Muerte de la luz (23 page)

Read Muerte de la luz Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Muerte de la luz
13.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es cierto, lo había olvidado —frunció el ceño—. ¿Qué le habrá pasado a la Voz? No ha hablado mucho últimamente…

—La hice callar —le informó Dirk—. Pero seguramente sigue observándonos.

—¿Puedes ponerla de nuevo en funcionamiento?

El asintió y se detuvo, luego la condujo hacia una de las puertas negras más próximas. El compartimiento, como había esperado, estaba vacío; la puerta se abrió de inmediato. Adentro, la cama, la decoración, la pantalla, todo era igual. Dirk encendió la pantalla, apretó el botón con una estrella dibujada y luego apagó nuevamente el aparato.

—¿Se les ofrece algo? —preguntó la Voz.

Gwen le sonrió a Dirk con una expresión lánguida y fatigada. Estaba tan exhausta como él, según parecía. Arrugas de preocupación le aureolaban las comisuras de los labios.

—Sí —dijo Gwen—. Queremos hacer algo. Diviértenos. Danos alguna ocupación. Muéstranos la ciudad…

A Dirk le pareció que Gwen hablaba con excesiva rapidez, como si ansiara distraerse para ahuyentar algún pensamiento funesto. ¿Era preocupación por la seguridad de ambos, o por Jaan Vikary?

—Comprendo —dijo la Voz—. Les guiaré, pues, por las maravillas de Desafío, la gloria de di-Emerel renacida en el distante Worlorn.

Luego, la Voz les impartió instrucciones y ellos caminaron hacia los ascensores más cercanos para alejarse de ese reino de eternos corredores rectos color cobalto y visitar regiones más coloridas y menos monótonas.

Ascendieron a Olimpo, un salón afelpado en la misma cima de la ciudad, y miraron a través del único ventanal de Desafío hundidos en la alfombra negra hasta los tobillos.

Un kilómetro más abajo se deslizaban hileras de nubes oscuras arrastradas por un viento gélido que ellos no podían sentir. Era un día apagado y triste; el Ojo del Infierno ardía y fulguraba como de costumbre pero sus compañeros amarillos yacían ocultos por la bruma grisácea que empañaba el cielo. Desde las torres se veían las montañas lejanas y el borroso verdor del llano. Un mozo-robot les sirvió refrescos.

Caminaron hacia el hueco central; una fosa cilíndrica que atravesaba la ciudad-torre desde la cima hasta el fondo. De pie en el balcón más alto se tomaron de la mano y miraron hacia abajo: innumerables filas de balcones se perdían en un abismo de luz tenue. Luego abrieron la puerta de hierro forjado y saltaron. Y sin soltarse las manos cayeron flotando envueltos en la corriente tibia. El hueco central era una instalación recreativa donde se mantenía una gravedad artificial que apenas merecía el nombre de gravedad: era menor que la centésima parte de la normal en di-Emerel.

Pasearon por la galería exterior, un ancho corredor inclinado que subía en espiral bordeando la pared externa de la ciudad como la acanaladura de un tornillo gigantesco, de manera que el turista activo podía caminar desde la planta baja hasta la cima. Restaurantes, museos y tiendas se alineaban a ambos lados de la avenida; en el medio había carriles ahora desiertos, destinados a los coches de neumáticos-balón y los vehículos más rápidos. Una docena de aceras mecánicas (seis que subían y seis que bajaban), integraban la franja central de ese bulevar que se iba curvando ligeramente. Cuando se cansaron de caminar, subieron a una acera mecánica, luego a una más rápida y luego a otra más veloz todavía. Mientras el paisaje se deslizaba a los costados, la Voz señalaba los elementos de particular interés (en realidad, ninguno de ellos demasiado interesante).

Nadaron desnudos en el Océano Emereli, un mar artificial de agua dulce que ocupaba casi la totalidad de los niveles 231 y 232. El agua era verde, brillante y cristalina, tan límpida que se veían las algas oscilando sinuosamente en el fondo, dos niveles más abajo. Relumbraba bajo paneles de luces que producían la ilusión de un sol resplandeciente. Pequeños peces de carroña surcaban las zonas más bajas del océano; en la superficie, plantas flotantes se mecían y bogaban como hongos gigantes de fieltro verde.

Bajaron la rampa en esquíes energéticos, del centésimo nivel al primero; una excitante y vertiginosa zambullida sobre una tersa superficie de plástico. Dirk se cayó dos veces, y en cada oportunidad volvió automáticamente hacia arriba.

Inspeccionaron un gimnasio de caída libre.

Atisbaron auditorios en penumbra, construidos para albergar a miles de espectadores, y rehusaron ver las grabaciones de holodramas que les ofreció la Voz.

Comieron, apresuradamente y sin complacencia, en un café al paso en medio de un paseo comercial ahora desierto.

Vagaron por una jungla de árboles sinuosos y musgo amarillo donde las cintas magnetofónicas reproducían sonidos de animales, que reverberaban extrañamente en las paredes de ese parque vaporoso y tórrido.

Finalmente, aunque inquietos y preocupados, y no muy divertidos con el paseo, se dejaron conducir de vuelta a la habitación. Afuera, les informó la Voz, el verdadero crepúsculo se cernía sobre Worlorn.

Dirk, de pie en el angosto espacio entre la cama y la pantalla, apretó los botones de llamada. Gwen se sentó detrás. Ruark tardó mucho en contestar. Demasiado.

Dirk se preguntó con aprensión si no habría sucedido algo terrible. Pero en ese preciso instante la palpitante señal de llamada azul se extinguió y la cara rechoncha del Kimdissi cubrió la pantalla. Atrás, en una penumbra grisácea, se veía un departamento abandonado y sucio.

—¿Y bien? —dijo Dirk; miró por encima del hombro a Gwen, que se mordía el borde del labio y apoyaba la mano derecha en el brazalete de jade-y-plata que aún le ceñía el antebrazo izquierdo.

—¿Dirk? ¿Gwen? ¿Son ustedes? No puedo verles, no. Mi pantalla está a oscuras —los ojos descoloridos de Ruark parpadeaban inquietos bajo mechones ralos de pelo aún más descolorido.

—Claro que somos nosotros —exclamó Dirk—. ¿Quién otro iba a llamar a este número?

—No puedo verles —repitió Ruark.

—Arkin —dijo Gwen, aún sentada sobre la cama—, si pudieras vernos, sabrías donde estamos…

—Sí, no lo pensé. Tienes razón —Ruark cabeceó, y una doble papada se le insinuó apenas en el cuello—. Mejor es que no lo sepa.

—El duelo —urgió Dirk—. Esta mañana. ¿Qué ocurrió?

—¿Jaan está bien? —preguntó Gwen.

—No hubo duelo —les dijo Ruark—. Fui a ver, pero no hubo duelo, de veras.

Los ojos de Ruark parpadeaban inquietos, como buscando algo que mirar, supuso Dirk. O quizás el kimdissi temía que los kavalares pudieran irrumpir en el departamento vacío.

Gwen suspiró audiblemente.

—¿Entonces todos están bien? ¿Jaan?

—Jaantony goza de excelente salud, y también Garsey, y los Braith —dijo Ruark—. No hubo disparos ni muertes, pero cuando advirtieron que Dirk faltaba a la cita, todos enloquecieron.

—Cuénteme —dijo serenamente Dirk.

—Sí. Bueno, por causa de usted, el otro duelo fue postergado.

—¿Postergado? —repitió Gwen.

—Si, postergado. Se batirán, del mismo modo y con las mismas armas, pero no ahora. Bretan Braith apeló al arbitro argumentando que tenía derecho a enfrentar primero a Dirk pues si moría en el duelo con Jaan y Garsey, su disputa con Dirk quedaría sin resolver. Exigió posponer el segundo duelo hasta que encontraran a Dirk. El arbitro accedió; una herramienta de los Braith… Accedía a todo cuanto le pedían esos animales. Rosef alto-Braith, le llamaban; un hombrecito maligno, sin duda alguna.

—Los Jadehierro —dijo Dirk—, Jaan y Garse, ¿alegaron algo?

—Jaantony no. Ni una palabra. Permaneció en un ángulo del cuadrado de la muerte, mientras los demás corrían aullando de un lado al otro, portándose como kavalares. Nadie más estaba dentro del cuadrado, salvo Jaan. Se quedó allí como si el duelo fuera a empezar en cualquier momento. Garsey se enfureció mucho. Primero, al ver que usted no llegaba, hizo bromas acerca de un posible malestar. Luego se aplacó y guardó silencio; se quedó quieto como Jaan, pero más tarde la furia se le pasó un poco, creo. Así que empezó a discutir con Bretan Braith y el arbitro y el otro contrincante, Chell. Todos los Braith estaban ahí, quizá para oficiar de testigos. Yo no sabía que teníamos tanta compañía en Larteyn, de veras… Bueno, de algún modo lo sabía en abstracto, pero cuando todos se juntan en un solo lugar es diferente. También vinieron dos de Shanagato, aunque no el poeta de Acerorrojo. O sea que faltaban tres; ustedes dos y él. De lo contrario, hubiera sido como una reunión del consejo de la ciudad, con todo el mundo vestido formalmente —rió.

—¿Tiene alguna idea de lo que podría ocurrir ahora? —preguntó Dirk.

—No se preocupen. Manténganse escondidos y tomen la nave. Ellos no podrán descubrirlos. ¡Tendrían que rastrear un planeta entero! Los Braith creo que ni se molestarán; eso sí, a usted, Dirk, lo han hecho nombrar Cuasi-hombre. Bretan Braith lo exigió, y su compañero habló sobre las viejas tradiciones, igual que algunos de los otros Braith. El arbitro convino en que quien faltaba a un duelo no era un hombre verdadero. Así que tal vez ahora intenten cazarle, pero no con algún propósito en especial; usted sólo es una presa más, otra cualquiera les daría igual.

—Cuasi-hombre —dijo Dirk con voz hueca; extrañamente tenía la sensación de haber perdido algo.

—Eso en cuanto a Bretan y los demás Braith, sí. Garse, creo, se preocupará más por encontrarlo a usted, pero no lo
cazará
como a un animal. Juró que usted se batiría a duelo, con Bretan Braith y después con él. O quizá primero con él.

—¿Y Vikary? —preguntó Dirk.

—Ya le dije. No hizo ningún comentario, en absoluto.

Gwen se levantó de la cama.

—Has estado hablando sólo acerca de Dirk —le dijo a Ruark—. ¿Qué pasa conmigo?

—¿Contigo? —Ruark parpadeó—. Los Braith dijeron que también eras Cuasi-hombre, pero Garsey no lo consintió. Amenazó con batirse a duelo con cualquiera que osara tocarte. Rosef alto-Braith protestó. Quería designarte Cuasi-hombre, tal como a Dirk, pero Garsey estaba furibundo. Entiendo que los duelistas kavalares pueden retar a los árbitros que toman decisiones erróneas, así que todavía no han resuelto nada al respecto. De modo que sigues siendo
betheyn
, mi dulce Gwen, y estás bajo protección. Si te capturaran sólo te traerían de vuelta. Después serías castigada, pero sólo por Jadehierro. En verdad, no hablaron demasiado de ti; mucho más les interesa Dirk. Al fin y al cabo, no eres más que una mujer, ¿eh?

Gwen no respondió.

—Le llamaremos de nuevo en unos días más —dijo Dirk.

—Tenemos que ponernos de acuerdo de antemano, Dirk. No siempre estoy en este agujero polvoriento —Ruark se rió de su propio comentario.

—En tres días más, entonces. A esta misma hora. Tenemos que pensar cómo haremos para llegar a la nave. Me imagino que Jaan y Garse custodiarán el puerto espacial cuando llegue el momento.

Ruark asintió.

—Pensaré algo.

—¿Podrías conseguirnos armas? —preguntó repentinamente Gwen.

—¿Armas? —cloqueó el kimdissi—. Gwen, sin duda los hábitos kavalares se te han metido en la sangre. Soy de Kimdiss. ¿Qué puedo saber yo de lásers y esas cosas violentas? Puedo intentarlo por ti, sin embargo. Por mi amigo Dirk… Hablaremos de ello en la próxima oportunidad. Ahora debo cortar.

La cara del kimdissi se diluyó, y Dirk apagó la pantalla antes de volverse hacia Gwen.

—¿Quieres luchar contra ellos? ¿Te parece prudente?

—No sé —dijo ella; caminó lentamente hacia la puerta, se volvió, regresó hacia él y luego se detuvo; el compartimiento era tan pequeño que resultaba imposible pasearse aplomadamente.

—¡Voz! —exclamó de pronto Dirk, súbitamente inspirado—. ¿Hay alguna armería en Desafío? ¿Algún lugar en donde se pueda comprar lásers u otras armas?

—Lamento informarles que las normas de di-Emerel prohíben la portación de armas —respondió la Voz.

—¿Y armas deportivas? —sugirió Dirk—. ¿Para cazar o tirar al blanco?

—Las normas de di-Emerel prohíben toda clase de deportes y juegos sangrientos basados en violencia sublimada. Si ustedes pertenecen a una cultura donde se aprecian tales costumbres, por favor, tengan en cuenta que esto no implica una ofensa al mundo de ustedes. Pueden procurarse esas diversiones en otras zonas de Worlorn.

—Olvídalo —dijo Gwen—. De todos modos, fue una mala idea.

Dirk le puso las manos sobre los hombros.

—Igual no vamos a necesitar armas —dijo sonriendo—, aunque admito que me sentiría más tranquilo si tuviera una. Pero dudo de saber usarla, llegado el caso.

—Yo sí que sabría usarla —dijo ella; en sus ojos verdes había una dureza que Dirk no había visto antes. Por un segundo recordó a Garse Janacek y su mirada glacial y desdeñosa.

—¿Cómo? —dijo.

Ella gesticuló con impaciencia y encogió los hombros. Dirk apartó las manos y ella se alejó.

—Arkin y yo empleamos armas con proyectiles para nuestros estudios. Disparamos agujas de rastreo cuando tratamos de seguir las huellas de algún animal para investigar sus hábitos migratorios. Dardos soporíferos, también. Y hay aparatos sensores del tamaño de una uña, capaces de informarte cuanto quieras saber acerca de una forma de vida: cómo caza, qué come, cuándo copula, patrones cerebrales en diversas etapas del ciclo biológico. Con suficiente información de esa índole, puedes deducir el funcionamiento de todo un sistema ecológico gracias a los datos que te proporcionan las diversas especies. Pero primero tienes que instalar a tus espías, y para eso hay que inmovilizar a los sujetos con dardos. He disparado miles. Tengo buena puntería. Lástima que no se me ocurrió traerlos…

—Es diferente usar un arma con ese propósito —dijo Dirk—, que dispararle a un hombre con un láser. No he disparado con ninguna de las dos, pero no creo que se pueda comparar una con la otra.

Gwen se recostó contra la mesa y lo miró ladeando la cabeza.

—¿Crees que yo sería capaz de matar a un hombre?

—No.

Ella sonrió.

—Dirk, ya no soy la muchachita que conociste en Avalon. He pasado varios años en Alto Kavalaan; no fueron años fáciles, otras mujeres me escupieron a la cara. Garse Janacek me ha sermoneado mil veces acerca de las obligaciones del jade-y-plata. Otros kavalares me han tildado tantas veces de Cuasi-hombre y
perra-betheyn
que a menudo me sorprendo respondiéndoles —meneó la cabeza; debajo del ancho pañuelo que le ceñía la frente, los ojos eran duros como piedra verde. Jade, pensó vagamente Dirk. Jade, como en el brazalete que aún llevaba.

Other books

The Great Altruist by Z. D. Robinson
America's First Daughter: A Novel by Stephanie Dray, Laura Kamoie
Ahriman: Sorcerer by John French
Sunday Roasts by Betty Rosbottom
Making His Way Home by Kathryn Springer
Amelia Earhart by W. C. Jameson