la opinión de que un ejemplar de
The Christian Year
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sería un buen regalo.
—No tiene tiempo para leer continuadamente. Un verso de Keble… sólo un verso antes de dormir y otro al despertar pueden dar ánimo a la pobre chica.
Alice asintió.
—Mejor que se lo compremos a medias, querida —añadió con expresión ansiosa—. No estaría bien gastar más de dos o tres chelines.
—Me temo que no.
Estaban preparando el almuerzo, la más sustancial de las comidas diarias. En una pequeña cacerola sobre una cocina de aceite hervía el arroz que Alice removía. Virginia trajo del piso de abajo (la señora Conisbee les había asignado un estante en la despensa) pan, mantequilla, queso y un bote de mermelada y puso la mesa (de tres pies por uno y medio) en la que se habían acostumbrado a comer. Una vez listo el arroz, lo dividieron en dos porciones y lo aderezaron con un poco de mantequilla, pimienta y sal y se sentaron a la mesa.
Como habían estado fuera durante la mañana iban a dedicar la tarde a sus labores domésticas: Alice en el silloncito de rejilla que Virginia se había apropiado para ella, pensando en sus dolores de cabeza y de espalda y otros desajustes, y Virginia en una silla común, una de esas que suelen ponerse junto a la cama, a la que para entonces ya se había acostumbrado. Sólo cosían lo indispensable; si no había nada que precisara el toque de la aguja, ambas preferían un libro. Alice, que nunca había sido estudiante, en el sentido más literal de la palabra, leía por vigésima vez unos volúmenes que habían caído en sus manos: poesía, historia popular y media docena de novelas de las que cualquier madre habría encontrado apropiadas en manos de la institutriz. Con Virginia la situación era diferente. Hasta cumplir los veinticuatro había profundizado en un único tema con una pasión sólo limitada por sus posibilidades. Se había dedicado a su estudio de forma totalmente desinteresada, en vista de que nunca supuso que tales conocimientos aumentarían su valor como «dama de compañía» o que la ayudarían a mejorar su posición. Su único afán intelectual era conocer a fondo la historia de la Iglesia. Y no en un arrebato de fanatismo; era una joven devota, aunque con moderación, y nunca hablaba sobre temas religiosos sin el debido respeto. El nacimiento de la Iglesia Católica, las viejas sectas y cismas, los concilios, los asuntos relacionados con la política papal… todos esos temas le interesaban. Si las circunstancias hubieran sido otras podría haber llegado a ser una erudita, pero las condiciones hacían mas que probable que lo único que consiguiera fuera minar su salud. A una repentina depresión le siguió cierta lasitud mental, de la que nunca se recuperó. Como una de sus tareas era leerle novelas en voz alta a la anciana a la que «acompañaba», novelas nuevas a ritmo de volumen diario, perdió toda capacidad para concentrarse en algo que no fuera la novela ligera. En la actualidad conseguía dichas obras en una biblioteca a la que se había suscrito por un chelín mensual. Al principio, como estaba avergonzada de haber caído bajo el poder de este tipo de literatura delante de Alice, intentaba leer obras de mayor solidez, pero éstas le daban sueño o jaqueca. Las novelas ligeras hicieron su reaparición y, como ningún comentario adverso salía de los labios de Alice, aparecían y desaparecían con usual regularidad.
Esa tarde las hermanas tenían el ánimo conversador. A las dos les preocupaba lo mismo y muy pronto sacaron el tema a colación.
—Sin duda —empezó Alice con un murmullo, como ausente—, pronto me enteraré de algo.
—Por lo que a mí respecta, me siento terriblemente incómoda —replicó su hermana.
—¿Crees que esa persona de Southend no volverá a escribir?
—Me temo que no. Y me pareció tan poco convincente. A buen seguro que era analfabeta. ¡Oh, no lo soportaría! —Virginia sintió un escalofrío al hablar.
—Casi desearía —dijo Alice— haber aceptado el puesto en Plymouth.
—¡Oh, querida! Cinco chelines es un salario impensable. Era una oferta ridícula.
—Desde luego —suspiró la pobre institutriz—, pero la gente como yo tiene tan pocas opciones… Todo el mundo pide diplomas y títulos. ¿Qué puedes esperar cuando lo único que tienes son las referencias de tus anteriores trabajos? Estoy segura de que acabaré aceptando un empleo sin salario.
—Pues la gente parece necesitarme aún menos a mí —se lamentó Virginia—. Ahora me arrepiento de no haberme ido como camarera personal a Norwich.
La otra admitió esta posibilidad con un profundo suspiro.
—Revisemos nuestra situación —exclamó a continuación.
Ésta era una frase que solía emplear con frecuencia y que siempre conseguía animarla. Virginia parecía también aceptarla con solicitud.
—Creo que la mía —dijo la dama de compañía— no puede ser más preocupante. Sólo me queda una libra, sin contar con los dividendos.
—A mí todavía me quedan algo más de cuatro libras. Bueno, pensemos —Alice hizo una pausa—. Suponiendo que ninguna de las dos consiga un empleo antes de fin de año, en ese caso tendremos que vivir durante más de seis meses… tú con siete libras y yo con diez.
—Eso es imposible —dijo Virginia.
—Veamos. Dicho de otro modo, tenemos que vivir las dos con diecisiete libras. Es decir… —hizo sus cálculos en un papel— es decir dos libras, seis chelines y ocho peniques al mes, contando con que estamos ya a final de mes. Eso quiere decir catorce chelines y dos peniques a la semana. Sí, ¡podemos hacerlo!
Dejó el lápiz sobre la mesa con aire triunfal. Sus ojos apagados brillaban como si acabara de descubrir una nueva fuente de ingresos.
—No podemos, querida —replicó Virginia con un hilo de voz—. El alquiler es de siete chelines. Eso nos deja sólo siete chelines y dos peniques a la semana para todo… para todo.
—Podríamos conseguirlo, querida —insistió la otra—. Si llegara lo peor, la comida no tiene por qué costarnos más de seis peniques diarios, es decir tres chelines y seis peniques a la semana. Estoy convencida, Virgie, de que podríamos vivir con menos, digamos que con cuatro peniques. Sí, claro que podríamos.
Se miraron fijamente, como si estuvieran a punto de poner sus vidas en manos de su propio valor.
—¿De verdad merece la pena este tipo de vida? —preguntó Virginia atemorizada.
—No debemos caer en eso. Bajo ningún concepto. Aunque de hecho es un consuelo saber que, literalmente hablando, seremos
independientes
durante los próximos seis meses.
A Virginia le recorrieron el cuerpo visibles escalofríos al oír esa palabra.
—¡Independientes! Oh, Alice, ¡la independencia es algo tan maravilloso! ¿Sabes, querida?, me temo que no me he esforzado lo suficiente en conseguir otro alojamiento. Esta casa tan confortable y el placer de poder ver a Monica una vez a la semana me han vuelto perezosa. Y no es que tenga la más mínima intención de serlo. Sé lo mucho que me perjudica, pero ¡oh!, ojalá pudiera una trabajar en su propia casa.
Alice la miraba entre sorprendida y alarmada, como si su hermana estuviera tocando un tema poco adecuado, cuando menos peligroso.
—Creo que no sirve de nada pensar en eso, querida —respondió molesta.
—De nada, absolutamente de nada. Me equivoco al dejarme llevar por este tipo de pensamientos.
—Pase lo que pase, querida —dijo Alice por fin, con toda la fuerza que fue capaz de dar a su tono de voz—, en ningún caso debemos echar mano de nuestro capital. Nunca… nunca.
—¡Oh, nunca! Si acabamos siendo unas viejas inútiles…
—Si nadie nos da comida ni alojamiento a cambio de nuestros servicios…
—Si no tenemos ningún amigo a quien recurrir —añadió Alice, como si se estuvieran contestando la una a la otra en una lúgubre letanía—, sin duda en ese caso nos alegraremos de que nada haya sido capaz de tentarnos para que toquemos nuestro capital. Con él nos libraríamos —se le quebró la voz— del asilo.
A continuación cada una de ellas tomó un libro y se dedicaron a la lectura hasta la hora del té.
Entre las seis y las nueve de la noche volvieron a alternar la lectura y la conversación. Ésta era ahora de carácter retrospectivo. Cada una revivía recuerdos de lo que habían tenido que soportar en una u otra casa en las que habían sido esclavas. Nunca les había tocado servir a gente «realmente agradable»; para ellas la expresión carecía de significado. Habían vivido con familias más o menos acomodadas de clase media baja, gente que no podía haber heredado ningún tipo de refinamiento y que tampoco lo había adquirido; no eran ni proletarios ni gente de buena cuna, consumidos por la enfermedad de una pretenciosa vulgaridad, henchidos con las miasmas de la democracia. Habría sido natural que, con esa vida, las hermanas hubieran hecho sobre ella comentarios propios de la gente para la que trabajaban, pero hablaban sin rencor, sin chismorreos. Se sabían superiores a las mujeres que las empleaban y a menudo sonreían ante recuerdos que habrían arrancado de una mente servil el más venenoso de los insultos.
A las nueve tomaron una taza de chocolate con una galleta y media hora más tarde se fueron a la cama. El aceite de la lámpara era caro y sin duda estaban contentas de poder decir lo más temprano posible que había pasado otro día.
Se levantaban a las ocho. La señora Conisbee les llevaba agua caliente para el desayuno. Cuando Virginia bajó a buscarla aquella mañana se encontró con que el cartero había traído una carta para ella. La letra del sobre le resultó desconocida. Volvió escaleras arriba, presa de la excitación.
—¿De quién podrá ser, Alice?
Aquella mañana la hermana mayor sufría una de sus jaquecas. Estaba del color de la arcilla y se movía tambaleándose por la habitación. El ambiente opresivo del cuarto habría explicado por sí solo su indisposición. Pero la llegada de una carta inesperada hizo que se olvidara de golpe de su malestar.
—El matasellos es de Londres —dijo, mientras examinaba el sobre con atención.
—¿Alguien con quien has estado escribiéndote?
—Hace meses que no me escribo con nadie que viva en Londres.
Debatieron el misterio durante cinco minutos, temerosas de hacer trizas sus esperanzas si rompían el sobre. Por fin Virginia se armó de valor. Apartándose de su hermana, sacó la hoja de papel con mano temblorosa y miró aterrada la firma.
—¿Qué te parece? Es de la señorita Nunn.
—¡La señorita Nunn! ¡No puede ser! ¿Cómo habrá conseguido esta dirección?
De nuevo discutieron aquella dificultad mientras pasaban por alto la solución más lógica.
—¡Léela! —dijo finalmente Alice, mientras su cabeza, cuyo palpitar había empeorado con la emoción, la obligaba a dejarse caer en la silla.
Así decía la carta:
Querida señorita Madden:
Esta mañana me he encontrado por casualidad con la señora Darby, que estaba de paso por Londres a su vuelta a casa después de su estancia en la costa. Sólo pudimos hablar cinco minutos (nos encontramos en la estación), pero mencionó que estaba usted actualmente en Londres, y me dio su dirección. Después de tantos años, ¡qué feliz me haría volver a verla! Esta dura vida ha hecho de mí una mujer egoísta que se ha olvidado de sus viejas amigas. Aunque debo añadir que algunas de ellas también se han olvidado de mí. ¿Preferiría que la visitara o ser usted la que viniera aquí a verme? Como prefiera. He oído que su hermana mayor está con usted y que Monica también está en Londres. Volvamos a vernos. Escríbame cuanto antes. Le envío mis saludos más cordiales.
Suya,
RHODA NUNN
—¡Qué típico de ella —exclamó Virginia después de leer la carta en alto— recordar que quizá no nos guste recibir visitas! Siempre fue tan considerada. Y es cierto que
debería
haberle escrito.
—Naturalmente, tenemos que ir a verla.
—Oh sí, puesto que nos deja elegir. ¡Qué maravilla! Me gustaría saber qué será de su vida. El tono de la carta es muy alegre; seguro que está bien situada. ¿Cuál es la dirección? Queen's Road, Chelsea. Oh, cuánto me alegro de que esté cerca. Podemos ir andando fácilmente.
Durante años le habían perdido la pista a Rhoda Nunn Se había ido de Clevedon poco después de que las Madden se disgregaran y habían oído que se había hecho maestra. Sobre la fecha en que Monica había empezado a trabajar como aprendiz en Weston, la señorita Nunn tuvo un encuentro casual con Virginia y con la joven; seguía enseñando, pero hablaba de su trabajo con profundo descontento, y mencionó vagos proyectos. Las Madden nunca supieron si llegó a hacerlos realidad.