Muerte en Hong Kong (19 page)

Read Muerte en Hong Kong Online

Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Muerte en Hong Kong
3.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Chernov era un animal capaz de husmear el miedo a cincuenta metros de distancia.

—En efecto —dijo Chernov, soltando una carcajada en sordina.

—Uno de los más admirados, según nos dicen.

—¿De veras?

El general soviético no pareció alegrarse al oír el comentario.

—¿Acaso no es cierto que es usted prácticamente el único oficial de mayor antigüedad que sobrevivió a la purga de mil novecientos setenta y uno tras la deserción de Lyalin?

—Vaya a saber lo que ocurrió con Lyalin —dijo Chernov, encogiéndose de hombros—. Algunos dicen que fue una estratagema para liquidarnos a todos.

—Pero usted sobrevivió y contribuyó a la resurrección del fénix de las cenizas de su departamento. Y eso es admirable.

No era un simple cumplido. Bond sabía que un hombre con el historial de Chemov jamás se hubiera dejado engañar por aquel truco.

—Gracias, míster Bond. La admiración es mutua. Usted también ha resurgido de entre las cenizas de las críticas, si no me equivoco —Chernov lanzó un suspiro—. Qué tarea tan difícil es la nuestra. ¿Se da usted cuenta de lo que hay que hacer?

—¿El precio por mi cabeza?

—No hay precio…, esta vez. No obstante, figura usted en la lista. No cumpliría con mi deber si no consiguiera su ejecución, a ser posible, en la prisión de Lubianka, tras un interrogatorio —Chernov se encogió nuevamente de hombros—. Por desgracia, eso podría ser muy difícil. Eliminarle a usted no plantearía ningún problema, pero mi carrera me exige que se haga justicia. Su muerte tiene que ser pública, no en la intimidad de las celdas de la Lubianka.

Bond asintió en silencio. Sabía que, cuanto más consiguiera entretener a aquel hombre en el hotel, tantas más posibilidades tendría Murray de acudir en su ayuda. Bond tenía que telefonearle. Tanto si la misión era oficial como si no lo era, Murray haría, sin duda, todo cuanto pudiera… ¿Acaso no le debía a Bond su propia vida?

—Me alegro de que se lo tome con filosofía, mister Bond. Dice usted que me admira y yo faltaría a la verdad si no reconociera que respeto sus dotes de ingenio, rapidez y habilidad. Quiero que sepa que en su muerte no habrá nada de tipo personal. Será, sencillamente, parte de mi trabajo.

—Claro —Bond vaciló un instante—. ¿Puedo preguntar qué ha ocurrido con la dama?

—No se preocupe por ella —Chernov sonrió, ladeando la cabeza en gesto condescendiente—. Al fin, ella también pagará, junto con el renegado de Smolin y la otra traidora en todo este desdichado asunto; lo mismo que Dietrich y su gigoló Belzinger, o Baisley, tal como gusta de llamarse ahora. Mi deber es asegurarme de que se haga justicia. Usted es una prima adicional de lo más apetecible —el general soviético miró a sus lugartenientes—. Tenemos que irnos. Nos queda mucho por hacer.

—Yo ya estoy preparado. Cuando ustedes lo estén…

Bond comprendió que sus palabras debieron sonar excesivamente optimistas y se percató de su error al ver la expresión de recelo que asomó a los ojos de Kolya Chernov. El general le miró, por un instante, luego giró sobre sus talones y ordenó con un gesto de la mano a sus hombres que le siguieran con Bond. Le condujeron por el pasillo a la parte de atrás del edificio y bajaron dos tramos de la escalera de emergencia.

Detrás del hotel había un espacioso Renault y un Jaguar de color negro con las cortinas de las ventanillas corridas. Chernov se dirigió sin vacilación al Jaguar y Bond fue empujado en la misma dirección. Estaba claro que el Renault debía ser el vehículo de protección o bien de reconocimiento. Bond viajaría en el relativo lujo del Jaguar de Chernov. Un hombre sentado al volante del automóvil se levantó para abrir la portezuela posterior. Vestía un jersey negro de cuello de cisne y llevaba la cabeza vendada. Bond reconoció en él, desde lejos, a Mischa, el asesino que había tratado infructuosamente de liquidar a Heather en Londres. Las vendas acentuaban su pinta de pirata, pensó Bond mientras el hombre le miraba con odio reconcentrado.

El general Chernov inclinó la cabeza y se acomodó en el asiento trasero del Jaguar mientras los hombres empujaban a Bond hacia el otro lado. No se veía a Ebbie por ninguna parte. Otro hombre descendió por la otra portezuela y se apartó mientras Bond se sentaba al lado de Chernov.

—El viaje no va a ser muy cómodo —dijo Chernov, exhalando un suspiro—. Me temo que los tres vamos a estar un poco apretujados en este asiento.

El guardián volvió a subir al automóvil y Bond se quedó emparedado entre sus dos acompañantes. Mischa se sentó de nuevo al volante y uno de los hombres se acomodó a su lado. Bond era muy realista y no tuvo que devanarse demasiado los sesos para comprender lo que ocurriría en caso de que Murray no acudiera en su auxilio. Mischa puso el motor en marcha y el Renault salió disparado delante de ellos. Seguramente haría un reconocimiento previo. Era exactamente lo que hubiera hecho él en semejante situación.

En seguida se percató de que se dirigían a Dublín. En cuestión de horas, estarían de vuelta en el Castillo de las Tres Hermanas. Mischa conducía con una precaución casi excesiva, manteniéndose constantemente a unos treinta metros de distancia del Renault. No se volvió a mirar a Bond ni una sola vez, pero su animadversión se respiraba en el aire. El hombre sentado al lado de Bond mantenía un brazo oculto en el interior de la chaqueta, de la que, a veces, asomaba la culata de una pistola que sostenía en una mano. El general se quedó dormido, pero el hombre que iba sentado delante montaba guardia, volviendo de vez en cuando la cabeza o bien mirando a Bond a través del retrovisor.

El tiempo se hacía muy largo y Bond ya estaba cansado del monótono paisaje de lujuriante verdor y descuidados pueblos y aldeas. Aunque en su mente se agitaban toda clase de ideas, sabía que no tenía ninguna posibilidad de escapar vivo de aquel vehículo. Correría a una muerte segura, incluso en las principales carreteras de la República de Irlanda. Si Murray apareciera, pensó, quizá tendría alguna posibilidad. De momento, había perdido el control de la situación.

Recorrieron kilómetros sin experimentar el menor contratiempo hasta que, por fin, cruzaron por las estrechas calles de Arklow. Unos cinco kilómetros más allá, el Renault giró a la izquierda y empezó a subir por una angosta carretera bordeada de altos árboles y setos sin apenas espacio para que pudieran transitar por ella dos automóviles. Estaba claro que el camino conducía a la entrada principal del castillo.

Chernov despertó y se desperezó; después, felicitó a Mischa por su habilidad y bromeó con él en ruso. Delante de ellos, el Renault dobló una cerrada curva e, inmediatamente después, Mischa soltó una palabrota. Al doblar la curva, el Renault se había detenido en seco. Dos vehículos de la Garda estaban cruzados en el camino. Mientras Mischa frenaba, Bond volvió la cabeza y vio que detrás les seguía un automóvil sin ninguna señal de identificación.

—Tranquilos. ¡No hay que utilizar las armas! —ordenó Chernov con una voz restallante como un látigo—. Ni un solo disparo, ¿entendido?

Media docena de agentes uniformados de la Garda rodeaban el Renault. Otros cuatro se estaban acercando al Jaguar. Mischa bajó con cierta insolencia el cristal de su ventanilla cuando un oficial uniformado se inclinó para hablar con él.

—Caballeros, me temo que esta carretera sólo está abierta al tráfico diplomático. Tendrán que dar media vuelta.

—¿Qué ocurre, oficial? —preguntó Chernov, inclinándose hacia adelante, mientras, junto con el otro hombre, trataba infructuosamente de ocultar el rostro de Bond.

—Un problema diplomático, señor. Nada grave. Hubo ciertas quejas anoche y tenemos que mantener la carretera provisionalmente cerrada.

—¿Qué clase de problema diplomático? Yo tengo pasaporte diplomático, al igual que mis acompañantes. Nos dirigimos al castillo que es propiedad de la embajada soviética.

—Ah, bueno, eso ya es distinto.

El hombre se apartó. Bond observó que los vehículos estacionados delante se habían retirado un poco para permitir el paso del Renault. Vio también unos hombres vestidos de paisano cerca del Jaguar. Uno de ellos se inclinó ahora hacia la ventanilla de atrás que Mischa se había visto obligado a abrir. Aunque Bond no le reconoció, el hombre poseía los perspicaces y serenos ojos de un miembro de la Rama Especial.

—Se han recibido informes sobre un tiroteo que hubo aquí anoche. Como comprenderá, la gente está un poco nerviosa. Si no le importa, permítame ver su documentación, señor…

—No faltaba más.

Chernov rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó varios documentos, entre ellos, su pasaporte. El hombre de la RS irlandesa los tomó y empezó a examinar minuciosamente el pasaporte.

—¡Ah! —exclamó, mirando a Chernov—. Sabíamos que había llegado, míster Talanov. Pertenece usted al Ministerio de Asuntos Exteriores de su país, ¿no es cierto?

—Soy inspector de embajadas, en efecto. Estoy realizando mi acostumbrada visita anual.

—La última vez no fue usted quien vino, ¿verdad? Si no recuerdo mal, era un hombre de baja estatura. Me parece que llevaba barba. Sí, barba y gafas. Se llamaba… Qué barbaridad, acabaré olvidándome de mi propio nombre.

—Zuyenko —dijo Chernov—. Yuri Fedeovich Zuyenko.

—Eso es, Zuyenko. ¿No vendrá este año, míster Talanov?

—Ya no irá a ninguna parte —Bond detectó cierta irritación en la voz. Chernov, con su enorme experiencia, ya se habría dado cuenta de que el parlanchín representante de la Rama Especial pretendía ganar tiempo—. Yuri Fedeovich murió —añadió, visiblemente molesto—. El verano pasado. De repente.

—Dios le tenga en la gloria, pobre hombre. Conque murió de repente el verano pasado, ¿eh? No sé si vio usted aquella película protagonizada por la encantadora Katherine Hepburn y miss Taylor… Tiene una casa en esta zona, ¿lo sabía usted?

—Perdone, pero tenemos que seguir, sobre todo si ha habido problemas en la carretera de las Tres Hermanas.

—Fueron graves y no lo fueron, míster Talanov. Pero, antes de que se vaya…

—¿Sí?

Los ojos de Chernov se encendieron de rabia contenida.

—Verá, señor, tenemos que comprobar toda la documentación diplomática.

—Tonterías. Yo respondo de todos los ocupantes de este automóvil. Se encuentran bajo mi custodia.

Mientras Chernov hablaba, Bond sintió el duro metal de la pistola del guardián contra su costado. No podía correr el riesgo de armar un alboroto, pese a constarle que Chernov no quería provocar ningún incidente.

Otro rostro sustituyó al primero.

—Lo siento mucho, míster Talanov, que es tal como usted dice llamarse, pero tenemos que llevarnos a este caballero de aquí —Norman Murray señaló a Bond con el dedo—. Va usted en muy mala compañía, señor. Buscamos a este hombre para someterle a interrogatorio y creo que convendrá usted conmigo en que no es un ciudadano ruso y tanto menos un diplomático. ¿Me equivoco?

—Bueno, es que…

Chernov se detuvo sin saber qué decir.

—Creo que será mejor que le deje bajar. Tú, sal del coche —Murray introdujo una mano a través de la ventanilla y agarró a Bond por la chaqueta—. Saldrás sin armar jaleo, ¿verdad, muchacho? Los demás caballeros pueden seguir su camino.

—¿Ya estamos empatados, Norman?

Bond miró muy serio al hombre de la Rama Especial. Sabía que algo había fallado. Lo comprendió en cuanto Norman Murray se dirigió a su automóvil particular y le hizo señas de que le acompañara, mientras los agentes de la Garda y los oficiales de la RE autorizaban el paso del vehículo que conducía a Chernov.

—Más que empatados, Jacko. Mañana tendré que saltar la tapia, no te quepa duda. Poco podré hacer por ti. Han ocurrido cosas muy raras, te lo aseguro.

—¿Y eso?

Bond conocía lo bastante a Murray como para comprender que el hombre se sentía dominado por una mezcla de cólera, frustración e inquietud.

—Es más bien lo que no ha ocurrido. En primer lugar, me despertaron antes del amanecer y me dieron un mensaje sobre Basilisco. Tus amigos del otro lado del canal querían que lo detuviéramos y se lo entregáramos en secreto, ¿verdad? Puesto que siempre nos hacemos amablemente favores los unos a los otros, enviamos un par de automóviles al Hotel Clonmel Arms donde, según nos informaron, Basilisco se alojaba con la chica… La que me presentaste en el aeropuerto.

—No me dijiste nada de todo eso cuando te telefoneé.

—Porque tú me dijiste que los habían secuestrado. Pensé que te llevarías una agradable sorpresa cuando supieras que lo habíamos hecho nosotros.

—¿Os llevasteis también a la chica?

—No nos llevamos a ninguno de los dos porque ya no estaban allí. Recibí una llamada a los cinco minutos de haber hablado contigo. Los del hotel dijeron que se habían ido con unos «amigos». Pero, más tarde, afirmaron otra cosa. Parece ser que Basilisco hizo muchas llamadas telefónicas durante la noche. Después, sobre las tres y media de la madrugada bajaron, pagaron la cuenta y se fueron.

—¿Y la chica que estaba conmigo?

—No se sabe nada de ella. Es cierto que recibimos quejas sobre los disparos y explosiones que hubo en el castillo, y uno de nuestros hombres vio cómo te sacaban del hotel. He corrido un gran riesgo, metiéndome con el tipo que iba contigo.

—Mal asunto —dijo Bond, avergonzándose en secreto de su reticencia.

—Pues aún no sabes lo peor, Jacko —Murray soltó una carcajada—. Tu Servicio te ha negado el reconocimiento oficial.

—¡Maldita sea!

—Estás de permiso. Tu presencia operativa en la República de Irlanda no está autorizada por ellos. Eso es lo que hay. «Bajo ningún pretexto se deberá prestar ayuda a este oficial». Bajo ningún pretexto, Jacko. Ya ves cómo están las cosas.

«En caso de que algo falle, tendremos que negarle incluso ante nuestras propias fuerzas policiales». Bond recordó las palabras de M mientras ambos paseaban por el parque. «Nuestras propias fuerzas policiales» incluían asimismo a otras fuerzas. Pero, ¿por qué? M le había mantenido a oscuras con respecto a Basilisco, aunque eso ahora ya estaba parcialmente explicado. Hubo contactos entre M y Smolin, probablemente a través de Murray, el hombre más flexible con que contaba el Servicio dentro de la Rama Especial irlandesa. Bond ya había localizado a Smolin y a dos de las chicas. ¿Por qué demonios se empeñaba el viejo en seguir negándole?

—Norman, ¿tú sabes quién viajaba en aquel automóvil?

Other books

Alyssa's Secret by Raven DeLajour
Seducing Steve by Maggie Wells
The Atonement by Beverly Lewis
Icon of the Indecisive by Mina V. Esguerra
Dead Air by Ash, C.B.
Marly's Choice by Lora Leigh
No Longer Forbidden? by Dani Collins