Dirk suspiró.
—Comprendo —dijo con voz muy fatigada—. Yo también habría vivido aquí, supongo, aunque no sé cuánto habría vivido, o durado, según el caso. Braque se parecía un poco a esto. Apenas algún eco, sobre todo de noche. Tal vez por eso vivía allá. Me había cansado mucho, Gwen. Mucho. Supongo que me había dado por vencido. En los viejos tiempos siempre andaba en busca de algo, ¿sabes? El amor, el dinero fácil, los secretos del universo, lo que fuera. Pero después que me dejaste, no sé… Todo me salía mal, me dejaba un gusto amargo en la boca. Y cuando algo me salía bien, no me importaba, no cambiaba en nada las cosas. Todo era vacío. Lo intenté una y otra vez, pero resultó que me cansé, me volví cínico y abúlico. Tal vez fue por eso que vine aquí. Tú… Bueno, yo estaba mejor entonces, cuando te tenía al lado. No había renunciado a tantas cosas. Pensé que tal vez, si te encontraba de nuevo, podía encontrarme también conmigo mismo. Las cosas no han resultado así. No han resultado en absoluto.
—Escucha a Lamiya-Bailis —dijo Gwen—; su música te dirá que
nada
resulta, que nada significa nada. Yo quería de veras vivir aquí, ¿sabes? Voté… Bueno, no planeaba votar así, pero estábamos hablando de eso cuando llegamos aquí por primera vez, y se me ocurrió de golpe. Me asusté. Tal vez tú y yo seguimos siendo muy parecidos, Dirk. Yo también me he cansado. En general no se me nota; el trabajo me mantiene ocupada, Arkin es mi amigo y Jaan me ama. Pero entonces vengo aquí… o a veces, simplemente me pongo a pensar demasiado, y entonces me llueven las preguntas. Lo que tengo no basta. No es lo que quería —se volvió hacia él y le tomó la mano entre las suyas—. Sí, he pensado en ti. He pensado que las cosas eran mejores cuando estábamos juntos en Avalon, y he pensado que tal vez seguía amándote
a ti
en lugar de a Jaan, y he pensado que tú y yo podríamos revivir esa magia, de nuevo darle sentido a todo. ¿Pero no lo ves? No es así, Dirk. Y por mucho que te esfuerces, es inútil. Escucha la ciudad, escucha a Kryne-Lamiya. Aquí está tu verdad. Tú piensas en mí y yo a veces pienso en ti, sólo porque lo nuestro murió. Sólo por eso nos parece mejor. La felicidad ayer y la felicidad mañana, pero nunca hoy, Dirk. No puede ser porque al fin y al cabo no es más que una ilusión, y las ilusiones sólo parecen reales a la distancia. Nuestro amor ha terminado y así es mejor, porque es lo único que lo hace parecer deseable.
Estaba sollozando; lentas lágrimas le surcaban las mejillas, temblando. Kryne Lamiya sollozaba con ella, y las torres difundían sus lamentos. Pero la ciudad también se burlaba de ella, como diciéndole: "Sí, veo tu pena. Pero la pena no tiene más sentido que todo lo demás, el dolor es tan vacuo como el placer." Las torres gemían, finos enrejados reían frenéticamente y el tambor proseguía a lo lejos: bum, bum, bum…
Nuevamente Dirk quiso saltar, y esta vez el impulso fue más fuerte: caer del balcón a la piedra opaca y los oscuros canales… Una caída vertiginosa, y luego el reposo. Pero la ciudad le cantaba socarronamente: "¿Reposo? No hay reposo en la muerte. Sólo la nada. Nada. Nada." El tambor, los vientos, los gemidos. Tiritó sin soltar las manos de Gwen y miró hacia abajo.
Algo avanzaba por el canal. Flotando y bamboleándose, bogando plácidamente, acercándosele. Una barcaza negra, un hombre solitario con una pértiga.
—No —dijo Dirk. Gwen parpadeó.
—¿No? —repitió Gwen con un parpadeo. Y de pronto le brotaron las palabras, las palabras que
el otro
Dirk t'Larien le habría dicho a su Jenny; las palabras que estaban en la boca de él, y aunque ya no sabía si podía creer en ellas, se sorprendió pronunciándolas, pese a todo.
—
¡No!
—exclamó, gritándole a la ciudad, de pronto exasperado por la música burlona de Kryne Lamiya—. Maldita sea, Gwen. Todos tenemos algo de esta ciudad en las venas, sí. Pero enfrentándolo es como nos ponemos a prueba. Todo esto es aterrador —soltó las manos de Gwen y señaló la oscuridad, abarcándola con el gesto—. Lo que dice es aterrador, y peor es el miedo que sientes cuando una parte de ti accede, cuando piensas que todo es cierto, que es el lugar que te corresponde. ¿Cómo reaccionas entonces? Si eres débil, lo ignoras. Simulas que no existe, suponiendo que tal vez se irá. Te empeñas en cumplir tareas triviales a la luz del día, sin pensar jamás en la oscuridad de afuera. Y de ese modo la dejas ganar, Gwen. Finalmente te devora a ti y a tus futilidades, y tú y los otros imbéciles se mienten recíprocamente y lo aceptan. Tú no puedes ser así, Gwen. No puedes. Tienes que intentarlo. Eres ecóloga, ¿verdad? ¿De qué trata la ecología? ¡De la vida! Tienes que estar de parte de la vida, todo lo que
eres
lo proclama. Esta ciudad, esta maldita ciudad, blanca como un hueso, con su himno de la muerte niega todo cuanto eres, todo cuanto crees. Si eres fuerte, la afrontarás, la combatirás y la llamarás por su nombre. Desafíala.
—Es inútil —dijo Gwen, meneando la cabeza; había dejado de llorar.
—Te equivocas —respondió él—. Acerca de esta ciudad, y acerca de nosotros. Todo se entrelaza, ¿ves? ¿Dices que quieres vivir aquí? ¡Perfecto! ¡Vive aquí! Vivir en esta ciudad ya sería toda una victoria, una victoria filosófica. Pero vivir aquí porque se sabe que la vida misma refuta a Lamiya Bailis, vivir aquí y reírse de esta música absurda que compuso. No, vivir aquí y estar de acuerdo con esta maldita mentira gemebunda —volvió a tomarle la mano.
—No sé —dijo ella.
—Yo sí —mintió Dirk.
—¿De veras piensas que… podría funcionar otra vez? ¿Mejor que antes?
—No serás Jenny —prometió él—. Nunca más.
—No sé —repitió ella con un hilo de voz. El le tomó la cara entre las manos y la irguió para mirarla a los ojos. La besó muy ligeramente, apenas rozándole los labios. Kryne Lamiya gemía. El mugido de la sirena retumbaba alrededor, profundo y quejumbroso; las torres distantes chillaban y se lamentaban, y el tambor solitario continuaba su redoble opaco y sin sentido.
Después del beso, quedaron mirándose en medio de la música.
—Gwen —dijo finalmente Dirk, con una voz que había perdido la fortaleza y seguridad de un momento antes—, yo tampoco sé, sólo presumo. Pero tal vez valga la pena intentarlo…
—Tal vez —dijo ella, desviando nuevamente los anchos ojos verdes—. Sería difícil, Dirk. Y está de por medio Jaan y Garse. Demasiados problemas, y ni siquiera sabemos si vale la pena. No sabemos en lo más mínimo si las cosas se alterarán.
—No, no lo sabemos. Cientos de veces en los últimos años decidí que no importaba, que no valía la pena intentar nada. El resultado es sólo este cansancio, un cansancio infinito, Gwen. Si no lo intentamos, no lo sabremos nunca. Ella asintió con un gesto.
—Tal vez —dijo, y guardó silencio.
Soplaba un viento penetrante; la música de la demencia oscuralbina se elevaba y caía. Entraron, luego bajaron las escaleras, pasaron de largo frente a los inquietos y borrosos murales de luz blanco-grisácea, y llegaron donde les esperaba la sólida cordura del aeromóvil que los retornaría a Larteyn.
Volaron desde las torres blancas de Kryne Lamiya hacia los fuegos evanescentes de Larteyn en un apretado silencio, sin tocarse, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Gwen dejó el aeromóvil en el sitio de costumbre en la azotea, y Dirk la siguió escaleras abajo hasta su cuarto.
—Espera —dijo ella en un rápido susurro, cuando él esperaba que se despidiera; ella entró en su cuarto mientras Dirk permaneció intrigado.
Del otro lado de la puerta se oyeron ruidos —voces—. Gwen volvió apresuradamente y le entregó un grueso manuscrito, un pesadísimo fajo de papel encuadernado a mano en cuero negro. La tesis de Jaan, Dirk casi la había olvidado.
—Léela —susurró ella, asomándose por la puerta—. Sube mañana por la mañana y seguiremos hablando.
Le dio un ligero beso en la mejilla y cerró la pesada puerta con un leve chasquido. Dirk se quedó un momento inspeccionando el manuscrito encuadernado. Luego se encaminó hacia los ascensores.
Apenas había dado unos pasos cuando oyó el primer grito. Luego, algo le impidió seguir adelante; los sonidos lo atrajeron de nuevo junto a la puerta de Gwen, donde se quedó escuchando.
Las paredes eran gruesas y Dirk no oía muy bien lo que decían. No comprendía las palabras ni los significados, pero las voces y los tonos ya eran bastante elocuentes. Predominaba la voz de Gwen; alta, mordaz, un grito al borde de la histeria, por momentos. Dirk pudo imaginarla recorriendo la sala de estar frente a las gárgolas, como solía hacerlo cuando estaba furiosa. Ambos kavalares debían de estar presentes, acosándola, pues Dirk estaba seguro de oír otras dos voces: una calma y segura, desprovista de furor, implacablemente inquisitiva. Ese tenía que ser Jaan Vikary; las cadencias lo delataban, los ritmos de las frases eran inconfundibles aún a través de las paredes. La tercera voz, Garse Janacek, se oyó poco al principio, luego, cada vez con más frecuencia, cada vez más airada y más estentórea. Al cabo de un rato la serena voz masculina prácticamente guardaba silencio mientras Gwen y Garse se enfrentaban a los gritos. Luego dijo algo, una orden terminante. Y Dirk oyó un ruido, un chasquido blando. Un golpe. Alguien había abofeteado a alguien; no podía ser otra cosa.
Finalmente, Vikary dando órdenes, y el silencio. La luz se apagó dentro del cuarto.
Dirk se quedó de pie, aferrando el manuscrito de Vikary y sin saber qué hacer. Aparentemente no podía hacer nada, salvo hablar con Gwen la mañana siguiente y preguntarle quién la había golpeado, y por qué. Tenía que ser Janacek, pensó.
Ignorando los ascensores, Dirk decidió bajar por las escaleras al departamento de Ruark.
En la cama, Dirk descubrió que los acontecimientos del día lo habían agotado por completo. Eran demasiadas novedades al mismo tiempo. Los cazadores kavalares y los Cuasi-hombres, la vida extraña y amarga que Gwen llevaba con Vikary y Janacek, la súbita y desconcertante posibilidad de que ella volviera a su lado. Sin poder conciliar el sueño, caviló largo rato acerca de todo. Ruark ya se había dormido y no había nadie más con quien hablar. Finalmente Dirk recogió el voluminoso manuscrito que le había dado Gwen y hojeó las primeras páginas. No hay mejor somnífero que un sesudo trabajo académico, reflexionó.
Cuatro horas, o media docena de tazas de café más tarde, hizo a un lado el manuscrito, bostezó, se restregó los ojos. Luego apagó la luz y se quedó mirando la oscuridad.
La tesis de Jaan Vikary: "Mito e historia, orígenes de la sociedad de clanes según la interpretación del ciclo de 'El Cantar de los Demonios' de Jamis-León Taal" impugnaba las costumbres kavalares con más ferocidad que cualquier comentario de Arkin Ruark, pensó Dirk. No le faltaba nada; fuentes y documentos de los bancos de memoria de Avalon, extensas citas de los poemas de Jamis-León Taal y disertaciones aún más extensas acerca del significado de cada pasaje. Todo cuanto él y Gwen le habían comentado esa mañana estaba minuciosamente expuesto. Vikary daba incluso una probable explicación acerca de los cuasi-hombres. Sostenía que en el Tiempo del Fuego y los Demonios, algunos sobrevivientes de las ciudades habían llegado a los campamentos mineros en busca de refugio. Una vez aceptados, sin embargo, se convirtieron en una amenaza. Algunos sufrían males causados por la radiación; padecieron agonías lentas y horribles, y tal vez contaminaron a quienes los cuidaban. Otros, aparentemente saludables, sobrevivieron y pasaron a formar parte del protoclan, hasta que se casaron y tuvieron hijos. Entonces los efectos de la radiación quedaron en evidencia. Estas no eran más que conjeturas de Vikary, y no había siquiera un par de versos de Jamis-León citados para sustentarlas; parecía una racionalización aproximativa y plausible del mito de los Cuasi-hombres.
Vikary también dedicaba largas parrafadas al acontecimiento que los kavalares llamaban 'La Plaga Dolorosa', y a lo que él llamaba cautelosamente "el viraje hacia las modernas pautas sexo-familiares de Alto Kavalaan".
De acuerdo con esta hipótesis, los hranganos habían regresado a Alto Kavalaan alrededor de un siglo después de la primera incursión. Las ciudades bombardeadas aún eran cenizas; no había indicios de que los humanos hubieran vuelto a edificar. Sin embargo no se veían rastros de las tres razas esclavas que habían dejado en custodia del planeta: diezmadas, extintas. Sin duda, el comandante de los hranganos concluyó que algunos humanos aún vivían. Y para efectuar una limpieza definitiva los hranganos arrojaron bombas bacteriológicas. Esa era la teoría de Vikary.
Los poemas de Jamis-León no mencionaban a los hranganos, pero aludían con frecuencia a las enfermedades. Todos los relatos kavalares coincidían en ese punto. Hubo una Plaga Dolorosa, un largo período en que espantosas epidemias asolaban los clanes sin interrupción. Cada cambio de estación originaba una enfermedad nueva y más devastadora. Ese era un demonio mucho más formidable, pues los kavalares no podían combatirlo ni exterminarlo.
De cada cien hombres morían noventa. De cada cien mujeres, noventa y nueve.
Parecía que una de las plagas había atacado específicamente al sexo femenino. Los especialistas médicos que Vikary había consultado en Avalon opinaban, basándose en los escasos datos que él les ofrecía —un puñado de poemas y canciones antiguas—, que las hormonas sexuales femeninas probablemente actuaban como catalizadores de la enfermedad. Jamis-León Taal había escrito que las niñas jóvenes salvaban su torrente sanguíneo mientras permanecían inocentes, mientras las
eyn-kethy
en celo tenían accesos horribles y morían entre convulsiones espasmódicas. Vikary interpretó que las muchachas en la prepubertad no se contagiaban, y las víctimas eran mujeres sexualmente maduras. La epidemia eliminó una generación entera. Más aún, la enfermedad perduró, en cuanto las niñas llegaban a la pubertad, la plaga las atacaba. Jamis-León adjudicaba a estas circunstancias una vasta significación religiosa.
Algunas mujeres, las inmunes por naturaleza, escaparon. Muy pocas al principio, Después se multiplicaron, pues engendraban hijos varones y mujeres, y muchas de ellas también eran inmunes, las otras, pocas, morían al llegar a la pubertad. Eventualmente todos los kavalares llegaron a ser inmunes, salvo raras excepciones. La Plaga Dolorosa llegó a su fin.
Pero el daño estaba hecho. Habían desaparecido clanes enteros, y la población de los que sobrevivían había sufrido tantos estragos que apenas era posible configurar una sociedad. Y tanto la estructura social como los roles sexuales se habían apartado irrevocablemente del igualitarismo monogámico de los primeros colonos de Tara. Muchas generaciones habían llegado a la madurez con un porcentaje ínfimo de mujeres; las niñas crecían sabiendo que la pubertad podía significar la muerte. Eran tiempos funestos; en eso Jaan Vikary y Jamis-León estaban plenamente de acuerdo.