Forcejeó hasta liberarse de sus captores y ellos permanecieron un instante a su lado, mirando a Christian sin saber qué hacer.
—Fletcher, ha tomado usted demasiado sol —dijo el capitán dando un paso hacia él y tendiendo las manos con gesto conciliador—. Le ha afectado la cabeza, de eso se trata. Se ha degradado con el mal ejemplo, el alcohol y la depravación, su mente ha enfermado por culpa de ello. Detenga esto ahora, ahora mismo, Fletcher, permítame ayudarlo y la cuestión puede acabar aquí.
Para entonces el capitán estaba delante del señor Christian y vi que el primer oficial agachaba un poco la cabeza y se llevaba una mano a los ojos, como para secarse las lágrimas. Creí que todo terminaría allí, que reconocería su locura y se restablecería la sensatez. Pero en lugar de ello traicionó su código de honor llevando a cabo un acto incalificable: levantó la mano y abofeteó con fuerza al señor Bligh.
El golpe hizo ladearse al capitán, pero no contraatacó ni se permitió mirar de inmediato al primer oficial. Los cuatro lo observamos, y transcurrió quizá medio minuto antes de que los dos hombres estuviesen de nuevo frente a frente. Al mirar al señor Bligh comprendí que su generosidad se había acabado.
—¿Qué pretenden? —quiso saber.
—Es bien simple —respondió el señor Christian—. No queremos regresar a Inglaterra.
—¿No quieren? ¿A quiénes se refiere con ese plural?
—A nosotros, la tripulación de la
Bounty
.
—¿Ustedes tres? —preguntó el capitán con una risa amarga—. ¿Cree que tres hombres pueden tomar un barco de esta manera? Tengo a casi cuarenta hombres de mi parte.
—Están conmigo, señor —puntualizó el oficial.
—Jamás.
—Oh, ya lo creo que sí.
El capitán tragó saliva y yo no acerté a contener un gesto de asombro. ¿Cómo era posible que la tripulación entera participara en esa conspiración? ¿Cómo había ocurrido sin que yo me enterase? Aquella conversación de unas horas antes pudo haberme alertado, pero en aquel momento no tuve la inteligencia para atar cabos. El capitán advirtió que movía la cabeza y me miró arqueando las cejas.
—¿Y tú, Turnstile? ¿Tú también?
—No, señor, yo no —me apresuré a responder, desafiante—. ¿Cree que me pondría de parte de un bellaco enfermo como el señor Christian?
El primer oficial se volvió y me dio un bofetón tan violento que caí hacia atrás, sobre el escritorio del capitán, arrastrando dos retratos. Aterricé aturdido en el suelo, con la imagen de Betsey tan cerca de mis labios que podría haberla besado.
—¡Vil e infame! —espetó el capitán, horrorizado—. Lo ahorcarán por esto, Fletcher.
—¿Por pegarle a un criado? Yo diría que no.
—Por asaltar a un superior, por tomar un barco…
—No tendrán ocasión de ello, capitán, ¿no lo ha entendido aún? Será como si nunca hubiésemos existido. No puede ahorcar a un espectro. Agárrenlo, muchachos.
Stewart y Burkett asieron al capitán por los brazos y él no se resistió, sino que permitió que lo llevaran hacia la puerta. Yo seguía en el suelo, intentando detener con una mano la sangre que me brotaba del labio.
—Esperen —dijo el señor Christian antes de bajar la vista hacia mí y ordenarme—: Trae el abrigo del señor Bligh.
—No haré nada de lo que usted diga —espeté.
—Trae su abrigo, Tunante, o pongo a Dios por testigo de que te llevaré a cubierta y te arrojaré por la borda antes de que pase un minuto más. ¡Tráelo!
Me puse en pie, cogí el pesado abrigo azul marino de su percha y se lo tendí al capitán. Él lo tomó sin pronunciar palabra y se lo puso, pues no llevaba más que una camisa de dormir, una forma bien fea de presentarse en público.
—Llévenselo arriba —ordenó el señor Christian antes de volverse hacia mí—. Puedes acompañarnos o dejar que te arrastre yo mismo. ¿Qué decides?
Asentí en silencio y los seguí por la gran bodega. El señor Bligh maldijo a los hombres que lo arrastraban, informándoles en términos claros del gran daño que estaban causando a sus vidas, la vergüenza que acarreaban a sus familias, el deshonor con que manchaban sus nombres, pero ellos no le hacían caso. Parecían cegados por una extraña sed de venganza que les permitía increpar a su capitán con insultos que se habrían guardado mucho de utilizar en una situación normal, no fuera a mandarlos a la hija del artillero y hacerlos azotar por su insolencia.
Nos condujeron rápidamente por los senderos abiertos entre los árboles del pan almacenados, y cuando llegamos a las escaleras que conducían a cubierta llegó a mis oídos un rumor de alboroto. El estómago se me encogió al preguntarme qué terrible experiencia nos aguardaría cuando saliésemos al aire nocturno.
El señor Christian subió primero y se oyeron grandes vítores cuando apareció en cubierta.
Los dos hombres y el capitán fueron después y se produjo un repentino silencio, seguido de más vítores y patadas en el suelo.
En medio del tumulto, diría que nadie me vio aparecer, pero quedé impresionado por el espectáculo que se desplegaba ante mis ojos.
El ambiente en cubierta no favorecía tanto al señor Christian como nos había hecho creer. Bien al contrario, desde el instante en que el capitán puso un pie allí, su autoridad natural bastó para provocar que la mayoría expresara con menor energía su apoyo al nuevo régimen. Advertí también que no todos respaldaban el motín; varios sujetaban al señor Fryer, leal y digno de confianza pese a sus anteriores diferencias con el capitán, y algunos marineros discutían sobre cuál era el modo correcto de actuar.
—Silencio —exclamó el señor Christian, y la marinería obedeció, esperando a que hablara; parecía haber recobrado la compostura de que había carecido al hacer su arresto inicial en el camarote del capitán—. Se ha informado al señor Bligh de la nueva jerarquía a bordo y ha admitido haberse comportado mal.
—¡Yo no he admitido nada semejante, maldito bellaco! —bramó el capitán, prácticamente echando espumarajos por la boca, tanta era su ira—. Los ahorcarán a todos, absolutamente a todos los que sigan al señor Christian. Si quieren tener una oportunidad, sugiero que lo arresten y lo engrilleten ahora mismo.
—¡Yo estoy con usted, capitán! —exclamó William Cole, el contramaestre, y de inmediato fue rodeado por marineros enfurecidos.
—¡Y yo! —gritó el ayudante de bitácora George Simpson.
—¿Y bien, señor Christian? —preguntó el capitán con una sonrisa—. ¿No contaba con la lealtad de toda la tripulación? ¿Quién más está conmigo? ¿Usted, cirujano Ledward?
Thomas Ledward era el ayudante del cirujano Huggan y había asumido sus responsabilidades a su muerte. El joven médico miró alrededor con nerviosismo y finalmente asintió con la cabeza.
—Sí, capitán, estoy con usted.
—¿Lo ve Christian? —repuso él con tono triunfal—. ¿Y usted, señor Sumner? —preguntó entonces, seguro de que podía contar con el joven marinero de primera—. Estará de mi parte, ¿no?
—Yo no —replicó éste dando un paso al frente—. No le deseo ningún mal, señor, pero si cree que quiero pasar el resto de mis días cruzando los mares para llenar los bolsillos de otro, cuando podría regresar al paraíso para estar con la mujer de la que me he enamorado, es que está chiflado.
—¡Y usted es un amotinado, señor! —replicó el capitán—. Un maldito amotinado, una absoluta deshonra, y se condenará al infierno con sus actos.
—Sí, es posible —admitió el joven—. Pero de todas formas lo pasaré mejor en tanto llegue ese momento.
El capitán recorrió las filas con la mirada.
—Usted —bramó señalando a un guardiamarina—. ¿De qué parte está, señor Stewart?
—Sin la menor duda, con el señor Christian, señor —contestó.
—¿Y usted, William Muspratt?
—Con el señor Christian, señor.
—Debí sospecharlo. Un desertor y un amotinado. Y sin una pizca de remordimiento en el rostro, pese a que lo libré de la soga del verdugo.
Muspratt se encogió de hombros.
—Me importa una mierda —soltó, riéndose en la cara del capitán.
—Matthew Quintal, ¿qué dice usted?
—Con el señor Christian, capitán.
—¿Y usted, Matthew Thompson?
—Con el señor Christian.
—¿William Brown?
—El señor Christian.
—¡Ya basta! —intervino éste—. Los hombres están de mi parte, señor, es cuanto necesita saber. Su tiempo aquí ha terminado.
El capitán asintió y respiró con fuerza por la nariz, sin duda intentando pensar alguna estrategia para recuperar el mando.
—Bueno, ¿y ahora qué? —quiso saber—. ¿Qué intenciones tiene, Fletcher? ¿Pretende cortarme el cuello?
—No soy un asesino.
—Como si lo fuera, así que dejémonos de sutilezas.
—Skinner, Sumner, Ellison —dijo el primer oficial, mirando a los tres hombres—. Arriad un bote.
—Sí, señor.
Y corrieron a la borda a cumplir la orden.
—Este barco —exclamó el señor Christian en voz bien alta para que todos lo oyeran— no volverá a Inglaterra. Tampoco irá a las Indias Occidentales. Su destino es otro. Cualquiera que desee permanecer en él será bienvenido, aunque no se engañen pensando que no habrá trabajo que hacer. Por otra parte, quien decida marcharse con el señor Bligh, puede descender ahora al bote.
Se hizo el silencio y los hombres se miraron unos a otros, sorprendidos. Por fin lo rompió el propio capitán.
—Conque no es un asesino, ¿eh? ¿Que no es un asesino? Va a dejarme a la deriva, a miles de millas de casa, sin nada con que guiarme. Si eso no es asesinato, entonces no sé qué es.
—Tendrá usted una brújula, señor —declaró el primer oficial—. Y contará con todos los hombres que decidan acompañarlo. Es cuanto puedo permitirme. El resto dependerá de su destreza como marino.
—Puede disfrazarlo del modo que quiera. Es un asesinato.
Ante eso, John Norton, un joven marinero que no había servido de gran cosa o interesado a nadie desde el inicio del viaje, se abrió paso entre las filas de hombres. Tan sorprendidos quedaron sus compañeros —pues Norton era un tipo tímido y taciturno, dado al silencio y las ensoñaciones— que lo dejaron llegar hasta el capitán. Temí por un instante que hubiese perdido el seso por la conmoción y fuera a hacerle algún daño al señor Bligh, pero en lugar de ello se limitó a inclinar la cabeza levemente ante él y luego hizo algo insólito: se dirigió a la borda, se subió a la regala y, cogiéndose de un cabo, se deslizó hasta el bote. Los hombres lo observaron atónitos y entonces, como uno solo, prorrumpieron en una cacofónica melodía de abucheos y silbidos, burlándose del joven marinero por su fidelidad. A él no pareció importarle y se sentó a esperar a otros compañeros.
No hizo falta que se preocupara, pues otros no tardaron en imitarlo. El botánico, el señor Nelson, se unió a él, aunque advertí que temblaba al hacerlo. El secretario, señor Samuel. El ayudante de bitácora, George Simpson. El guardiamarina John Hallett. El contramaestre, señor Cole. El artillero Peckover. El carpintero Purcell. Todos ellos fueron bajando al bote uno por uno hasta que hubo dieciséis hombres abajo y treinta arriba.
—Señor Heywood —dijo el capitán, y la voz se le quebró al prever lo inminente—. Me da la sensación de que no vale la pena preguntarlo, pero ¿qué me dice de usted? Es un oficial de la Armada de Su Majestad.
—Y su majestad puede chuparme el plátano, para lo que me importa —repuso el joven, y el capitán se limitó a asentir, sin escandalizarse por el comentario.
—Yo estoy con usted, capitán —dijo una voz a mi izquierda—. Hasta el final.
Al volverme, vi que el señor Fryer se abría paso hacia la borda.
—¿Usted, señor? —preguntó el capitán con cierta ternura en la voz.
—Hasta el final —repitió el oficial, y descendió por el cabo.
El capital tragó saliva y bajó la vista con expresión apesadumbrada. Me pareció que consideraba su propia conducta hacia ese buen hombre y que lamentaba el trato que le había dispensado.
—¿Alguien más? —exclamó el señor Christian, y los hombres que quedaban negaron con la cabeza—. Baje usted, pues, señor Bligh.
Sin vacilar, el capitán se dirigió a la borda y se volvió para hacer un último comentario.
—Les aseguro que volverán a verme —dijo sin rencor alguno en la voz—. Hasta el último de ustedes lo hará. Me verán de pie ante el cadalso cuando el verdugo se disponga a cubrirles la cabeza con la capucha negra antes de colgarlos. El mío será el último rostro que verán, ténganlo bien presente.
Entre silbidos y abucheos, el capitán empezó a bajar y, al hacerlo, su mirada se cruzó con la mía.
Confieso, para mi vergüenza, que me había estado ocultando un poco de la vista de los demás, con la cabeza gacha, confiando en que se llegara a una solución. Era evidente que los hombres del bote y el propio capitán no sobrevivirían; no podían hacerlo. Era imposible náuticamente hablando. No sabían dónde estaban, en qué dirección debían ir, no tenían comida ni bebida. Y el bote en sí estaba ya a rebosar, pues sólo medía siete metros de eslora y no estaba diseñado para los diecisiete hombres que lo ocupaban, además del capitán.
—Turnstile —dijo el señor Bligh—. Tienes que decidirte.
Lo miré y luego al señor Christian, a quien despreciaba con todo mi corazón. Pero la verdad residía en mi alma. No deseaba regresar a Inglaterra y al destino que me aguardaba a manos del señor Lewis. Tampoco quería morir en el mar, que los peces se comieran mi cuerpo y mis huesos quedaran desparramados en el lecho marino. Si me quedaba en la
Bounty
, podría volver a la isla, al paraíso, quizá a una reconciliación con Kaikala. El señor Lewis jamás me encontraría. Llevaría una vida feliz. No era una elección difícil.
Me acerqué al señor Bligh, le estreché la mano y sonreí.
—Ha sido usted muy amable conmigo, señor —dije—. Y le estaré eternamente agradecido por ello.
Me pareció notar que se desinflaba un poco de tristeza mientras asentía con un gesto, pero aun así no retiró la mano de inmediato. Cuando lo hizo, me dio unas palmadas en el hombro y bajó al bote. Lo observé descender y luego me dirigí al señor Christian.
—Ésta ha sido una experiencia de lo más inesperada —dije con una sonrisa antes de mirar a Heywood, cobrar impulso y propinarle un puñetazo tan fuerte en la mandíbula que el perro cayó hacia atrás y quedó despatarrado en cubierta, aturdido.
Los hombres y el señor Christian se quedaron mirándolo y luego me contemplaron, atónitos.