Authors: Carmela Ribó
En tu carta venía implícito un discreto rechazo. Parece que no estás muy interesada en la posibilidad de que algún día podamos encontrarnos. Bueno, no me lo tomo a mal. Seguramente no podrías presentarme en sociedad con estas ropas del todo inadecuadas y esta manera llana de los gringos que se le pegó a la señorita porteña. Te produciría bochorno, caracola!
No me hagas mucho caso. Quizá sea también que la proximidad de la Navidad nos entristece. Qué sucede en estos días que también nos producen angustia? Estás así por la Navidad, que además de otras cosas más ingenuas y tiernas, a veces deprime? O estás pasando penas de otra índole? Quedamos en que abriríamos el corazón entre nosotras…
Solo una cosa más: no te sientas presionada por estas cartas. Ya sé que estás trabajando intensamente. No hay razón para esforzarse y contestar puntualmente los
mails,
porque arruinaríamos el placer de hacerlo cuando nos da la gana. (Y conste que no estoy diciendo que no me escribas! Me atengo a tus propias sugerencias porque estoy totalmente de acuerdo: seamos libres de contestar en el momento más oportuno y feliz para nosotras).
Seamos libres también para despedirnos. Un beso y un abrazo,
L.
Tres horas después:
¿Creías que te habías librado de tu amiga argentina por hoy? Gran error. Aquí estoy de nuevo.
Me preguntabas por mis consultas médicas. No es nada, caracola, es un control ginecológico. Hace exactamente diecinueve años que no saco una orden para ningún especialista, exceptuando el dentista, que es de una clase menos perniciosa que el resto. Es que yo ni siquiera me resfrío en el invierno. Cuando me vea hoy el ginecólogo, seguramente tendré que aguantar alguna reprimenda. Bueno, más bien tendrá que aguantarme él, si es que tiene la nefasta idea de sermonearme, porque soy muy arisca con los doctores y siempre que puedo les bajo el hacha, como decimos por aquí. Debe ser algo kármico! No obstante, Susan me hizo ver la pertinencia de un control. Y, por cierto, me ha insistido hasta el hartazgo, aunque yo sé que estoy perfectamente bien. En fin, que ahora tendré que armarme de un gran valor y admirable entereza, porque hay casi cinco grados y tengo que salir de doña Estufa, como dice Jennifer, abandonarla y dejar a mis gatos sin compañía para sus juegos.
Los gatitos. Apenas tienen dos meses y ya están incursionando en el dificultoso arte de treparse al tronco del arce noruego de la fronda trasera y después saltar cada vez desde una rama más alta. Me he reído mucho observándolos, con la misma distancia que su madre, que los vigila de un modo falsamente displicente. Ellos se mueven igual que los leones, con una suave ondulación llena de fuerza y equilibrio. Bien, habrás notado ya cuánto me gustan los gatos. Y en general, todos los animales, y hasta los insectos me gustan. Por cierto, a mí jamás me pican ni me importunan de ningún modo. Han de pensar que soy algo así como la Gran Araña Madre!
No sé si te conté que alguna vez tuve abejas, y cuando llegaba el tiempo de recolectar la miel, había que sacar los panales rezumantes de la colmena y siempre lo hice a mano limpia. Me arremangaba hasta el codo y lentamente retiraba los cuadros uno a uno, mientras ellas subían en enjambre por los brazos hasta cubrirlos enteramente. Jamás me picaron. A veces se enredaban en mi pelo y rezongaban un poco hasta que podían desembarazarse de mis rulos. Yo hacía como si nada, porque son muy sensibles y detectan de inmediato cualquier actitud amenazante. Daniel, en cambio, se tenía que vestir con el equipo completo: traje, guantes y hasta escafandra, porque las abejitas lo odiaban a más no poder y no perdían ocasión ni resquicio para clavarle las lancetas. Siempre he pensado en lo extraño de ese sacrificio, ellas pueden ser muy agresivas y algunas veces hasta mortales, pero cada picotazo implica un suicidio. Hace unos días, iba por la calle y vi una abeja reina moviéndose penosamente sobre el pavimento. La reina es más grande que dos abejas juntas. Seguramente las obreras estaban enjambrando para hacer una nueva colmena y vaya a saber por qué motivo la perdieron de vista. Fue algo raro, porque la reina suele estar protegida en el centro mismo del enjambre. Pobrecilla…
Voy a salir ahora. Luego sigo escribiéndote. Pensarás que soy una pesada prolija. Y tendrás razón!
L.
Un día después:
Querida Laura:
«Discreto rechazo»... No. Solo pensar en esa posibilidad me pone una dulce angustia en el corazón. Quizá algún día nos veamos, dejémoslo al azar de lo futurible. La verdad es que el hecho de que existas está iluminando rincones que creía definitivamente oscurecidos en mi vida, está hidratando ciertas ilusiones secas y yertas, que reverdecen. Ahora comprendo que teniendo tantas conocidas, con las que a veces he intercambiado confidencias, no he tenido una verdadera amiga hasta que has llegado tú. Al menos en mi vida de adulta. La infancia y primera juventud fueron otra cosa, más sinceras.
No puedo creer que los hombres (y las mujeres) de mi edad o de la tuya no te miren. Yo no me canso de tus fotos, esa luz de miel de tus ojos. La gente joven, que anda en los verdores del deseo, intuye mejor los abismos y los mundos que encierras, por lo que veo.
Ay, estos días estoy ocupadísima preparando las cenas, los hartazgos, más bien, de Nochebuena y de Nochevieja. La de Nochebuena se supone que debe ser una reunión familiar entrañable. Vendrán Borja y Vicky, mis niños, con sus respectivas parejas, me temo, y la madre de Emilio, una anciana maligna que me mira atravesada porque vivo bien a costa de su hijo (eso pregona a otras damas malignas de su círculo que, como es natural, me hacen llegar puntualmente sus palabras mediante amistades comunes).
Pensarás que vivo rodeada de serpientes. Llevas razón, así vivo. Una se acostumbra a todo.
Gracias por estar ahí. Un abrazo,
C.
Un día después:
Querida Concha:
Ya va siendo hora de que conozcamos nuevos detalles la una de la otra, sí? Nací un nueve de mayo. (Me dirás tu fecha también?). Mi madre me contó que tenía un color muy extraño en la piel, como un reflejo. Nunca lo entendí bien. Y los ojos tan grandes y abiertos como un «bicho de las parras». Así le decían en casa a esos gusanos puro ojos que se adhieren a los sarmientos y se comen las hojas de la vid. Qué poco vuelo en las comparaciones! Aunque hay que reconocer que ella contaba estas cosas con inusual ternura. Ahora que lo pienso, es probable que no fuera una beba muy hermosa, aunque sí algo extraña. Mamá tampoco solía hacer apreciaciones de orden estético.
Cuando crecí, quizá a los tres o cuatro años, ya tenía algunas convicciones. Todos los días al levantarme me vestía con mis vestiditos de paseo, esos que las madres reservan para las ocasiones especiales. Mamá ya estaba harta de explicarme que no eran para todos los días. Hasta que un día me preguntó: «Laura, por qué hacés eso?» Y yo le dije (ella me lo contaba porque yo lo había olvidado): «Es porque soy una princesa, y dónde está mi coronita?». Nunca pudo convencerme del todo de mis orígenes plebeyos!
Diez minutos después:
Estoy aquí, junto a mi
computer.
Así que querías ser una princesa. Una princesa inca o azteca debo suponer.
Dos minutos después:
Estabas ahí? Hola de nuevo. Te sigo contando: Buenos Aires queda muy lejos ahora. Estoy trasplantada y firmemente arraigada en territorio gringo, así que aquí preferiría ser Pocahontas, que en lengua algonquina viene a ser «pequeña silenciosa». Ya lo sé. Es un apelativo enteramente inadecuado para aludir a esta india parlanchina, pero lo acepto por la sonoridad del nombre y porque desde niña me conmovió la historia de la indiecita que salvó al colono John Smith cuando iban a inmolarlo sobre la piedra de los sacrificios. Tu turno.
Dos minutos después:
Enternecedor. Pocahontas, princesa india. Ya estoy envidiando la suerte del John Smith ese.
Me llaman de abajo. Los equipajes están listos. Pasaremos estos días, hasta Nochevieja, en Baqueira Beret. Echaré de menos tus
mails.
Un beso.
C.
Cinco días después:
Ya estoy de regreso, Lauri. No te aburriré con el recuento de los aburrimientos de la estación de esquí. No he salido apenas. Permanecí en mi habitación haciendo solitarios (con los naipes, no seas mal pensada), viendo la tele, leyendo revistas insulsas y compadeciéndome de mí, mientras Emilio y los chicos retozaban en las pistas. Un día tuvo que ir al pueblo vecino a una reunión, o sea, no puede pasar tres días sin ver a la amante. No es que me importe. Me duele más que me tome por tonta.
Esta noche, Nochevieja. Gente en casa, ya sabes. Comida y bebida para veinte invitados. Se acabó la paz. Ya me requieren de nuevo. ¡Qué hartita estoy de ser tan imprescindible! Un beso.
Seis horas después:
Dear
Conchita:
De nuevo en casa? Ay, mi corazón se remonta como un gavilán. No sabes cómo te he echado de menos. Por aquí han sido días monótonos, con la nieve en la puerta que hay que palear cada mañana (lo hace un chico vecino por unos dólares). No me acostumbro a estas fiestas del hemisferio norte, porque allá en el sur, en las Navidades de mi infancia era verano y a veces recibíamos el nuevo año en la playa, bañándonos a la luz de la luna. Bueno, eso ya no volverá. Ahora estoy en Brooklyn y a mi puerta hay medio metro de nieve que brilla a la luz amarillenta de las farolas.
En la calle hay jolgorio, en el cielo fuegos artificiales, en el corazón un cierto vacío, porque en estos días he abierto tres veces el
mail
con la esperanza de encontrar algo tuyo si habías conseguido zafarte de nuevo, pero el buzón permanecía obstinadamente vacío. Supongo que estarás atareadísima con tanta gente en casa. Comienzan a llegar las amigas. Luego sigo.
Hola, aquí me tienes de vuelta, en el refugio del Santuario. Por aquí reina la paz. Hemos cenado asado de ternera (solo Julia, que traía un
tupperware
termo, yo me he atenido a mi ensalada de papas, huevo y mayonesa y pan dulce), hemos rememorado viejas navidades, nos hemos puesto melancólicas, alguna ha soltado una lagrimita y hemos brindado con licor.
Entré al Santuario un momento y Julia se vino detrás, cerró la puerta y me abrazó en lágrimas. Ay, qué desgraciada y desvalida está, por su mala cabeza! La consolé y le dije que debe recomponerse y que solo seremos amigas, pero yo seré su mejor amiga y la aconsejaré como hice siempre cuando había algo más entre nosotras. Eso la consoló un poco, y me permitió regresar al salón donde las otras brujas nos recibieron con sonrisas malvadas, como si viniésemos de hacer algo. Les hice una cara de regañina, a ver si el niño (Thomas, el hijito de Claudia) va a adivinar lo mal pensadas que sois. Bueno, regresaron las risas y los brindis.
Se terminó la paz. Me reclaman. Ahora conectaremos la tele (si es que aún funciona) para ver descender la esfera de cristal de Times Square, cantaremos el «Auld Lang Syne» de Burns y nos iremos a la cama un poquito borrachas, porque Susan trajo una botella de
fernet
(un licor muy porteño) y creo que se nos ha ido un poco la mano con él. Está, mejor digo, estamos un poco borrachas. Bueno, como decís vosotros, un día es un día.
Espero que mañana me cuentes lo que comisteis vosotros en la madre patria, pero, si de casualidad tomaron algo con bigotes o coleteando en el plato, mejor será que me lo ahorres! Tengo que dejarte, amiguita. Las chicas me reclaman.
Happy New Year
. Que 2015 te traiga felicidad y un poco de reposo en tu ajetreada vida.
Un gran beso de Año Nuevo.
Lauri.
Una hora después:
Me he despistado un momento del jolgorio de abajo para ver si había un
mail
tuyo. ¡Ay, cómo envidio a esas amigas, y en especial a Julia, que seguramente dormirá esta noche abrazada a ti!
Me siento más sola que nunca. Solo tú me acompañas, princesa india. ¿Todavía no adviertes que te quiero?
C.
Tres minutos después:
Hola, Conchita, estoy aquí. Yo también te quiero. Un beso de Año Nuevo.
Lauri.
Un minuto después:
El mío no era un beso de Año Nuevo. Era un beso de Nueva Era, un beso inaugural, un primer beso suave y apasionado.
C.
Un minuto después:
Acabo de leer el
mail
del beso.
Reclamo explicaciones! (O sea, una más detallada explicación).
L.
Un minuto después:
No es amor amistoso el que me inspiras. Te quiero como una mujer quiere a una mujer, como te quiere Julia. El beso ha sido un arrebato, pero ya está en tus labios. Un beso arrebatado, no muy largo.
Y los besos, en lo sucesivo, si tú no me rechazas, serán en la boca.
C.
Un minuto después:
No sé qué decir. Puedo telefonearte?
L.
Un minuto después:
¿Estás sola?
C.
Un minuto después:
Lo estoy. Hace rato que se fueron Julia y las otras.