Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (83 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Alfonso no ha abandonado su viejo sueño de controlar la desembocadura del Ebro. Es ahí donde el rey cruzado empleará sus mayores esfuerzos. Fraga, Lérida,Tortosa: ése es el frente que acapara toda la atención del rey de Aragón en estos años. Ramón Berenguer III de Barcelona ha muerto; queda, pues, prescrito el pacto que marcó la frontera entre Barcelona y Aragón. Lérida sigue siendo musulmana y el Batallador se ha propuesto reconquistarla.Y esta vez va a hacerlo por el agua, a través del Ebro. Se sabe que en noviembre de 1132 un auténtico ejército de leñadores acudió a los montes de San Millán de la Cogolla para cortar madera. Con esa madera tendría que construirse la flotilla fluvial que el Batallador iba a emplear para navegar Ebro abajo.

La campaña comenzó en enero de 1133. Las primeras jornadas se vieron coronadas por el éxito. Mequinenza cayó enseguida. En pocos días las tropas de Aragón pudieron desembarcar, marchar hacia el norte y poner sitio a Fraga. Todo el Escarpe quedó bajo las banderas aragonesas, y también la ancha zona de influencia fronteriza: Nonaspe, Algar, Maella, Batea, Fayón… Era evidente que los almorávides de Lérida no podían frenar al Batallador. Así que los musulmanes hicieron lo que ya habían hecho otras veces: comprar su seguridad pagando a otro soberano cristiano.

El soberano en cuestión era Ramón Berenguer IV, el nuevo conde de Barcelona. Los almorávides se dirigieron a él y le ofrecieron un suculento negocio: si se abstenía de atacar a los moros de Lérida, éstos le pagarían 12.000 dinares al año. Ramón Berenguer IV debió de evaluar cuidadosamente la propuesta: al fin y al cabo, lo que le ofrecían no era pelear contra otro rey cristiano —cosa que sin duda le hubiera planteado problemas políticos, además de problemas de conciencia—, sino, simplemente, abstenerse de toda acción bélica contra los almorávides. Le pagaban por quedarse quieto. No era mal negocio.Y el conde de Barcelona aceptó. Dice la crónica mora que la furia del Batallador, cuando se enteró del enjuague de Ramón Berenguer, fue terrible. Tanto que en ese mismo momento juró que no descansaría hasta tomar la ciudad de Fraga. Corría el año de 1133.

Alfonso de Aragón concentró todas sus tropas en torno a Fraga. Los musulmanes le salieron al encuentro, pero fueron desarbolados. El Batallador dio comienzo al asedio. Los almorávides enviaron refuerzos al mando del gobernador de Valencia y Murcia, Ibn Gániya, pero las tropas de Aragón también dieron buena cuenta de ellos: «Por dos veces fue vencido Ibn Gániya y, huyendo del campo, dejó muchos despojos a los cristianos», dice la crónica. Los de Fraga ofrecieron al Batallador una rendición pactada, pero el rey cruzado no la aceptó: había jurado tomar la ciudad a viva fuerza y mantendría su palabra. El asedio continuó. Llegó el verano de 1134.Y entonces se escribió el último acto de esta historia.

Resueltos a solucionar el problema de Fraga, los almorávides enviaron un nuevo ejército en socorro de la ciudad. Esta vez era un ejército de verdad: tropas de Sevilla, Granada y Córdoba, en número de millares, al mando deYahya ibnAlí, un hijo del emir. La hueste musulmana rodeó el campamento cristiano. Las crónicas hablan de decenas de miles de flechas, saetas y piedras precipitándose sobre las tiendas de Aragón. Los del Batallador, para escapar de la ratonera, abandonaron el campamento y salieron a campo abierto. Fue el momento que aprovecharon los sitiados de Fraga para abrir las puertas de la ciudad y lanzarse contra el ahora desierto campamento cristiano. Así el ejército de Alfonso se vio rodeado por todas partes. Era el 17 de julio de 1134. La derrota fue total.

Aquí la historia se mezcla con la leyenda. No sabemos exactamente cómo ocurrieron los hechos. Tampoco tenemos noción del número de bajas. En todo caso, la derrota del Batallador fue incuestionable. El rey abandonó el campo acompañado por unos pocos caballeros; entre ellos, el navarro García Ramírez, nieto del Cid. Dice la crónica que en la batalla pereció la guardia personal de Alfonso, formada por setecientos peones. Dice también que todos los caballeros aragoneses que participaron en el combate resultaron muertos. Seguramente es una exageración, porque, con la documentación en la mano, sólo cinco magnates desaparecen en ese año: entre ellos, Atón Garcés, Pedro Tizón y el otro cruzado francés que tanto había cabalgado con el Batallador, Céntulo de Bigorra. Pero, en todo caso, fue un desastre sin paliativos.

Alfonso, derrotado, se retiró a Zaragoza. La catástrofe de Fraga significó el hundimiento del frente: se perdieron Mequinenza, Monzón y Pomar de Cinca. El sueño de bañar los pies aragoneses en el Mediterráneo se alejaba de nuevo. Si las consecuencias se detuvieron ahí, fue porque los almorávides tampoco estaban para muchas fiestas. Pero el Batallador jamás se recuperó del golpe.

¿Hundimiento fisico? ¿Hundimiento psicológico? ¿Heridas mal curadas? No lo sabemos. Pero el hecho es que el Batallador sobrevivirá muy pocos meses a la derrota. A lo largo del verano de 1134 lo encontramos firmando algunos rutinarios documentos oficiales: donaciones, reglas de repoblación… Trabajo de administrativos. Semanas de vida opaca. Semanas, en realidad, de agonía. El 7 de septiembre de 1134 moría Alfonso I de Aragón y Navarra en un pequeño pueblo de los Monegros, Poleñino. Le llevaron a la fortaleza-monasterio de Montearagón, cerca de Huesca. Allí recibió sepultura aquel enorme constructor de reinos.

¿Quién sucedería al Batallador? El rey cruzado había muerto sin descendencia. Cuando el asedio de Bayona, había hecho testamento. Las mismas disposiciones las había ratificado en Sariñena, pocos días antes de morir. Ahora había llegado el momento de dar a conocer la última voluntad del monarca.Y lo que había en aquel documento iba a dejar a todo el mundo con la boca abierta. ¿Qué decía aquel testamento?

Un polémico testamento

Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Navarra, acaba de morir en septiembre de 1134 a los sesenta y un años de edad y después de treinta de reinado. Pese a haber vivido una existencia llena de victorias, la derrota de Fraga ha sido la última página de su vida. La última o, mejor dicho, la penúltima. Porque la última de verdad no fue ninguna batalla, sino su testamento; un testamento que iba a meter al Reino de Aragón en un verdadero laberinto sucesorio.

¿Qué decía el Batallador, muerto sin descendencia, en aquel testamento? No guardemos por más tiempo el misterio: lo que Alfonso decía era que legaba su reino no a un sobrino, ni a un primo ni a un hermano, sino a los caballeros cruzados que custodiaban los santos lugares en Jerusalén. O sea que, por el testamento del rey, la corona de Aragón quedaba en manos de las órdenes militares. Así lo escribió el rey:

Y así también, para después de mi muerte, dejo como heredero y sucesor mío al Sepulcro del Señor, que está en Jerusalén, y a aquellos que los vigilan y custodian y allí mismo sirven a Dios, al Hospital de los Pobres, que está en Jerusalén, y al Templo del Señor con los caballeros que allí vigilan para defender el nombre de la cristiandad. A estos tres concedo todo mi reino, o sea el dominicatus que poseo sobre toda la tierra de mi reino, así como el principatus y el derecho que tengo sobre todos los hombres de mi tierra, tanto los religiosos como los laicos, obispos, abades, canónigos, monjes, optimates, caballeros, burgueses, rústicos y mercaderes, hombres y mujeres, pequeños y grandes, ricos y pobres, judíos y sarracenos, bajo las mismas leyes y tradiciones, que mi padre, mi hermano y yo hasta hoy lo tuvimos y hemos de tener (…). De este modo todo mi reino, tal como consta más arriba, y toda mi tierra, cuanto yo tengo y cuanto me fue legado por mis antecesores, y cuanto yo adquirí o en el futuro, con la ayuda de Dios, adquiriré (…) todo lo atribuyo y concedo al Sepulcro de Cristo, al Hospital de los Pobres y al Templo del Señor para que ellos lo tengan y posean en tres justas e iguales partes (…).

Todo esto lo hago para la salvación del alma de mi padre y de mi madre y la remisión de todos mis pecados y para merecer un lugar en la vida eterna.

O sea que los caballeros templarios, los hospitalarios y los del Santo Sepulcro de Jerusalén se convertían en nuevos dueños del territorio aragonés.Y no se piense que fue una decisión precipitada, porque este testamento fue dictado por primera vez en 1131 y ratificado tres años después. Estaba claro que, llegado a su última hora, Alfonso, el rey cruzado, quería que su muerte estuviera tan entregada a la causa de la cruz como lo había estado su vida.Y así dictó el testamento que dictó.

Como es fácil imaginar, el citado testamento creó un auténtico caos en el reino. ¿Cómo transmitir la corona a las órdenes militares de Tierra Santa? En rigor, aplicar esa voluntad del Batallador tendría que pasar forzosamente por ceder a la Santa Sede, o sea, al papa, el dominio sobre los territorios de Aragón y Navarra, cosa que nadie estaba dispuesto a hacer. Pero ¿había otra solución? Sí, la había.

Recordemos: el rey Sancho Ramírez de Aragón había tenido tres hijos: Pedro, Alfonso y Ramiro. Cuando murió Pedro, sin descendencia, le sucedió su hermano Alfonso, nuestro Batallador. Ahora moría Alfonso, también sin descendencia. Sólo quedaba el otro hermano. Ahora bien, Ramiro, en principio, estaba excluido de la sucesión. ¿Por qué? Porque era monje. Desde la tierna edad de nueve años había sido entregado al monasterio francés de Saint Pons de Thomieres. Después, ya ordenado sacerdote, el Batallador le nombró abad de Sahagún. Desde entonces había ejercido distintos cargos episcopales. Ahora, en 1134, era obispo de RodaBarbastro.Y en este hombre de cincuenta años pusieron sus ojos los magnates de Aragón como candidato a la corona. Después de todo, no había otro.

Ramiro —llamado Ramiro II el Monje— no perdió el tiempo. Proclamado rey por los nobles en jaca, lo primero que hizo fue acudir a Zaragoza, la nueva capital del reino. Allí, en Zaragoza, mandaba Talesa, la viuda del cruzado Gastón de Bearn, que acogió de buen grado al nuevo rey. Ramiro entró triunfal, aclamado por las gentes, repartiendo privilegios y libertades. Dicen las fuentes árabes que además pactó una tregua con los musulmanes para garantizar la tranquilidad en la frontera del reino, bastante baqueteada después de los sucesos de Fraga. Era el 29 de septiembre de 1134.

Esto, por lo que concierne a Aragón. Pero en el complejo legado testamentario del Batallador había otro lote importante: Navarra, que no había dejado de ser reino con personalidad propia. Ahora, muerto el monarca aragonés, los nobles y obispos navarros ven llegado el momento de recuperar su independencia. Con la ley en la mano, es difícil quitarles razón. Recordemos qué había pasado en Navarra: cuando el rey Sancho el de Peñalén fue asesinado por su hermano, allá por el año 1076, el rey de Aragón Sancho Ramírez incorporó Navarra a su corona. Quedaba, empero, un linaje regio navarro en la persona de un hermano bastardo del difunto, el infante Ramiro Sánchez. Este infante Ramiro Sánchez, señor de Monzón y Logroño, fiel vasallo de los reyes de Aragón, es el mismo que se había casado con una de las hijas del Cid, Cristina.Y Ramiro y Cristina habían tenido un hijo, García Ramírez, que había peleado fielmente al lado del Batallador.

Hacia este García Ramírez se volvieron los ojos de los magnates navarros en esta hora de confusión.Y así García Ramírez, llamado el Restaurador, se convirtió en rey de Pamplona en 1134. Su primera medida fue arreglarse con Ramiro II, el de Aragón, que al fin y al cabo podía reclamar el territorio navarro. Los dos flamantes reyes escogieron una fórmula muy curiosa: Ramiro el Monje, que evidentemente no tenía hijos, prohijaría a García Ramírez. El navarro, García, quedaba como rey de Pamplona, pero reconociendo la soberanía de Ramiro. Mientras García desempeñaba el mando del ejército, el rey aragonés gobernaría al pueblo. Ramiro sería el rey pacer; García, el rey Flius. Lo cual, por cierto, implicaba el derecho del pamplonés a heredar la totalidad del reino cuando muriera el Monje.

Pero Alfonso VII, el de León, también tenía algo que decir. Después de todo, él era bisnieto de Sancho el Mayor, el padre de Ramiro 1, que fue a su vez primer rey de Aragón. Por tanto, Alfonso cree que puede reclamar la corona aragonesa. Mientras García el navarro y Ramiro el aragonés pactan su arreglo, el rey de León echa mano de argumentos más contundentes: manda tropas a la frontera oriental, sitia Vitoria, se apodera de Nájera… Más aún: envía a su ejército sobre Zaragoza.

García y Ramiro reaccionan con miedo: se saben inferiores a las huestes de León y Castilla. El navarro ofrece a Alfonso VII su vasallaje. Ramiro II, por su parte, decide encomendar el gobierno de Zaragoza a ArmengolVl de Urgel, que era nieto del conde castellano Pedro Ansúrez, en la esperanza de que por ese parentesco pudiera defender mejor los in tereses aragoneses ante el rey leonés. Craso error: Armengol, al ver aparecer a Alfonso VII, se apresuró a reconocerle como rey, para gran júbilo de la población de Zaragoza, en la que había numerosísimos castellanos. Era el 26 de diciembre de 1134. El mismo camino de Zaragoza siguieron otras ciudades aragonesas: Tarazona, Calatayud, Daroca… Todas ellas veían en Alfonso VII de León al defensor que necesitaban frente a la amenaza almorávide.

De todos modos, la intervención militar de Alfonso VII no resolvió el problema. García Ramírez seguía negociando con Ramiro II de Aragón, éste se permitía el gesto de entrar triunfalmente en Pamplona para subrayar su soberanía y, para terminar de complicar las cosas, el rey de León recibía una comunicación perentoria: nada menos que el papa Inocencio II instaba a Alfonso VII a cumplir el testamento del Batallador, es decir, entregar los territorios de Aragón a las órdenes militares. Serio problema. ¿Qué hacer? Se imponía un gesto de autoridad.Y eso es lo que hizo Alfonso VII.

Alfonso VII de León, emperador

Estamos a principios de 1135 y España conoce uno de esos momentos en los que todo puede cambiar en cualquier dirección. Cualquier cosa es posible. En este momento todos empiezan a moverse en varios sentidos al mismo tiempo.Vamos a tratar de sintetizar las posiciones de cada cual. La Iglesia, que quiere hacer efectivo el testamento del Batallador, no reconoce a Ramiro de Aragón ni a García de Pamplona, e insta a Alfonso VII a velar por el cumplimiento de la última voluntad del Batallador. Ramiro II, el de Aragón, pacta un singular acuerdo con García de Pamplona: Ramiro será el rey padre y García el rey hijo, y ambos se repartirán las funciones en un régimen que estará compuesto por dos reinos distintos, pero bajo una comunidad de poder. Ahora bien, García, en cuanto puede, deja vendido a Ramiro y se pone al lado de Alfonso VII, el de León.

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