Norman fue a esperarla a la estación Victoria y hablaron de los recientes sucesos.
Se había dado escasa importancia al suicidio. En los periódicos apareció una breve noticia dando cuenta del suicidio de una tal señora Richards, canadiense, en el expreso París-Boulogne. Y nada más. No se había mencionado ninguna relación con el asesinato en el avión.
Tanto Norman como Jane tenían el ánimo predispuesto al optimismo. Confiaban ciegamente en que todas sus inquietudes habrían terminado muy pronto. Aunque Norman no era tan entusiasta como Jane.
—Si sospechan que ella mató a su madre, ahora, tras el suicidio, probablemente no se molestarán en proseguir con el caso, y si no se cierra oficialmente, no sé qué va a ser de unos pobres diablos como nosotros. Para la opinión pública, seguiremos envueltos en sospechas como hasta ahora.
Y eso mismo le dijo a Poirot cuando lo encontró en Piccadilly unos días después.
Poirot sonrió.
—Es usted como todos. Me toman por un viejo chocho, incapaz de realizar nada de provecho. Oiga: ¿Por qué no viene a cenar esta noche conmigo? Vendrá Japp y también nuestro amigo el señor Clancy. Voy a hablar de cosas que pueden interesarle.
La cena transcurrió agradablemente. Japp estaba de buen humor y adoptó un aire protector. Norman se mostraba interesado. El señor Clancy estaba tan excitado como cuando identificó el dardo fatal.
Nadie hubiera dicho que Poirot trataba abiertamente de impresionar al escritor.
Después de la cena, tomado el café, Poirot se aclaró la garganta con cierto embarazo, aunque tampoco restase importancia al momento.
—Amigos míos —empezó diciendo—, el señor Clancy me ha expresado su interés por conocer lo que él llamaría mis métodos, Watson.
C'est ça, n'est-ce-pas?
Propongo, si no tiene que resultarles pesado... —hizo una pausa significativa, pero Norman y Japp se apresuraron a decir que no, que sería muy interesante—, darles un resumen de los métodos que he seguido en mis investigaciones en este caso.
Guardó silencio para consultar sus notas. Japp murmuró al oído de Norman:
—Se traga sus propias fantasías, ¿verdad? Pues no es vanidoso ni nada, este hombrecillo.
Poirot le dirigió una mirada de reproche al tiempo que se aclaraba la garganta:
—¡Ejem!
Tres rostros se volvieron cortésmente hacia él.
—Empezaré por el principio, amigos míos. Me situaré en el avión Prometheus el día del fatídico viaje París-Croydon. Les expondré las impresiones que recibí aquel día y las ideas que me sugirieron, pasando luego a explicarles si se confirmaron o no en virtud de futuras observaciones.
»Poco antes de llegar a Croydon, el camarero se acercó al doctor Bryant, y este le siguió para examinar el cadáver. Yo les acompañé, presintiendo que tal vez aquello pudiera interesarme personalmente. Quizá tenga yo un punto de vista excesivamente profesional, cuando se trata de asesinatos. Esos casos los divido en dos clases: los que me interesan y los que no. Y aunque estos últimos son infinitamente más numerosos, siempre que me hallo ante la víctima de un crimen me siento como un perro olfateando el aire.
»El doctor Bryant confirmó el temor del camarero respecto a la defunción de la viajera. Claro que, respecto a la causa de la muerte, no podía emitir su juicio sin examinar atentamente el cadáver. Y entonces fue cuando monsieur Jean Dupont sugirió que la muerte pudo producirse por un shock causado por la picadura de una avispa y, en apoyo de su hipótesis, nos mostró el insecto que acababa de matar.
»Era una conjetura que, por no carecer de fundamento, parecía muy aceptable. Podía verse la señal en el cuello de la difunta, señal muy semejante a la que deja el aguijón de una avispa y, además, estaba el hecho innegable de la presencia del insecto en el avión.
»Pero yo tuve la fortuna de descubrir en el suelo lo que a primera vista hubiera podido tomarse por otra avispa muerta, pero que en realidad era un dardo con un copito de seda amarilla y negra.
»Fue entonces cuando se acercó el señor Clancy y afirmó que aquello era un dardo como los que algunas tribus lanzan con cerbatana. Luego, como ustedes ya saben, se descubrió este artilugio.
»Cuando llegamos a Croydon, las ideas bullían en mi cerebro. Una vez que me vi en tierra, mi cerebro empezó a funcionar con su acostumbrada claridad.
—Siga, monsieur Poirot —sonrió Japp—. Prescinda de cualquier falsa modestia.
Poirot reanudó su discurso tras dirigirle una mirada.
—Una idea predominaba en mi cabeza (como a todos los demás), y era la audacia de un crimen cometido de aquel modo, y el hecho sorprendente de que nadie lo hubiera advertido.
»Otros dos puntos me interesaban además. Uno era la oportuna presencia de la avispa. El otro, el hallazgo de la cerbatana. Como tuve ocasión de hacer observar a mi amigo Japp, ¿por qué diablos no se desprendió de ella el asesino arrojándola por el hueco de la ventilación? El dardo por sí solo hubiera sido difícil de identificar, pero una cerbatana, que además conservaba aún vestigios de su etiqueta, ya era otra cosa.
»¿Cuál era la explicación? Obviamente que el asesino deseaba que se encontrase la cerbatana.
»Pero ¿por qué? Solo hay una respuesta lógica. Si se encontraba un dardo envenenado y una cerbatana, se supondría que el asesinato había sido cometido con un dardo disparado con ese chisme. Por consiguiente, el crimen no se había cometido de aquel modo.
»Por otra parte, como había de demostrar el análisis, la muerte la causó el veneno del dardo. Esto abrió mis ojos y me dio que pensar. ¿Cuál era la manera más segura de clavar un dardo en la yugular? Y la respuesta no ofrece dudas: con la mano.
»Inmediatamente se vio la necesidad de que se encontrara la cerbatana. Ésta sugería inevitablemente la idea de distancia. Si mis deducciones no eran erróneas, la persona que mató a Giselle se le acercó muy decidida y se inclinó sobre ella para matarla.
»¿Alguien pudo hacer algo así? Sí, dos personas. Los dos camareros pudieron acercarse a madame Giselle e inclinarse sobre ella sin que nadie notara nada anormal.
»¿Pudo hacer eso alguien más?
»Les diré que pudo hacerlo el señor Clancy. Era el único viajero que había pasado por detrás del asiento de madame Giselle, y recuerdo que fue el primero en llamar la atención sobre lo de la cerbatana y el dardo envenenado.
El señor Clancy se levantó de un brinco.
—¡Protesto! —exclamó—. ¡Protesto! ¡Esto es una infamia!
—Siéntese —le ordenó Poirot—. Aún no he terminado. Quiero exponerles paso a paso cómo llegué a mis conclusiones.
»Yo tenía ya tres presuntos autores del crimen: Mitchell, Davis y el señor Clancy. Ninguno de los tres me parecía un asesino, pero quedaba mucho camino por delante.
»Recapacité luego sobre las posibilidades que ofrecía la avispa. ¡Qué interesante era esa avispa! En primer lugar, nadie se había fijado en ella hasta que se sirvió el café. Esta circunstancia era ya muy curiosa. En mi opinión, el asesino se propuso dar al mundo dos soluciones distintas de la tragedia. Según la primera y más sencilla, madame Giselle sufrió una picadura de avispa y sucumbió a un infarto. El éxito de esta solución dependía de que el asesino pudiera recoger el dardo. Japp convino conmigo en que esto podía hacerse fácilmente, en tanto nadie sospechara que sucedía algo irregular. Además, yo no tenía la menor duda de que habían cambiado el color original de la seda para simular la apariencia de una avispa.
»El asesino, pues, se acercó a su víctima, le clavó el dardo ¡y dejó en libertad la avispa! El veneno es tan activo que produce la muerte al instante. Si Giselle gritara, con el ruido del motor nadie la oiría. Pero, para el caso de que alguien la oyese, ya estaba zumbando la avispa por el avión para justificar el grito. El insecto, se diría, había picado a la pobre mujer.
»Ese era, como digo, el plan número uno. Pero suponiendo, como realmente ocurrió, que se descubriera el dardo envenenado antes de que el criminal pudiera recogerlo, la situación del asesino sería muy comprometida. La muerte natural sería inaceptable. En vez de arrojar la cerbatana por el hueco de la ventilación, habría que esconderla donde se la pudiera encontrar cuando se registrase el avión y, enseguida, surgiría la idea de que aquella era el arma del crimen. La atmósfera adecuada para un disparo a distancia estaba creada y, cuando se encontrara la cerbatana, se encaminarían las sospechas en una determinada dirección.
»Ya tengo, pues, mi teoría del crimen, y mis sospechas contra tres personas, que pueden extenderse a una cuarta:
»Monsieur Jean Dupont, que atribuyó la muerte a una picadura de avispa, era quien se sentaba más cerca de Giselle y podía levantarse sin que nadie se fijase. Pero, por otra parte, no me atrevía a admitir que se hubiera arriesgado tanto. Concentré mis pensamientos en el problema de la avispa. Si el asesino llevaba encima una avispa para soltarla en el momento psicológico, debió traerla encerrada en una cajita o algo por el estilo.
»De aquí mi interés por saber lo que llevaban los pasajeros en sus bolsillos y en su equipaje.
»Y he aquí que llegué a un resultado totalmente inesperado. Encontré lo que buscaba, pero no en la persona que esperaba. En el bolsillo del señor Norman Gale había una cajita de cerillas vacía. Pero, según todos declaraban, el señor Gale no se había acercado a la cola del avión. Solo fue al servicio y volvió luego a su sitio.
»Y, a pesar de todo, aunque parezca imposible, había una manera por la que el señor Gale hubiera podido cometer el crimen, como mostraba el contenido de su maletín.
—¿Mi maletín? —preguntó Norman Gale entre alegre y sorprendido—. Ni yo mismo recuerdo las cosas que llevaba.
Poirot le dirigió una amable sonrisa.
—Espere un poco. Ya hablaremos de eso. Ahora estoy exponiendo mis primeras impresiones. Como iba diciendo, cuatro eran las personas que podían haber cometido el crimen desde el punto de vista de las posibilidades: los dos camareros, Clancy y Gale. Luego estudié el caso desde otro ángulo: el del motivo. Si el motivo coincidía con la posibilidad, tendría al asesino. ¡Pero, ay, no llegué a un resultado satisfactorio! Mi amigo Japp me acusó de complicar las cosas, pero les confieso que en la investigación del motivo procedí de la manera más sencilla del mundo. ¿A quién aprovecharía la desaparición de madame Giselle? Desde luego a su hija, ya que ella heredaría una fortuna. Había otras personas que estaban en poder de madame Giselle, o así lo parecía, por lo que sabíamos. Fue un trabajo de eliminación. Solo uno de los pasajeros del avión se hallaba complicado en los negocios de Giselle, y ese pasajero era lady Horbury.
»Lady Horbury tenía evidentes motivos para desear la muerte de Giselle. La noche anterior la había visitado en París. Se hallaba en una situación apurada y tenía un amigo, un joven actor, que podía muy bien ser el norteamericano que compró una cerbatana y sobornó al empleado de la compañía aérea para obligar a Giselle a tomar el vuelo de las doce.
»El problema se desdoblaba en dos. No veía yo la posibilidad de que lady Horbury hubiese cometido el crimen, ni el motivo que pudieran tener los camareros, ni el señor Clancy y el señor Gale para cometerlo.
»Pero siempre, en el fondo de mi mente, bullía el problema que me ofrecía la hija y heredera, aún desconocida, de Giselle. ¿Estaba casado alguno de mis cuatro sospechosos y, en ese caso, podía ser su esposa Anne Morisot? Si su padre era inglés, ella debió criarse en Inglaterra. Pronto descarté a la mujer de Mitchell, que era un tipo clásico de Dorset. Davis tenía relaciones con una muchacha cuyos padres viven. El señor Clancy era soltero. El señor Gale estaba evidentemente enamorado de la señorita Jane Grey.
»Debo decir que examiné cuidadosamente los antecedentes de la señorita Grey, sabiendo por ella, por lo que dijo en el transcurso de unas charlas, que se crió en un orfanato cerca de Dublín. Pero pronto me convencí de que la señorita Grey no era la hija de Giselle.
»Confeccioné un cuadro con los resultados obtenidos. Los camareros ni ganaban ni perdían con la muerte de madame Giselle, dejando aparte el evidente shock que sufrió Mitchell. El señor Clancy planeaba una novela inspirada en ese asunto, y esperaba ganar algún dinero con ella. El señor Gale perdía la clientela. Poco adelantaba con esto en mis investigaciones.
»Y, no obstante, estaba convencido de que el señor Gale era el asesino, por la caja de cerillas vacía y por el contenido de su maletín. Aparentemente, en vez de ganar algo con la muerte de Giselle, había salido perdiendo, pero las apariencias pueden engañar.
»Decidí cultivar su amistad. Sé por experiencia que cualquiera que hable mucho tiende a delatarse antes o después. Todos acaban por hablar de sí mismos.
»Procuré ganarme la confianza del señor Gale. Fingí fiarme de él y hasta solicité su ayuda para hacer un falso chantaje a lady Horbury. Y entonces fue cuando cometió su primera equivocación.
»Le propuse que se caracterizase un poco y se dispuso a representar su papel como un ridículo mamarracho. Aquello fue una farsa. Nadie, estoy seguro, hubiera representado el papel tan mal como él se proponía hacerlo. ¿Qué razón tenía para aquello? Pues que, sabiéndose culpable, temía manifestarse como un buen actor. Pero cuando yo enmendé su exagerado disfraz, quedó de manifiesto su habilidad artística. Representó su papel a las mil maravillas y lady Horbury no le reconoció. Entonces me convencí de que podía haberse presentado en París como un norteamericano y de que en el Prometheus podía haber representado también su papel.
»Y empezó a preocuparme seriamente mademoiselle Grey. O estaba complicada en el asunto o era inocente y, en este caso, se convertiría en víctima, ya que un buen día podía despertar como esposa de un asesino. Para impedir un matrimonio lamentable, me llevé a mademoiselle conmigo a París en calidad de secretaria.
»Y, mientras estábamos allí, se presentó la desconocida heredera a reclamar la fortuna. Me intrigó en ella una semejanza que no podía concretar. Hasta que al fin la identifiqué, aunque demasiado tarde.
»El hecho de que se encontrara en el avión y de que hubiera mentido al respecto, desbarataba todas mis teorías. Ella era, sin ningún género de dudas, la culpable que buscábamos.
»Pero si era culpable, tenía un cómplice en el hombre que compró la cerbatana y sobornó a Jules Perrot.
»¿Quién era ese hombre? ¿Su marido?