Mujer sobre mujer (2 page)

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Authors: Carmela Ribó

BOOK: Mujer sobre mujer
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Lo demás se cuenta pronto: me quedé con un montón de deudas a mi nombre que no se compartieron entre los dos cuando nos divorciamos. La casa era mía, por herencia de mi madre. Él solo se llevó su ropa y sus libros. Repartirnos la biblioteca fue algo tan triste… solo entonces me di cuenta de que nos separábamos.

Cuántos paseos por la casa vacía! Mi amigo se había ido, me dejaba por otra. Menos mal que Julia siguió a mi lado y me ayudó no sabes cómo hasta que poco a poco salí de la fosa. Me llevó varios años aceptar el desamor de Daniel. Entender que no hubo un deseo expreso de herirme en su abandono, sino que simplemente se enamoró de otra. Aunque fue un extraño amor. Nunca más lo vi reír, envejeció prematuramente. Supe años después que tuvo problemas serios de salud. Se volvió un hombre triste, un burgués acomodaticio. Y nunca desde entonces me ha mirado a los ojos. Han pasado diecisiete años y todavía baja la cabeza si alguna vez nos encontramos (vive en esta vecindad, desgraciadamente).

Recién abandonada, trataba de no pensar en eso, pero me ponía a llorar donde quiera que estuviera y entonces no podía parar. Era como un torrente. Una cosa que subía, se hacía como un gran nudo en la garganta (la imagen es trillada pero perfecta). Cuando aquello se hacía intolerable y aflojaba, venían las lágrimas solas, sin sollozo.

Tendrás que perdonarme, no pretendía llegar a estos recuerdos.

Bueno. Ya está. Ya sabes de mi vida. Quizá deba añadir que después he conocido a otros hombres y con alguno intenté iniciar algo, pero nada concluyente. Creo que al final he descubierto que estoy mejor con las mujeres. Tengo algunas amigas, pocas, pero muy fieles, buenas, en especial Julia, a la que me une, quiero que lo sepas, algo más que amistad.

Y ahora tengo una nueva amiga en Madrid.

Un abrazo,

Lauri.

 

Cuatro días después:

 

Estimada Concha:

Recibiste mi
mail?
Si te molestó que te hiciera tantas confidencias, te pido perdón. Quizá me dejé llevar por un impulso un poco alocado. Bueno, si no me escribes más, lo entenderé. Cuando tenga noticias de Susan (lo de Washington Irving), te lo haré saber.

Un saludo,

L.

 

Dos días después:

 

Lauri querida:

¿Cómo puedes pensar que me molestaran tus confidencias? Muy al contrario. Me han acercado a ti no sabes cuánto, y te las agradezco. Lo que ocurre es que he estado fuera, esquiando, en el puente de la Inmaculada, y al regreso no he tenido tiempo materialmente de asomarme al
mail
. Lo de la Inmaculada es una fiesta española, la que precede a la Navidad, y Emilio no puede perderse esos días en la estación de Baqueira Beret, en el Pirineo catalán, donde tenemos un apartamento. ¿Te gusta la nieve? A mí no es que me entusiasme, pero ya sabes, tengo que acompañarlo (deberes de esposa). Y, cuando viajo, con cierta frecuencia, nunca me llevo el ordenador, y por lo tanto me quedo sin
mail
. En adelante te avisaré cuando me ausente, cosa que desgraciadamente ocurre mucho. En esta ocasión, aparte de reunirme con otras esposas de amigos de mi marido (las habituales en Baqueira) para jugar al bridge, he estado leyendo una novela de Almudena Grandes (¿la conocéis por ahí?). Aquí es una de las autoras más leídas. A mí me gusta, aunque me parece que podría decir lo mismo en menos páginas.

Ya me reclaman abajo. Parece que la casa no funciona sin mi constante atención, ¡qué fastidio! Luego sigo, querida amiga.

C.

 

Un día después:

 

Querida Laura:

Retomo lo de ayer. ¿Puedo hacerte una confidencia? Haberte conocido me trae a la mente una expresión de Gabriel Miró que de algún modo me acompaña siempre: «Me brinca y aletea el corazón…», aunque él se refería a una tía muy lejana y tacaña… No sé si conoces su
Libro de Sigüenza.
Me refiero a que es muy grato que te entretengas en escribirme. La verdad es que, aunque me veo obligada por las circunstancias a llevar una ajetreada vida social, no puedo decir que tenga amigas en las que confiar. Me rodea demasiada gente revenida, envidiosa, criticona, enredadora, entendedora de vidas ajenas. No puedo decir que confíe en ninguna, ni siquiera en el círculo reducido de amigas con las que una vez por semana juego al bridge, que se suponen íntimas. Envidio esa amistad tuya con Julia, una hermana más que una amiga.

Confidencia por confidencia, te diré que yo también tuve mi Julia en mi juventud, cuando estudiaba bachillerato en un internado en Suiza. Mi Julia, el gran amor de mi vida, quizá, era una monja de la congregación que regentaba el colegio. Se llamaba Sor Jacqueline. Yo tenía catorce años, ella, veintidós. Me enseñó muchas cosas y le estoy agradecida. Todavía pongo velitas a su memoria, a veces, en la iglesia de la Paloma. Ella murió hace nueve años, de cáncer. Hacía mucho que no la veía, desde un encuentro en Lourdes, y últimamente no me quería enviar fotos para que no presenciara su deterioro.

No quiero ser fisgona, pero has despertado mi curiosidad con la mención de ese segundo amor, me imagino que muy distinto del primero.

Me estoy poniendo triste, quizá porque mientras te escribo suena una canción de María Dolores Pradera («Ay, de mi vida»). Bueno, basta de sentimentalismos. Ahora tengo que bajar a Madrid. Pertenezco a la directiva de un banco de alimentos y tenemos reunión para disponer los repartos navideños. Te escribo más mañana.

Un abrazo,

Concha.

PD: Estos días, en la nieve, he echado de menos tus
mails,
que lo sepas.

 

Seis horas después:

 

Querida Concha:

Perdonarás que sea tan tonta? También yo me he aficionado a tus
mails,
y de pronto me pareció que tu silencio era para siempre. Eso me pasa por ser tan impulsiva, por pensar que todo el mundo ha de llevar esta existencia monótona y ermitaña mía. Había continuado mi carta del otro día, así que la pego a continuación:

Yo vivo sola, en una casita centenaria de Brooklyn (con todos los achaques que puedas imaginar en una casita centenaria y algunos más). Vivo sola porque valoro mi libertad, mi albedrío, y porque puedo vivir sin recurrir al amparo de ningún hombre, llámese marido, amante o lo que fuere. No necesito que ningún hombre me cuide o me mantenga. No es reproche porque tú estés sometida a un marido, es solamente contarte que soy feliz sin pareja después de haberla tenido. Estuve dieciséis años conviviendo con mi único amigo, Daniel. Durante esos dieciséis años, jamás supe qué nombres había en su agenda (nunca la abrí, porque no era la mía), ni qué cosas guardaba en su billetera. Su escritorio plagado de documentos y de papelitos era un lugar tan privado que yo nunca lo ordené ni me atreví a pasarle un paño con lustramuebles si él no estaba allí, trabajando. No te conté, es profesor de Historia y tiene otros rangos que no vienen al caso. Hasta cuando iba a meter sus pantalones en el lavarropas, le llevaba la prenda sucia y le pedía que vaciara él mismo sus bolsillos (igualmente a rebosar de dinero, papelitos y anotaciones). Con todos, y especialmente con él, que era como mi mano derecha, tuve y tengo la delicadeza de ser discreta y respetar la intimidad del otro. Por eso mismo, porque era como mi mano derecha, y porque yo no soy de esas mujeres que viven obsesionadas con sus hombres. Él era libre en todo. Jamás nos dimos explicaciones para nuestros horarios o nuestras actividades, que, por cierto, eran muchas! Yo también fui enteramente libre y respetada en mi albedrío. No fueron solo palabras altruistas en un acuerdo verbal de pareja, fueron nuestra realidad. Solo así concibo un vínculo tan íntimo. Y es también lo que espero y exijo del otro.

Acaba de llegar mi amiga Julia. Voy a preparar unos matecitos y a festejarla con pastel de naranja. Qué pena que no pueda invitarte a nuestro humilde festín.

Te abraza,

Laura.

 

Un día después:

 

Querida Concha:

Continúo la carta de ayer. A veces, en el pasado, pensé que las cosas podrían haber sido de otro modo con Daniel, mi marido, y con el resto de mi vida. Ahora, ya no. Estoy muy satisfecha de mis años. No volvería a tener diecisiete ni aunque me ofrecieran un breve fisgoneo por Sumeria (otra de mis tontadas). De joven fui temperamental, contestataria, transgresora. Me dolía demasiado este mundo de injusticias y no entendía qué estaba haciendo aquí. Esas rebeldías dieron muchos disgustos a mis mayores. Mi juventud transcurrió durante un tiempo difícil para todos. No son cosas para hablar por carta. Y tampoco que me interese recordar.

Para qué? Ya no me pertenecen ni la edad, ni aquella realidad de entonces. He soltado amarras. He dejado perderse en el horizonte mucho de mi ayer, buscando hacer espacio y dar oportunidad a las cosas nuevas que hoy deseo.

Mi segundo amor? Cuando el padre de mi hijo se fue, estuve varios años sola, eso ya te lo he contado. Un día conocí a un profesor de Literatura en la compañía de teatro aficionado donde ensayábamos
Muerte de un viajante,
y no sé bien qué me pasó, fue como un deslumbramiento. O, mejor dicho, fue como ver de nuevo. Me sentí viva, primaveral, con unas ganas locas de amar y ser amada. Era un tipo muy sexy, inteligente y con una gran sensibilidad. Descubrimos que teníamos muchas cosas en común y tuvimos un romance breve pero intenso y muy romántico. Podría decir también que fue el mejor amante que he tenido. Sin embargo, cursaba una profunda depresión y estaba obsesionado con el suicidio. Por ese tiempo él escribía una novela. Me regaló los primeros capítulos y me dijo también que no sabía hasta que me conoció que escribía acerca de mí. Todavía la conservo, su novela inconclusa, de la que soy el único lector. Él nunca me pidió nada, excepto que lo enseñara a recuperar la ternura. Y fue un requerimiento un tanto extraño, sobre todo porque venía de un hombre que bien podría definirse por su desencanto y un marcado cinismo hacia la vida. En términos literarios podría decir que era muy parecido a Juan Carlos Onetti. Y yo no iba a jugar a ser Idea Vilariño… Naturalmente, terminamos.

 

Una hora después:

 

Querida Laura:

Aquí me tienes entretenida en mil cosas. Me faltan horas. A veces pienso que debería descargarme de compromisos, pero cuando intento hacer una lista de prioridades, resulta que todas lo son. Cómo envidio la quietud de tu vida, que seas dueña de ti misma.

Qué hermosa la historia tuya con el profesor. No me has dicho si volviste a encontrarte con él. ¿Qué fue de él?

C.

 

Doce horas después:

 

Querida Concha:

¿Mi enamorado? Lo vi mucho tiempo después, desde un ómnibus. Gran decepción! Lo acompañaba una mujer grande, con un culo enorme, vulgar, siempre con una gran sonrisa boba. Y la verdad es que me sorprendió el contraste, porque él era alguien a quien le quedaban bien los superlativos. Caminaban separados, ella un poco rezagada. Él llevaba un perro gordo de una correa y estaba igual de guapo, aunque ya más maduro. Me dio un poco de pena, porque quería tener más hijos (su única hijita vivía en el extranjero con su madre) y terminó con aquel descomunal cachorro… A los dos años me llamó y tuvimos una cita. Descubrí, en sus prisas a la hora del desayuno, que lo único que quería era acostarse de nuevo conmigo aprovechando una ausencia de la giganta del perrazo. Un encuentro completamente olvidable. Ya era otro, ya no quedaba ni rastro de aquella intensidad que un día compartimos. De todos modos, le agradezco algo: cuando nos conocimos, me dio algo así como el beso que despertó a Blancanieves de su sueño hechizado. Después de varios años de soledad, por fin volvía a recobrar la ilusión. Me regaló también su libro de poemas, completamente inédito e ineditable, como decía en broma. La verdad es que son muy buenos. A uno de ellos le puse música, porque desde el momento en que lo leí supe que merecía ser una canción. Por cierto, un conocido artista la escuchó y quiso grabarla para un disco, pero no me atreví, a fin de cuentas era su «Cecilia» (el título del poema), y sé que él nunca me habría perdonado esa infidencia. Fin de la historia.

Ahora tengo que volver a la biblio. Hoy tenemos allá trabajos muy agradables: mostrársela a los niños de una guardería cercana. Llegarán de la mano por parejas y al final del recorrido los festejaremos con una merienda en la sala de lectura.

Te abraza,

Laura.

 

Un día después:

 

Querida Laura:

Me parece que te diviertes con tu trabajo. Esa es mi idea de la felicidad, si es que la felicidad es posible en este mundo. Te envidio por eso.

Yo tuve ayer una jornada ajetreada, porque tuve que acompañar a Emilio a la cena de cierre de un aburridísimo simposio de empresas multinacionales con intereses en la reconstrucción de Haití. Un cuarteto de cuerda de músicos del Este (de Europa) la amenizó con Mozart y Mahler. Me molestó un poco la perfecta indiferencia con que los asistentes los ignoraban, gente en el fondo zafia e inculta, y cómo la música se ahogaba entre el ruido de las conversaciones, las carcajadas y el fragor de la cubertería contra los platos.

Bajo ahora a ver qué quiere la cocinera. Le digo que prepare platos simples, pero se obstina en lucirse como si todavía estuviera en el restaurante.

Te abraza,

Concha.

PD: Me encantó tu historia de amor, aunque no llegara a buen puerto.

 

Un día después:

 

Querida Concha:

Mi historia de amor? Ya me dejó cansada, creo, porque no volví a enamorarme o por lo menos no me he vuelto a emparejar. Solamente tuve al principio algunos devaneos, casi siempre con chicas, y nada más, pero desde hace algo más de diez años solo he tenido intimidad con Julia, una intimidad física bastante satisfactoria, aunque a otro nivel no lo es tanto, porque nuestra relación es casi maternal (por mi parte) debido a su desvalimiento social.

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