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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

Muerte de la luz (13 page)

BOOK: Muerte de la luz
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—Podemos cambiarla —se apresuró a decir Dirk; su voz sonaba impotente, esperanzada, triunfal, desolada, preocupada, todo al mismo tiempo—. Vuelve a mí, Gwen…

Al principio Gwen no respondió. Abrió los puños separando un dedo tras de otro y se los miró con solemnidad, inhalando profundamente, haciendo girar las manos, examinándolas como a un par de extraños artefactos que le hubieran dado en ese momento. Luego las aplastó sobre la mesa y apoyándose en ellas se incorporó.

—¿Por qué? —preguntó, ya con la voz controlada y en calma—. ¿Por qué, Dirk? ¿Para que vuelva a ser tu Jenny? ¿Para eso? ¿Porque alguna vez te amé, y podrían quedar vestigios aún?

—¡Sí! Quiero decir, no. Me confundes —él también se levantó.

—Ah, pero también amé a Jaan una vez, y más recientemente que a ti —sonrió Gwen—. Y con él ahora existen otros lazos; todas las obligaciones del jade-y-plata. Contigo, en fin, sólo recuerdos, Dirk…

Sin responder, Dirk permaneció de pie y esperó. Luego la siguió hacia la puerta. El mozo-robot les interceptó, enfrentándoles con su cara de metal lisa y ovoide.

—La adición —dijo—. Número de cuenta, por favor.

—Larteyn, Jadehierro 797-742-677 —replicó Gwen con el ceño fruncido—. Registre las dos comidas en ese número.

—Registradas —dijo el robot, cediéndoles el paso; la luz del restaurante se apagó a espaldas de ellos.

La voz les tenía el auto listo. Gwen le dijo que los llevara de vuelta a la pista aérea y el vehículo se desplazó por corredores que de pronto se inundaron de colores vivaces y música alegre.

—La maldita computadora ha captado la tensión de nuestras voces y ahora trata de levantarnos el ánimo —explicó Gwen, algo irritada.

—No lo hace muy bien —dijo Dirk con una sonrisa, y luego agregó—: Gracias por la cena. Antes de llegar compré moneda del Festival con dinero corriente, pero temo que no he ganado mucho con el cambio…

—Jadehierro no es pobre —dijo Gwen—. Y en Worlorn, de todas formas, no hay demasiado en qué gastar.

—Hmmm, sí; hasta ahora no había pensado que hubiera…

—Programas del Festival —dijo Gwen—. Esta es la única ciudad que se atiene a ellos todavía. En las demás ya están cancelados. Una vez por año los emereli envían un recaudador para cobrar todas las deudas registradas. Pero pronto el costo del viaje superará las utilidades.

—Me sorprende que no las supere ya.

—¡Voz! —llamó ella—. ¿Cuántas personas viven hoy en Desafío?

—Actualmente tengo trescientos nueve residentes legales y cuarenta y dos huéspedes, vosotros incluidos —respondieron las paredes—. Si lo deseáis, podéis ser residentes; los precios son muy razonables.

—¿Trescientos nueve? —exclamó Dirk—. ¿Dónde?

—Desafío fue construida para albergar veinte millones —dijo Gwen—. Es difícil que te tropieces con ellos, pero están aquí. También hay gente en otras ciudades, aunque no tanta como en Desafío. Aquí la vida es más fácil. Y la muerte también será fácil cuando los altoseñores de Braith se decidan a ir de cacería por las ciudades… Ese ha sido siempre el temor de Jaan.

—¿Quiénes son? —preguntó Dirk con curiosidad—. ¿Cómo viven? No entiendo nada. Mantener esta ciudad costará una fortuna.

—Sí, una fortuna en energía; un despilfarro. Pero ése era el propósito de Desafío y de Larteyn y de todo el Festival. Un derroche, un derroche descomunal, para demostrar que el Confín era rico y poderoso. Un derroche en una escala tan vasta como la humanidad jamás lo había concebido: la modelación de un planeta entero para abandonarlo después, ¿entiendes? En cuanto a Desafío, bueno…, a decir verdad, la vida de la ciudad es ahora un movimiento sin sentido. Se alimenta de reactores de fusión nuclear y descarga energía en fuegos artificiales que nadie ve. Acumula diariamente toneladas de alimentos con sus enormes mecanismos, pero nadie come, salvo ese puñado de ermitaños, fanáticos religiosos, niños perdidos que se han vuelto salvajes… Las heces del Festival. Todos los días la ciudad envía una embarcación a Musquel en busca de pescado. Nunca trae nada, por supuesto.

—¿La Voz no rehace el programa?

—¡Ah, el meollo de la cuestión! La Voz es idiota. En realidad es incapaz de pensar y reprogramarse. Oh, sí; los emereli querían impresionar, y la Voz por cierto que es imponente. Pero en verdad es muy primitiva, comparada con las computadoras de la Academia en Avalon o las Inteligencias Artificiales de Vieja Tierra. No puede pensar, ni sufrir cambios. Hace lo que le han ordenado, y los emereli le ordenaron continuar, soportar el frío hasta cuando pueda. Y lo hará —se volvió hacia Dirk—. Como tú, insiste aun cuando su perseverancia ha perdido todo sentido y significación, sigue afanándose sin razón alguna cuando todo está muerto.

—¿Lo crees? —dijo Dirk—. Pero hasta que todo haya muerto, tienes que insistir. Ese es el problema, Gwen. No hay otro modo, ¿o sí? Más bien admiro a la ciudad, aunque en tu opinión sea una desmesurada idiotez.

Ella meneó la cabeza.

—Eres consecuente.

—Hay más —dijo él—. Te apresuras a enterrarlo todo, Gwen. Worlorn quizás esté agonizando, pero aún no ha muerto. Y nosotros, bueno, no tenemos porqué darnos por muertos. Lo que dijiste en el restaurante acerca de Jaan y de mí, creo que deberías reflexionarlo. Piensa bien qué queda, para él y para mí. Piensa en el peso de ese brazalete —lo señaló—, y en qué nombre te gusta más, o mejor dicho, en quien tiene mejores posibilidades de darte tu
propio
nombre. ¿Ves? ¡Háblame después de lo que está vivo y lo que está muerto…!

Ese pequeño discurso lo dejó muy satisfecho. Sin duda, pensó, ella vería que a él le era más fácil renunciar a Jenny y aceptar a Gwen que a Jaantony Vikary hacerla
teyn
en lugar de
betheyn.
Pero ella simplemente lo miró en silencio, hasta que llegaron a la pista aérea.

—Cuando los cuatro decidimos en qué lugar de Worlorn viviríamos —dijo al dejar el vehículo—, Garse y Jaan votaron por Larteyn y Arkin por Duodécimo Sueño. Yo no voté por ninguna de las dos, tampoco por Desafío, pese a su vitalidad. No me gusta vivir en una jaula de lujo. ¿Quieres saber la diferencia entre lo muerto y lo vivo? Ven entonces, que te mostraré
mi ciudad.

Y nuevamente emprendieron vuelo. Gwen iba rígida y en silencio detrás de los mandos, el frío aire nocturno se arremolinaba alrededor mientras la aguja brillante de Desafío se perdía en la distancia. Los engulló una profunda oscuridad, como en la noche en que el
Temblor de enemigos olvidados
trajo a Dirk t'Larien a Worlorn. Sólo una docena de estrellas solitarias tachonaba el cielo, la mitad, velada por nubes turbulentas. Todos los soles se habían puesto.

La ciudad de la noche era vasta e intrincada, con sólo unas cuantas luces dispersas rasgando las tinieblas y asemejándola a una gema pálida sobre un blando fieltro negro. De todas las ciudades, era la única que se erguía en la comarca salvaje más allá de la pared montañosa, ése era el marco más apropiado para ella, entre bosques de estranguladores, árboles fantasma y viudos azules. Desde la oscuridad del bosque las esbeltas torres blancas se alzaban como espectros hacia las estrellas, enlazadas por gráciles puentes colgantes que centelleaban como telarañas escarchadas. Cúpulas bajas se erguían como vigías solitarios entre una red de canales cuyas aguas reflejaban las luces de las torres y el parpadeo de estrellas aisladas y remotas, y alrededor de la ciudad había una serie de extraños edificios que parecían manos descarnadas y angulosas tratando de aferrar el cielo. Los árboles que había eran árboles de los mundos exteriores; no crecía hierba, sólo gruesas alfombras de musgo fosforescente que irradiaban un fulgor opaco.

Y la ciudad tenía una canción.

No se parecía a ninguna música que Dirk hubiera oído antes. Era inquietante, salvaje, inhumana, y se elevaba y caía y ondulaba constantemente. Era una oscura sinfonía de la vacuidad, de noches sin estrellas y sueños atribulados. Se componía de gimoteos y susurros y aullidos, y una nota baja y extraña que sólo podía ser el sonido de la tristeza. Pese a todo era música.

Dirk se volvió hacia Gwen, perplejo.

—¿Cómo?

Ella escuchaba mientras conducía, pero la pregunta la arrancó de los flotantes acordes y le hizo sonreír.

—Esta ciudad la construyó Oscuralba, y los oscuralbinos son un pueblo extraño. Hay una grieta en las montañas. Los ingenieros climáticos de ese mundo obligaron a los vientos a soplar a través de la grieta. Luego erigieron las torres, y en la cima de cada una hay una apertura. El viento tañe la ciudad como un instrumento. La misma canción una y otra vez. Los artefactos de control climático guían los vientos, haciendo que algunas torres canten mientras otras guardan silencio.

"La música es una sinfonía escrita en Oscuralba hace siglos, por una compositora llamada Lamiya-Bailis. La ejecuta una computadora, dicen, haciendo funcionar las máquinas de viento. Lo extraño es que los oscuralbinos nunca usaron computadoras y disponen de escasos medios tecnológicos. Hay otra historia, que se popularizó en tiempos del Festival. Una leyenda, dicen. Según ella, Oscuralba fue siempre un mundo en el límite de la cordura, y la música de Lamiya-Bailis, la más grande entre las soñadoras oscuralbinas, impulsó a toda su cultura a la demencia y la desesperación. Dicen que en castigo se le conservó con vida el cerebro, y que ahora yace en las entrañas de las montañas de Worlorn, conectado a las máquinas de viento, ejecutando su propia obra maestra una y otra vez, eternamente —Gwen se estremeció—. O al menos hasta que la atmósfera se congele. Ni siquiera los ingenieros de Oscuralba podrán impedirlo…

Dirk, absorto en la canción, no hallaba palabras para expresarse.

—Es… Es adecuada…, en cierto modo —dijo al fin—. Una canción para Worlorn.

—Es adecuada ahora —dijo Gwen—. Es una canción que celebra el crepúsculo y una noche a la que nunca sucederá el alba. Nunca más… Una canción para el final. En los mejores días del Festival la canción era incongruente. Kryne Lamiya (así se llamaba esta ciudad, aunque a menudo la llamaban La Ciudad-Sirena, tal como llamaban a Larteyn La Fortaleza de Fuego), bueno, nunca fue un sitio popular. Parece grande, pero en realidad no lo es; se la construyó para albergar solamente a cuatrocientas mil personas, y nunca se llegó más que a la cuarta parte. Como la misma Oscuralba, supongo. ¿Cuántos viajeros visitan Oscuralba, en la mismísima orilla del Gran Mar Negro? ¿Y cuántos la visitan en invierno, cuando el cielo de Oscuralba está totalmente desnudo, sin nada que ver salvo la luz de unas pocas galaxias lejanas? No muchos. Para amar algo así se requiere una persona muy especial. También aquí, para amar Kryne Lamiya. La gente decía que la canción era perturbadora. Y se la oía sin interrupción. Los oscuralbinos ni siquiera construyeron edificios herméticos.

Dirk guardaba silencio. Observaba las mágicas torres y las escuchaba cantar.

—¿Quieres descender? —preguntó Gwen.

Él asintió y bajaron. En el flanco de una de las torres encontraron una ranura de aterrizaje abierta. A diferencia de las pistas de Desafío y Duodécimo Sueño, ésta no estaba totalmente vacía, había un par de aeromóviles; un modelo deportivo rojo de alas angostas, y una pequeña lágrima negra y plateada, ambos abandonados hacía tiempo. El polvo arrastrado por el viento formaba una capa gruesa en las cabinas y los techos, y los cojines del coche deportivo ya empezaban a pudrirse. Por curiosidad, Dirk probó los dos vehículos. El rojo estaba muerto, consumido; la energía se le había agotado hacía años. Pero la pequeña lágrima todavía arrancaba y el panel de control se encendía y parpadeaba indicando que aún le quedaba una reserva de energía. La enorme raya gris de Alto Kavalaan era más grande y pesada que esos dos artefactos juntos.

Desde la pista salieron a una larga galería donde murales lumínicos grises y blancos oscilaban y giraban en formas borrosas que armonizaban con la música. Luego subieron a un balcón que habían atisbado al descender.

Afuera, la música les rodeaba por todas partes, llamándolos con voces de otros mundos, acariciándolos y arremolinándoles el cabello, sonora e incitante como el trueno de la pasión. Dirk tomó a Gwen de la mano y escuchó con la mirada perdida en los bosques y las montañas, más allá de torres y cúpulas y canales. El viento parecía arrastrarlo con su música. Le hablaba suavemente, como incitándole a saltar, a acabar con todo, con toda la necia e indigna y, en definitiva, insignificante futilidad que él llamaba su vida.

Gwen lo percibió en los ojos de él. Le apretó la mano y cuando él la miró, le dijo:

—Durante el Festival, más de doscientas personas se suicidaron en Kryne Lamiya. Diez veces más que en cualquier otra ciudad. Pese a que ésta era la menos poblada.

—Sí —asintió Dirk—. Puedo sentirlo. La música…

—Una celebración de la muerte —dijo Gwen—. No obstante, la Ciudad-Sirena no está muerta, en sí misma. No se parece en absoluto a Musquel o Duodécimo Sueño. Aún vive, obstinadamente, aunque sólo sea para exaltar la desesperación y glorificar la vacuidad de la vida a la que ella misma se aferra. Extraño, ¿verdad?

—¿Por qué habrán construido un lugar semejante? Es hermoso, pero…

—Tengo mi propia teoría —dijo Gwen—. Los oscuralbinos son ante todo nihilistas con humor negro, y pienso que Kryne Lamiya es una amarga broma a costa de Alto Kavalaan y Lobo y Tóber y los otros mundos que tanto abogaron por el Festival del Confín. Los oscuralbinos vinieron, sí. Pero construyeron una ciudad que proclamaba la vanidad de todo, ¡de todo…! El Festival, la vida misma. Piénsalo. ¡Qué zancadilla para el turista desprevenido! —echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada salvaje que por un momento despertó en Dirk un miedo repentino e irracional, como si Gwen hubiera enloquecido.

—¿Y tú querías venir aquí? —preguntó.

La risa de Gwen se extinguió tan abruptamente como había estallado; el viento se la arrebató. Lejos, hacia la derecha, una de las torres-aguja emitió una nota breve y desgarradora como el gimoteo de un animal herido. La torre en donde estaban ellos respondió con el bufido grave y quejumbroso de una sirena de barco, lento e interminable. La música se agitó alrededor de ellos. A lo lejos Dirk creyó oír el redoble de un solo tambor, golpes breves y contundentes a intervalos regulares.

—Sí —dijo Gwen—. Quería vivir aquí.

El bufido se acalló; cuatro espigadas torres más allá del canal, unidas por puentes colgantes, empezaron a ulular salvajemente, con notas cada vez más altas, que al fin se volvieron inaudibles. El tambor persistía, imperturbable: bum, bum, bum…

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