—Al principio no estaba seguro de qué surtiría más efecto —la voz de Orfeo atravesaba el dolor como un cuchillo sin filo—. ¿Debía enviarte algunos visitantes desagradables del agua? Pues dispongo del libro que Fenoglio escribió para Jacopo. En él aparecen un par de criaturas bastante horrendas. Sin embargo, opté por otra vía, infinitamente más interesante. Decidí conducirte a la locura, con visiones procedentes de tu propia cabeza, con el viejo miedo, la vieja furia y el viejo dolor almacenados en tu corazón heroico, encerrados lejos, pero no olvidados. ¡Haz que regrese todo, Orfeo!, me dije a mí mismo, enriquecido por las imágenes que él siempre ha temido: una mujer muerta, un niño muerto. Haz que experimente todo eso ahí abajo, en medio de la oscuridad y del silencio. Haz que experimente la cólera, haz que sueñe con muertos, que se ahogue en su propia rabia. ¿Cómo se siente un héroe que tiembla de miedo, sabiendo que ese miedo procede de su interior? ¿Cómo se siente Arrendajo soñando con batallas sangrientas? ¿Qué se siente cuando uno duda de su propia razón? Sí, Orfeo, me dije, si quieres quebrarlo, hazlo así. Deja que se pierda a sí mismo, haz que Arrendajo llore como un perro rabioso, haz que lo atrape su propio miedo. Suelta a las furias que lo convierten en un asesino magistral.
Mo sentía lo que describía Orfeo mientras éste hablaba, y comprendió que la lengua de Orfeo, tan poderosa como la suya, había leído hacía mucho todas esas palabras.
Oh, sí, había una nueva canción sobre Arrendajo: cómo perdió la razón en un agujero húmedo y negro. Cómo casi se ahogó en su desesperación, y cómo finalmente imploró clemencia y volvió a encuadernar un libro vacío para Cabeza de Víbora, las manos todavía temblorosas por las horas transcurridas en la oscuridad.
El agua ya no subía más, pero Mo sintió que algo rozaba sus piernas. «Respira, Mortimer, respira muy tranquilo. Cierra la puerta a las palabras, no las dejes entrar. Puedes hacerlo.» ¿Pero cómo, si su pecho estaba de nuevo herido por un disparo, su sangre se mezclaba con el agua y todo en él clamaba pidiendo venganza? Sintió calor, como antaño, calor y mucho frío. Se mordió los labios para que Orfeo no lo oyera gemir, se apretó la mano contra el corazón. «Siéntelo, ahí no hay sangre. Y Meggie no está muerta aunque tú lo veas con la misma claridad con que Orfeo lo escribió. ¡No, no y no!» Pero las palabras susurraban: «¡Sí!». Y se sintió como si se rompiera en mil pedazos.
—Centinela, tírame tu antorcha. Quiero verlo.
La antorcha cayó, deslumbrando a Mo, y flotó unos instantes delante de él, sobre el agua oscura, antes de apagarse.
—Las estás sintiendo. Sientes cada una de las palabras, ¿me equivoco? —Orfeo lo miraba desde arriba, igual que un niño a un gusano ensartado en un gancho, observando cómo se retorcía. Oh, quiso meter su cabeza en el agua hasta dejar de respirar. «¡Basta, Mortimer! ¿Qué está haciendo contigo? Defiéndete.» Pero ¿cómo? Quiso hundirse en el agua para escapar de las palabras, pero sabía que incluso allí lo estaban esperando.
—Volveré dentro de una hora —le gritó Orfeo—. Como puedes suponer, no he podido resistir la tentación de leer para traer en el agua a unos seres completamente espantosos, mas no te matarán, no te preocupes. Quién sabe, quizá los consideres incluso una agradable distracción de lo que tu razón te hará creer falsamente. Arrendajo… Sí, uno debería escoger con sumo cuidado el papel que interpreta. Avísame en cuanto comprendas que tu nobleza está fuera de lugar. Entonces escribiré en el acto algunas palabras redentoras. Algo como
…pero llegó la mañana y la locura se alejó de Arrendajo…
Orfeo rió y se marchó, dejándolo solo con el agua, la oscuridad y las palabras.
«Encuaderna el libro para Cabeza de Víbora.» La frase se formó en la cabeza de Mo como escrita con caligrafía. «Encuadérnale otro Libro Vacío y todo se arreglará.»
El dolor desgarró de nuevo su pecho, un dolor tan intenso que soltó un alarido. Vio a Pulgarcito aplicando tenazas a sus dedos, a Pardillo sacando por los pelos a Meggie de una cueva, a los perros soltando mordiscos a Resa, tiritaba por la fiebre… ¿o por el frío? «¡Todo está únicamente en tu propia cabeza, Mortimer!» Se golpeó la frente contra la piedra. Si al menos hubiera podido ver algo, cualquier cosa, excepto las imágenes de Orfeo. Ojalá hubiera podido sentir cualquier cosa, salvo las palabras. «Aprieta las manos contra la piedra, vamos, sumerge el rostro en el agua, golpea tu propia carne con los puños, eso es lo único real, nada más.» ¿Ah, sí?
Mo sollozó y se apretó la frente con las manos atadas. Oyó un aleteo encima de él. Unas chispas se avivaron en la negrura. La oscuridad cedió como si alguien le hubiera quitado una venda de los ojos. ¿Dedo Polvoriento? No. Dedo Polvoriento estaba muerto. Aunque su corazón se negara a creerlo, lo estaba.
«Arrendajo se muere», susurró una voz en su interior. «Arrendajo está enloqueciendo.» Oyó otro aleteo. Claro. La Muerte venía a visitarlo, y esta vez no enviaba a las Mujeres Blancas para protegerle. Esta vez acudía ella misma en persona para llevárselo, porque había fracasado. Primero a él y después a Meggie… Pero quizá incluso eso era preferible a las palabras de Orfeo.
Todo era negro, negrísimo pese a las chispas. Sí, aún las veía. ¿De dónde procedían? Volvió a escuchar el aleteo, y de repente sintió a alguien a su lado. Una mano se posó en su frente y le acarició el semblante. Una mano muy familiar.
—¿Qué te sucede? ¡Mo!
Resa. No podía ser verdad. ¿Estaría Orfeo evocando por arte de magia ante él su rostro, para después ahogarla ante sus ojos? Sin embargo, parecía tan real. No sabía que Orfeo escribiese tan bien. Y qué cálidas eran sus manos.
—¿Qué le pasa?
La voz de Dedo Polvoriento. Mo miró hacia arriba y lo vio en el mismo lugar que había ocupado Orfeo. Una locura. Estaba atrapado en un sueño hasta que Orfeo le permitiera salir.
—Mo —Resa tomó su cara entre las manos.
Sólo era un sueño, pero ¿qué importaba? Cómo le reconfortaba verla. Sollozó de alivio y ella lo sostuvo.
—Tienes que salir de aquí.
No podía ser real.
—Mo, escúchame. Tienes que salir de aquí.
—No puedes estar aquí —qué pesada sentía la lengua, igual que antaño, durante la fiebre.
—Claro que puedo.
—Dedo Polvoriento ha muerto —qué distinta parecía Resa con el pelo recogido.
Algo pasó nadando entre ellos. Unas espinas asomaron sobre el agua, y Resa retrocedió asustada. Él la atrajo hacia sí y golpeó a lo que nadaba. Como en un sueño. Dedo Polvoriento lanzó una cuerda. No llegaba hasta abajo del todo, pero a un susurro suyo comenzó a crecer, anudada con hebras de fuego.
Mo la agarró y volvió a soltarla.
—No puedo irme —el agua que llenaba el agujero parecía roja como la sangre desde que las chispas se reflejaban en ella—. No puedo.
—Pero ¿qué estás diciendo? —Resa le puso la cuerda de fuego en las manos mojadas.
—La Muerte. Meggie… —también había perdido las palabras en esa oscuridad—. Tengo que encontrar el libro, Resa.
Ella volvió a entregarle la cuerda. Estaba caliente. Tendrían que trepar deprisa para no quemarse la piel. Empezó a trepar, pero parecía como si la oscuridad se adhiriese a él como un paño negro. Dedo Polvoriento le ayudó a superar el borde. Dos guardianes yacían junto al agujero, muertos o inconscientes.
Dedo Polvoriento lo miró. Llegó a su corazón y vio todo lo que contenía.
—Malas imágenes —precisó.
—Negras como la tinta —qué ronca sonaba su voz—. Saludos de Orfeo.
Las palabras aún seguían allí. Dolor, desesperación, odio, ira. Su corazón parecía atiborrarse de ellas a cada respiración. Como si ahora llevase ese agujero oscuro en su interior.
Cogió la espada de uno de los centinelas y atrajo a Resa hacia él. Notó cómo tiritaba bajo las ropas desconocidas. A lo mejor había venido de verdad. Pero ¿cómo? ¿Y por qué Dedo Polvoriento ya no yacía muerto delante de las jaulas? «¿Y si de verdad no son más que las imágenes de Orfeo?», pensó mientras seguía a Dedo Polvoriento. «¿Si sólo me está engañando con ellas, para después arrastrarme a una oscuridad mucho más profunda? Orfeo. Mátalo, Mortimer, a él y a sus palabras.» Su propio odio lo asustaba más aún que la negrura, tan indomeñable llegaba, tan sangriento.
Dedo Polvoriento los precedía a buen paso, como si los condujera por vericuetos conocidos. Escaleras, portones, pasillos interminables, sin una vacilación, como si las piedras le revelasen el camino, y por donde él iba brotaban chispas que lamían los muros, se extendían y teñían de oro la oscuridad. Se toparon con soldados en tres ocasiones. Mo los mató con tanto placer como si matase a Orfeo. Dedo Polvoriento tuvo que obligarlo a seguir, y él vio el miedo en el rostro de Resa. Alargó su mano hacia ella como si se estuviese ahogando. Y notó la oscuridad en su interior.
Aquí concluye el testamento del poeta,
y al igual que él se aparta del mundo, apartaos
vosotros de él dando gracias a Dios, ya nos hemos
librado de él, el siguiente, por favor,
para que vuelva a completarse la docena en el banco
según la costumbre ancestral.
Indiferente en la vida y en la muerte;
Un inútil no provoca escándalo alguno.
François Villon
, Balada con la que Villon concluye el testamento
En la mano de un gigante. ¡De su gigante! No estaba mal, no. No existía motivo alguno para sentirse infeliz. ¡Ojalá el Príncipe Negro hubiera tenido un aspecto más vital! «¡Deseos, deseos y más deseos, Fenoglio!», pensó. «Ojalá hubieras terminado las palabras de Mortimer. Ojalá tuvieras una remota idea de cómo va a continuar todo de aquí en adelante…»
Los gigantescos dedos lo sujetaban con fuerza a la par que lo protegían, como si estuvieran acostumbrados a transportar hombrecillos. No era un pensamiento muy tranquilizador. La verdad es que Fenoglio no deseaba acabar siendo el juguete de algún niño gigante. Sin la menor duda, ese desenlace era, por descontado, uno de los peores. Pero ¿le pediría alguien su opinión al respecto? No.
«Con lo que retornaríamos a la única pregunta», se dijo Fenoglio mientras su estómago, lento pero seguro, a causa de tanto balanceo, se sentía como si se hubiera empachado con las manitas de cerdo rellenas que preparaba Minerva. Sí, a la única pregunta.
¿Había alguien más escribiendo esa historia?
¿Se sentaba en algún lugar de las colinas que él había descrito tan gráficamente un escritorzuelo que lo había arrojado en manos de ese gigante? ¿O acaso estaba el malhechor en el otro mundo, como él mismo había hecho antaño, cuando trasladó
Corazón de Tinta
al papel?
«¡Bah! ¿En qué te convertiría eso, Fenoglio?», pensó irritado y con una profunda sensación de inseguridad a la vez, como siempre que reflexionaba sobre esa cuestión. No, él no pendía de hilos como esa marioneta tonta con la que Baptista actuaba a veces en los mercados (aunque se parecía un poco a él). No, qué va. Nada de hilos para Fenoglio, ya fuesen de palabras o del destino. Le gustaba disponer de su propia vida y se precavía contra cualquier intromisión… aunque reconocía que le encantaba ser titiritero. Lo dicho: su historia simplemente se le había ido un poco de las manos. Nadie la escribía. ¡Se escribía ella sola! ¡Y ahora había ideado esa tontería del gigante!
Fenoglio lanzó otra ojeada hacia abajo, aunque su estómago se resistía. Se encontraba efectivamente a enorme altura, pero ¿cómo podía asustarle eso después de haberse caído del árbol como una fruta madura? La visión del Príncipe ofrecía muchos más motivos de preocupación. La verdad es que por la postura en que colgaba de la otra mano del gigante parecía exánime.
Qué ignominia. Todo el esfuerzo que se había tomado por mantenerlo con vida, las palabras, las hierbas en la nieve, los cuidados de Roxana, ¡todo en vano! ¡Maldita sea! La maldición brotó con tal fuerza de los labios de Fenoglio que el gigante lo levantó a la altura de sus ojos. ¡Lo que faltaba!
¿Serviría de algo sonreírle? ¿Sería posible hablar con él? «Bueno, si tú no sabes la respuesta, Fenoglio, ¿quién la va a conocer, viejo cabeza hueca?»
El gigante se detuvo, sin dejar de mirarlo fijamente. Había entreabierto un poco los dedos, y Fenoglio aprovechó la ocasión para estirar sus viejos miembros.
Palabras, necesitaba de nuevo palabras, y como siempre, justo las indicadas. A lo mejor resultaba que era una bendición ser simplemente mudo y no confiar en la palabra.
—Ejem… —qué lastimoso comienzo, Fenoglio—. Ejem, ¿cómo te llamas? —¡cielo santo, Fenoglio!
El gigante le sopló en la cara y farfulló algo. Sí, eran palabras sin duda lo que brotaba de sus labios, pero Fenoglio no las entendía. ¿Cómo era posible?
¡De qué forma lo miraba! Con la expresión que puso el nieto mayor de Fenoglio cuando encontró en la cocina aquel escarabajo negro tan grande. De fascinación e inquietud a la vez. Y después el escarabajo había empezado a patalear, y Pippo, asustado, lo había dejado caer para aplastarlo de un pisotón. «Así que mantén inmóviles tus miembros, Fenoglio. Ni un meneo, ni el más insignificante, por mucho que te duelan tus viejos huesos.» Dios, qué dedos. Cada uno de ellos tenía la longitud de su brazo.
Mas por lo visto el gigante había perdido de momento el interés por él y estudiaba con visible preocupación a su otra presa. Al fin sacudió al Príncipe Negro como a un reloj parado y suspiró cuando éste siguió sin moverse. Con un profundo suspiro se dejó caer de rodillas —hecho portentoso, teniendo en cuenta su tamaño—, contempló con expresión apenada el semblante negro y depositó con cuidado al Príncipe sobre el espeso musgo que crecía debajo de los árboles. Los nietos de Fenoglio hacían lo mismo con los pájaros muertos que le quitaban al gato y tendían los cuerpecillos entre sus rosas con idéntica expresión en la cara.
El gigante no confeccionó una cruz de ramas para el Príncipe, como Pippo hacía para cada animal muerto. Tampoco lo enterró. Se limitó a cubrirlo de hojas secas con sumo cuidado, como si no quisiera perturbar su sueño. Después, incorporándose de nuevo, contempló a Fenoglio como si quisiera cerciorarse de que al menos él todavía respiraba, y continuó su marcha, cada paso suyo equivalía a docenas de pasos humanos. ¿Adonde? Lejos de todos, Fenoglio, muy lejos.
Sintió cómo aquellos dedos formidables volvían a cerrarse con más fuerza, y después —¡Fenoglio no daba crédito a sus oídos!— el gigante comenzó a tararear la misma canción que Roxana cantaba por la noche a los niños. ¿Cantaban los gigantes melodías humanas? Lo mismo daba… Al parecer se sentía muy satisfecho de sí mismo y del mundo, a pesar del juguete roto de tez negra. Seguro que se imaginaba entregando a su hijo la extraña criatura que había caído tan inesperadamente en sus manos. Ay, Fenoglio sintió escalofríos. ¿Qué pasaría si el pequeño lo desmembraba, como en ocasiones hacen los niños con los insectos?