—No, ésa es una interpretación cruel. Lo único que he dicho es que le amaba. Y le amo. Él ha hecho que le ame.
—En ese caso no puedo decir más. Sólo puedo desearte que seas feliz.
Mildred soltó un suspiro y fingió concentrar de nuevo su atención en Maunder.
Después de unos minutos sin saber qué hacer, Monica buscó papel y pluma y se fue a su habitación. Estuvo ausente una hora. A su vuelta llevaba en la mano una carta sellada.
Voy a enviarla, Milly.
—Muy bien, querida. No tengo nada más que decir.
—Me das por perdida. Veremos.
Lo dijo sin pesar. De nuevo salió de la habitación, se vistió para salir y se fue a enviar la carta. Para entonces ya había empezado a sentir los efectos del esfuerzo y de la emoción; la jaqueca y un debilitamiento que se tradujo en temblores la obligaron a meterse en la cama tan pronto llegó a casa. Mildred la cuidó con su bondad habitual.
—Ya pasó —murmuró Monica hundiendo la cabeza en la almohada—. Me siento tan aliviada y tan contenta… tan feliz ahora que ya está hecho.
—Buenas noches, querida —replicó la otra dándole un beso y volviendo a continuación a su fingida lectura.
Dos días más tarde Monica se presentó inesperadamente en casa de la señora Conisbee. Después de que ésta le dijera que la señorita Madden estaba en casa, Monica subió las escaleras y llamó a la puerta de la habitación de su hermana. La voz de Virginia preguntó, apremiante, quién era y cuando Monica se identificó pudo oír una exclamación de sorpresa.
—¡Un minuto, cariño! ¡Sólo un minuto!
Cuando la puerta se abrió Monica quedó sorprendida al ver el aspecto descompuesto de su hermana. Virginia tenía las mejillas encendidas, la mirada perdida y el cabello revuelto como si se acabara de despertar de la siesta. Empezó a hablar de manera rápida e inconexa, intentando explicar que no se encontraba demasiado bien y que todavía no había terminado de vestirse.
—¡Qué olor tan raro! —exclamó Monica, recorriendo la habitación con la mirada—. Huele como a brandy.
—¿Lo notas? He tenido que pedirle a la señora Conisbee un poco de… No quiero que te alarmes, querida, pero me sentía muy débil. De hecho, creí que iba a desmayarme. Tuve que llamar a la señora Conisbee… Pero no te preocupes. Ya pasó. Con este calor…
Soltó una risilla nerviosa y empezó a darle palmaditas a Monica en la mano. Ésta no se había quedado tranquila e hizo algunas preguntas más pero el final aceptó las afirmaciones de Virginia de que nada grave había ocurrido. Entonces volvió al asunto que la había llevado hasta allí. Tomó asiento y dijo con una sonrisa:
—Traigo noticias asombrosas. Si no te has desmayado todavía lo más probable es que lo hagas ahora.
Su hermana se mostró muy agitada y le pidió que no la tuviera en ascuas.
—Hoy tengo los nervios destrozados. Seguro que es el tiempo. ¿Qué puede ser eso que tienes que contarme?
—Creo que no hace falta que siga con la mecanografía.
—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer, niña? —preguntó la otra con aspereza.
—Virgie… voy a casarme.
El impacto fue tremendo. Virginia dejó caer las manos, se le salieron los ojos de las órbitas y abrió la boca; se puso gris y hasta los labios perdieron su color.
—¿Casarte? —consiguió articular por fin—. ¿Quién… quién es él?
Alguien de quien nunca has oído hablar. El señor Edmund Widdowson. Es un hombre de posibles y tiene una casa en Herne Hill.
—¿Un caballero?
—Sí. Solía dedicarse a los negocios, pero se ha retirado. Bueno, no voy a contarte mucho más hasta que le hayas conocido. No preguntes demasiado. Tienes que venir conmigo esta tarde a su casa. Vive solo, pero habrá un familiar suyo, su cuñada, que quiere conocernos.
—¡Oh, pero tan de repente! No puedo visitar a alguien con tan poca antelación. ¡Imposible, querida! ¿Qué significa todo esto? No lo entiendo. ¿Quién es ese caballero? ¿Cuánto hace que…?
—No, no conseguirás que te cuente nada más hasta que le hayas visto.
—Pero ¿qué es lo que me has contado? No me he enterado bien. Estoy demasiado confusa. Señor… ¿cuál es su nombre?
Requirió más de media hora conseguir que Virginia se familiarizara con lo que estaba ocurriendo. Una vez convencida de su veracidad, se mostró completamente encantada. Se reía, chillaba de felicidad e incluso aplaudía.
—¡Monica se casa! ¡Un caballero… una gran fortuna! Querida, no me lo puedo creer. Aunque estaba convencida de que esto ocurriría algún día. ¿Qué dirá Alice? ¿Y Rhoda Nunn? ¿Te has atrevido… te has atrevido a decírselo?
—No, no lo he hecho. Quiero que se lo digas tú. Tienes que ir a verlas mañana, ya que es domingo.
—¡Oh, qué alegría! Alice no podrá contenerse. Siempre dijimos que llegaría este día.
—No tendréis que pasar más estrecheces, Virgie. Podéis abrir la escuela o no, como queráis. El señor Widdowson…
—Oh, querida —la interrumpió Virginia con repentina dignidad—, claro que abriremos la escuela. Ya nos hemos decidido; va a ser la obra de nuestra vida. Representa más, mucho más que un simple medio de subsistencia. Pero quizá no debamos apresurarnos. Hay que madurar las cosas. Dime al menos, querida, cuándo os presentaron.
Monica se echó a reír alegremente y se negó a contestar. Era hora de que Virginia se preparara para salir y ello supuso un nuevo problema: ¿qué podía ponerse para una ocasión como aquélla? Monica se había arreglado un poco y ayudó a su hermana a sacar el mayor partido de sus magros recursos. A las cuatro en punto salían de la casa.
Cuando llegaron a la casa de Herne Hill las dos hermanas temblaban de nervios. Monica sólo tenía una vaga idea del tipo de persona que podía ser la señora Luke Widdowson, y a Virginia le parecía estar caminando en sueños.
—¿Has estado aquí a menudo? —susurró esta última en cuanto vieron la casa. Le encantó su aspecto pero era víctima de un conflicto emocional de tal calibre que tuvo que pararse y buscar apoyo en el brazo de su hermana.
—Nunca he estado dentro —respondió Monica confusa—. Vamos, no quiero llegar tarde.
—Ojalá pudieras al menos decirme, querida…
—Ahora no, Virgie. Intenta estar callada y comportarte con naturalidad.
Eso era pedirle a Virginia demasiado. Ocurrió que afortunadamente, aunque para enfado del señor Widdowson, la señora Luke Widdowson llegó con casi media hora de retraso. Las visitas fueron conducidas por una sirvienta a un confortable salón, donde las recibió el señor de la casa; con una torva sonrisa, fruto de su timidez, y con profusas excusas y un excesivo dechado de cumplidos, Widdowson hizo lo posible por que se sintieran cómodas, naturalmente con magros resultados. Las hermanas, sentadas la una junto a la otra en un pequeño sofá situado en una punta del salón, y el anfitrión, lejos de ellas, hablaban apenas entendiendo lo que se decían (los temas eran el tiempo y lo grande que era Londres) hasta que de pronto se abrió una puerta y apareció por ella una persona de presencia tan imponente que Virginia dio un brinco y Monica se la quedó mirando con dolorosa admiración. La señora Luke era una mujer alta y elegante, en la flor de la vida, con un color de piel admirable; era de rasgos hermosos, aunque no demasiado refinados, cuya expresión denotaba un condescendiente buen humor. Su atuendo de luto, si así pudiera llamarse, era un claro exponente de la moda del momento; el resplandor y el frufrú de su vestido inspiraban asombro en cualquier observadora. Parecía que un momento antes de su aparición el salón hubiera estado vacío. La señora Luke lo llenaba y lo iluminaba con su sola presencia.
Widdowson se dirigió a ese resplandeciente personaje por su nombre, despertando en Monica una sorpresa irracional con esa muestra de familiaridad. Le presentó a las hermanas, y la señora Luke, inclinando la cabeza con grandeza desde la distancia, se sacó del escote un
pince-nez
de montura dorada, con el que observó a Monica con detenimiento. La sonrisa que se dibujó en sus labios podría haberse interpretado de muchas formas. Widdowson, el único que podía darse cuenta de ello, respondió con una mirada de grave dignidad.
La señora Luke no tenía intención alguna de excusarse por la tardanza de su llegada, y era más que evidente que no pretendía quedarse mucho tiempo. Parecía tener el propósito de hacer que la ocasión fuera lo más informal posible.
—¿Conoces por casualidad a los Hodgson Bull? —preguntó a su pariente, interrumpiendo la retahíla de tópicos con los que éste intentaba por todos los medios dar pie a una conversación de cariz más general. Ella tenía un acento de mujer cultivada y hablaba de forma imperiosa.
—Nunca he oído hablar de ellos —fue la fría respuesta.
—¿No? Viven por aquí. Tengo que hacerles una visita. Supongo que mi cochero será capaz de encontrar su casa.
Siguió un silencio incómodo. Widdowson estaba a punto de decirle algo a Monica cuando la señora Luke, que de nuevo había vuelto a estudiar con sus gafas a la joven, se interpuso con tono amable.
—¿Le gusta este barrio, señorita Madden?
Monica dio la respuesta esperada. Su voz sonó muy débil y tímida en comparación con la de la señora Luke. Y así, durante unos diez minutos, mantuvieron lo que parecía ser una conversación. La señora Luke, sin dejar de mostrarse condescendiente, manifestó cierta voluntad de resultar agradable. Sonrió y asintió ante las respuestas de la joven y en alguna ocasión se dirigió a Virginia con cuidadosa corrección, dando la impresión, quizá involuntariamente, de que sentía conmiseración por esa mujer tímida y mal vestida. Sirvieron el té y, después de fingir haber tomado una taza, se levantó para despedirse.
—Quizá quiera usted venir a verme algún día, señorita Madden —dejó caer con sorprendente gracia cuando se adelantó hacia la chica y le tendió la mano—. Edmund debería traerla con él… en algún momento en que podamos hablar. Encantada de haberla conocido… encantada.
Y desapareció. Oyeron alejarse el carruaje bajo la ventana. Los tres soltaron un suspiro de alivio y Widdowson, convertido de pronto en un hombre diferente, se acercó a Virginia, con quien en pocos minutos conversaba con la mayor simpatía. Ésta, presa de un alivio semejante, también volvió a ser ella misma. Encontró el valor para hacer algunas preguntas, que en todo caso obtuvieron una respuesta convincente. No se mencionó a la señora Luke, pero una vez se hubieron despedido (la visita se prolongó unas dos horas) Monica y su hermana hablaron de la gran señora con la mayor libertad. Estuvieron de acuerdo en que personalmente era un ser detestable.
—Pero muy rica, querida —dijo Virginia en un susurro—. Eso es fácil de ver. He conocido a gente así antes; tienen una actitud… ¡Oh! Por supuesto el señor Widdowson te llevará a visitarla.
—Cuando no haya nadie más en la casa. Eso es lo que ha querido decir —apuntó con frialdad Monica.
—No te preocupes, cariño. Tampoco necesitas mezclarte con la alta sociedad. Me satisface enormemente decirte que Edmund me ha causado una impresión muy favorable. Es un hombre reservado, pero eso no es un defecto. ¡Tenemos que escribir a Alice en seguida! ¡Qué sorpresa se va a llevar! ¡Cómo le va a gustar!
Cuando, al día siguiente, Monica se encontró con su prometido en Regent's Park (ella todavía vivía con Mildred Vesper, pero había dejado de ir a Great Portland Street) hablaron de la señora Luke. Widdowson abordó rápidamente el asunto.
—Ya te había dicho —dijo, poniendo cuidado en sus palabras— que la veo muy poco. No puedo decir que me guste, pero es una persona a la que cuesta entender, y me imagino que puede llegar a ofender cuando en realidad no es ésa su intención. De todos modos, espero que no te haya disgustado.
Monica evitó una respuesta directa.
—¿Me llevarás a verla? —fueron sus palabras.
—Si lo deseas, querida. Y no me cabe duda de que asistirá a nuestra boda. Desgraciadamente, es mi única familia, o por lo menos la única que conozco. Después de nuestra boda no creo que la veamos con frecuencia.
—No, me atrevería a asegurar que no —fue el comentario de Monica. Y a continuación pasaron a temas más agradables.
Esa mañana Widdowson había recibido de su cuñada una tarjeta en la que le pedía que la visitara al día siguiente. Sin duda eso quería decir que la señora estaba deseosa de seguir hablando de la señorita Madden. A regañadientes, como quien cumple con una obligación, acudió a la cita. Eran las once de la mañana y cuando le abrieron las puertas del piso de Victoria Street en el que vivía su pariente, tuvo que esperar un cuarto de hora a que la señora apareciera.
El salón de la señora Luke se distinguía por su lujosa decoración. Rebosaba de objetos caros y hermosos y el aire estaba impregnado de perfume. Fue después de enviudar cuando la señora Widdowson se había podido permitir materializar su gusto por la exuberancia moderna en materia de la decoración. El fallecido Luke era un simple hombre de negocios, fiel a la moda con la que había convivido desde su juventud. Su segunda esposa encontró una casa amueblada en las afueras de Londres y su influencia no consiguió que su marido se deshiciera de los horrores entre los que había elegido vivir: sillas de crépe marrón, alfombras belgas llenas de rosas rojas sobre un fondo verde, sofás de crin de caballo del más incómodo de los diseños, antimacasares por todas partes, ornamentos de cristal sobre la chimenea que se confundían con candelabros del mismo material. Ella procedía de una oscura rama de una familia que culminaba en una no menos oscura baronía. Ambiciosa y sin un penique, tenía que dar las gracias a su imponente físico por haber sido rescatada a una edad ya peligrosa y, aunque despreciaba al señor Luke Widdowson por sus gustos plebeyos, retuvo astutamente a su lado a un marido bondadoso que no parecía tener demasiadas posibilidades de vivir muchos años. El hombre de negocios murió mucho antes de lo que se podría haber esperado y dejó una herencia de cuatro mil libras. A partir de ese momento empezó para la señora Luke una vida de febriles aspiraciones. Ya desde niña, la baronía de la que procedía le había inculcado un ideal aristocrático. Convertida en una viuda de treinta y ocho años, decidió que su dinero la llevaría a emparentar con algún título nobiliario. Sus amistades eran gente de la City, pero con la libertad de que ahora gozaba no tardó mucho en acercarse a las esferas de la alta sociedad. Su piso de Victoria Street atraía a una heterogénea gama de diletantes y cazadores de fortuna, entre ellos uno o dos miembros errantes de la aristocracia más joven. Vivía a un ritmo a duras penas compatible, técnicamente, con el de la virtud. Cuando pronto se hizo evidente que sus ingresos no eran suficientemente cuantiosos para satisfacer su propósito, se dejó aconsejar por un viejo amigo, experto en finanzas, y a partir de ese momento la emoción del juego dio nuevos bríos a su existencia. Como muchas de las mujeres de su entorno, no dudaba en recurrir a la botella; pero para un estímulo de esa naturaleza una vida de mujer elegante habría sido físicamente imposible. Y sin duda la señora Luke disfrutaba de la vida. La meta de sus ambiciones, si todo iba bien en la City, era algo absolutamente razonable. Paladeaba con antelación el día en que su nombre dejara de aparecer precedido por un vulgar prefijo y en que los ecos de sociedad reflejaran su creciente resplandor.