Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Sea lo que fuere, el proyecto de Sancho es una evidente invitación a la guerra. Porque Alfonso VI, como es natural, no está de acuerdo en absoluto: él es rey de León porque así lo quiso su padre, por herencia de Fernando y con todas las de la ley. Nadie tiene derecho a quitarle el trono; tampoco su hermano mayor. Por otro lado, los nobles leoneses no están dispuestos a aceptar lo que consideran una injerencia castellana. Antes de ver a Sancho sentado en el trono de León, habrá que pasar por encima de sus espadas.
Como no hay posibilidad de acuerdo, los dos hermanos resuelven dirimir sus diferencias en el campo de batalla. Que hablen las armas. Es un riepto, como el que opuso a los alféreces de Castilla y Navarra en Pazuengos, pero esta vez colectivo: serán las huestes de Sancho y Alfonso, en pleno, las que pongan a prueba sus armas.Y quien gane tendrá razón porque Dios así lo ha querido. Por eso se llamaba a estas peleas «juicios de Dios».
Es el 16 o el 19 de julio de 1068. ¿Por qué la duda? Porque la crónica dice que fue un 19, pero dice también que fue un miércoles.Y si fue miércoles, entonces tuvo que ser el 16. Bien: ese día, los ejércitos de Alfonso de León y Sancho de Castilla se encuentran en el lugar convenido, el campo de Llantada, a orillas del Pisuerga, en Palencia, tal vez en lo que hoy es Lantadilla. No conocemos absolutamente nada de la batalla. Salvo su final.
No fue una gran batalla. Fue un enfrentamiento localizado en un lugar concreto, con un principio y un final definidos de antemano, y que seguramente no causó muchas víctimas. Lo que la tradición nos ha legado es que los leoneses llevaron la peor parte: empujados por los castellanos, terminaron cediendo. La batalla se inclinaba del lado de Sancho, y eso significaba que, según el pacto previo de los dos hermanos, Alfonso tendría que cederle el trono de León. Pero lo que hizo Alfonso fue despedirse a la francesa: viendo que la batalla se perdía, optó por abandonar el campo y se marchó de nuevo a León. Ni mucho menos abandonó el trono.
Podemos imaginar que Sancho reclamaría la victoria, pero eso no cambió las cosas. Alfonso siguió siendo rey de León y Sancho permaneció en Castilla. Cada cual se dedicó a atender su propio frente. E incluso frentes ajenos, porque Alfonso, actuando completamente al margen de lo prescrito en el testamento de su padre, decidió que iba a quedarse con las parias de Badajoz, que correspondían a su hermano García. Así, en ese mismo año de 1068, Alfonso VI de León, cuyo ejército no había sufrido merma alguna por el lance de Llantada, penetró en territorio emeritense, llegó hasta Badajoz e impuso a la taifa unas condiciones nuevas: a partir de ahora, las parias no las cobraría García, sino él.
Y García, ¿qué hizo? Nada. ¿Por qué? Por incapaz.Y probablemente fue entonces cuando Alfonso y Sancho, al mismo tiempo, concibieron un proyecto, un negocio común: segarle a su hermano García, el incapaz, la hierba bajo los pies. O sea: quedarse con Galicia, y será el segundo momento de la guerra entre los hijos de Fernando.
Sancho y Alfonso se comen a García
García será el más desdichado de los hijos de Fernando. Había nacido en 1042. Tenía, pues, veintitrés años cuando heredó Galicia. Su herencia no era mala en absoluto: una tierra próspera y activa, y además, las parias de las taifas de Badajoz y de Sevilla, que garantizaban abundantes ingresos.Tampoco era mala su formación: el rey Fernando había puesto a García bajo la tutela de uno de los hombres más eminentes de su tiempo, el obispo Cresconio, que sin duda trató de hacer de él un rey digno de ese nombre.
¿Quién era este Cresconio? Vale la pena contar algo sobre este personaje, porque su trayectoria nos dice mucho sobre el papel de la Iglesia en el siglo xi y en el Reino de León. Cresconio era obispo de Iría y de Santiago de Compostela. En el lejano año de 1037, cuando Fernando yVermudo estuvieron en guerra, los vikingos aprovecharon el panorama para lanzar una de sus correrías por Galicia. El conde danés Ulf envió sus barcos contra Santiago.Y entonces fue el obispo Cresconio, espada en mano, el que reunió a los nobles del reino para echar a los normandos. Por su cuenta y riesgo mandó fortificar la Ría de Arosa con las torres de Catoira y levantó la muralla de Santiago. Después, y siempre por su cuenta, proclamó a Santiago como sede apostólica. Eso le valió una seria reprimenda del papa León IX, pero a Cresconio le dio igual. Más aún: en 1060 convocó un concilio en Santiago.Y hay que decir, por cierto, que todas las medidas que tomó terminaron siendo avaladas por Roma: extremó la lucha contra la corrupción, veló de manera incansable por la justicia, creó escuelas para niños en las iglesias, aplicó el mayor rigor en las costumbres del clero, prohibiendo taxativamente el amancebamiento… Un personaje de primera.
A este Cresconio le correspondió educar a quien habría de convertirse en rey de Galicia. La Galicia de este momento es un amplio territo rio que abarca desde el Cantábrico hasta el río Mondego, es decir, las actuales provincias gallegas y el tercio norte de lo que hoy es Portugal. No hay diferencias sustanciales entre la Gallaecia y el Portucale, entre el norte y el sur: es el mismo reino, es la misma gente y la estructura social también es la misma. Las tierras gallegas eran la región mejor organizada del solar original del Reino de Asturias: como era la zona más romanizada, aquí pervivió el viejo sistema señorial con más claridad que en Asturias, Cantabria o la Castilla inicial, y desde ese sistema señorial se produjo una evolución directa hacia las formas feudales.
Resultado: aquí, en Galicia, los señores de la tierra mandaban muchísimo, y de manera más intensa que en otras partes del Reino de León. Todos los sucesivos reyes —aquí lo hemos visto— sufrirán en un momento u otro rebeliones o querellas por parte de los señores feudales.Y la tónica no desaparecerá cuando Galicia se convierta en reino singular, a partir del siglo x. Al revés, las cosas se complicarán todavía más, porque ahora aparecen cuatro polos de poder: uno, la corona de León, que mantiene su primacía sobre Galicia; dos, el Reino privativo de Galicia —en este momento, García—, que ejerce su propio poder; tres, los tenentes o delegados del poder regio sobre las distintas circunscripciones, y cuatro, por último, los nobles, los señores feudales, dueños de sus propios territorios. Muy dificil.
Un paisaje así exigía que el gobernante fuera un tipo al mismo tiempo enérgico y flexible. Pero ninguna de las dos virtudes caracterizaba al rey García Fernández, el hijo de Fernando 1, al que había correspondido Galicia en el reparto testamentario del viejo rey. Al contrario, la imagen que de García nos han dejado las crónicas es más bien desoladora. «Era pusilánime y carecía de ingenio», nos dice de él Lucas de Tuy, el Tudense. Y Jiménez de Rada añade: «Se comportaba cada día de peor manera con los suyos, y era despreciado por todos». No eran aquéllos, desde luego, tiempos adecuados para temperamentos apocados. Y García, que ya no tenía a su lado al viejo Cresconio, sufrirá las consecuencias.
A García empiezan a acumulársele los problemas de una manera pasmosa. Cuando los nobles tratan de afirmarse frente a él, el rey reacciona con violencia mal calculada y arbitrariedad. El resultado es que no consigue dominar a los levantiscos, sino que, al revés, estimula su rebeldía y, lo que aún es peor, provoca que los nobles que le eran fieles empiecen a mi rarle con recelo. Para colmo, su hermano Alfonso, el de León, constata la debilidad de García y le arrebata las parias de Badajoz. García reaccionó con cólera, pero sólo tenía eso: cólera. Dice la Crónica que muchos nobles empezaron a marcharse de Galicia para huir de sus amenazas.Y esos nobles, sin duda, acudirían a León para contar lo que estaba pasando.
¿Y qué estaba pasando? De momento, que a García le estallaba una guerra en Portugal, es decir, en el sur de su reino. El conde Nuño Méndez, con mando en el territorio de Portucale, se subleva. García, cada vez más atribulado, corre allá con sus huestes. Aborda a las tropas rebeldes de Nuño en el paraje del Pedroso. La batalla será dura. García consigue la victoria. Nuño Méndez muere en el combate. Pero el paisaje no se ha apaciguado: otros nobles mantienen la rebeldía, y García se ve obligado a hacerles frente uno a uno.Y mientras tanto…
Mientras tanto, los hermanos de García, Alfonso de León y Sancho de Castilla, en paz después de la escaramuza de Llantada, deciden quitar de en medio al gallego. El 26 de marzo de 1071, Sancho convoca una junta plenaria en Burgos. Allí está todo el mundo: los condes, obispos y abades de Castilla, incluidos Santo Domingo, abad de Silos, y Rodrigo Díaz de Vivar. Está también la reina de Castilla, la inglesa Alberta. Pero hay más, porque en la reunión aparece también nada menos que el rey Alfonso VI de León, y sus hermanas Urraca y Elvira. El motivo de la reunión es muy concreto: desplazar a García, es decir, repartirse Galicia entre Sancho y Alfonso. La debilidad de García se ha convertido en una amenaza para el poder de la familia. En consecuencia, Sancho hace la propuesta: si Alfonso le permite cruzar el territorio leonés, mandará un ejército contra su hermano García.Y Alfonso pone las condiciones: permitirá a Sancho cruzar las tierras de León para llegar a Galicia, pero tendrá que entregarle la mitad de lo que conquiste. Así los dos hermanos se reparten el reino del tercero.
La sentencia estaba dictada. Sancho no tardó un minuto en ponerse en marcha. Cruzó León y llegó a las tierras de Portugal. Allí García todavía estaba tratando de someter a los últimos nobles rebeldes. Las huestes de Sancho abordaron a las de García a la altura de Santarem. Nadie en la época podía hacer frente a las tropas castellanas. El rey de Galicia cayó preso. Sancho llevó a su hermano al castillo de Burgos. Allí García reconoció a Sancho como rey de Galicia —qué remedio— y le prestó vasa llaje. En mayo de 1071, los documentos ya acreditan a Sancho como nuevo rey del territorio. Pocos meses después se consuma el reparto: Alfonso se queda con la mitad de Galicia. En cuanto al pobre García, no le quedó otra opción que marcharse a Sevilla, cuyas parias le correspondían y que, por tanto, le debía hospitalidad. Allí se instaló el desdichado, en la corte del nuevo rey taifa, el refinado al-Mutamid.
Así, en fin, se comieron Alfonso y Sancho a García de Galicia. Pero esto no podía durar mucho: paz para hoy, guerra para mañana.Y no por García, que estaba completamente anulado, sino porque la nueva situación venía a crear un nuevo punto de conflicto entre Sancho y Alfonso. Tras la agresión a García, los territorios de Sancho —Castilla y media Galicia— quedaban separados por los territorios de Alfonso —media Galicia y León—. Era inevitable que uno y otro volvieran otra vez a la batalla.Y volvió a ser, como lo fue antes en Llantada, mediante un riepto, es decir, un desafio localizado con fecha y hora en un lugar concreto. Fue el 12 de enero de 1072, en los campos de Golpejera.Y toda España, lo mismo la cristiana que la mora, contuvo el aliento.
Golpejera: Sancho conquista León
Es el mes de enero de 1072. Estamos en el paraje de Golpejera, o Volpejera, o Vulpéjar, que de todas esas formas se ha llamado al lugar: un ancho llano en las vegas del río Carrión, algunos kilómetros al sur de Carrión de los Condes, en la actual provincia de Palencia. Los ejércitos de Alfonso VI, rey de León, y Sancho II, rey de Castilla, van a enfrentarse en una batalla decisiva. Lo que está en juego es nada menos que la corona. Si gana Alfonso, el soberano de León se anexionará Castilla; si gana Sancho, el rey de Castilla se hará con León. La partida se juega a una sola baza. No habrá revanchas ni segundas oportunidades. Quien pierda tendrá que abandonar el país. Sólo podía quedar uno.
Podemos imaginar el gélido paisaje del enero palentino, los llanos helados y la bruma glacial del amanecer en la vega del Carrión. Estas tierras, que ahora van a ver una batalla decisiva, nunca habían conocido del todo la paz. Casa de grandes linajes del Reino de León, solar original de los Banu Gómez, regentado ahora por los Ansúrez, el espacio entre los ríos Cea y Pisuerga había sido codiciado desde mucho tiempo atrás. Permanente punto de fricción entre la soberanía leonesa y la ambición castellana, auténtico ombligo del reino, ningún escenario era mejor que éste para librar el desafio final. Era el verdadero fiel de la balanza.
La Crónica dice que la batalla fue descomunal. Nada que ver con la escaramuza de Llantada: aquí, en Golpejera, todo el mundo sabía lo que se jugaba, y lo que se jugaba era el todo por el todo. Se combatió todo el día, hora tras hora. Castellanos y leoneses, espoleados por sus reyes, atacaron con todo lo que tenían. Pronto las bajas empezaron a ser cuantiosísimas. Todavía hoy existe por allí cerca un paraje que se llama «La Matanza». Al cabo de muchas horas de pelea, los castellanos empezaron a retroceder. El sol se escondía tras el horizonte y la suerte parecía echada. Sancho de Castilla, sintiéndose vencido, ordenó emprender la retirada.
Su contrincante, Alfonso de León, tenía al alcance de la mano la victoria.Ante su hermano en fuga, evaluó sus posibilidades. La imagen de las banderas castellanas huyendo en desorden le devolvía otra imagen aún más gloriosa: él, Alfonso, entrando triunfante en Burgos para sellar así el nacimiento de un Reino de León más extenso que nunca, desde el Adántico hasta el límite mismo con la taifa de Zaragoza. Todas las tierras de León, Galicia, Asturias y Castilla bajo un mismo y único cetro: el suyo. Ahora podía asestar el golpe decisivo: nada más sencillo que perseguir a un ejército en desbandada, desmantelar su retaguardia y sembrar de muertos el camino hacia Castilla. Pero Alfonso no lo hizo.
¿Por qué Alfonso VI no aniquiló a los castellanos en retirada? Dice Jiménez de Rada que el rey de León ordenó que no se persiguiera a los castellanos porque «no quería ensañarse con cristianos». Es posible. Pero es posible también que su decisión obedeciera a la prudencia. Con el día extinguiéndose, con la temprana noche de enero cayendo sobre el campo, descomponer las propias líneas para perseguir a los vencidos significaba correr riesgos inútiles: nadie podría evitar que los castellanos, al amparo de la oscuridad, aprovecharan la situación para tender emboscadas aquí y allá a sus perseguidores. Sea como fuere, el hecho es que el rey de León, juzgando vencido a su hermano, no completó la victoria.Y ése fue su mayor error.
Sancho de Castilla ha conseguido huir del campo de batalla. Su ejército está deshecho: no sólo por las bajas, sino, sobre todo, por el desorden de la retirada. Al caer la noche, todo parecía perdido. Él, que había soña do con restaurar la unidad de todo el reino bajo el liderazgo castellano, se enfrentaba ahora al amargo trance de la derrota y el exilio. Pero entonces alguien apareció a su lado y le habló con voz resuelta: mientras hubiera un rey y unas espadas, todavía era posible dar la vuelta al destino.