Vi que la figura junto al Mustang se movía y daba unos pasos inciertos. Una segunda sombra, más grande y oscura, se separó de Nicole. Un hombre. Joder, había venido con alguien para darme una paliza.
Marqué el 9 y el primer 1.
Una fuerte petardazo me hizo saltar casi medio metro, y mi primera sospecha fue que había estallado un relámpago en las cercanías. Pero no hubo ningún destello enceguecedor ni trueno que hiciera temblar el suelo. Entonces supe que el ruido venía, probablemente, de un disparo, y que el blanco era yo. Solté un chillido apagado de pánico, me dejé caer al suelo y me quedé a cuatro patas. En realidad, intentaba gritar, pero lo único que salía de mi boca era ese ruido de Minnie Mouse, que me habría avergonzado si no hubiera estado muerta de miedo. Nicole no había venido con un matón sino con un francotirador.
Se me había caído el móvil, y en la oscuridad no podía verlo. Tampoco me ayudaba mucho el hecho de mirar frenéticamente a mi alrededor, de manera que no tuve ni un momento para buscar el móvil. Desplacé la mano sobre el pavimento, intentando localizarlo. Joder, ¿qué pasaría si el tipo se acercaba a confirmar si me había dado con el primer disparo? Quiero decir, me había lanzado al suelo, por lo cual era razonable pensar que me habían dado. ¿Debía quedarme tendida fingiendo que estaba muerta? ¿Arrastrarme hasta quedar debajo del coche? ¿Intentar volver adentro y cerrar la puerta con llave?
Oí que un coche se ponía en marcha y alcancé a mirar justo cuando un sedán oscuro de cuatro puertas se alejaba por una calle lateral estrecha. Desapareció de mi campo visual cuando siguió a lo largo del edificio. Oí que ralentizaba al llegar a la esquina, se detenía en Parker, la calle grande de cuatro carriles que cruza, y luego arrancaba y se integraba al escaso flujo del tráfico. No supe hacia dónde había girado.
¿Era el francotirador? Si había alguien más en el aparcamiento, seguro que había oído el disparo y, por lo tanto, no habría cogido el coche y partido con tanta calma. El único conductor que conservaría la calma sería el francotirador, ¿no? Cualquier otra persona habría salido de ahí a toda pastilla, que era lo que yo quería hacer desesperadamente.
Era típico de Nicole contratar a un francotirador del tres al cuarto. El tipo ni siquiera se había cerciorado de que yo estaba muerta. Pero, si el francotirador había escapado, ¿dónde estaba Nicole? Esperé y agucé el oído, pero no oí pasos ni el ruido de un Mustang poniéndose en marcha.
Me tendí de lleno boca abajo y miré, semioculta, tras las ruedas delanteras. El Mustang blanco seguía estacionado en el aparcamiento, pero no había ni rastro de Nicole.
Tampoco había ningún transeúnte que se hubiera acercado rápidamente a ver si había algún herido. Cuerpos Colosales estaba situado en un buen barrio, con pequeñas tiendas y restaurantes en las inmediaciones, pero no había viviendas, y las tiendas y restaurantes servían sobre todo a las empresas de los alrededores, de modo que todos los restaurantes cerraban a las seis, y las tiendas lo hacían no mucho más tarde. Si a un cliente que saliera de Cuerpos Colosales después de esa hora le apetecía un bocadillo, el lugar más cercano quedaba a unas cinco manzanas. Hasta ese momento, no me había dado cuenta de lo aislado que quedaba el aparcamiento del personal a la hora del cierre.
Nadie más había oído el disparo. Estaba sola.
Tenía dos posibilidades. Llevaba las llaves del coche en el bolsillo. Siempre en dos llaveros, porque la cantidad de llaves que necesitaba en el gimnasio hacía que el llavero abultara demasiado y era incómodo cuando salía a hacer diligencias o iba de compras. Así que podía encontrar las llaves de mi coche en un momento, abrir el coche con el mando y meterme dentro antes de que Nicole llegara hasta donde yo estaba. A menos que me estuviera esperando al otro lado del coche, lo cual pensé improbable, aunque todo era posible. Sin embargo, un coche, sobre todo un descapotable, no parecía lo bastante solido como para mantener a raya a una psicópata imitadora. ¿Qué pasaría si era ella quien tenía el arma? Un descapotable no pararía una bala.
Mi segunda posibilidad era buscar el llavero grande del gimnasio en el bolso, palpar hasta encontrar la llave de la puerta, abrirla y refugiarme dentro. Eso me llevaría más tiempo, pero estaría mucho más segura detrás de una puerta cerrada.
Supongo que había una tercera opción, que consistía en dar con Nicole e intentar tomarla por sorpresa, cosa que quizás habría intentado de estar segura de que no tenía el arma. Y como no estaba segura, no tenía intención alguna de hacerme la heroína. Que sea rubia no significa que sea tonta.
Además, ese tipo de peleas te deja al menos dos uñas rotas. Es un dato tomado de la realidad.
Así que busqué en mi bolso hasta encontrar las llaves. El llavero tenía una de esas cosas en el medio que impiden que las llaves den toda la vuelta a la anilla, así que siempre estaban en el mismo orden. La llave de la puerta era la primera a la izquierda del chisme del medio. La cogí bien cogida y luego, avanzando a rastras, volví hasta la puerta. Es un movimiento realmente ridículo, pero un excelente ejercicio para los muslos y las nalgas.
Nadie se abalanzó sobre mí. No se oía ruido alguno, excepto el murmullo a lo lejos del escaso tráfico en la avenida Parker. De alguna manera, aquello daba más miedo que si de pronto Nicole se hubiera abalanzado sobre mí desde el techo del coche lanzando un aullido. Tampoco pensaba que Nicole pudiera saltar tanto, a menos que su destreza gimnástica fuera mucho, mucho más apurada de lo que había dado a entender. Yo sabía que eso no podía ser, sencillamente porque era la típica presumida que habría fardado de ello. Ni siquiera sabía hacer un «split» y, si hubiera tenido que hacer una voltereta hacia atrás, el peso de sus tetas la habría hecho aterrizar de cara.
Dios mío, ¡cómo me habría gustado que hubiera intentado la voltereta al menos una vez!
Las manos me temblaban, sólo un poco. Vale, me temblaban más que un poco, pero conseguí abrir la puerta al primer intento. Me deslicé como una bala por la abertura y, la verdad, desearía haber abierto un par de centímetros más porque me magullé el brazo contra el marco de la puerta. Pero ya había entrado y cerré de un portazo, pasé el cerrojo y me alejé de la entrada a rastras por si disparaba a través de la puerta.
Siempre dejo encendidas un par de bombillas de bajo consumo por la noche, pero las dos están en la parte delantera del edificio. El interruptor de la luz del pasillo trasero estaba junto a la puerta, como es natural, y yo ni pensaba en acercarme tanto a la salida. Como no podía ver por dónde iba, seguí arrastrándome por el pasillo, calculando que pasaba por el lavabo de mujeres del personal (el de los hombres estaba al otro lado del pasillo), luego la sala de descanso y, finalmente, llegué a la tercera puerta, la de mi despacho.
Me sentía como el tío que ha bateado y llega a la última base con una arrastrada final. ¡Salvada!
Ahora que tenía paredes y puertas cerradas que me separaban de esa zorra loca, me incorporé y encendí las luces del techo, cogí el teléfono y marqué furiosamente el 911. Si creía que no iba a demandarla por aquello, había subestimado gravemente lo cabreada que estaba.
U
n coche de la policía de color blanco y negro se detuvo en el aparcamiento delantero con las balizas encendidas exactamente cuatro minutos y veintisiete segundos más tarde. Lo sé por qué los cronometré. Si le digo a una operadora del 911 que alguien me está disparando espero una actuación rápida del departamento de policía que mis impuestos ayudan a pagar, y había decidido que cualquier tiempo por debajo de cinco minutos era razonable. Hay algo de la diva que hay en mí que intento mantener sometida y entre cuatro paredes, porque es verdad que la gente se muestra más colaboradora si una no está dispuesta a arrancarles la cabeza (¿os lo imagináis?), y siempre me propongo ser lo más simpática que puedo con las personas —excluyendo a mi ex marido—, pero nada se puede asegurar cuando temo por mi propia vida.
Tampoco me había puesto histérica ni nada de eso. No salí corriendo por la puerta ni me lancé a los brazos de los chicos de uniforme azul. Lo habría hecho, pero ellos salieron del coche empuñando sus armas reglamentarías, y sospeché que también me dispararían a mí si salía corriendo en su dirección. Ya tenía lo suficiente de disparos por esa noche, así que aunque encendí las luces y quité la llave de la puerta principal, me quedé justo en el interior, donde pudieran verme, pero donde estaba protegida de cualquier zorra descerebrada. Además, la llovizna se había convertido en lluvia, y no quería mojarme.
Estaba tranquila. No me puse a dar saltos ni a chillar. Eso sí, la adrenalina se me había ido a la cabeza, y empecé a temblar de los pies a la cabeza. Lo que quería era llamar a Mamá, pero hice de tripas corazón y ni siquiera me eché a llorar.
—Tenemos una llamada que nos dice que aquí se han producido unos disparos, señorita —dijo uno de los polis cuando me aparté y los dejé entrar. Con la mirada alerta, el tipo ya estudiaba hasta el último detalle del área vacía de la recepción. Tendría unos treinta años, el pelo cortado casi al cero y un cuello grueso, por lo cual deduje que iba al gimnasio. Pero no era cliente mío, porque los conocía a todos. Quizá le mostraría las instalaciones aprovechando que estaba ahí, después de que hubieran detenido a Nicole y hubieran dado con su culo en un centro psiquiátrico. Hombre, nunca hay que perder una ocasión para aumentar la clientela, ¿no?
—Sólo un disparo —dije. Le tendí la mano—. Me llamo Blair Mallory y soy la dueña de Cuerpos Colosales.
Creo que no hay mucha gente que se presente correctamente ante los policías, porque estos dos, al parecer, se quedaron sorprendidos. El segundo poli era todavía más joven, un crío de poli, pero fue el primero que reaccionó y hasta me estrechó la mano.
—Señorita —dijo, muy educadamente, y sacó una pequeña libreta de su bolsillo y escribió mi nombre—. Soy el agente Barstow y aquí, mi colega, el agente Spangler.
—Gracias por venir —dije, con mi mejor sonrisa. Sí, es verdad que seguía temblando, pero la buena educación es la buena educación.
Se mostraron sutilmente menos cautelosos porque era evidente que yo no iba armada. Llevaba puesta una camiseta corta rosa sin mangas y pantalones de yoga negros, así que ni siquiera tenía bolsillos donde ocultar algo. El agente Spangler guardó su arma.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó.
—Esta tarde he tenido problemas con una de mis clientes, Nicole Goodwin —el nombre quedó debidamente anotado en la pequeña libreta del agente Barstow— porque me negué a prorrogar su inscripción en el club debido a numerosas quejas presentadas por otras clientes. Se puso violenta, tiró al suelo las cosas de una mesa, me insultó… ese tipo de cosas.
—¿La golpeó? —me preguntó Spangler.
—No, pero esta noche cuando he cerrado me estaba esperando afuera. Su coche estaba en el aparcamiento de atrás, donde aparca el personal. Todavía estaba ahí cuando llamé al 911, aunque es probable que ya se haya largado. La vi a ella y a otra persona, un hombre, creo, junto a su coche. Oí un disparo, me lancé al suelo detrás de mi coche, y luego alguien, creo que era el hombre, arrancó con su coche, pero Nicole se quedó, o al menos el Mustang seguía ahí. Volví al edificio a rastras, entré y llamé al 911.
—¿Está segura de que lo que oyó era un disparo?
—Sí, desde luego. —Por favor. Estábamos en el sur, Carolina del Norte, para más señas. Desde luego que sabía cómo sonaba un disparo. Yo misma había disparado con un rifle del 22. El abuelo, el padre de mi madre solía llevarme con él a cazar ardillas cuando íbamos a visitarlo a su casa en el campo. Murió de un infarto cuando yo tenía diez años, y nadie volvió a llevarme a cazar ardillas. Aún así, no es un ruido del que una se olvide, aunque no tuviéramos la televisión para recordarnos cómo suena cada pocos segundos.
Ahora bien, los polis no van y se acercan tan alegres a un coche donde, supuestamente, los espera una zorra loca. Después de confirmar que el Mustang blanco seguía aparcado atrás, los agentes Spangler y Barstow hablaron por sus primorosos aparatos de radio, que llevaban prendidos en un hombro no sé cómo —quizá fuera con velcro— y al cabo de unos minutos llegó otro coche de policía, del cual salieron los agentes Washington y Vyskosigh. Yo había ido a la escuela con DeMarius Washington, y me lanzó una breve sonrisa antes de que su rostro oscuro y de fuertes rasgos recuperara su talante profesional. Vyskosigh era más bien bajito y ancho, casi calvo, y no era de Por Aquí, que es como los habitantes del sur se refieren a los yankis. Para un habitante del sur, esa frase lo dice todo, desde lo que se refiere a los gustos en la alimentación y el vestir hasta los modales.
Me dijeron que me quedara en el interior, ningún problema, mientras los cuatro salían a la oscuridad de la noche y la lluvia a preguntarle a Nicole qué diablos estaba haciendo.
Yo me porté muy obediente, lo que demuestra lo nerviosa que me había puesto, tanto, que seguía exactamente en el mismo lugar cuando el agente Vyskosigh volvió al interior a echarme un vistazo. Me quedé un poco desconcertada. No era el momento para ir lanzando miraditas, ¿no?
—Señorita —dijo—, ¿quiere sentarse?
—Sí, me gustaría —respondí, con el mismo tono de cortesía y me senté en uno de los asientos de la sala de recepción. Me pregunté qué estaba ocurriendo allá afuera. ¿Cuánto más podía tardar todo aquello?