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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (64 page)

BOOK: Muerte de tinta
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¿Dónde estaba él? ¿Dónde estaba Mo?

Pífano lo ha encerrado en una jaula.
Tullio no había podido describirle dónde se encontraba esa jaula. En un patio, había tartamudeado, en un patio con pájaros pintados. Resa había oído hablar de los muros pintados del castillo. Desde fuera, por el contrario, eran casi negros, ensamblados con la piedra oscura que abundaba en la orilla. Se alegró de no tener que cruzar el puente. Era un hervidero de soldados. Llovía, y bajo ella las gotas dibujaban círculos interminables en el agua. Pero su cuerpo era liviano, y volar era una sensación maravillosa. Veía debajo su reflejo, raudo como una flecha sobre las olas, y al final se alzaron hacia ella las torres, los muros reforzados, los tejados de un gris apizarrado y entre ellos los patios, oscuros como agujeros abiertos en el dibujo de piedra. Árboles desnudos, perreras, un pozo, un jardín helado y soldados por todas partes. Jaulas…

No tardó en encontrarlas. Pero antes vio a Dedo Polvoriento, tirado sobre el empedrado gris como un hatillo de ropa vieja. Oh, Dios. Nunca habría querido volver a verlo así. Un niño, a su lado, contemplaba el cuerpo inmóvil como si esperase a que se moviera de nuevo… como ya había acontecido una vez si las canciones de los juglares no mentían. «No mienten», quiso gritarle ella desde arriba. «Yo he sentido sus manos cálidas. Lo he visto sonreír de nuevo y besar a su mujer.» Pero al verlo tendido, le pareció que no se había movido desde que falleció en la mina. No vio las jaulas hasta que descendió hasta uno de los tejados cubiertos con pizarra. Estaban todas vacías. Ni rastro de Mo. Jaulas vacías y un cuerpo vacío… Quiso dejarse caer como una piedra, estrellarse contra el suelo empedrado y quedarse tendida e inmóvil como Dedo Polvoriento.

El niño se volvió. Era el mismo que había visto erguido entre las almenas de Umbra. El hijo de Violante. Hasta Meggie, que siempre atraía a su regazo con enorme ternura a cualquier niño, hablaba con aversión de Jacopo. Por un momento éste alzó la vista hacia Resa, como si captara a la mujer que se ocultaba tras las plumas, pero después volvió a inclinarse sobre el muerto, rozó el semblante rígido… y se incorporó cuando alguien gritó su nombre.

Esa voz ahogada era inconfundible.

Pífano.

Resa aleteó hasta una cumbrera.

—Ven ahora mismo, tu abuelo quiere verte —Pífano agarró al niño por el pescuezo y lo empujó con rudeza hacia la escalera más próxima.

—¿Para qué? —la voz de Jacopo parecía una ridícula copia de la de su abuelo, pero también era la voz de un niño pequeño, perdido en el mundo de los mayores, sin padre… y sin madre, a juzgar por lo que Roxana había contado del desamor de Violante.

—¿Para qué va a ser? Desde luego no se muere de ganas de disfrutar de tu quejumbrosa compañía —Pífano hundió el puño en la espalda de Jacopo—. Quiere saber lo que te cuenta tu madre cuando te quedas a solas con ella en sus aposentos.

—Ella no me habla.

—Oh, pues eso no es bueno. ¿Qué vamos a hacer contigo si no vales como espía? A lo mejor tendríamos que entregarte al íncubo. Lleva mucho tiempo sin comer y si dependiera de tu abuelo, tardaría mucho en hincarle el diente a Arrendajo.

El íncubo.

Así que Tullio no había mentido. En cuanto las voces se extinguieron, Resa descendió hasta Dedo Polvoriento. Pero la golondrina no pudo reír ni llorar. «Vuela tras Pífano, Resa», se dijo mientras se posaba sobre las piedras mojadas por la lluvia, «busca a Mo. Ya no puedes hacer nada por el Bailarín del Fuego, igual que entonces…». Ella agradeció que el íncubo no lo hubiera devorado como a Birlabolsas. Tenía la mejilla yerta cuando apretó contra ella su cabeza cubierta de plumas.

—¿Cómo has conseguido ese bonito vestido de plumas, Resa?

El susurro brotó de la nada, de la lluvia, del aire húmedo, de la piedra pintada, no de los labios fríos. Pero era la voz de Dedo Polvoriento, áspera y suave a la vez, tan familiar. Resa giró rauda su cabeza, de pájaro… y le oyó reír en voz baja.

—¿No volviste la cabeza, igual, en las mazmorras del Castillo de la Noche? Entonces también era invisible, según recuerdo, pero sin cuerpo es muchísimo más divertido. Aunque no se puede disfrutar mucho tiempo de la diversión. Me temo que si lo dejo mucho más ahí tirado sin habitarlo, pronto dejará de sentarme bien, y entonces ni siquiera la voz de tu marido podrá traerme de vuelta. Amén de que sin la ayuda de la carne uno olvida pronto quién es. Reconozco que yo casi lo había olvidado… hasta que te he visto.

Cuando el muerto se movió, pareció como si se despertara de un sueño. Dedo Polvoriento se apartó el pelo mojado de la cara y se miró como si tuviera que convencerse de que todavía le sentaba bien su cuerpo. Justo eso había soñado Resa la noche después de su muerte, pero entonces él no había vuelto a abrir los ojos. Hasta que Mo lo despertó.

Mo. Aleteó hasta posarse en el brazo de Dedo Polvoriento, pero cuando ella abrió el pico él se llevó el dedo a los labios en un gesto de advertencia. Con un ligero silbido llamó a Gwin a su lado, luego columbró la escalera por la que había subido Pífano con Jacopo, las ventanas que tenían a la izquierda y la torre del mirador que proyectaba su sombra sobre ellos.

—Las hadas hablan de una planta que convierte a las personas en animales y a los animales en personas —susurró él—. Pero dicen también que es muy peligroso utilizarla. ¿Cuánto tiempo llevas con las plumas?

—Unas dos horas.

—Entonces ha llegado el momento de despojarte de ellas. Por suerte este castillo dispone de numerosas estancias olvidadas, y yo las he inspeccionado todas antes de la llegada de Pífano —alargó la mano, y Resa clavó las patas en su piel, de nuevo caliente. ¡Vivía! ¿O no?—. He traído conmigo desde el reino de la muerte algunas cualidades muy útiles —susurró Dedo Polvoriento mientras bajaba por un corredor decorado con pinturas de peces y ondinas, como si el lago se los hubiera tragado a los dos—. Puedo desprenderme de este cuerpo como si fuera un vestido, insuflar alma al fuego y leer el corazón de tu marido mejor que las letras que me enseñaste con tanto esfuerzo.

Abrió una puerta. La estancia no disponía de ventanas, pero Dedo Polvoriento susurró y las paredes se cubrieron de chispas, como si les creciera una piel de fuego.

Cuando Resa escupió las semillas que se había metido debajo de la lengua, faltaban dos, y por un terrible momento temió haberse convertido en un pájaro para siempre, pero aún recordaba su cuerpo. Cuando recuperó la figura humana, se acarició el vientre sin querer y pensó si el niño que llevaba en su seno se transformaría también con las semillas. La idea le produjo tal pánico que estuvo a punto de vomitar.

Dedo Polvoriento alzó una pluma de golondrina que estaba a sus pies, y la contempló meditabundo.

—Roxana está bien —le informó Resa.

—Lo sé —repuso risueño.

Parecía saberlo todo, así que no le habló de Birlabolsas ni de Mortola, ni le contó que el Príncipe Negro había estado al borde de la muerte. Y Dedo Polvoriento tampoco le preguntó por qué había seguido a Mo.

—¿Qué pasa con el íncubo? —la mera mención de la palabra la aterrorizaba.

—Me escapé justo a tiempo de entre sus dedos negros —se pasó la mano por la cara como si quisiera limpiarse una sombra—. Por fortuna a los de su especie no les interesan los muertos.

—¿De dónde ha salido?

—Lo ha traído Orfeo. Le sigue como un perro.

—¿Orfeo? —pero ¡eso era imposible! Orfeo estaba en Umbra, emborrachándose de vino y autocompasión desde que Dedo Polvoriento le arrebató el libro.

—Sí, Orfeo. No sé cómo lo ha hecho, pero ahora sirve a la Víbora. Y acaba de conseguir que arrojen a tu marido a una de las mazmorras, a uno de los agujeros ubicados debajo del castillo.

Por encima de ellos resonaron unos pasos, pero se extinguieron de nuevo.

—Llévame a su lado.

—No puedes ir con él. Los agujeros son profundos y están bien vigilados. A lo mejor lo consigo solo, los dos llamaríamos demasiado la atención. En cuanto descubran que el Bailarín del Fuego ha regresado nuevamente de entre los muertos, el castillo será un hervidero de soldados.

No puedes ir con él… Espera aquí, Resa… Es demasiado peligroso.
Ella no podía seguir escuchándolo.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó—. Has dicho que puedes leer su corazón.

Ella leyó la respuesta en los ojos de Dedo Polvoriento.

—Un pájaro llamará la atención menos que tú —dijo Resa, y antes de que pudiera detenerla, se introdujo las semillas en la boca.

NEGRURA

Tú eres el pájaro cuyas alas vinieron al despertarme en la noche, y te llamé sólo con los brazos, pues tu nombre es una sima honda cual mil noches.

Rainer Maria Rilke
,
El ángel custodio

El agujero al que arrojaron a Mo era mucho peor que la torre del Castillo de la Noche y que el calabozo de Umbra. Lo habían bajado mediante una cadena, las manos atadas, cada vez más hondo hasta que la oscuridad cegó sus ojos. Pífano, desde arriba, le describía con su voz nasal cómo traería a Meggie y a Resa y las mataría ante sus ojos. Como si eso supusiera alguna diferencia. Meggie estaba perdida. La Muerte se la llevaría igual que a él. Pero a lo mejor la Gran Transformadora perdonaba la vida al menos a Resa y a la criatura nonata, si se negaba a encuadernar otro libro a Cabeza de Víbora. «Tinta, Mortimer, tinta negra, eso es lo que te rodea.» Le costaba respirar en esa húmeda nada. Sin embargo, le inundaba una extraña serenidad al pensar que ya no dependía de él seguir siendo el narrador de esa historia. Estaba tan harto de eso…

Se dejó caer sobre las rodillas. La piedra húmeda parecía el fondo de un pozo. De pequeño siempre le había aterrorizado caer a un pozo y luego morir de hambre allí, indefenso y solo. Se estremeció y deseó el fuego de Dedo Polvoriento, su luz y su calor. Pero Dedo Polvoriento había muerto. Eliminado por el íncubo de Orfeo. Mo creyó oírlo respirar a su lado, con tal claridad que buscó los ojos rojos en medio de aquella negrura. Pero allí no había nada, ¿verdad?

Oyó pasos y miró hacia arriba.

—¿Qué, te gusta estar ahí abajo?

Orfeo apareció en el borde del agujero. La luz de su antorcha no alumbraba hasta el fondo, el agujero era demasiado profundo, y Mo retrocedió sin darse cuenta para que lo amparase la oscuridad. Como un animal enjaulado, Mortimer.

—Oh, ¿así que ya no hablas conmigo? Es natural —Orfeo sonrió, muy satisfecho de sí mismo, y la mano de Mo se deslizó hacia donde tenía oculto el cuchillo que Baptista había escondido con tanto esmero y que Pulgarcito, no obstante, había encontrado.

Se imaginó clavándoselo a Orfeo en su vientre fofo. Una y otra vez. Las imágenes que evocaba su odio indefenso eran tan sangrientas que sintió náuseas.

—Estoy aquí para relatarte la continuación de esta historia. Porque quizá sigues creyendo todavía que interpretas en ella el papel protagonista.

Mo cerró los ojos y apoyó la espalda en la pared húmeda. «Déjalo hablar, Mortimer. Piensa en Resa, y en Meggie…» O ¿mejor no? ¿Cómo había llegado a enterarse Orfeo de la existencia de la cueva?

«Todo está perdido», musitó una voz en su interior. «Todo.» La serenidad que le había invadido desde la aparición de las Mujeres Blancas se había desvanecido. «¡Volved!», quiso susurrar. «¡Por favor, protegedme!» Pero no vinieron. En lugar de eso las palabras le roían el corazón como gusanos pálidos. ¿De dónde venían? «Todo está perdido. ¡Abandona, Mortimer!» Pero las palabras seguían alimentándose y él se encorvó como si estuviera aquejado de un dolor físico.

—¡Qué callado estás! ¿Las sientes ya? —Orfeo se echó a reír, satisfecho como un niño—. Sabía que surtiría efecto. Lo supe nada más leer la primera canción. Sí, vuelvo a tener un libro, Mortimer. Tengo tres, nada menos, llenos a rebosar con las palabras de Fenoglio, y dos tratan únicamente de Arrendajo. Violante los trajo con ella a este castillo. Es muy amable, ¿no te parece? Como es lógico, he tenido que hacer algunos cambios, unas palabras por aquí, otras por allá. Fenoglio trata con mucha amabilidad a Arrendajo, pero he logrado corregirlo.

Las canciones de Fenoglio sobre Arrendajo. Todas pulcramente copiadas por Balbulus. Mo cerró los ojos.

—Dicho sea de paso, no soy responsable del agua —gritó Orfeo desde arriba—. Cabeza de Víbora ha mandado abrir las esclusas del lago. No te ahogarás, no subirá tanto, pero desde luego no te resultará muy agradable.

En ese mismo momento Mo notó el agua. Subía por sus piernas como si la oscuridad se hubiera fluidificado, tan fría y negra que casi le cortaba la respiración.

—No, el agua no es idea mía —prosiguió Orfeo con voz de tedio—. Te conozco demasiado bien para creer que este tipo de miedo te hará cambiar de opinión. Seguramente confías en aplacar a la Muerte, aunque no has cumplido tu trato con ella. Sí, conozco lo del trato, lo sé todo… Sea como fuere… yo te quitaré esa testarudez. Te haré olvidar tu nobleza y tu virtud. Te haré olvidar todo excepto el miedo, pues las Mujeres Blancas no conseguirán protegerte de mis palabras.

A Mo le habría gustado matarlo. Con sus manos desnudas. «Pero tus manos están atadas, Mortimer.»

—Primero pensé escribir algo sobre tu mujer y tu hija, pero después me dije: No, Orfeo, así no sentirá las palabras él mismo.

Cómo disfrutaba Cara de Luna con cada palabra. Como si hubiese soñado con ese momento. «El allí arriba y yo en un agujero negro», pensó Mo, indefenso como una rata que ha caído en la trampa.

—No —prosiguió Orfeo—. No, me dije a mí mismo. Haz que sienta en su propio cuerpo el poder de tus palabras. Demuéstrale que a partir de ahora puedes jugar con Arrendajo igual que el gato con el ratón. ¡Sólo que tus garras están hechas de letras!

Y Mo las notó. Fue como si de pronto el agua se le filtrase a través de la piel y acudiese directa a su corazón. Tan negra. Y después vino el dolor. Tan intenso como si Mortola hubiese disparado una segunda vez, tan real que se apretó el pecho con ambas manos creyendo percibir su sangre entre los dedos. La veía, a pesar de que lo cegaba la oscuridad, tan roja sobre su camisa y sus manos, y percibía cómo le abandonaban las fuerzas, igual que antaño. Apenas acertaba a mantenerse erguido y tuvo que apoyar la espalda contra el muro para no hundirse en el agua. «Resa, Dios mío, Resa, ayúdame…»

La desesperación lo estremecía como si fuera un niño. La desesperación, la rabia y la impotencia.

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