Estalló un grito, una orden en kavalar antiguo; Dirk no conocía la palabra. Los enormes sabuesos atacaron, uno tras del otro, entreabriendo las fauces rojas y babeantes. Y a dos metros, el cazador saltó fuera de la zanja cuchilla en mano. Agitó el brazo y la arrojó de costado. La hoja se estrelló contra el ala del vehículo. El hombre ya se había vuelto y echaba a correr, y el sabueso ya saltaba en el aire. Dirk se dejó caer y levantó el rifle. El animal cerró las fauces en falso, pero le cayó encima, lo hizo rodar por el polvo y lo aplastó con las patas. Dirk atinó a encontrar el gatillo. Y hubo un centelleo, un hedor a pelo chamuscado y húmedo, y un gemido espantoso. El sabueso resolló débilmente, ahogándose en su propia sangre. Dirk apartó el cadáver y se apoyó en una rodilla. El Braith se había acercado a Pyr y ahora enarbolaba la hoja plateada. Al otro sabueso se le había atascado la cadena en un borde mellado del vehículo en ruinas. Cuando Dirk se levantó, el animal aulló y tironeó, y el enorme casco quemado del aeromóvil se sacudió un poco, pero la bestia seguía sujeta.
El cazador de pelo negro tenía el arma plateada. Dirk apuntó y disparó; el rayo era delgado, pero un segundo era bastante largo, y Dirk movió el rifle con brusquedad, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.
El hombre cayó al tiempo que arrojaba el arma. La hoja voló unos metros, rebotó contra el ala y se clavó en el suelo, donde quedó meciéndose al viento. Dirk siguió moviendo el rifle, derecha izquierda derecha izquierda derecha, mucho después que el cazador cayera y la luz se apagara. Finalmente el arma se recargó y disparó un segundo más, quemando sólo una hilera de estranguladores. Dirk, sobresaltado, soltó el gatillo y dejó caer el arma al suelo, cerca de sus ya insensibles pies.
El sabueso sobreviviente, apresado aún, gruñía y tironeaba. Dirk lo miró boquiabierto, casi sin comprender. Y una vez más rió. Se arrodilló, recogió el láser y se arrastró hacia los kavalares. Le llevó mucho tiempo; los pies le dolían, también el brazo, en la mordedura. El sabueso finalmente se calló. Pero no sobrevino silencio; Dirk oyó un llanto, un gimoteo entrecortado y continuo.
Se arrastró a través del polvo y las cenizas y por encima del tronco quemado de un estrangulador, hasta llegar a los cazadores. Yacían uno junto al otro. El de pelo negro, ése cuyo nombre nunca llegó a aprender y que había tratado de matarle con la cuchilla, con los perros y con la hoja plateada, yacía tieso, la boca inundada de sangre. El que sollozaba era Pyr, tendido de bruces. Dirk se arrodilló junto a él, y pasándole las manos por debajo lo dio vuelta; tenía la cara embadurnada de sangre y cenizas pues al caer se había partido la nariz, y un hilillo rojo le manaba de una fosa nasal, un trazo brillante en la mejilla ennegrecida de hollín. La cara era vieja. Pyr no cesaba de lloriquear, y aparentemente no veía a Dirk. Se aferraba el vientre con las manos. Dirk le miró un largo rato. Le tocó una mano, extrañamente suave y menuda, sin más marcas que una cicatriz negra que le recorría la palma, casi una mano de niño, que no concordaba con esa cara vieja y lampiña, y la apartó; e hizo lo mismo con la otra, para ver el orificio que había abierto en las tripas de Pyr. Un vientre enorme y un orificio pequeño y oscuro; no tenía porqué dolerle tanto. Tampoco había sangre, salvo la que brotaba de la nariz. Era casi gracioso, pero Dirk ya no tenía ganas de reírse.
Pyr abrió la boca y Dirk se preguntó si el hombre trataba de decirle algo, unas últimas palabras, tal vez, una súplica de perdón. Pero el Braith sólo lanzó un gruñido confuso y sofocado, y luego siguió gimoteando.
El bastón estaba allí cerca. Dirk lo levantó, cerró las manos alrededor del puño de madera y apoyó la pequeña hoja sobre el pecho de Pyr, en el lugar del corazón, inclinándose sobre él con todo su peso para acortarle la agonía. El enorme cuerpo del cazador se sacudió espasmódicamente y Dirk extrajo la hoja y la hundió una y otra vez, pero Pyr no se quedaba quieto. La hoja era muy corta, comprendió Dirk, y entonces decidió usarla de otro modo. Buscó una arteria en la garganta carnosa de Pyr, empuñó el bastón con firmeza, casi a la altura de la hoja, y atravesó la piel pálida y grasosa. Brotó una gran cantidad de sangre, un chorro que le dio a Dirk en la cara, hasta que soltó el bastón y retrocedió. Pyr se sacudió nuevamente y el cuello siguió manando sangre, pero cada chorro era más débil que el anterior, hasta que la fuente gorgoteó apenas y finalmente pareció secarse. Las cenizas y el polvo absorbieron buena parte de la sangre, pero aun así había mucha entre los dos; a Dirk le sorprendió que un hombre contuviera tanta sangre como para formar semejante charco. Sintió náuseas. Pero al menos Pyr estaba quieto y había dejado de sollozar.
Descansó sentado bajo la luz roja y desteñida. Escalofríos febriles le recorrían el cuerpo, y sabía que debía quitarle la ropa a los cadáveres y cubrirse, pero le flaqueaban las fuerzas. Los pies le dolían horriblemente y el brazo se le había hinchado fuera de toda medida. No durmió, pero casi perdió la conciencia. Observó cómo el Gordo Satanás se elevaba en el cielo y se acercaba al mediodía, mientras los brillantes soles amarillos resplandecían fatigosamente alrededor. Varias veces oyó los aullidos del sabueso, y una vez escuchó el ominoso chillido del banshi; se preguntó si la criatura acudiría a devorarlo a él y a los cadáveres. Pero el grito parecía muy lejano; tal vez era sólo su fiebre, o el viento, quizá.
Cuando la pátina húmeda y pegajosa que le enmarcaba el rostro se transformó en una costra parda y seca y el charco de sangre fue finalmente absorbido por el polvo, Dirk supo que debía marcharse o moriría allí. Por un rato pensó en esa posibilidad; morir parecía una idea excelente, pero no le convencía del todo. Recordó a Gwen. Jadeando de dolor se arrastró hasta el cadáver del
teyn
de Pyr y le revisó los bolsillos. Encontró la joya susurrante.
Hielo en el puño, hielo en la mente, recuerdos de promesas, mentiras, amor. Jenny. Su Ginebra, y él era Lanzarote. No podía fallarle. No. Apretujó la fría y dura lágrima en el puño, el hielo le acuchilló el alma. Se obligó a levantarse.
Después fue más fácil. Lentamente desnudó el cadáver y se vistió, aunque todo le iba muy grande y la camisa y la chaqueta tenían el frente quemado y el hombre había ensuciado los pantalones con excrementos. Dirk tomó también las botas, aunque eran demasiado pequeñas para sus pies cortajeados, y tuvo que ponerse las de Pyr, que era de pies más grandes.
Ayudándose con el rifle y el bastón de Pyr, se dirigió al bosque. Pocos metros después se detuvo y volvió la cabeza. El enorme sabueso ladraba y aullaba y tironeaba para librarse. Con cada tirón, el aeromóvil chimaba y se estremecía. Dirk pudo ver el cadáver desnudo en el polvo, y más allá la espada plateada, aún hamacándose al viento. A Pyr apenas lo veía. La sangre había teñido el traje del cazador con manchas negras y pardas y algunas motas rojas opacas, de modo que el cadáver se confundía con el suelo.
Dirk dejó al sabueso encadenado y aullando, y se internó dando tumbos en la espesura.
Dirk había corrido menos de un kilómetro desde el campamento de los cazadores hasta el aeromóvil destruido, y creyó tardar una eternidad. Al regreso tardó el doble. Luego estuvo seguro de que al caminar no estaba consciente del todo. Sólo conservaba recuerdos fragmentarios. Tambaleos y caídas, el pantalón rasgado en la rodilla. Un arroyo frío donde se detuvo a lavarse la sangre de la cara y quitarse las botas para sumergir los pies en el agua helada hasta que dejó de sentirlos. El ascenso por el promontorio de pizarra donde previamente se había caído. La oscura boca de una caverna que le prometía un reposo que él rechazó. La pérdida de la orientación, la búsqueda del sol hasta encontrar el rumbo, y una nueva pérdida de la orientación. Espectros arbóreos brincando de rama en rama entre los estranguladores, parloteando con voces chillonas; muertos hollejos blancos atisbándolo desde ramas cerúleas. A lo lejos, el prolongado y cautivante chillido del banshi. Nuevos tropezones, el aturdimiento y el miedo. El bastón rodando cuesta abajo por una ladera baja y empinada, perdiéndose entre matorrales que él no se molestó en revisar. Caminar, caminar, poniendo un pie delante del otro, apoyándose en el bastón, y en el láser, después que el bastón desapareció. Un persistente dolor en los pies. De nuevo el banshi, más cerca, casi encima de él. Las ramas entrelazadas y el cielo melancólico que él miraba tratando en vano de avistar a la criatura. Recordaba todo eso, recordaba sus pasos doloridos, y sabía que también le habían sucedido otras cosas que eslabonaban cada episodio con el siguiente, pero no podía recordarlas. Tal vez caminaba dormido. Pero no dejó de caminar.
Atardecía cuando llegó a la pequeña playa arenosa cerca del lago verde. Los aeromóviles yacían allí; uno, destrozado y sumergido en el agua, los otros tres, tendidos en la arena. No había nadie en el campamento. Delante de uno de los vehículos, el de Lorimaar, había un sabueso de guardia, sujeto a la portezuela por una larga cadena negra. La criatura estaba recostada, pero cuando se acercó Dirk, se incorporó mostrando los dientes y gruñendo. Dirk se echó a reír como un demente; después de tanto caminar y caminar, pensó, se topaba con un perro gruñón sujeto a un aeromóvil… Para eso, se hubiera quedado donde estaba.
Eludió cautelosamente al perro y se dirigió a la máquina de Janacek. Entró y cerró la pesada portezuela. La cabina era oscura y sofocante; después de sufrir tanto el frío, el calor casi le molestaba. Quería tenderse a dormir. Pero primero se obligó a revisar el gabinete de provisiones, donde encontró un maletín de primeros auxilios. Lo sacó y lo abrió. Estaba lleno de píldoras, vendas y aerosoles. Lamentó no haberle dicho a Janacek que lo tirara cerca del aeromóvil derribado, junto con el láser. Sabía que debía salir y lavarse cuidadosamente en el lago, y limpiarse las heridas antes de vendárselas. Pero la portezuela maciza y blindada era tan pesada que le quitaba las ganas de moverse otra vez. Se quitó las botas, la chaqueta y la camisa, y se roció los pies hinchados y el brazo izquierdo con un polvo que, según la etiqueta, prevenía infecciones, o las combatía, o algo por el estilo. Estaba demasiado exhausto para leer todas las instrucciones. Luego echó una ojeada a las píldoras; tomó dos antifebriles y cuatro analgésicos y dos antibióticos, sin agua; se las tragó como pudo.
Después se tendió en las placas metálicas entre los asientos. Se durmió instantáneamente.
Despertó con la boca reseca, temblando, muy nervioso; algún efecto lateral de las píldoras, seguramente. Pero de nuevo podía pensar y tenía la frente fría (aunque perlada de un sudor pegajoso), cuando se la palpó con el dorso de la mano, y los pies le dolían menos que antes. El brazo hinchado también tenía mejor aspecto, aunque seguía siendo más grande de lo normal y estaba rígido. Se puso nuevamente la camisa chamuscada y sucia de sangre, y encima la chaqueta. Recogió el maletín y salió.
Caía la tarde; hacia el oeste el cielo era rojo y naranja, y dos pequeños soles amarillos ardían intensamente contra las nubes del crepúsculo. Los Braith no habían regresado. Jaan Vikary, armado, vestido y experto, no sería tan fácil de alcanzar como Dirk, sin duda.
Caminó hasta el lago. El agua estaba gélida, pero no tardó en acostumbrarse a ella, y el fango se le escurrió blandamente entre los dedos de los pies, aliviándole. Se desnudó, sumergió la cabeza y se lavó. Luego abrió el maletín de primeros auxilios e hizo todo lo que tendría que haber hecho antes; limpiarse y vendarse los pies antes de calzarse las botas de Pyr, frotarse las heridas más graves con desinfectante, restregarse el brazo inflamado con un emplasto para mitigar reacciones alérgicas. También engulló un puñado de analgésicos, pero esta vez los tragó con agua del lago.
Cuando volvió a vestirse ya anochecía. El sabueso Braith yacía al lado del aeromóvil de Lorimaar, y roía un trozo de carne, pero no había rastros de los amos. Dirk, manteniéndose a prudente distancia del animal, se acercó al tercer aeromóvil, el que pertenecía a Pyr y su
teyn.
Podía utilizar sus provisiones con relativa impunidad; los otros Braith, al regresar a un campamento desierto, nunca sabrían que les habían sacado algo.
Adentro encontró todo un arsenal: cuatro rifles láser adornados con la típica cabeza de lobo blanca, un juego de espadas de duelo, cuchillas, una espada arrojadiza de dos metros y medio de largo y al lado una vaina vacía. Y dos pistolas echadas descuidadamente en un asiento. También encontró un armario con ropas nuevas y se cambió, luego ocultó las vestimentas desgarradas. Las ropas no le sentaban bien, pero se alegró de ponérselas. Se ciñó un cinturón de malla de acero, tomó una pistola y un gabán tornasolado largo hasta las rodillas.
Al levantar el gabán de la percha, encontró otro gabinete. Lo abrió de un tirón. Adentro había dos conocidos pares de botas y los aeropatines de Gwen. Aparentemente Pyr y su
teyn
los habían reclamado como botín.
Dirk sonrió. No se había propuesto robar un aeromóvil; era casi seguro que los cazadores lo verían de inmediato, sobre todo si los alcanzaba de día. Pero tampoco le halagaba la idea de caminar. Los patines eran la solución ideal. Se cambió rápidamente las botas, eligiendo las más grandes, aunque tuvo que dejárselas desatadas a causa de las vendas.
Las provisiones estaban en el mismo gabinete; barras de proteínas, trozos de carne seca, una pequeña porción de queso. Dirk comió el queso y guardó el resto en la mochila, junto con el otro aeropatín. Se sujetó una brújula a la muñeca derecha, se calzó la mochila en la espalda y salió a extender el tejido metálico en la arena.
Era noche cerrada. Su señal de la noche anterior, el sol de Alto Kavalaan, era una estrella brillante, roja y solitaria en el cielo del bosque. Dirk la vio y sonrió. Esta noche no lo guiaría; Jaan Vikary debía huir hacia Kryne Lamiya, en dirección opuesta. Pero la estrella aún parecía una amiga.
Tomó un rifle láser recién cargado, tecleó el control que llevaba en la palma y remontó vuelo. El sabueso se levantó y aulló lastimeramente.
Voló toda la noche, a varios metros de las copas de los árboles, consultando de vez en cuando la brújula y estudiando las estrellas. No había mucho que ver. Abajo se extendía la floresta, interminable, negra, confusa, sin fuegos ni luces que quebraran la oscuridad. A veces le parecía que estaba quieto, y eso le recordó su último viaje en aeropatín, en los subterráneos abandonados de Worlorn.