Al cabo de unos doce minutos de camino, los edificios se abrieron a una ancha franja de pálida arena, más allá de la cual el mar brillaba suavemente bajo la luna. Era la bahía de Tung Wan. Bond avanzó al amparo de las casas. A su derecha, una mancha de luz revelaba la situación del Hotel Warwick. Esperó, mirando hacia el promontorio que tenía a su izquierda. Arriba pudo ver un grisáceo edificio con dos luces: sin duda la villa que Swift le había marcado en el mapa. Avanzando sin apartarse de la sombra de los edificios de la izquierda y rezando para que nadie desde la villa utilizara gafas nocturnas de infrarrojos, Bond avanzó lentamente hasta el borde de la blanca arena, que se extendía hacia el promontorio en cuya cima se levantaba la villa.
Bond calculó que la distancia que le separaba de la base de la roca debía de ser de aproximadamente setenta metros, cincuenta de los cuales resultarían visibles desde la villa. Respiró hondo, echó una carrerilla y se detuvo en cuanto estuvo en terreno seguro. La arena se transformó en una empinada ladera cubierta de corta hierba. Después de colocarse más cómodamente la correa de la bolsa sobre el hombro, Bond inició la subida. La hierba no era perfumada y su aspereza le arañaba las manos. De vez en cuando, los pies se le hundían en el suelo como si todo el promontorio no fuera más que un banco de arena descomunal. Necesitó diez minutos de duro esfuerzo antes de que la cuesta se transformara en terreno llano. Se encontraba ahora en una especie de terraza todavía no visible desde la villa. En cuanto la silueta del edificio empezó a recortarse contra el cielo ya un poco más claro unos treinta metros más allá, Bond se tendió boca abajo y avanzó unos diez metros reptando.
En aquel instante se encontraba a pocos pasos del edificio. Dedicó unos cinco minutos a examinar el objetivo. Era una especie de bungalow blanco con tejado de terracota y una serie de arcos laterales que le conferían una apariencia más hispánica que china. Se levantaba en el centro de un jardín circular, rodeado por un murete de unos cinco ladrillos de altura. Comprobó ahora que los arcos eran una especie de claustro que rodeaba la villa por sus cuatro costados. Las luces que había visto desde abajo procedían de dos puertas correderas de cristal que daban a la bahía. Había gente que se movía detrás de los cristales y Bond reconoció a Chernov, que paseaba arriba y abajo mientras hablaba con alguien.
Se pasó un rato calculando las distancias y grabándose en la mente todas las características del lugar. A la izquierda, el terreno se elevaba formando una cuesta. Recordando el mapa, supo que, en caso de elegir aquella dirección, se encontraría al final con un camino que conducía al puerto por la parte de atrás y pasaba por delante del famoso templo de la isla. Si alguien le persiguiera desde la villa, tendría que dar quince grandes zancadas desde la posición en la que en aquellos momentos se encontraba antes de desaparecer bajo la línea del horizonte. Después, tendría que aminorar el paso y detenerse dado que un descenso precipitado por la escarpada ladera le haría caer rodando hasta la playa de abajo.
Para vencer a Chernov, tenía que tomar precauciones ya desde un principio. Gateó muy despacio hasta un lugar en el que no pudieran verle desde la villa y buscó a tientas, en la oscuridad, una zona de terreno blando. Por fin, la palma de su mano tocó una roca, que resultó ser una áspera piedra circular de unos sesenta centímetros de longitud por unos treinta de anchura con una superficie irregular. Se desplazó hasta situarse directamente detrás de ella. Luego tomó la bolsa de lona, la abrió en silencio y sacó un paquetito envuelto en hule y cintas adhesivas, cuidadosamente preparado por Quti, quien se lo había entregado directamente en París. Contenía, sobre todo, instrumentos de apoyo y era una réplica del material que llevaba oculto en el cinturón o que utilizaba como objetos corrientes distribuidos por su ropa. Con Chernov no se podía uno andar con bromas. Después de excavar la tierra detrás de la roca, Bond depositó el paquete en el hueco. Lo cubrió todo con tierra y acto seguido trató de establecer su situación y se lo aprendió todo de memoria para que pudiera localizar rápidamente el paquete en caso de necesidad. Sólo cuando estuvo seguro de los ángulos y las distancias, inició el lento camino de regreso a la playa.
Al cabo de unos veinte minutos, volvió a reunirse con Ebbie, oculta en las sombras de los edificios que daban al puerto.
—Todo listo —le dijo, sin dar más explicaciones. Cuantas menos cosas supiera, mejor.
—¿Están allí? —preguntó Ebbie en un susurro apenas audible.
—Está Chernov, y sospecho que, donde él esté, encontraremos a los demás.
Bond llevaba uno de los revólveres al cinto, con el cañón inclinado hacia un lado. Indicándole a Ebbie por señas que se quedara donde estaba, se acercó al muro del puerto y arrojó la bolsa de lona al mar. Ahora, ambos estaban armados y tenían municiones de repuesto.
—Nos dejaremos ver —le dijo Bond a Ebbie—, pero evitaremos el contacto directo… Estilo Swift, como fuegos fatuos. Nuestra misión es conseguir que salga Chernov. La casa es pequeña, pero difícil de asaltar. Si tiene buenos tiradores dentro, sería una locura que intentáramos cualquier clase de ataque. El terreno circundante está demasiado al descubierto y sería un suicidio.
—¿Y si llamáramos a la policía? Estamos en territorio británico. ¿No podrías conseguir la detención de este hombre?
—Todavía no.
Bond no quería decirle que, antes de atrapar a Chernov, alguien tenía que morir; que el traidor que se ocultaba dentro de
Pastel de Crema
tendría que ser eliminado. La orden estaba implícita en las instrucciones de Swift. Para que M pudiera navegar de nuevo en aguas seguras, el agente doble no se podía descubrir públicamente. ¿Qué había dicho Swift? «M se encuentra todavía bajo asedio… No durará mucho si se descubre otro agente doble en su casa o cerca de ella». El único medio que ahora tenía Bond de descubrir la identidad del traidor de
Pastel de Crema
consistía en ofrecer en bandeja su propia persona y la de Ebbie.
—Iremos en seguida —dijo Bond, acercándose un dedo a los labios mientras se dirigía a la cabina telefónica.
Se sacó del bolsillo unas monedas y marcó cuidadosamente el número indicado en la nota de Swift, el 720302. Oyó el timbre y alguien tomó el aparato. Nadie habló. Contó lentamente hasta seis y después preguntó en ruso por el general Chernov. Contestó el propio Dominico en persona.
—Estoy cerca —dijo Bond en voz baja—. Atrápeme si puede —añadió colgando inmediatamente el teléfono.
A continuación regresó junto a Ebbie y la acompañó por la calleja hacia la playa de la bahía de Tung Wan. Esta vez, no se molestó en adoptar precauciones. En lugar de buscar la protección de la sombra, dirigió a Ebbie hacia la playa y ambos avanzaron lentamente hasta el promontorio, iniciando la subida, mucho más a la derecha que antes. Quería mantener a los hombres de Chernov bien alejados de la zona que ya había cubierto.
Al fin, llegaron a la zona llana y se aproximaron gateando a la casa. Se detuvieron a escasos metros del murete, apenas ocultos por éste. Todas las luces estaban ahora encendidas y el cielo ya empezaba a clarear por el este. En cuestión de minutos, la luz del día les iluminaría por completo. Volviéndose de lado, Bond dijo que les convendría situarse en la parte trasera de la casa.
—Hagámoslo en seguida —contestó Ebbie, preocupada—. Aquí estamos en terreno descubierto y creo que podrían vernos fácilmente desde la casa si miraran.
—Aquí, en la bahía de Tung Wan, apenas dormimos —dijo una voz a su espalda—. Qué amables han sido al venir. Ahora ya tengo toda la colección.
Bond se volvió, sosteniendo el revólver en alto, listo para abrir fuego.
Eran tres: Mischa y uno de los hombres que estaban con Dominico cuando sorprendieron a Bond en el Hotel Newpark; el tercer hombre, vestido con unos elegantes pantalones de sarga, camisa y chaqueta oscura, era, naturalmente, el general Kolya Chernov, que esbozaba una sonrisa triunfal mientras apuntaba directamente a la cabeza de Bond con su pistola automática.
—Usted me invitó a atraparle, míster Bond, y yo he aceptado amablemente su invitación.
Como muchas casas francas de Europa, aquella villa situada en lo alto del promontorio con su vista de belleza sin igual, era, por dentro, de una rigidez espartana. Se observaban los habituales indicios de instalaciones a prueba de sonidos. Un papel de pared insólitamente grueso decoraba el salón principal de la casa en el que entraron a través de las grandes puertas correderas. El mobiliario era funcional, había sillas de bambú y una mesa de madera maciza. No había cuadros en las paredes ni adorno alguno sobre la repisa de la chimenea.
Bond bajó el revólver en cuanto vio que no tenía ninguna posibilidad y miró a Ebbie, indicándole con los ojos que guardara silencio. Al fin, habló, dirigiéndose a Ebbie.
—Miss Heritage, este caballero que nos apunta con la pistola es lo que pudiera decirse una estrella de primera magnitud. Permítame que le presente al general Konstantin Nikolaevich Chernov, Héroe de la Unión Soviética, condecorado con la medalla de la Orden de Lenin. La lista de sus condecoraciones es muy larga, pero le diré que, en la actualidad, es jefe de Investigaciones del Departamento 8, Dirección 5 del KGB. Este Departamento era conocido en otros tiempos con la denominación de SMERSH. Sospecho que el general preferiría seguir llamándolo con este emotivo nombre.
Chernov sonrió complacido, inclinó la cabeza en dirección a Ebbie y luego ordenó a sus hombres que los llevaran a los dos al interior de la villa.
—No sabe usted cuánto me alegro de volver a verle —le dijo el general a Bond, una vez dentro—. Ardía asimismo en deseos de conocer a su acompañante. Por un estúpido descuido, la perdimos en Irlanda, miss Heritage… ¿O sería tal vez más correcto llamarla
Fräulein
Nikolas?
—Heritage —contestó Ebbie muy tranquila.
—Como quiera —dijo Chernov, encogiéndose de hombros—. En cualquier caso, también me alegro mucho de verla. Eso completa el ridículo asunto de
Pastel de Crema
. Todos los pollos irán a parar a la cazuela y recibirán su merecido, ¿no es verdad?
Bond ya había decidido qué estrategia debía seguir. Carraspeó, tosió y dijo:
—Mi general, tengo poder para negociar.
—¿De veras? —los astutos ojos de Chernov se clavaron en los de Bond; había en ellos un brillo burlón—. ¿Tiene poder para pactar?
—Dentro de ciertos límites, sí —mintió Bond—. Se pueden hacer ciertos canjes con las personas que usted retiene aquí: miss Dare, miss Heritage, Maxim Smolin, míster Baisley y
Fräulein
Dietrich. Estoy seguro de que usted deseará recuperar a ciertas personas. Tenemos a varias en reserva.
Mischa se rió por lo bajo mientras Chernov soltaba una gutural carcajada.
—Todos los relacionados con
Pastel de Crema
, ¿verdad? Los que están sentenciados a muerte.
—Sí.
Mischa volvió a reírse.
—Bueno, pues, ¿qué hacemos primero, camarada general? ¿Liquidar a los traidores y espías o poner a prueba a sus marionetas amaestradas?
—Disponemos de tiempo, Mischa. Tranquilícese. Estamos en un lugar muy agradable. Hoy hará mucho calor. Al anochecer, pondremos las marionetas a trabajar. Y después, podremos llevar a cabo el ritual que a usted tanto le gusta. Teniéndoles a todos encerrados aquí, podemos permitirnos el lujo de ir despacio. Merecen morir lentamente. Querían que trasladáramos a Smolin y Dietrich a Moscú, pero eso hubiera sido bastante difícil —Chernov exhaló un suspiro y miró a Ebbie con intención—. Ahora, esta joven apellidada Nikolas me podría proporcionar un poco de placer antes de que le arranquemos la lengua y la despachemos al otro barrio. ¿No está de acuerdo? —preguntó, mirando a Bond.
—No puedo estar de acuerdo porque no sé a qué se refiere.
—No me diga. Vamos a tomarnos un café y unos bollos y se lo explicaré. Mischa, ¿ya ha venido el
amah
con las provisiones para hoy?
—Sí, pero le he dicho que se fuera. Me ha parecido mejor que hoy no hubiera ningún extraño aquí.
—Tiene usted mucha razón, Mischa. Entonces ¿tomaremos un poco de café y comeremos unos panecillos con confitura?
—Hubiera tenido que traerse a su criado, mi general.
—Tal vez. Uno de estos hombres le ayudará —dijo Chernov, señalando con la cabeza a un sujeto que permanecía de pie junto a la puerta y a otro que acababa de situarse cerca de la ventana. Ambos iban armados con pistolas ametralladoras listas para disparar. Mischa le tocó un brazo al que estaba junto a la puerta y le habló en ruso. El individuo se echó la correa de la pistola al hombro y estaba a punto de seguir a Mischa cuando intervino Chernov.
—Puede ayudarle, pero creo que, primero, alguien debería escoltar a la joven al lugar donde se encuentran sus compañeros. Probablemente, tendrán muchas cosas de que hablar. Procure sacar el máximo provecho —añadió, mirando con una sonrisa a Ebbie.
Mischa la llamó y el guardián la apuntó con el cañón de la pistola. Ebbie asintió en silencio y se levantó de la silla, mirando primero a Bond y después a Chernov. Acto seguido, se acercó a Chernov y le escupió en pleno rostro. Éste retrocedió desconcertado, pero su reacción fue tan rápida que Bond ni siquiera pudo ver cómo su mano abofeteaba la mejilla izquierda de Ebbie con la palma y la derecha con el dorso. Ebbie no profirió el menor grito y recibió los golpes sin acercarse siquiera la mano al rostro. Ambos guardianes se adelantaron de un salto, pero ella se limitó a dar media vuelta para seguir al preocupado Mischa. Un guardián se situó a su espalda mientras el otro regresaba a su puesto, junto a la ventana. Chernov se secó el escupitajo del rostro.
—Estúpida muchacha —musitó—. Hubiera podido aliviarle un poco lo inevitable.
—A pesar de su barniz de sofisticación, es usted un hijo de puta extraordinariamente despiadado, Chernov —dijo Bond.
Los archivos del Cuartel General de Regent's Park describían con todo detalle su retorcida crueldad, pero no podían reflejar su degenerada naturaleza. Chernov se hubiera podido equiparar, con toda justicia, al más cruel y perverso jefe que jamás haya tenido el KGB, el infame Lavrenti Pavlovich Beria, de triste memoria.
—¿Yo? —dijo Chernov, arqueando las cejas—. ¿Despiadado yo? No sea estúpido, Bond. Estas chicas fueron utilizadas por los no menos despiadados planificadores de operaciones de su Servicio. Probablemente les explicaron el riesgo que corrían —lanzando un bufido, Chernov añadió—: Usted y yo sabemos que
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pretendía conseguir la deserción de dos altos y expertos funcionarios, Smolin y Dietrich. Por si eso no bastara, sus jefes añadieron otros dos objetivos. Todo salió a pedir de boca. Pero el KGB y el GRU no podían permanecer impasibles. Dos de las chicas han sido eliminadas. Sería injusto amonestar tan sólo a los demás. Las comunidades de espionaje mundiales tienen que ver que tomamos represalias. En cualquier caso —volvió a encogerse de hombros—, las órdenes de mi presidente son que se lleven a cabo ejecuciones sumarias. Los cuerpos serán abandonados con marcas de advertencia. Algo así como un sacrificio ritual, ¿comprende?