Los alcanzaron otros tres disparos, uno de los cuales dio en la portezuela delantera del pasajero sin causar ningún daño. Los tiradores de precisión debían de estar utilizando miras telescópicas nocturnas.
—¿Y si probáramos a huir a pie? —le gritó Bond a Smolin sobre el trasfondo de los disparos.
—A pie nos atraparían en seguida. Por este lado había una brecha… con mucha maleza, pero no convenientemente cerrada —Smolin no perdió la calma cuando otra bala disparada desde arriba pasó rebotando por su lado—. Es nuestra única posibilidad.
Avanzó con los faros apagados, inclinándose hacia adelante para ver en la oscuridad mientras el motor gemía a causa del esfuerzo.
—¡Aquí está! —gritó con aire triunfal—. Ahora, rezad.
El automóvil aminoró la marcha mientras él frenaba para bajar. Cuando viró a la derecha, las ruedas protestaron y la parte de atrás experimentó una fuerte sacudida.
—¿Acaso ha participado usted alguna vez en un rally? —preguntó Bond en tono burlón para distraer a las chicas de aquella alarmante experiencia.
—¡Pues, no! —contestó Smolin, soltando una carcajada—. Pero he seguido el curso del GRU… ¡Esto es…!
Parecía que estuvieran chocando contra una impenetrable barrera de árboles.
—¡Siga adelante! —gritó Bond.
Se produjo un violento choque y un rumor chirriante cuando la parte inferior del automóvil rozó las raíces de los arbustos y la maleza, y se oyó el susurro de las ramas y el follaje, que se separaban al paso del vehículo, el cual no se detuvo aunque se vio obligado a aminorar la velocidad. De repente, tropezaron con una alambrada de púas de unos dos metros de altura.
Smolin aceleró y se lanzó contra ella. Esta vez, la sacudida fue mucho más dramática. Smolin y Heather se golpearon contra el parabrisas mientras que Bond se vio lanzado contra la parte posterior del asiento de Smolin. Ebbie salió mejor librada porque se quedó tendida en el suelo. Bond profirió un ahogado grito de dolor al recibir un golpe en el brazo herido.
—¿James? —dijo Ebbie—. ¿Se ha hecho…? ¡Ay! —gritó, cuando la sacudida la arrojó hacia atrás.
Al poco rato, el vehículo se detuvo a causa de los alambres que se habían enredado en sus ruedas. Smolin abrió como pudo la portezuela y gritó:
—¡Salid si podéis!
Bond trató de abrir su portezuela, pero los alambres se lo impidieron y tuvo que salir por la de Smolin. Una vez fuera, ambos hombres intentaron retirar los alambres con las manos. Las púas les produjeron unos profundos cortes de los que empezó a manar sangre mientras ambos soltaban maldiciones en sus respectivos idiomas. Poco a poco, consiguieron librar el vehículo de los tentáculos que lo atenazaban.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Bond, respirando afanosamente.
—Tenemos que dejar éste cacharro y buscar otro —contestó Smolin, agachándose para esquivar una espiral de alambre que se había soltado de golpe, pasando a escasos centímetros de su rostro.
—¿Dónde?
—Tengo un magnífico Land Rover Vitesse oculto en lugar secreto.
—Muy bien —dijo Bond, tirando de un alambre que se había enredado en el guardabarros posterior—. Desde luego, tiene usted el país en sus manos, Maxim, con automóviles ocultos y rutas secretas de entrada y salida.
—No sólo yo —contestó Smolin mientras ambos subían de nuevo al automóvil—. Estoy seguro de que Chernov tiene otros medios de transporte aquí cerca. Pronto tendremos que pasar otra vez por baquetas.
Smolin giró la llave de encendido y el motor carraspeó y se apagó varias veces. Al fin, se puso en marcha. Como si nada hubiera ocurrido, el coronel se dirigió hacia la carretera con los faros apagados y giró a la izquierda en dirección a la carretera Dublín-Wicklow.
—Primero, saldrán en nuestra persecución con el Mercedes, y después entrarán en acción otros dos equipos —dijo Smolin—, pero el cambio de automóviles los despistará. Éste era un as que me guardaba en la manga. Nadie sabe que lo tengo. Lo hice yo solo.
—¿Está muy lejos? —preguntó Bond.
Necesitaba un teléfono.
—Quince minutos en línea recta, tal como suelen volar los cuervos. Pero, ¿se ha dado usted cuenta de que en éste país los cuervos no vuelan? Siempre se los ve por el suelo.
Recorrían a gran velocidad unos carriles llenos de curvas dobles, flanqueados por setos de arbustos. En la semioscuridad del interior del vehículo, Ebbie deslizó la mano en la de Bond e inmediatamente la retiró al ver la sangre que manaba de los numerosos cortes y heridas.
Sin una palabra, se levantó la falda, y dejó al descubierto una generosa porción de blanco muslo, tras lo cual trató de desgarrarse las bragas. Cuando consiguió un buen trozo de seda, se lo puso en la boca y lo mordió para romperlo en dos mitades que luego utilizó para vendar las dos manos de Bond.
—Pobrecillo —dijo, inclinándose para besarle primero los dedos de una mano y después de la otra.
—No creo que nadie me haya besado jamás las manos de esta manera —musitó Bond—. Gracias, Ebbie.
—Espero que la vacuna antitetánica aún no haya agotado su efecto —contestó Ebbie, rompiendo el hechizo.
Tras recorrer unos cuatro kilómetros, giraron bruscamente para adentrarse en un angosto camino que conducía a la espesura de un bosque. Ya había anochecido por completo y los árboles iluminados por los faros delanteros del vehículo parecían de color gris. A cada cien metros, se podían ver montones de troncos sobre plataformas de madera. Un kilómetro más allá, penetraron en un camino que conducía directamente al interior del bosque. Un letrero proclamaba con toda claridad: PROHIBIDO EL PASO A LOS VEHÍCULOS DE MOTOR. SÓLO PEATONES.
—¿Ha visto eso, Maxim? —preguntó Bond.
—Estamos en Irlanda, James. Estos letreros no quieren decir lo que dicen. En cualquier caso, pensé que una zona libre de vehículos sería el mejor lugar para esconder un automóvil.
—¿Eso también se lo enseñó el GRU?
—Supongo que sí. Pero estoy seguro de que, a pesar de toda su astucia, los chicos de Chernov buscaran el BMW y no éste cacharro que tengo aquí.
Smolin avanzó casi rozando los troncos de los abetos hasta que los faros delanteros del vehículo iluminaron un montículo de ramas en el centro de un pequeño claro.
—Bueno, todo el mundo fuera. Vamos a destapar el nuevo automóvil y a cubrir el viejo con las ramas. Yo tengo que echar un vistazo a los mapas.
En unos diez minutos, sacaron a la luz un polvoriento Rover Vitesse completamente nuevo y cubrieron el BMW con las ramas. Smolin se apartó unos pasos del Rover, excavó en el suelo cubierto de musgo y sacó un paquetito que contenía dos juegos de llaves. De pie a su lado, Bond le dijo en voz baja:
—Mande a las chicas que suban al automóvil, Maxim. Tenemos que hablar.
Smolin asintió e hizo sentar a Heather delante y a Ebbie detrás. Después, regresó junto a Bond, a cierta distancia del Rover donde las chicas no podían oírles.
—Ante todo —dijo Bond—, cuando estaba usted en Berlín, ¿tenía un socio llamado Mischa? Porque, en caso negativo, Maxim, será mejor que vele por su dama.
—Sí —contestó Smolin, asintiendo—, Mischa andaba por allí, pero era un infiltrado del KGB. Debe usted saber, James, que las relaciones entre el KGB y el GRU nunca pueden ser sinceras. Siempre recelamos los unos de los otros. Usted pregunta por él porque es uno de los componentes del equipo asesino de Chernov. Estaba en Londres, ¿no es cierto?
—Exacto. Consideremos los planes futuros. Yo confío bastante en usted, Maxim, pero necesito saber lo que nos llevamos entre manos. Usted ha dicho que les arrojaremos un cebo para que nos sigan la pista y que después nos iremos al oeste, hacia Cork.
—Usted tiene contactos especiales, James —dijo Smolin, sonriendo en la oscuridad—. Yo también. Tengo a dos personas en Skibbereen. Disponen de una avioneta. De noche, podemos volar muy bajo. De este modo, no nos detectarán y podremos aterrizar sin que nadie se entere en un campo del bellísimo condado de Devon. Lo he hecho ya varias veces.
Bond sabía que la operación era factible. ¿Acaso la Rama Especial y «Cinco» no llevaban varios años sospechando la entrada ilegal de avionetas en el país? No habían conseguido establecer en qué lugar, pero sabían que los chicos del norte utilizaban dicho medio y que otros intrusos hacían lo mismo.
—De acuerdo. Chernov quiere atraparnos a todos, a nosotros, a las chicas y, probablemente, también a Jungla y Dietrich. Si ahora nos dirigimos a Skibbereen por carretera, no llegaremos hasta la madrugada. Eso significa que tendremos que permanecer ocultos cerca de nuestro punto de partida, lo cual no es muy aconsejable que digamos. Todos necesitamos descansar un poco. Además, tengo que hacer otras cosas…, los teléfonos del castillo. ¿Me sigue? —Smolin asintió—. ¿Por qué no recorremos parte del camino esta noche? —Bond consultó su reloj—. Ahora son las ocho y media. Podríamos estar en Kilkenny sobre las diez, quedarnos a pasar la noche allí y reanudar el viaje a última hora de la tarde. Supongo que podrá usted ponerse en contacto telefónico con su gente. ¿Los tiene protegidos?
—¿Protegidos en qué sentido?
—De los manejos del KGB.
—El KGB no puede conocerlos. Son míos. Es la primera vez que utilizo gente para mí solo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. No buscarán un Rover negro, pero andarán tras la pista de cuatro personas. Cuando estemos en la carretera, podríamos telefonear por adelantado y reservar habitaciones en dos hoteles distintos. Podría dejarnos a Ebbie y a mí cerca de uno de ellos e irse con el automóvil al otro. Tendríamos una cita para la mañana siguiente.
—Me parece muy bien. Tengo dos maletas en el portaequipajes. Nada de lo que hay dentro le irá bien, pero servirá para producir una buena impresión. Las chicas podrán comprarse algo en Kilkenny mañana por la mañana, siempre y cuando tengan cuidado. Ebbie lleva alguna ropa en su bolso de bandolera y puede que no necesite nada.
—¿Qué clase de documentación lleva usted, Maxim?
—Un pasaporte británico, un permiso de conducir internacional y varias tarjetas de crédito.
—¿Son de confianza?
—Las mejores falsificaciones que jamás hayan salido de la calle Knamensky. Me llamo Palmerston. Henry J. Temple Palmerston. ¿Le gusta?
—Me encanta —contestó Bond en tono sarcástico—. Pero tendrá que rezar para que ningún oficial del control de pasaportes sea un experto en política del siglo diecinueve.
—Muy cierto —dijo Smolin, sonriendo en la oscuridad—. Generalmente, son personas que tienen otros intereses: aeromodelismo, trenes eléctricos, novelas de Dick Francis y Wilbur Smith. Pocos se especializan en la obra literaria de prestigiosos autores como Margaret Drabble o Kingsley Amis. Efectuamos una pequeña encuesta por correspondencia. Preguntas sencillas, pero significativas. El ochenta y cinco por cierto rellenó nuestros formularios. Dijimos que eran para un estudio de mercado y ofrecimos un premio de cinco mil libras esterlinas. Lo ganó un funcionario del aeropuerto de Heathrow y los demás recibieron premios de consolación: radiotransmisores, plumas, diarios, ya sabe.
Bond exhaló un suspiro. A veces, los soviéticos se esmeraban mucho en su trabajo.
—Bueno, pues, míster Palmerston, ¿no cree que ya deberíamos ponernos en camino?
—Como usted diga, míster Boldman.
Acordaron que Smolin y Heather se alojarían, no en Kilkenny, sino en el Clonmel Arms Hotel, a unos treinta minutos por carretera. Bond y Ebbie reservaron habitación en el Hotel Newpark, de Kilkenny, cerca del famoso castillo. En opinión de Smolin, era mejor que se alojaran por separado. Por suerte, encontraron una cabina telefónica blanca y verde todavía no destrozada por los gamberros, a los quince minutos de haber salido del bosque, e hicieron las reservas desde allí.
—Usted se acuesta en la cama —le dijo Bond a Ebbie, sentados ambos en la parte trasera del vehículo—, y yo permaneceré despierto, montando guardia.
—Ya veremos —contestó Ebbie, deslizando una mano en la de James—. Ya sé que es usted un caballero. Pero, a lo mejor, yo no quiero un caballero.
—Un caballero que tiene ciertos deberes profesionales que cumplir —replicó Bond sin perder la compostura.
—Es muy posible que estos deberes sean de mi agrado. Estoy segura de que es usted muy profesional en todo lo que hace.
Smolin y Bond se inventaron una clave muy sencilla para efectuar sus contactos telefónicos. Poco antes de las diez, llegaron a Kilkenny. Smolin pasó por delante del Hotel Newpark y se detuvo unos cien metros más allá. Descendió, abrió el portaequipajes y sacó una bolsa de viaje negra que le entregó a Bond.
—Aquí dentro hay unas prendas de vestir mías, una maquinilla de afeitar y un cepillo de dientes —dijo sonriendo.
Ebbie tenía un bolso de bandolera que llevó consigo cuando abandonó el castillo de Ashford para dirigirse a su pretendido refugio. En su calidad de míster Boldman y esposa, ella y Bond fueron amablemente recibidos en el hotel. El recepcionista les dijo que el restaurante estaba cerrado, pero que el
chef
«podría prepararles lo que quisieran».
Bond descubrió de repente que estaba muerto de hambre.
Ebbie dijo muy remilgada:
—Bueno, pues, un pequeño refrigerio tal vez. Un bistec con unas patatitas y una ensalada; después, un poco de crema o un postre de chocolate… Y un café, pan y un poco de vino, ¿eh?
—Lo que usted quiera, señora —contestó el recepcionista sonriendo—. Lo que usted quiera siempre que sea escalopa a la Holstein, patatas fritas, ensalada y macedonia de frutas.
—Me parece muy bien —se apresuró a decir Ebbie.
Bond comprendió que la chica también estaba hambrienta. Asintió con la cabeza y eligió un borgoña blanco de incierta cosecha y denominación. Ebbie pidió unas vendas y un desinfectante.
—Tuvimos un pequeño percance con el automóvil, y mi marido se ha quemado las manos.
En conjunto, pensó Bond, miss Ebbie Heritage era un tesoro. Pero, por muy tesoro que fuera, lo primero que hizo al llegar a la habitación, cómoda aunque poco original, fue buscar el teléfono. La falta de originalidad no le sorprendía, porque el vestíbulo del hotel estaba decorado estilo de adobe con clara influencia española.
—Tengo que curarle estas manos —dijo Ebbie en tono suplicante—, y además, nos van a subir la comida de un momento a otro, James.
Bond le hizo señas de que se callara, acercó una mano al botón superior de su chaqueta Oscar Jacobson y, con el dedo pulgar, arrancó una tira de plástico gris de unos dos centímetros y medio de longitud y un centímetro de anchura. Pidió línea y marcó el número del Castillo de las Tres Hermanas que se había aprendido de memoria. Oyó el clic del cambio automático y, un segundo antes de que el teléfono empezara a sonar, aplicó la tira de plástico a la bocina del aparato y apretó con fuerza. Por espacio de dos segundos, escuchó un penetrante sonido semejante al de una armónica que tocara en sordina. Oyó luego un pequeño sonido de respuesta, señal de que los granos negros de trigo de plástico que había introducido en los teléfonos del castillo reaccionaban al tono. A través de los «dispositivos tipo armónica», podría escuchar no sólo las conversaciones telefónicas, sino asimismo cualquier otra conversación que tuviera lugar dentro de un radio de nueve metros alrededor de cada teléfono. Hubiera recibido la misma transmisión aunque estuviera en Australia o en Sudáfrica. Estos poderosos y pequeños instrumentos se pueden activar desde miles de kilómetros de distancia, y convierten los teléfonos en micrófonos directos. En aquellos instantes, Bond sólo podía oír unos extraños rumores lejanos, procedentes, sin duda, de una de las numerosas habitaciones que no tenían teléfono. Colgó cuidadosamente el aparato y consultó su reloj. Tendría que seguir activando los dispositivos hasta que obtuviera un resultado. Ebbie le miraba perpleja, con las vendas y el desinfectante en las manos.