—Para encontrar a Jaan va a necesitar más suerte —le advirtió Dirk—. Probablemente los Braith ya han cruzado el río… Y tienen los sabuesos.
—Eso no me preocupa demasiado —dijo Janacek—. Jaan corre ahora en línea recta, y yo sé algo que Lorimaar ignora: sé hacia dónde corre. ¡Una caverna, t'Larien! A mi
teyn
siempre lo intrigaron las cavernas. Cuando éramos niños, en Jadehierro, a menudo me llevaba a explorar pasajes subterráneos. Me harté de investigar minas abandonadas, y más de una vez recorrimos los subterráneos de las viejas ciudades, las ruinas rondadas por demonios. También, clanes devastados, guaridas arrasadas en antiguas altaguerras y aún plagadas de fantasmas inquietos. Jaan Vikary conocía todos esos lugares. Solía guiarme por ellos y referirme narraciones históricas acerca de Aryn alto-Piedraviva y Jamis-León Taal y los caníbales de las Moradas del Carbón Profundo. Es un narrador nato, capaz de dar vida a esos antiguos horrores.
Dirk no pudo reprimir una sonrisa.
—¿Lo asustaba, Garse?
El otro rió.
—¿Asustarme? ¡Claro! Me horrorizaba, pero con el tiempo me acostumbré. Los dos éramos jóvenes, t'Larien. Más tarde, mucho más tarde, fue en las cavernas de las colinas de Lameraan donde él y yo juramos por el hierro-y-fuego.
—De acuerdo —dijo Dirk—. De manera que a Jaan le gustan las cavernas…
—Uno de los sistemas se abre muy cerca de Kryne Lamiya —dijo Janacek, volviendo a las preocupaciones inmediatas—, y tiene otra entrada cerca de aquí. Los tres lo exploramos el primer año que estuvimos en Worlorn. Ahora, pienso que Jaan seguirá corriendo bajo tierra, si puede. Así que podremos interceptarlo —levantó el rifle.
—Nunca lo encontrará en el bosque —dijo Dirk, levantando también su arma—. Los estranguladores dificultan muchísimo la visibilidad.
—
Yo
lo encontraré —enfatizó ásperamente Janacek—. Recuerde nuestro vínculo, t'Larien: hierro-y-fuego.
—Hierro muerto, ahora —dijo Dirk, señalando con los ojos la muñeca derecha de Janacek.
El Jadehierro esbozó su típica sonrisa burlona.
—No —dijo; hundió la mano en el bolsillo, la sacó y abrió la palma, donde descansaba una piedraviva, una sola piedra, redonda y toscamente facetada, de casi el doble de tamaño de la joya susurrante de Dirk, negra y casi opaca a la luz rojiza de la mañana.
Dirk la miró, la rozó ligeramente con el dedo, la movió un poco.
—Es… fría al tacto —dijo.
Janacek frunció el ceño.
—No —dijo—. Al contrario, arde como el fuego —y se guardó la piedraviva en el bolsillo—. Hay historias, t'Larien, poemas en kavalar antiguo, cuentos que los niños escuchaban en el clan. Hasta las
eyn-kethy
conocen esas historias. Las cuentan con sus voces de mujer, pero Jaan Vikary las cuenta mejor. Pregúntele alguna vez…, acerca de lo que un
teyn
ha llegado a hacer por su
teyn.
Le responderá con grandes magias y mayores heroísmos, las increíbles glorias del pasado. Yo no sé contar historias, si no le diría yo mismo. Tal vez usted entonces atine a comprender qué significa ser
teyn
de un hombre y estar vinculado por el hierro.
—Tal vez ya lo comprendo —dijo Dirk.
Sobrevino un prolongado silencio. Los dos permanecieron de pie en la roca musgosa, a medio metro de distancia, frente a frente, y Janacek sonrió levemente mientras miraba a Dirk. Abajo el río corría incesante, y el fragor de las aguas parecía sugerirles que se apresuraran.
—Usted no es tan malo, t'Larien —dijo al fin Janacek—. Es débil, lo sé… Tal vez porque nadie le ha dicho nunca que es fuerte.
Al principio sonó como un insulto, pero el propósito del kavalar parecía otro. Dirk se detuvo a considerarlo, y descubrió otra significación.
—Si se le da un nombre a algo… —sonrió.
Janacek asintió.
—Escúcheme, Dirk. No se lo diré dos veces. Recuerdo la primera vez que me previnieron contra los Cuasi-hombres, cuando yo era un niño en Jadehierro. Una mujer, una
eyn-kethy
(usted la llamaría mi madre, pero esas distinciones no tienen valor en mi mundo), me contó la leyenda. Pero me la contó de otro modo. Los Cuasi-hombres contra los que me previno no eran los demonios de quienes más tarde me hablarían los altoseñores. Eran sólo hombres, decía ella, no engendros de otro mundo emparentados con los sorbealmas. Pero en cierto modo cambiaban de forma, pues no tenían una forma verdadera. Eran hombres en quienes no se podía confiar, hombres que habían olvidado sus códigos, hombres sin vínculos. No eran reales; eran una ilusión de humanidad, carente de sustancia, ¿comprende? La
sustancia
de lo humano…, es un nombre, un vínculo, una promesa. Está dentro de nosotros, aunque la llevamos en el brazo. Eso me dijo ella. Por eso los kavalares tienen
teyns
, decía, y salen en pareja… Porque la ilusión puede solidificarse y adquirir realidad si uno la acuña en hierro.
—Un bonito discurso, Garse —dijo Dirk cuando el otro terminó—. ¿Pero qué efecto ejerce la plata en el alma de un Cuasi-hombre?
Un destello de cólera atravesó fugazmente la cara de Janacek, como la sombra de una cabeza de tormenta.
—Había olvidado su sabiduría kimdissi —dijo luego el kavalar, sonriendo—. Otra cosa que aprendí en mi juventud fue no discutir nunca con un intrigante —echándose a reír, tendió el brazo y apretó con firmeza la mano de Dirk—. Basta. Nunca nos entenderemos del todo, pero puedo ser su
amigo
si usted puede ser mi
keth.
Dirk se encogió de hombros, extrañamente conmovido.
—De acuerdo —dijo.
Pero Garse ya se disponía a partir. Soltó el brazo de Dirk y tecleó los controles hasta remontarse un metro, y luego pasar sobre el río. Avanzaba rápidamente, inclinado hacia adelante, una silueta estilizada y grácil. El sol relumbraba en la melena roja, y las ropas restallaban y destellaban cambiando de color. A mitad de camino por encima de las aguas torrentosas, Garse volvió la cabeza y le gritó algo a Dirk, pero el fragor de la correntada ahogó las palabras y Dirk sólo percibió el tono, exultante y salvaje.
Demasiado agotado para echarse a volar de inmediato, se quedó mirando hasta que Janacek llegó a la orilla opuesta. Deslizó la mano libre en el bolsillo, y acarició la joya susurrante. No parecía tan fría como antes, y las promesas —¡oh, Jenny!— resonaban débilmente.
Janacek sobrevolaba los árboles amarillos, y su silueta se encogía rápidamente en el cielo gris y carmesí. Dirk le siguió con desgana.
Janacek podía referirse desdeñosamente a los patines, tildándolos de 'juguetes', pero sin duda, sabía cómo usarlos. Pronto se remontó muy lejos de Dirk, trepando en el viento hasta elevarse unos veinte metros sobre la floresta. La distancia que les separaba parecía aumentar progresivamente; Janacek, al contrario de Gwen, no estaba dispuesto a detenerse y esperar a que Dirk le alcanzara.
Dirk se contentó con perseguirle. El Jadehierro era fácil de ver (estaban solos en el cielo lúgubre) y no había peligro de perderse. Nuevamente voló impulsado por los vientos de Oscuralba, que le soplaban en la espalda mientras él se abandonaba a oscuras divagaciones. Despierto, tuvo extraños sueños acerca de Jaan y Garse, de vínculos de hierro y joyas susurrantes, de Ginebra y Lanzarote, quienes —advirtió de pronto— también habían faltado a sus juramentos.
El río desapareció. Pasaron de largo sobre lagos apacibles, y luego sobre la colonia de hongos blancos que formaba una costra sobre el bosque. Una vez oyó Dirk los ladridos de la jauría de Lorimaar, muy atrás, traídos por el viento. No se alarmó.
Viraron hacia el sur. Janacek era un punto pequeño y negro, plateado y centellante cuando el sol rebotaba en la placa metálica. Cada vez más pequeño. Dirk lo seguía, un pájaro torpe. Finalmente Janacek empezó a descender hacia la arboleda.
Era un paraje inhóspito. Más rocoso que los demás, con unas pocas colinas ondulantes y estribaciones de piedra negra estriada de oro y plata. Los estranguladores proliferaban por todas partes. Dirk miraba aquí y allá en busca de un solo cono de plata, un viudo azul o un elegante y oscuro árbol fantasma. Un laberinto amarillo se extendía ininterrumpidamente hasta el horizonte. Se oían chillidos frenéticos de los espectros arbóreos, y se los veía revolotear con sus alas minúsculas.
El gemido de un banshi rasgó el aire, y un escozor inexplicable hormigueó en la médula de Dirk. De golpe miró a lo lejos y vio una pulsación luminosa.
Breve e intenso, irritante para sus ojos fatigados, ese repentino dedo de luz parecía ajeno a este mundo gris y crepuscular. Era ajeno, pero estaba allí. Una llamarada tensa y salvaje que nacía en el bosque y se perdía en el cielo.
Janacek era un pequeño muñeco de trapo allá adelante, cerca de la luz. El haz delgado y escarlata lo alcanzó y tocó rápida y fugazmente la plataforma plateada; la imagen persistió en los ojos de Dirk. Absurdamente, Janacek se tambaleó y agitó los brazos. Una vara negra se le deslizó del brazo y él desapareció entre los estranguladores para estrellarse contra las ramas entrelazadas.
Ruidos. Dirk oía ruidos. La música de ese infatigable viento invernal. Crujidos de ramas, seguidos por alaridos de dolor y de furia, animales y humanos, humanos y animales, ambas cosas y ninguna a la vez. Las torres de Kryne Lamiya fulguraban en el horizonte, brumosas y traslúcidas, y entonaban un canto a la muerte.
Los alaridos cesaron de pronto; las torres blancas se diluyeron en el aire y el viento que impulsaba a Dirk barrió todos los fragmentos. Dirk descendió, y aprestó el láser…
En el follaje donde se había precipitado Garse Janacek se abría un agujero negro: ramas amarillas retorcidas y rotas, una cavidad del tamaño de un hombre. Oscura. Dirk revoloteó alrededor y no pudo ver a Janacek ni el suelo del bosque, tan densas eran las sombras. Pero en la rama superior vio un jirón de tela desgarrada que flameaba al viento cambiando de color. Encima, un pequeño fantasma montaba guardia solemnemente.
—¡Garse! —gritó Dirk, sin preocuparse por el enemigo al acecho, el hombre del láser.
Los espectros arbóreos respondieron con un coro de chillidos. Oyó ruidos entre los árboles; la luz del láser centelló otra vez. No hacia arriba, sino horizontalmente, un imposible rayo de sol en la penumbra del bosque. Dirk revoloteaba indeciso. Un espectro arbóreo se posó en una rama, debajo de él; lo miraba con extraño descaro con sus ojos líquidos, las alas desplegadas y tiritando al viento. Dirk apuntó el láser y disparó. El animalito se redujo a una mancha negra en la corteza amarilla.
Luego, Dirk descendió en espiral hasta encontrar un hueco apropiado para aterrizar en la espesura. El suelo del bosque era fangoso; los estranguladores, anudándose en lo alto, apenas dejaban pasar la pobre luz del Ojo del Infierno. Enormes troncos rodeaban a Dirk por todas partes; dedos amarillos y deformes, nudosos, rígidos y artríticos. Se agachó (el musgo que cubría el terreno era nauseabundo), y separó la plataforma plateada de las botas. El metal se ablandó. Luego, las sombras se abrieron en la espesura y una figura se acercó. Dirk levantó los ojos y se encontró con Jaan Vikary.
Jaan tenía la cara entrecruzada de arrugas. Estaba manchado de rojo, y en los brazos traía un cuerpo fláccido y ensangrentado, acunándolo como una madre al hijo enfermo. Garse tenía un ojo cerrado, y le faltaba el otro. Sólo tenía la mitad de la cara. La cabeza se sacudía blandamente contra el pecho de Jaan.
—Jaan…
Vikary se estremeció.
—Yo le disparé —dijo. Temblando, dejó caer el cuerpo.
En la espesura sólo se oía el resuello entrecortado de Vikary y el parloteo chillón de los espectros arbóreos.
Dirk se acercó a Janacek y le dio la vuelta. Retazos de musgo se adherían al cuerpo y absorbían la sangre como esponjas. Los espectros arbóreos le habían desgarrado la garganta, de modo que la cabeza de Garse se ladeó con un gesto voluptuoso cuando Dirk lo movió. La pesada vestimenta no había servido de protección; lo habían mordido por todas partes, cortajeando la tela tornasolada en húmedos jirones rojos. Las piernas de Janacek, aún unidas por la inútil plataforma plateada del aeropatín, se habían quebrado en la caída; fragmentos de huesos astillados sobresalían en ambas pantorrillas, en fracturas casi idénticas. La cara, totalmente roída, era lo peor. Le habían arrancado el ojo derecho. La sangre que manaba de la cuenca vacía resbalaba de la mejilla al suelo.
No había nada que hacer. Dirk se quedó mirándole, impotente. Deslizó una mano en el bolsillo de la andrajosa chaqueta de Janacek y apretó la piedraviva en el puño, luego se levantó para encarar a Jaan Vikary.
—Usted dijo…
—Que nunca le dispararía —terminó Vikary—. Sé lo que dije, Dirk t'Larien. Y sé lo que hice —hablaba con suma lentitud; cada palabra le caía de los labios como si fuera de plomo—. Nunca me propuse matarlo. Jamás. Sólo quise detenerlo, averiarle el aeropatín. Cayó en un nido de espectros arbóreos. Un nido de espectros arbóreos.
Dirk aferraba la piedraviva en el puño. No dijo nada.
Vikary se estremeció; luego habló con más vivacidad, un filo de crispación en la voz.
—Estaba persiguiéndome. Arkin Ruark me lo previno cuando me comuniqué con él en Larteyn, por videopantalla. Dijo que Garse se había unido a los Braith y había jurado matarme. No le creí —tiritó—.
¡No le creí!
Y sin embargo era cierto. Me persiguió, se unió a la cacería, tal como lo había dicho Ruark. Ruark… Ruark no está conmigo… Nosotros nunca…, y en cambio, vinieron los Braith. No sé si él, Ruark… Tal vez lo asesinaron; no sé —parecía exhausto y aturdido—. Tenía que detener a Garse, t'Larien. Él conocía la caverna. Y está Gwen de por medio. Ruark dijo que Garse en su locura procuró entregarla a Lorimaar, y yo pensé que me mentía hasta que vi a Garse persiguiéndome. Gwen es mi
betheyn
, y usted es
korariel.
Mi responsabilidad. Yo tenía que vivir, ¿comprende? Nunca me propuse esto. Fui a buscarlo, abriéndome camino con el láser… Los cachorros del nido le bullían alrededor, criaturas blancas, también adultos… Los quemé, los quemé y saqué el cuerpo —un sollozo espasmódico le azotó el cuerpo, pero Vikary reprimió las lágrimas—. Mire, usaba hierro vacío. Venía a cazarme. ¡Yo lo amaba, y él venía a cazarme!
Dirk aferraba indeciso la dureza de la piedraviva. Miró una vez más a Garse Janacek, cuyas ropas se habían teñido del color de la sangre vieja y el musgo corrupto, y luego a Jaan Vikary, que estaba a punto de estallar, el rostro pálido y los hombros temblorosos. Dale un nombre a algo, pensó Dirk; y ahora…, debía darle un nombre a Jaantony alto-Jadehierro.