Morir a los 27 (32 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Morir a los 27
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—Pero su marido —continuó el inspector— estaba reconocido internacionalmente como el heredero musical de John Lennon, ¿no es así?

—Sí —le confirmó Anita, con un deje de orgullo en la voz—. Mal que les pese a muchos, mi marido tema un talento musical excepcional.

—¿Y nunca, en todos estos años —insistió Perdomo—, ni usted ni su marido oyeron que Chapman mencionara al señor Winston?

—Jamás.

—¿Y al revés? —inquirió el policía—. ¿Mencionó alguna vez el señor Winston a Chapman en público o en privado?

—Creo que no —respondió Anita.

—No sé si está al tanto —continuó el inspector— de que hay un lobby anti-Chapman. Periódicamente recoge firmas para que no le sea concedida la libertad condicional y luego ese documento se envía a las autoridades correspondientes.

—Ni mi marido ni yo nos adherimos nunca a ese manifiesto —afirmó Anita.

—¿Por qué razón?

—Nadie nos lo solicitó. Y aunque alguien lo hubiera hecho, dudo de que John lo hubiera firmado. Con toda la admiración que sentíamos hacia Lennon, los dos éramos contrarios a la cadena perpetua, por la misma razón que nos oponíamos a la pena de muerte: ambos son castigos irreversibles. Identifican al criminal con su delito y niegan a la persona que ha delinquido su derecho elemental a una segunda oportunidad en la sociedad.

—¿Y esas opiniones las hicieron públicas? —preguntó el inspector.

—Claro que sí. Mi marido concedía muchas entrevistas y le gustaba explayarse sobre política y derechos humanos.

Perdomo, que había dejado el móvil en modo silencio sobre la mesa en la que descansaban las bebidas, vio que la pantalla parpadeaba, con una llamada de Amanda. Decidió atender a la periodista, pero se arrepintió de haberlo hecho nada más colgar, ya que ésta sólo pretendía averiguar cómo se estaba desarrollando el encuentro con la viuda de Winston.

—Ha mencionado usted antes que su marido sufría pesadillas —continuó el inspector tras haber pedido excusas por la interrupción—. ¿De qué tipo?

Anita pareció meditar detenidamente la respuesta y al final dijo:

—John tuvo muchas fantasías de muerte hace unos meses, y soñaba con eso de manera recurrente. Recuerdo que incluso el día de su veintisiete cumpleaños, cuando estábamos de luna de miel en París, sufrió un ataque de pánico del que luego nunca quiso volver a hablar. Poco después de esa fecha, que muchos consideran fatídica, no sólo pareció tranquilizarse, sino que no mencionó más el tema. Los malos sueños acabaron poco después de su cumpleaños.

—Supongo —dijo Perdomo— que al decir fecha fatídica se refiere usted al día en que pasó a ser socio potencial del Club 27.

—¿Es que ha oído hablar del club? —preguntó la mujer, con voz trémula.

Perdomo asintió con la cabeza.

—¿Su marido creía en la maldición del club?

La viuda se tomó cierto tiempo para responder a la pregunta. Por su voz y cambio de actitud, el policía llegó a la conclusión de que el tema la inquietaba profundamente.

—Algunos periodistas —manifestó al fin— le dieron mucho la lata con eso. El día en que cumplió los veintisiete, en París, al menos dos diarios franceses salieron a la calle con titulares del tipo: «¿Morirá él también? ¿Otro miembro para el club?». Y eso que aún no era una celebridad. No es fácil estar todo el día escuchando: «John, ¿no tienes miedo de morir? ¡Sólo faltan tres meses, John! ¿Cómo te sientes?».

Perdomo hizo una breve pausa para tomar algunos apuntes en su libreta de interrogatorios y volvió a la carga.

—¿Nunca recibió su marido anónimos amenazadores sobre esta cuestión que me acaba de comentar? ¿O llamadas de teléfono que le dijeran que iba a morir tras su vigésimo séptimo cumpleaños?

—No, nunca —afirmó la viuda—. Excepto, quizá, la noche que le he mencionado, cuando sufrió el ataque de pánico. Me encontré el teléfono de la habitación descolgado, pero ¿sabe una cosa muy extraña? John nunca me llegó a contar quién le había telefoneado.

46

Send in the clones

Al tiempo que Perdomo iba avanzando en su interrogatorio a la viuda de Winston, el subinspector Villanueva iniciaba el suyo con el batería pirotécnico de The Walrus. Moon era, desde el punto de vista del atuendo, el menos llamativo de los tres músicos. Recibió al subinspector en la habitación —el hotel en el que se alojaba era de dos estrellas y no tenía cafetería— con zapatillas deportivas, vaqueros y camiseta, una indumentaria que se había convertido, desde hacía años, en una especie de uniforme de colegio del rockero. A Villanueva le llamó la atención la inscripción que Moon llevaba en la camiseta. En el anverso decía:

Si de verdad quieres mortificar a tus padres y no tienes el coraje para ser homosexual

Y se completaba en el reverso con

… lo menos que puedes hacer es convertirte en artista
.

Moon era ambas cosas, aunque mucha gente se resistía a creer en su homosexualidad. Esto era debido, en parte, a su falta de amaneramiento, pero también al hecho de que, en la mejor tradición del rock, nunca ha habido grandes baterías gays.

El día que salió del armario —que hizo coincidir con el décimo aniversario de la muerte de Freddy Mercury— Moon había concedido una divertida rueda de prensa en la que reflexionó sobre su condición de homosexual.

—De todos los integrantes de una banda de rock —dijo a los periodistas— tal vez sea a los baterías a los que más os cuesta asociar con el movimiento gay, porque suelen carecer de la sofisticación y el amaneramiento que caracteriza a muchos homosexuales. Si las apariencias engañan, en el rock lo hacen aún más que en otros ámbitos. Supongo que os resulta difícil imaginar a un cantante con más pluma que Steven Tyler, el líder de Aerosmith, y sin embargo es padre de cuatro hijos. A vuestros ojos, el trabajo del percusionista de rock es tan primitivo y básico como puede serlo el de un camionero, hasta el punto de que muchos pensaréis que, en algún lugar de mi tenderete de batería, cuelga, camuflado entre los
toms
, los
hi hats
y los platos, uno de esos obscenos calendarios con desnudo femenino que tenemos identificados con tan digna profesión. Pues enteraos de una vez: un buen batería de rock puede llegar a alcanzar el grado de refinamiento musical de un violinista de música clásica; hasta el punto de que el sonido de algunas bandas legendarias, y no estoy hablando sólo de la mía, es tan reconocible por el estilo de su percusionista como por la voz de su cantante.

La habitación de Moon estaba mal iluminada, apestaba a tabaco y en ella no había entrado una señora de la limpieza en mucho tiempo. El batería le confesó a Villanueva que la muerte de Winston le había sumido en una profunda depresión y que si no había acudido aquella mañana a la ceremonia de cremación del músico había sido porque no tenía buenas relaciones con Anita.

—Esa zorra —le explicó al subinspector— siempre ha sospechado que mi objetivo último en el grupo era tirarme a John. Ya sabe, como Brian Epstein con John Lennon. ¿Se puede tener una mente más sucia? Por no hablar de su brillante idea de celebrar la cremación en Madrid, ¡sin los padres de John presentes! Todo por su propia comodidad, para ahorrarse el coste de la repatriación del cuerpo.

Moon vio que los ojos del policía se posaban sobre la mesilla de noche, en la que se amontonaban frascos de pastillas de todos los tamaños y colores, y bolsas de plástico de dudosa procedencia.

—Es coca —dijo con el mayor de los cinismos—. ¿Piensa detenerme?

—Pertenezco a la brigada de homicidios, no a la de estupefacientes —le tranquilizó el subinspector, que había calculado que uno de los saquitos contenía al menos cien gramos de droga.

—¿Cómo me ha localizado? —dijo el músico, nervioso—. ¿Y qué quiere de mí?

A diferencia de Bruce, que había confesado sentir simpatía hacia los investigadores policiales, Moon se había colocado a la defensiva desde que abrió la puerta, y su mirada paranoica hizo suponer a Villanueva que el interrogatorio iba a ser de una enorme dificultad.

—Tranquilícese, señor Moon —le dijo en su aceptable inglés—. Sólo estoy aquí para esclarecer la muerte de su amigo, John Winston. Cualquier dato que me pueda aportar…

—¿Dato? ¿Qué dato? —Moon se sentó en el borde de la cama, para estar más lejos del policía, y se quitó las deportivas. A través de unos calcetines mugrientos y llenos de descosidos se podían entrever las uñas de sus pies, blancas, negras y duras, como cabezas de percebe.

—Supongo que ha visto las noticias —respondió Villanueva, señalando hacia un televisor con el volumen silenciado que había en un rincón—. ¿Cree que Chapman pudo hacerlo?

—Sí, fue Chapman —respondió el otro, sin ninguna convicción.

—¿Por qué cree que fue él?

—Oh, no, no fue él. ¿O sí? ¿Usted qué cree, poli?

Villanueva se percató de que Moon pretendía tomarse a broma el interrogatorio. Intentó sonreír y en un tono firme, aunque desprovisto de agresividad, le dijo al músico:

—Permítame que yo haga las preguntas, ¿de acuerdo? Así podré dejarle tranquilo mucho antes. ¿Por qué le merece credibilidad la hipótesis de Chapman?

—Es lo que usted quería que contestase, ¿no es cierto? Conozco a los polis, y nunca buscan la verdad. Lo único que tratan es de hallar confirmación a sus propios prejuicios.

Villanueva se puso en pie y le hizo un enérgico gesto con la mano al batería para que le imitara.

—Continuaremos esta amigable charla en la brigada, señor Moon. Por cierto, he cambiado de opinión: queda usted detenido —señaló hacia la mesilla de noche— por un delito contra la salud pública.

El cambio de actitud de Villanueva hizo que Moon abandonase la suya y se mostrase más colaborador. Cogió el teléfono móvil que descansaba sobre la mesilla de noche, junto a las pastillas y la cocaína, y se lo lanzó a Villanueva como si fuera una pelota, diciendo:

—¿Quiere usted saber quién pudo hacerlo? Ahí tiene la respuesta.

El policía miró al músico con una mezcla de desconfianza y perplejidad y luego empezó a trastear a ciegas con el teléfono, pues no sabía en realidad qué tenía que buscar.

—Démelo, yo se lo mostraré. —Moon le hizo un gesto para que le devolviera el teléfono y mientras buscaba un archivo de vídeo en la carpeta multimedia de su Nokia, empezó a hablar—: Hace dos meses, cuando estábamos en Londres terminando de mezclar el nuevo disco, John me dijo que estaba hasta los huevos de la piratería.

—Es comprensible —respondió Villanueva, que observaba con creciente curiosidad cómo las manos de Moon rebuscaban en el móvil—. Tengo entendido que las ventas de discos han bajado de manera dramática en los últimos años.

—Un cuarenta por ciento desde 2005 —precisó Moon—. Y el descenso continúa, imparable. No sé si sabe cómo funciona nuestro tinglado, amigo mío. Debido a la puta piratería, hoy en día, los músicos nos vemos forzados a vivir casi en exclusiva de las actuaciones. Sobre todo aquí en España, que es donde mejor pagan. ¡
Grasias, Spagnia
! —agradeció en un espeluznante castellano.

—No conocía ese dato —dijo Villanueva—, pero me alegro de que se sientan bien tratados en nuestro país.

—El caso es —prosiguió Moon— que los discos han dejado de ser un negocio rentable para casi todos los artistas. Eso John lo sabía y lo tenía más que asumido. Pero es que alguien ha encontrado la manera de profanar el último bastión que nos queda a los músicos, que son las actuaciones en directo.

—¿Se refiere a los
bootlegs
? —preguntó Villanueva.

Bootlegs
era el término que en el mundillo discográfico recibían las grabaciones no autorizadas de conciertos. Muchas de ellas no tenían un fin comercial, sino que se las intercambiaban los fans de cada grupo como recuerdo de una determinada actuación. Sin embargo, algunos comerciantes avispados lograban ponerlas en circulación a buen precio, tras haber mejorado el audio en un estudio profesional.

—No estoy hablando de
bootlegs
, poli —dijo Moon, que parecía haber encontrado ya el archivo que andaba buscando—. Esos a John le daban igual. Es más, incluso había noches en que parecía animar a la gente a que nos grabara, diciendo cosas como «¡y ahora un tema nuevo, que aún no hemos incluido en ningún disco!». El cabrón de John era condenadamente bueno en el escenario. Era consciente de que había que cuidar a nuestros fans y les hacía concesiones en directo de ese tipo, porque en el fondo sabía que esas grabaciones eran para uso particular. —Hizo una pausa—. ¡Dondequiera que estés ahora, John, te mando un beso! —Y mirando al cielo, acompañó sus palabras con el gesto correspondiente.

—¿A qué se refiere entonces con lo de profanar su último bastión? —preguntó Villanueva.

—Alguien ha encontrado la manera de piratear un concierto, reproduciéndolo en 3D sobre un escenario, valiéndose de holografías.

—¿Alguien? ¿De quién estamos hablando?

—De Alex O'Rahilly —afirmó Moon—, más conocido por Mister Download. Y aquí tengo la prueba. —Le entregó el teléfono después de haber pulsado la tecla
play
.

Villanueva se quedó contemplando el vídeo musical que había almacenado en el móvil hasta que éste terminó —el archivo duraba apenas veinte segundos— y miró luego al batería con cara de no entender nada.

—Lo único que veo aquí es a The Walrus actuando en directo.

—Exacto —dijo Moon—. Sólo que ESO no es The Walrus. Es una holografía creada por O'Rahilly, de principio a fin. Dicen que ese cabrón tiene ya la tecnología necesaria para poner en escena un concierto nuestro… pero sin nosotros.

Villanueva volvió a ver el vídeo sin poder dar crédito a las palabras del músico. Si aquello era en verdad una holografía, el grado de realismo era tal que la copia resultaba indistinguible del original.

—¿De dónde ha salido este vídeo?

—John me lo envió por bluetooth.

—¿Y cómo llegó a poder de Winston?

—Se lo pasó un ingeniero de sonido del Ericsson Globe, cuando estuvimos tocando en Estocolmo hace unas semanas.

—¿Recuerda su nombre? —Villanueva sacó ansioso su libreta.

—Lo siento, yo ni siquiera toqué ese día, estaba ingresado en el hospital, con neumonía. Pero el ingeniero le contó a John que O'Rahilly está trabajando en algo que puede acabar para siempre con la música: las holografías pirata de conciertos.

—Y ese técnico, ¿cómo obtuvo la información?

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