Pájaro Tiznado ya estaba sobre el podio, con la indumentaria negra y roja de los tragafuegos, pero sus ropas ya no estaban hechas de harapos cosidos entre sí como las de sus hermanos de gremio, sino del más fino terciopelo, como correspondía al favorito de un príncipe. Su rostro, siempre sonriente, brillaba por la grasa que lo protegía de las llamas, pero para entonces el fuego lo había lamido tantas veces que se parecía a las risueñas máscaras de cuero que cosía Baptista. Sí, Pájaro Tiznado también sonreía ahora, mientras bajaba los ojos hacia el mar de cabecitas que se apiñaban con avidez alrededor del estrado, como si él pudiera librarlas de todas sus penas, del hambre, de la tristeza de sus madres y de la añoranza de sus padres muertos.
Fenoglio vio a Ivo muy delante, pero ¿dónde estaba Despina? Ah, sí, allí, justo al lado de su hermano mayor. Ella lo saludó muy excitada y él le devolvió el saludo, mientras se reunía con las madres que esperaban delante de las casas. Las oyó cuchichear sobre Arrendajo y de cómo éste protegería a sus hijos, ahora que había rescatado de la muerte al Bailarín del Fuego. Sí, el sol volvía a lucir sobre Umbra. Había retornado la esperanza y él, Fenoglio, le había dado un nombre: Arrendajo.
Pájaro Tiznado se despojó de la capa, tan pesada y valiosa que con lo que costó seguro que habrían podido alimentarse durante meses todos los niños que se apiñaban en la plaza del mercado. Un duende trepó al estrado con bolsas llenas de polvo de alquimista colgadas, con las que el chapucero alimentaba las llamas para que lo obedecieran. Pájaro Tiznado aún temía al fuego. Se le notaba a las claras. A lo mejor para entonces hasta lo temía más, y Fenoglio observó con desagrado el comienzo de la función. Las llamas brotaron y sisearon, respiraron un humo de color cardenillo que hizo toser a los niños, y se cerraron formando puños amenazadores, garras y bocas que lanzaban dentelladas. Sí, Pájaro Tiznado había aprendido. Ya no blandía un par de antorchas ni escupía las llamas a una altura tan paupérrima que todos musitaban el nombre de Dedo Polvoriento. El fuego con el que jugaba parecía radicalmente distinto. Era su hermano oscuro, una pesadilla de llamas, pero los niños admiraban ese espectáculo de abigarrada maldad fascinados y atemorizados al tiempo, se sobresaltaban cuando se abalanzaban sobre ellos con sus garras rojas y suspiraban aliviados cuando se convertían en humo… aunque sus nubes irritantes quedaban suspendidas en el aire y les hacían llorar. ¿Era verdad lo que se murmuraba? ¿Que ese humo nublaba de tal modo los sentidos que uno veía más de lo que realmente había allí? «Bueno, pues de ser así, a mí no me hace efecto», pensó Fenoglio frotándose los ojos escocidos. «¡Una farsa lamentable, eso es todo lo que veo!»
Las lágrimas corrían por su nariz, y cuando se volvió para limpiarse el humo y el hollín de los ojos, vio salir a trompicones de la calle que subía hasta el castillo a un muchacho, mayor que los niños de la plaza, lo suficiente para ser uno de los soldados imberbes de Violante. Mas no vestía uniforme. Su rostro le resultó a Fenoglio de lo más familiar. ¿Dónde lo había visto antes?
—¡Luc! —gritó—. ¡Luc! ¡Corre! ¡Corred todos!
Tropezó, cayó al suelo… y se arrastró justo a tiempo dentro de la entrada de una casa, antes de que el jinete que iba detrás de él lo atropellase con su caballo.
Era Pífano. Refrenó su montura mientras detrás de él una docena de hombres de la Hueste de Hierro surgían de la calle que ascendía hasta el castillo. Salían de todas partes, de la calle de los herreros y de la de los carniceros, salían de todas las callejuelas que desembocaban en el mercado, casi sosegadamente, sobre sus poderosos caballos, tan acorazados como sus amos.
Pero los niños seguían desprevenidos, con la vista fija en Pájaro Tiznado. No habían oído los gritos de advertencia del muchacho. Tampoco veían a los soldados. Sólo miraban al fuego, mientras las madres gritaban sus nombres. Cuando los primeros giraron la cabeza, ya era demasiado tarde. La Hueste de Hierro hizo retroceder a las mujeres llorosas, mientras cada vez más soldados brotaban de las calles para formar un cerco de hierro alrededor de los niños.
Con qué horror se daban la vuelta los pequeños. De repente el asombro se trocó en puro terror. Y cómo lloraban. ¡Fenoglio jamás olvidaría ese llanto! Permanecía allí impotente, con la espalda apoyada contra un muro, mientras cinco miembros de la Hueste apuntaban sus lanzas contra él y contra las mujeres. No hacía falta más. Cinco lanzas para mantener en jaque a ese pequeño grupo. A pesar de todo, una de las mujeres corrió hacia ellos, pero un soldado la derribó con el caballo. Luego cerraron el cerco de espadas, mientras Pájaro Tiznado, a una inclinación de cabeza de Pífano, apagaba las llamas y, sonriendo, hacía una reverencia a los niños que lloraban.
Los condujeron arriba, al castillo, igual que un rebaño de ovejas. Algunos de los niños sintieron tal pánico que corrieron entre los caballos. Quedaron tirados sobre el empedrado como juguetes rotos. Fenoglio gritó los nombres de Ivo y Despina, pero su voz se fundió con todas las demás, con todos los alaridos, con todos los llantos. Cuando la Hueste de Hierro dejó libres a las madres, corrió a trompicones con ellas hacia los niños ensangrentados que habían dejado atrás, observó sus rostros blanquecinos, embargado por el miedo de reconocer a Despina o a Ivo. No figuraban entre ellos, pero a Fenoglio le pareció como si no obstante conociera sus caras, esas caras diminutas. Demasiado jóvenes para morir, demasiado jóvenes para el dolor y el espanto. Aparecieron dos Mujeres Blancas, sus ángeles de la muerte, y las mujeres se inclinaron sobre los niños y les taparon los oídos contra los susurros blancos. Habían muerto tres niños, dos varones y una niña. Ellos ya no necesitaban a las Mujeres Blancas para pasar al otro lado.
Junto a uno de los niños muertos se arrodillaba el que había salido gritando de la calle con su inútil advertencia. Alzaba los ojos clavándolos en el estrado, su joven rostro poseído por el odio. Pero Pájaro Tiznado había desaparecido, como si se hubiera esfumado en el humo venenoso que continuaba suspendido formando espesos jirones sobre la plaza del mercado. El duende, sin embargo, seguía allí, mirando atontado a las mujeres que se inclinaban sobre los niños. Después, despacio como si estuviera fuera del tiempo, comenzó a recoger las bolsas vacías que había dejado Pájaro Tiznado.
Algunas mujeres habían echado a correr detrás de los soldados y de los niños secuestrados. El resto permanecían arrodilladas, limpiando a los heridos la sangre de la frente y palpando sus pequeños miembros.
Fenoglio, incapaz de soportarlo más, se dio la vuelta y regresó tambaleándose a la calle que conducía hasta la casa de Minerva. Las mujeres, sacadas de sus casas por los gritos, pasaban a su lado en veloz carrera. ¡Ya era suficiente! ¡Suficiente! Minerva llegaba corriendo hacia él. Fenoglio balbuceó unas palabras incomprensibles, señalando hacia el castillo. Ella se alejó corriendo, detrás de las demás mujeres.
Hacía un día precioso. El sol calentaba como si el invierno estuviera muy lejano.
¿Podría olvidar alguna vez los llantos?
Fenoglio se asombró de que sus piernas lograsen subir por la escalera su corazón pesado por las lágrimas.
—¡Cuarzo Rosa!
Apoyado en su escritorio, buscó pergamino, papel, algo sobre lo que se pudiera escribir.
—¡Maldita sea, Cuarzo Rosa! ¿Dónde te has metido?
El hombre de cristal atisbaba desde el nido donde vivían las hadas de colores de Orfeo. ¿Qué demonios hacía allí arriba? ¿Retorcerles sus estúpidos pescuezos?
—¡Si piensas enviarme de nuevo a espiar a casa de Orfeo, olvídalo! —le gritó—. El tal Hematites tiró por la ventana al hombre de cristal que Orfeo trajo en sustitución de su hermano. Quedó tan hecho añicos, que lo tomaron por los restos de una botella de vino.
—No te necesito para espiar —rugió Fenoglio con la voz ahogada por el llanto—. ¡Afílame las plumas! ¡Remueve la tinta! Vamos, ¿a qué esperas?
Ay, el llanto.
Dejándose caer en la silla, enterró la cabeza entre las manos. Las lágrimas corrían entre sus dedos y goteaban sobre su escritorio. Fenoglio no se acordaba de haber llorado nunca así. Sus ojos permanecieron secos incluso cuando murió Cósimo. ¡Ivo! ¡Despina!
Oyó cómo el hombre de cristal caía de golpe sobre su cama. ¿No le había prohibido saltar sobre el saco de paja desde los nidos de hada? Bueno, daba igual, que se partiera su cuello de cristal.
¡Ay, tanta desgracia tenía que terminar o acabaría destrozando de verdad su viejo corazón!
Oyó cómo Cuarzo Rosa trepaba a toda prisa por el pupitre.
—Toma —musitó el hombre de cristal tendiéndole una pluma recién afilada.
Fenoglio se limpió las lágrimas de la cara con la manga. Sus dedos temblaban cuando cogió la pluma.
El hombre de cristal colocó una hoja de papel y empezó a remover la tinta con celeridad.
—¿Dónde están los niños? —preguntó—. ¿No querías ir con ellos al mercado?
Otra lágrima cayó sobre la hoja en blanco, y el papel la absorbió con avidez. «¡Sí, sí, así es esta maldita historia!», pensó Fenoglio. «Se alimenta de lágrimas.» ¿Y si Orfeo hubiera escrito lo que había sucedido en el mercado? Se decía que desde que Dedo Polvoriento le había hecho una visita, apenas salía de casa y tiraba botellas por la ventana. ¿Acaso movido por la furia había escrito palabras capaces de matar a unos niños?
«¡Basta, Fenoglio, deja de pensar en Orfeo! ¡Escribe tú!» Ojalá la hoja no estuviese tan vacía.
—Vamos, hombre —musitó—. Acudid ya, malditas palabras. Son niños. ¡Niños! Salvadlos.
—¿Fenoglio? —Cuarzo Rosa lo miraba preocupado—. ¿Dónde están Ivo y Despina? ¿Qué ha ocurrido?
Fenoglio se limitó a enterrar su rostro entre las manos. ¿Dónde estaban las palabras que volvieran a abrir la malhadada puerta del castillo, que rompieran las lanzas y tostasen a Pájaro Tiznado en su propio fuego?
Cuarzo Rosa se enteró por Minerva de lo sucedido, cuando ésta regresó del castillo sin sus hijos. Pífano había soltado otro discurso.
—Dice que está harto de esperar —contó Minerva con voz átona—. Que nos da una semana para entregarle a Arrendajo. Si no, se llevará a nuestros hijos a las minas.
Después bajó a la cocina vacía, donde seguramente seguirían sobre la mesa los cuencos del desayuno de Ivo y Despina.
Fenoglio siguió sentado ante la hoja virgen, en la que únicamente se veían las huellas de sus lágrimas. Una hora, y otra, y otra. Hasta muy entrada la noche.
«Quiero ser útil», comenzó a decir Homer, pero Larch no quiso escuchar.
«Entonces no te está permitido esconderte», repuso Larch. «Ni apartar la vista.»
John Irving
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El consejo de Dios y la aportación del diablo
Resa escribía, con la cara pálida y su mejor letra. Igual que antaño, cuando se sentaba en el mercado de Umbra vestida de hombre para ganarse el pan escribiendo. El antiguo hombre de cristal de Orfeo le removía la tinta. Dedo Polvoriento había llevado a Jaspe al campamento de los bandidos. Y a Farid.
Ésta es la respuesta de Arrendajo,
escribió Resa mientras Mo estaba a su lado.
Dentro de tres días se entregará a Violante, viuda de Cósimo y madre del legítimo heredero de Umbra. A cambio, Pífano dejará libres a los niños de Umbra, de los que se apoderó con artes taimadas, y rubricará su seguridad para siempre con el sello de su señor.
En cuanto se haya cumplido esta condición, Arrendajo se mostrará dispuesto a curar el Libro Vacío que encuadernó para Cabeza de Víbora en el Castillo de la Noche.
Meggie veía cómo la mano de su madre escribía con cierta vacilación. Los bandidos, a su alrededor, la observaban. Una mujer que sabía escribir… Ninguno de ellos dominaba ese arte, excepto Baptista. Ni siquiera el Príncipe Negro. Todos ellos habían intentado disuadir a Mo de su decisión, hasta Doria, que había intentado advertir a los niños de Umbra, y que después había tenido que presenciar cómo Pífano los capturaba y al mismo tiempo era asesinado Luc, su mejor amigo. En vano.
Pero había uno que no había intentado disuadir o convencer a Mo. Era Dedo Polvoriento.
Parecía casi como si nunca hubiera estado ausente, aunque su rostro estaba ahora libre de cicatrices. La misma sonrisa enigmática de siempre, la misma inconstancia. A veces se quedaba, para volver a desaparecer después. Como un fantasma. Meggie se sorprendía continuamente pensando en eso… y sin embargo percibía al mismo tiempo que Dedo Polvoriento estaba más vivo que nunca, más vivo que cualquier otro.
Mo miró en su dirección, pero Meggie no estuvo segura de si la veía realmente. Desde que había regresado de las Mujeres Blancas, parecía haberse convertido más que nunca en Arrendajo.
¿Cómo podía entregarse prisionero? ¡Pífano lo mataría!
Resa terminó de escribir la carta. Miró a Mo, como si por un momento confiase en que arrojaría el pergamino al fuego. Pero no, sólo le arrebató la pluma de la mano y puso su emblema bajo las palabras mortales… una pluma y una espada, formando una cruz, como ponían los campesinos en lugar de su nombre porque no entendían nada de letras.
No.
¡No!
Resa agachó la cabeza. ¿Por qué callaba? ¿Por qué esta vez no derramaba lágrimas que le hicieran cambiar de opinión? ¿Las había gastado todas en la noche interminable entre las tumbas en las que ellas habían esperado en vano su regreso? ¿Sabía Resa lo que Mo había prometido a las Mujeres Blancas para que les permitieran regresar a Dedo Polvoriento y a él?
—Es posible que tenga que ausentarme pronto.
Eso era todo cuanto había dicho a Meggie, y cuando a continuación ella preguntó aterrorizada:
—¿Ausentarte? ¿Adonde?
Él se limitó a responder:
—¡Deja de preocuparte! Dondequiera que sea… yo ya he visitado a la Muerte y he regresado sano y salvo. No creo que haya nada más peligroso, ¿verdad?
Meggie tendría que haber seguido preguntando, pero estaba demasiado alegre por no haberlo perdido para siempre, tan indescriptiblemente alegre…
—¡Estás loco, lo digo y lo repito!
Birlabolsas estaba borracho. Colorado como un tomate, cortó el silencio opresivo con su voz bronca, tan abruptamente que del susto al hombre de cristal casi se le cayeron las plumas que le había entregado Mo.
—¡Ponerse en manos de la ralea de la Víbora, confiando en que pueda protegerte del de la nariz de plata! Bien pronto te desengañará. Y aunque Pífano te deje vivir… ¿crees acaso que la hija de su señor te ayudará a escribir en el maldito libro? ¡La Muerte debió apoderarse de tu discernimiento! La Fea te venderá por el trono de Umbra. Y Pífano, a pesar de todo, enviará a los niños a las minas.