Envió la carta a una escuela de Sheffield. La respuesta, remitida al club, le llegó a los tres días.
Querido Barfoot:
También yo estoy en Londres. Me han reenviado su carta desde la escuela, en la que ya no trabajo desde Pascua. Desinteresado o no, me congratula decirle que he encontrado un trabajo muchísimo mejor. Hágame saber cuándo y dónde podemos vernos o, si lo desea, venga usted a verme a mis habitaciones. No tengo obligaciones laborales hasta finales de octubre y en la actualidad estoy disfrutando de una libertad matemática. Tengo muchas cosas que contarle.
Suyo,
Thomas Micklethwaite
Como tenía la mañana libre, Barfoot fue hasta la oscura callejuela cercana a Primrose Hill donde se alojaba su amigo. Llegó a la casa hacia mediodía y, como ya había supuesto, encontró al matemático concentrado en sus estudios. Micklethwaite era un hombre de cuarenta años, hombros caídos y tez cetrina, aunque de aspecto saludable. Tenía el rostro alegre, cabello abundante y lacio y una barba que le llegaba a la cintura. Su amistad con Everard se remontaba a la época, unos diez años antes, en que Micklethwaite había sido su tutor de matemáticas.
La habitación era un mohoso saloncito situado en la planta baja.
—Silencioso, totalmente silencioso —declaró su ocupante—, y eso es lo único que de verdad me importa. Hay otros dos inquilinos en la casa, pero se van a trabajar todas las mañanas a las ocho y media y a las diez ya están en la cama. Además, será sólo por un tiempo. Tengo grandes proyectos a la vista, ¡cambios portentosos! Se los contaré en seguida.
Lo primero que hizo fue insistir en que Barfoot le contara con todo detalle lo que había sido su vida desde que se conocieron. Se habían escrito dos veces al año, pero a Everard no le gustaba escribir cartas y sólo contaba en ellas lo indispensable. Mientras escuchaba, Micklethwaite adoptaba posturas extraordinarias que presumiblemente eran resultado de una necesidad de ejercicio físico después de muchas horas de trabajo. Unas veces se estiraba por completo en la silla, extendiendo los brazos por encima de la cabeza; otras, levantaba las piernas, ponía los pies encima de la silla y se abrazaba las rodillas con las manos; a continuación balanceaba el cuerpo adelante y atrás hasta que parecía que iba a darse de cabeza contra el suelo. Barfoot conocía estas excentricidades desde hacía mucho, y no les prestaba mayor atención.
—¿Y cuál es ese nuevo trabajo del que hablaba en su carta? —preguntó al fin, dejando a un lado, impaciente, sus propios asuntos.
Se trataba de un puesto de profesor de matemáticas en una universidad de Londres.
—Ganaré ciento cincuenta libras al año y podré tener alumnos particulares. Puedo contar al menos con doscientas libras y hay otras posibilidades de las que prefiero no hablar, porque no es bueno esperar demasiado. Doscientas libras anuales son para mi un gran avance.
—Supongo que suficiente —dijo Everard amablemente.
—No, no es suficiente. Tengo que conseguir un poco más como sea.
—¡Pero bueno! ¿Por qué ese espíritu avaricioso tan de repente?
El matemático soltó una carcajada estridente y aguda y se revolcó en la silla.
—Tengo que ganar más de doscientas libras. Quedaría satisfecho con trescientas, pero cuanto más dinero pueda conseguir mejor.
—Mi reverendo tutor, esto es una vergüenza. He venido a mostrar mis respetos a un filósofo y me encuentro con un sórdido hombre de mundo. ¡Míreme! Yo soy un hombre con grandes necesidades, tanto espirituales como físicas, pero me esfuerzo por conformarme con cuatrocientas cincuenta libras anuales y nunca me quejo. ¿Quizá desea usted ingresos equiparables a los míos?
—¡Por supuesto! ¿Qué son cuatrocientas cincuenta libras? Si fuera usted un hombre con iniciativa podría doblar o triplicar esa cantidad. Le doy un gran valor al dinero. ¡Me gustaría ser rico!
—O se ha vuelto usted loco o se va a casar.
Micklethwaite se rió más fuerte que nunca.
—Estoy planeando una nueva álgebra para escolares. Si no me equivoco demasiado, puedo hacer algo que reemplazará todos los libros actuales. ¡Piense usted! Si el Álgebra de Micklethwaite llegara a ser aceptada en todas las escuelas, ¿qué supondría eso para Mick? Cientos de libras anuales, joven, cientos.
—Nunca hubiera imaginado que fuera usted tan indecente.
—Estoy recuperando mi juventud. No, por primera vez me siento joven. Nunca tuve tiempo para eso. Empecé a enseñar en una escuela a los dieciséis años, y desde entonces no he dejado la enseñanza, en escuelas y a particulares. Ahora estoy de suerte y me siento como si tuviera veinticinco años. Cuando tenía veinticinco me sentía como si tuviera cuarenta.
—Bueno, ¿y qué tiene eso que ver con ganar dinero?
—Al
Álgebra
de Mick le seguirá naturalmente la
Aritmética
de Mick, el
Euclides
de Mick y la
Trigonometría
de Mick. Dentro de veinte años estaré ganando miles… ¡miles de libras! Entonces dejaré de enseñar (renunciaré a mi plaza de catedrático, porque por supuesto para ese entonces ya seré catedrático), y me dedicaré a la gran tarea de la Probabilidad. Muchos hombres han empezado a vivir lo mejor de su vida a los sesenta; es decir, la parte más divertida.
Barfoot estaba perplejo. Conocía la faceta de exageración humorística de su amigo pero jamás le había oído planificar su vida en pos del progreso material, y evidentemente la conversación era algo más que una simple broma.
—¿Tengo o no tengo razón? ¿Va usted a casarse?
Micklethwaite echó una ojeada a la puerta y a continuación dijo en tono cauto:
—Prefiero no hablar de eso aquí. Vayamos a alguna parte a comer algo. Le invito a almorzar conmigo, como supongo que dirá usted en su lenguaje aristocrático.
—No, será mejor que almuerce usted conmigo. Acompáñeme al club.
—¡Maldito descarado! ¿Acaso no soy su tutor de matemáticas?
—Sea tan amable de ponerse unos pantalones decentes y péinese. Ah, aquí está su investigación trilinear. Le echaré un vistazo mientras se adecenta.
—Hay un error tipográfico en el prefacio. Deje que se lo enseñe…
—Eso a mí me da igual, mi querido amigo.
Pero Micklethwaite no se quedó tranquilo hasta que le hubo señalado el error y hubo hablado durante cinco minutos de la estupidez que implicaba.
—¿Cómo supone usted que conseguí publicar esto? —preguntó entonces—. El viejo Bennet, el jefe de estudios de Sheffield, se verá en la ruina si el libro no recupera gastos en un plazo de dos años. Qué detalle, ¿no? Fue él quien insistió en que aceptara la oferta, y tengo la impresión de que está más orgulloso del libro que yo. Pero es increíble lo buena que es la gente cuando a uno le sonríe la fortuna. Me parece a mí que se dicen muchas tonterías sobre la envidia que hay en el mundo. Ahora bien, tan pronto se supo que venía a este puesto en Londres, todo el mundo empezó a comportarse conmigo con una bondad poco menos que sorprendente. El viejo Bennet me habló en un tono muy afectuoso. Naturalmente, dijo, hace tiempo que sabía que tú te merecías un puesto mejor que éste. Tu sueldo es ridículo; si dependiera de mí, hace mucho que te lo hubiera subido. No sabes lo contento que estoy de que hayas encontrado un entorno mejor para tus notables habilidades. No. Estoy convencido de que el mundo está siempre dispuesto a felicitarte con sinceridad si le das la oportunidad de hacerlo.
—Muy amable de su parte haberle dado tal oportunidad. Pero, por cierto, ¿cómo empezó todo?
—Sí, tengo que contárselo. Bueno, pues hace cosa de un año respondí a un artículo firmado por Big Gun que apareció en una publicación científica. Era un problema de Probabilidad que usted no entendería. Mi respuesta fue publicada y Big Gun me escribió personalmente una carta realmente halagüeña. Esa correspondencia llevó a mi cita; Big Gun hizo grandes esfuerzos en mi favor. La verdad es que el mundo está lleno de gente bondadosa.
—Sin duda. ¿Y cuánto tardó en escribir este librito?
—Oh, sólo unos siete años; la versión actual, claro. Recuerde usted que nunca tenía tiempo para mí.
—Es usted un buen hombre, Thomas. Vaya a equiparse para entrar en tratos con la sociedad civilizada.
Y salieron a pie en dirección al club. Micklethwaite hablaba de cualquier cosa excepto de lo que su compañero estaba más deseoso de oír.
—En esta vida hay cosas demasiado serias —dijo en respuesta a una pregunta impaciente—, cosas de las que no se puede hablar en plena calle. Cuando hayamos comido, vayamos a sus habitaciones y allí se lo contaré todo.
Comieron a gusto. El matemático se bebió una botella de un vino excelente e hizo correspondiente justicia a los platos. Le brillaban los ojos de alegría; de nuevo habló de la benevolencia de la humanidad y del admirable orden que rige el mundo. Desde el club fueron en coche hasta Bayswater y se acomodaron en el piso de Barfoot, que estaba amueblado con sencillez. Micklethwaite, cigarro en boca, colgó las piernas por uno de los lados del sillón en el que se había sentado.
—Y ahora —empezó con gravedad—, no me importa contarle que su conjetura era acertada. Voy a casarme.
—Bueno —dijo el otro—, ya tiene usted una edad razonable. Supongo que sabe usted en lo que se mete.
—Eso creo. La historia no es nada del otro mundo. No soy ningún romántico y tampoco lo es mi futura esposa, pero debe usted saber que cuando tenía veintitrés años me enamoré. Nunca lo habría dicho de mí, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—Bueno, pues me enamoré. Ella es hija de un clérigo de Hereford, en una de cuyas escuelas yo enseñaba. Era profesora de primaria en otra escuela concertada con la nuestra. Tenía mi edad. Pero lo verdaderamente sorprendente es que le gusté y cuando por fin fui lo bastante sinvergüenza para confesarle mis sentimientos no me rechazó.
—¿Sinvergüenza? ¿Por qué sinvergüenza?
—¿Que por qué? Porque no tenía ni un penique. Vivía en la escuela y tenía un sueldo de treinta libras, y la mitad se me iba en mantener a mi madre. ¿Qué podría haber sido más infame? ¿Qué esperanza tenía yo de casarme?
—Bueno, admito que era una monstruosidad.
—Esa mujer, poco menos que un ángel, declaró que estaba dispuesta a esperarme indefinidamente. Creía en mí y tenía grandes esperanzas en mi futuro. Su padre (la madre había muerto) autorizó nuestro compromiso. Ella tenía tres hermanas; una era institutriz, la otra se ocupaba de la casa y la tercera era ciega. Todos ellos eran gente excelente. Yo pasaba la mayor parte del tiempo en su casa, y me trataban muy bien. Era una lástima, porque en esas horas de diversión tendría que haber estado trabajando como un negro.
—Sin duda.
—Afortunadamente me fui de Hereford y empecé a trabajar en una escuela de Gloucester, donde ganaba treinta y cinco libras anuales. ¡Cuánto nos alegramos con aquellas cinco libras de más! Pero no vale la pena que siga por esos derroteros; podría continuar hablando hasta mañana por la mañana. Pasaron siete años; ya habíamos cumplido los treinta y no había forma de materializar nuestro proyecto de matrimonio. Yo había trabajado mucho y había conseguido mi título en Londres, pero no había podido ahorrar ni un solo penique, puesto que todo se me iba en cuidar de mi madre. De pronto fui consciente de que no tenía derecho a seguir manteniendo el compromiso. El día de mi trigésimo cumpleaños le escribí una carta a Fanny (ése es su nombre) y le devolví su libertad. Dígame, ¿no habría usted hecho lo mismo?
—Bueno, de hecho no soy lo suficientemente imaginativo para ponerme en esa situación. En cualquier caso no me cabe duda de que algo así requiere un tremendo esfuerzo.
—Pero ¿no ve usted nada insensible en mi manera de proceder?
—¿Acaso la joven cayó enferma?
—No en el sentido de sentirse ofendida. Pero dijo que le había causado un gran sufrimiento. Me rogó que fuera yo quien se considerara libre. Ella continuaría siéndome fiel y si en el futuro decidía volver a escribirle… Después de todos estos años no puedo hablar de esto sin emocionarme. Me pareció que mi comportamiento era más que nunca el de un sinvergüenza. Pensé que lo mejor que podía hacer era suicidarme, e incluso llegué a planear formas de hacerlo, créame. Pero al final decidimos que nuestro compromiso debía continuar.
—Naturalmente.
—¿Cree usted que eso es normal? Bueno, pues el compromiso se ha mantenido hasta hoy. Hace un mes cumplí los cuarenta, así que hemos estado esperando durante diecisiete años.
Micklethwaite hizo una pausa, embargado por el asombro.
—Dos de las hermanas de Fanny están muertas. Nunca se casaron. Fanny se ocupa desde hace años de la ciega, así que vendrá a vivir con nosotros. Hace mucho, mucho tiempo que decidimos olvidarnos del matrimonio. No le he hablado a nadie de nuestro compromiso; era algo demasiado absurdo, y demasiado sagrado. —La sonrisa murió en los labios de Everard, que se quedó pensando.
—Bueno, ¿y cuándo piensa casarse usted? —exclamó Micklethwaite, con renovada alegría.
—Probablemente nunca.
—En ese caso creo que está usted desatendiendo un importante deber. Sí, es deber de todo hombre que cuente con medios suficientes mantener a una mujer. La vida de las mujeres solteras es muy desgraciada; todo hombre que pueda debe salvar a una de ellas de ese final.
—Me gustaría que mi prima Mary y sus amigas le oyeran hablar así. Sabría usted entonces lo que es el desprecio.
—Pero sé que no sería un desprecio sincero. Por supuesto que he oído hablar de esa clase de mujeres. Cuénteme de ellas.
—Admiro su anticuada forma de pensar, Micklethwaite. Va con usted, y es usted un buen hombre. Pero me siento mucho más cercano a la idea de que las mujeres piensen en el matrimonio tal como lo hacen los hombres, es decir, que no crezcan con la idea de tener que elegir entre casarse o ser unas criaturas frustradas. Mi propio punto de vista puede que sea muy extremista: no creo en absoluto en el matrimonio. Y no es que tenga nada parecido a ese respeto que siente usted por las mujeres. Usted pertenece a la escuela de Ruskin, y yo… bueno, quizá mi experiencia haya sido poco común, aunque no lo creo. ¿Sabía, por cierto, que mi familia me considera un sinvergüenza?
—¿Por el asunto del que me habló hace algunos años?
—En gran medida. Estoy dispuesto a contarle la verdadera historia. En aquel tiempo no pude. Acepté que me acusaran de canalla; no me importó demasiado. Mi prima no me perdonará jamás, aunque de nuevo tiene conmigo una actitud amistosa. Sospecho que le ha contado a su amiga, la señorita Nunn, todo sobre mí. Quizá para ponerla en guardia. ¡Quién sabe!