—Tienes razón, Tommy —respondí inclinando la cabeza—. Señor Ellison, quiero decir. A veces se me olvida la diferencia. Claro, paso tanto tiempo con el capitán y los oficiales, por mi puesto me refiero, mientras que vosotros estáis aquí arriba fregando la cubierta… Se ve que me ofusco y pierdo los papeles.
Me fulminó con la mirada, pero al cabo de un instante sacudió la cabeza y se volvió hacia el mar para exhalar un profundo suspiro, como el que habría soltado de haber sido la actriz principal en una obra subida de tono.
—Por supuesto, no es sólo el críquet lo que echo de menos —comentó, instándome a hacerle más preguntas.
—¿De veras?
—No, no es lo único. Hay otros… placeres en mi ciudad natal que me gustaría volver a visitar.
Asentí en silencio y rebañé el cuenco con el dedo para luego chupármelo, pues no importaba lo mala que fuera la comida en la
Bounty
: sería un tonto quien no se la acabara. No sabía a nada, desde luego. Y rara vez satisfacía el apetito, eso seguro. Pero estaba bien cocinada, era sana y no te daba diarrea, y eso ya era algo.
—Sí, claro —repuse al cabo, pues era uno de esos momentos en que sabía que quería contarme algo, aunque no estaba seguro de querer oírlo. Fuera como fuere, no iba a animarlo haciéndole preguntas que él acabaría respondiendo igualmente.
—Me refiero a placeres más privados —añadió entonces.
—¿Tenéis buenos árboles frutales por allí? —quise saber—. ¿Es la temporada ahora? ¿Cuando la gente sale a recolectar? ¿Fresas, quizá, o grosellas?
Ellison echó un vistazo alrededor y, al comprobar que no había nadie cerca, se inclinó hacia mí con gesto de complicidad. Me eché hacia atrás, pero me agarró del hombro y me atrajo hacia sí; por un instante temí haberlo puesto lascivo.
—Hay una joven dama en particular —me contó—. Una tal señorita Flora-Jane Richardson. Hija de Alfred Richardson, que tiene una tienda de ultramarinos; sin duda habrás oído hablar de él. Es muy conocido en Kent.
—Lo conozco muy bien —contesté, pese a que no había oído ese nombre en mi vida y me importaba un rábano—. No existe un tipo más decente que embuta una salchicha o corte una chuleta de una punta a otra de Inglaterra.
—En eso llevas toda la razón. Es un tipo excelente. Pero su hija, Flora-Jane, y yo tenemos un acuerdo —reveló y soltó una risita como una colegiala, ruborizándose un poco—. Ella esperará mi regreso, y la noche antes de que partiera hacia Portsmouth, algo que mi padre me impuso, me dio la mano para que se la besara. ¿Y sabes qué? Pues que se la besé.
—Vaya frescura la tuya —comenté, boquiabierto como si acabara de contarme el secreto más asombroso, un detalle del escándalo más salaz que hubiese oído antes hombre o bestia—. ¡Menudo bribón! Conque te llevaste su mano a los labios, ¿eh? Entonces estás prácticamente casado con ella. ¿Habéis pensado ya en nombres para los críos?
Supe de inmediato que mi respuesta no le hizo gracia, pues se echó hacia atrás, se ruborizó aún más y apretó los labios en un gesto de irritación.
—Te estás burlando —declaró, blandiendo un dedo acusador.
—¡Ni por asomo! —exclamé, consternado ante la calumnia.
—Tienes celos, Tunante, eso es todo. Apuesto a que nunca has conocido una buena Flora-Jane Richardson. Es probable que ni siquiera te hayan besado.
Ahora me tocó a mí perder el sentido del humor. La sonrisa se me esfumó de los labios y la risa del corazón mientras abría la boca para contestar, pero me quedé sin palabras y me encontré balbuciendo. Por supuesto, Ellison se burló de mí. Era cierto: nunca había conocido a una Flora-Jane Richardson ni a ninguna joven como ella, la vida no me había conducido por ese camino. No era algo que se me hubiese permitido. El corazón empezó a latirme más rápido y cerré los ojos un instante; las imágenes que había tratado de relegar empezaron a volver a mi mente. Las noches en el establecimiento del señor Lewis. Mis hermanos y yo, alineados contra una pared, listos para prestar servicio, a la espera de la elección. Los caballeros que entraban y nos observaban de arriba abajo, que nos ponían un dedo bajo la barbilla para levantarnos la cara y llamarnos cosas bonitas. No era más que un crío cuando él me acogió; no podía ser culpable, ¿no?
—¿Sabes qué cuentan de Otaheite? —preguntó Ellison entonces, y levanté la vista hacia él, atendiendo apenas a sus palabras.
—¿Qué? —Parpadeé un poco al brillante sol.
—¿Sobre las mujeres de allí? ¿Sabes qué dicen?
Negué con la cabeza. No sabía nada sobre Otaheite y no se me había ocurrido preguntar. Para mí no era más que una tierra al final de nuestro viaje, donde había que recoger los frutos del árbol del pan, y en la que quizá podría huir de mi servidumbre si todavía no había encontrado la libertad.
—Van todas por ahí desnudas como Dios las trajo al mundo —explicó Ellison muy pagado de sí mismo.
—¡Venga ya! —exclamé asombrado.
—Es verdad. Todos los hombres hablan de ello. Ésa es una de las razones de que quisieran llegar allí cuanto antes. Para poseerlas. Verás, es que allí no viven como nosotros. No viven como la gente decente. No tienen una civilización como la de Inglaterra, lo que significa que podemos hacerles lo que queramos y llevarlas a donde queramos. Les encanta, en realidad, precisamente porque somos gente civilizada. Y piensan que no tienen que avergonzarse de su desnudez; por eso no se tapan.
—Si son damas bonitas, no veo que tengan que hacerlo.
—Y no sólo eso, sino que están bien dispuestas —añadió con una risita, y palabra que me entraron ganas de arrearle un bofetón para que se comportara como un tipo con lo que hay que tener y no como una nena.
—¿Dispuestas? —pregunté, confuso.
—Más que dispuestas —contestó.
Esperé unos instantes, por si añadía algo más, pero no soltó nada.
—¿Dispuestas a qué? —quise saber.
—Ya sabes, dispuestas —repitió, como si repetir esa palabra una y otra vez fuera a explicarlo mejor—. Con quien sea. Con todos nosotros si así lo queremos. Ellas son así. No les importa.
Asentí con un gesto. Ahora sabía a qué se refería, pues precisamente me habían descrito en esos mismos términos muchas veces en mi vida y sabía muy bien hasta qué punto había estado «dispuesto».
—Vaya —contesté—. No me digas.
—Todo lo que sé es que si ellas están dispuestas, yo también —concluyó dando una palmada de puro contento.
—¿Y qué pasa con la señorita Flora-Jane Richardson? —mascullé—. ¿Ya la has olvidado?
—Eso es distinto —contestó, desviando la mirada—. Un hombre ha de tener una esposa, por supuesto; una mujer decente que le dé hijos y cuide de la casa.
—¿Vas a casarte con ella? —pregunté con un bufido—. No eres más que un muchacho.
—Soy mayor que tú —espetó, pues habíamos establecido ya que, pese a tener la misma edad, él cumplía los años tres meses antes que yo—. Y sí, pretendo casarme con la señorita Richardson, pero entretanto, si las damas de Otaheite están dispuestas, también lo estoy yo.
Un sopapo en el hombro me hizo volverme en redondo hacia donde otro de nuestra edad, el perro del señor Heywood, se alzaba ante mí toqueteándose los granos.
—Conque estás aquí, Tunante —dijo—. Mereces unos azotes por tu indolencia. ¿No has oído que te llamaban a gritos?
—No —espeté poniéndome en pie, y casi volví a caerme porque me fallaron las piernas de tenerlas tanto rato cruzadas y con la sangre extraviada—. ¿Quién me busca?
—El capitán —contestó él con un suspiro, como si llevase el peso del mundo sobre los hombros y apenas pudiese mantenernos a todos a flote—. Ha pedido su té, ¿entiendes?
Asentí y me apresuré hacia el camarote, sin apartar de mi mente las dispuestas mujeres de Otaheite. Y lo diré tal como era: confiaba en que no fuese cierto. Confiaba en que fueran mujeres cristianas y decentes que se dejaran las ballenas puestas y tuviesen las manos quietas, pues no quería formar parte de esa asquerosidad. No había conocido mujer en mi vida y no quería hacerlo. Mi experiencia en cuestiones de naturaleza física había sido oscura y dolorosa, y quería que todo eso quedase atrás, aunque llevaba varios años sin pensar demasiado en ello. En cierto sentido, le estaba agradecido al señor Lewis. Después de todo, me daba de comer. Y me vestía. Y me proporcionaba una cama con una sábana limpia el primero de cada mes. Y, de no haberme recogido él de las calles siendo yo un crío, ¿qué habría sido de mí?
Tuve un hermano una vez, un chico un par de años mayor que yo, que se llamaba Olly Muster, y era uno de los muchachos más populares en el establecimiento del señor Lewis por su nariz respingona y sus labios de fresa que hacían volverse a las mujeres en la calle para guiñarle un ojo. Pues Olly y yo éramos más que simples hermanos en el establecimiento del señor Lewis; éramos más bien como hermanos, si entienden a qué me refiero. Olly ya vivía allí cuando yo llegué, y como el señor Lewis tenía la costumbre de poner a los nuevos en compañía de un chico mayor, acabé por tener la suerte de mi parte, pues fue a Olly a quien se le encomendó la tarea de velar por mí. Casi todos los mayores acosaban a los nuevos, de hecho se esperaba que lo hicieran, pero Olly no era así. Nunca ha vivido en esta tierra un alma más decente que él. Nunca ha respirado el aire un muchacho más amable y generoso, y me batiré contra el hombre que diga lo contrario.
En aquellos primeros tiempos, Olly y yo nos tendíamos juntos en nuestra litera cuando el sol se ponía y él me preguntaba si no tenía familia en algún sitio que pudiese acogerme.
—¿Por qué iba a quererla? —preguntaba yo—. ¿No tengo un hogar aquí?
—Si es que esto puede considerarse hogar —me decía, negando con la cabeza—. Aquí no hay nada para ti, Johnny. Deberías irte mientras puedas. Ojalá lo hubiese hecho yo.
No me gustaba oírlo hablar así, pues temía que llegara la mañana y despertara y no lo encontrase roncando en la cama junto a mí, pero no me atrevía a contradecirlo. Él llevaba allí mucho más tiempo que yo y sabía de qué hablaba. Por entonces yo todavía era inocente; el señor Lewis no me había revelado todavía mi verdadero trabajo. Aún tenía que formar parte de la selección de la velada. Entretanto, como era demasiado pequeño para otra cosa, fui adiestrado por Olly en el arte del carterista, que era el trabajo diurno de los que vivíamos en el establecimiento, y no podría haber tenido mejor maestro, pues habría sido capaz de robar la corona de la cabeza del rey en su coronación y salir de la abadía y volver a Portsmouth con ella en la cocorota antes de que alguien se percatara siquiera.
Pero siempre estaba de punta con el señor Lewis, yo lo sabía, y a medida que los meses pasaban las cosas fueron de mal en peor. Discutían a menudo y a veces el señor Lewis amenazaba con expulsarlo de la casa y, pese a sus bravatas, Olly temía irse y siempre se retractaba cuando se le ofrecía la oportunidad. Había un caballero en particular, un caballero cuyo nombre conocerían ustedes, de modo que no osaré mencionarlo aquí y lo llamaré sólo sir Charles. (Y si piensan que lo conocen de los periódicos, en particular cuando se tratan temas de política, les diré que no van errados). Sir Charles era un visitante habitual, y cuando llegaba estaba casi siempre ebrio. Entonces llamaba a gritos a Olly, que era su favorito, y el señor Lewis daba instrucciones a mi hermano de seguir a sir Charles a la habitación de los caballeros.
Una noche se oyó gran alboroto procedente de esa estancia y la puerta se abrió de par en par. Sir Charles salió corriendo hacia nosotros con la cara ensangrentada y los pantalones bajados, de modo que no paraba de tropezar.
—¡Me ha mordido! —chillaba—. ¡El chico me ha arrancado la oreja de un mordisco! ¡Estoy lisiado! ¡Ayúdeme, señor Lewis, estoy lisiado!
El señor Lewis se levantó de un brinco del asiento, muerto de miedo, y se apresuró a asistirlo. Trató de apartarle la mano para inspeccionar el daño, y cuando lo hizo, todos los chicos allí reunidos soltamos un grito de horror, pues donde debería haber estado la oreja había sólo un amasijo ensangrentado. Entonces miramos hacia el pasillo: ahí estaba Olly Muster, de pie y en cueros, con la cara también cubierta de sangre, y escupió la oreja, que rebotó en el suelo para aterrizar en un rincón.
—¡Se acabó! —gritaba con una voz que no era la suya—. Ni una sola vez más, ¿me oye? ¡Ni una sola vez más!
¡Y la que se montó entonces! Tuvieron que llamar a un médico para curar al herido, quien cogió un atizador para matar a palos a Olly. Y así lo habría hecho si el señor Lewis no hubiese estado decidido a que no hubiese muertes en su local, pues eso habría supuesto la ruina de todos. Por supuesto, sir Charles no había acudido a la policía, pues eso le habría causado también problemas a él. Pero el señor Lewis se llevó a Olly y nunca más volví a verlo. Siempre que me mandaban a las calles confiaba en encontrarlo, o que él me encontrara a mí, pues si iba a marcharse quizá podría ir con él y seríamos hermanos en algún otro sitio, pero no volví a dar con él, y nadie a quien pregunté pudo ofrecerme ayuda con respecto a su paradero. Las últimas palabras que me dijo antes de irse, llevándome a un rincón, fueron que tenía que huir de ahí, que yo era mejor que todo eso, que debía escapar antes de que se convirtiera en una parte de mí. Pero yo era demasiado pequeño para entenderlo; sólo veía mi cena al final de la jornada y el colchón en que dormía. Una vez hubo desaparecido, sin embargo, me tocó a mí ocupar su lugar. Me avergüenza decir que entonces llegué a conocer mejor a sir Charles. Era un hombre de gustos inusuales.
El señor Lewis le dijo que yo estaba bien dispuesto. ¿Y resultaba que habría mujeres igualmente dispuestas en Otaheite? Pues yo no quería tomar parte en ello.
—Es extraordinario, ¿verdad? —oí decir cuando me dirigía al camarote—. El señor Fryer tiene treinta y cinco años y sin embargo ostenta el mismo cargo a bordo de la
Bounty
que usted en el
Resolution
con sólo veintiuno.
—Pero usted ostenta ese cargo ahora, Fletcher —fue la respuesta—. Aunque todavía le gano por un año, ¿no es así?
—En efecto, señor. Tengo veintidós. Me hago viejo.
Llamé a la puerta y los dos hombres se volvieron en redondo.
—Ahí estás, Turnstile, por fin —exclamó el capitán con entusiasmo—. Empezaba a temer que se nos hubiese caído un hombre por la borda.
—Discúlpeme, señor —dije—. Estaba tomando el almuerzo con el señor Ellison y nos hemos embarcado en una conversación sobre…