Hendrix, Joplin y Morrison… todos murieron a los 27… ¿Quién será el siguiente? Sexo, drogas, rock & roll y asesinatos en un vibrante thriller policíaco que indaga en los secretos de la música pop-rock más influyente de la historia.
Después de leer Morir a los 27, no volverás a escuchar de la misma forma a The Doors, The Rolling Stones, Nirvana o The Beatles.
Alguien ha disparado a John Winston, líder de The Walrus, la banda de rock más importante del momento. Las cosas se complican para el inspector Raúl Perdomo cuando un famoso reo se confiesa autor del crimen: Mark David Chapman, el asesino de John Lennon, que lleva treinta años entre rejas por la muerte del líder de The Beatles. Mientras Perdomo trata de esclarecer la verdad sobre la confesión de Chapman, descubre que el asesinato de Winston resucita la leyenda del macabro #club de los 27#, según la cual las estrellas más relevantes de la música moderna mueren a los 27 en circunstancias extrañas: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Brian Jones, Jim Morrison o Kurt Cobain.
Un trepidante thriller policíaco que descubre el lado más salvaje del rock 'n roll.
Joseph Gelinek
Morir a los 27
ePUB v1.0
Nitsy21.09.12
Título original:
Morir a los 27
Joseph Gelinek, 2010
Diseño/retoque portada: Random House Mondadori S.A
Editor original: Nitsy (v1.0)
ePub base v2.0
Nueva York, 8 de diciembre de 1980
Son las cinco de la tarde de un agradable día de finales de otoño, en Manhattan. Mark David Chapman, el joven que, cinco horas más tarde, cometerá uno de los asesinatos más recordados de la historia, acaba de obtener el anhelado autógrafo de su futura víctima: John Winston Lennon. John se lo ha firmado a la puerta del Edificio Dakota, donde reside, cuando salía hacia el estudio de grabación.
—¿Es todo lo que quieres? —le pregunta John, nada más estampar su firma y la fecha en la carpeta de
Double Fantasy
, su nuevo LP.
—Sí, eso es todo. ¡Gracias, John! —le responde Chapman, con su voz rasposa y monocorde, contemplando arrobado su preciado trofeo.
A pesar de que el día es inusualmente cálido, Mark —un joven de veinticinco años, corpulento y rechoncho, de mirada espesa, que oculta tras unas enormes gafas ahumadas— va vestido de forma extraña. Lleva ropa interior térmica, gruesos pantalones verdes, camiseta, jersey y un largo abrigo del mismo color que los pantalones, que completa con un gorro de piel sintética, guantes y bufanda. En uno de los bolsillos del abrigo esconde un revólver de morro chato Charter Arms del calibre 38.
Chapman tiene los nervios a flor de piel. Hace un par de horas se ha peleado a voces en plena calle con el
paparazzo
Paul Goresh, sólo porque éste ha descubierto, por su fuerte acento sureño, que el chico no es de Hawai, sino de Texas. Luego, para no despertar sospechas, Chapman se ha disculpado con él, y al enterarse de que le había hecho una foto junto a su ídolo, en el momento del autógrafo, le ha ofrecido cincuenta dólares por la instantánea.
—¡La quiero esta misma noche! —le ha exigido a Goresh, de nuevo levantando la voz.
—Vivo en New Jersey, chico —le ha explicado el fotógrafo—. No puedo entregártela esta noche.
—Entonces, mañana. ¡Mañana vendrás aquí y me entregarás la foto! Dilo. ¡Dilo!
Mark tiene la desagradable costumbre de apremiar a sus interlocutores para que repitan en voz alta las frases que él no quiere que olviden. El mismo lleva varios días recitando interiormente una especie de mantra, inspirado en una novela de J. D. Salinger que le obsesiona desde hace meses: «¡El guardián entre el centeno tiene que morir, el guardián entre el centeno tiene que morir!». Para Chapman, Lennon no es más que un farsante: un activista de izquierdas que predica en sus canciones la renuncia a los bienes terrenales—
«Imagine no possessions
»— mientras lleva el tren de vida de un multimillonario. Tampoco le perdona un verso —Chapman es un cristiano fundamentalista— de la canción
God: «I don't believe in Jesús
».
El estrafalario aspecto de Chapman no ha levantado recelo alguno en John Lennon que, incomprensiblemente, vive desde hace años sin guardaespaldas, en la ciudad más peligrosa del mundo. John está eufórico ese día. Se ha despertado a las siete y media de la mañana, en su imponente apartamento de treinta y cuatro habitaciones del Edificio Dakota, y tras ceñirse su quimono negro, ha ido hasta el salón principal para disfrutar de las apoteósicas vistas del
skyline
de Manhattan. Yoko, que se había quedado remoloneando en la cama, se une a él al cabo de unos minutos y le sorprende embebido en sus propios pensamientos. ¿Tal vez esté ya rumiando una nueva canción? Tras cinco años retirado de los escenarios —para poder consagrarse de pleno a la crianza de su hijo Sean—, John ha decidido regresar a la creación musical. El LP
Double Fantasy
—que incluye
Woman
y otras de las canciones más memorables del ex Beatle— lleva pocos días en la calle, pero ya está en camino de convertirse en un auténtico éxito de ventas. Animados por la formidable acogida del nuevo disco, John y Yoko se encuentran ya embarcados en nuevos proyectos musicales.
—¿Qué vamos a hacer cuando
Double Fantasy
llegue al número uno? —le pregunta la japonesa.
—Te invitaré a cenar. ¡Quiero empezar a salir contigo! —bromea John.
Lennon ha cumplido cuarenta años el 9 de octubre, y aunque
Double Fantasy
llegará a lo más alto, nunca podrá cumplir su promesa, porque le quedan exactamente catorce horas de vida. A pocas manzanas de distancia, en el Sheraton Center Hotel, hay un joven perturbado, recién llegado de Honolulú, que ha jurado matarle.
Completamente ajeno al destino que le aguarda, John baja con Yoko a desayunar en el café La Fortuna, de la calle Setenta y uno, y allí devora unos huevos Benedict —pan
muffin
, beicon y salsa holandesa— que riega con un capuchino y ahuma con un cigarrillo Gitanes. Después, decide que le hace falta un corte de pelo y no regresa hasta las once a su apartamento, para recibir a la fotógrafa Annie Leibovitz, que le propone posar desnudo en una foto, abrazado a Yoko Ono, vestida de negro. Lennon accede y la fotografía será portada de la revista
Rolling Stone
seis semanas más tarde, pasando a convertirse en uno de los grandes iconos de la historia del rock. A la una de la tarde, Leibovitz abandona el Dakota y le entrega el testigo a Dave Sholin, un periodista de radio que le hace a Lennon la última entrevista de su vida. Durante las casi tres horas de conversación, hablan de infinidad de cosas, hasta que por fin John le dice a su interlocutor:
—Mi trabajo no estará acabado hasta que yo no esté muerto y enterrado, ¡y espero que eso sea dentro de mucho tiempo!
Concluida la entrevista, cuando son más o menos las cinco de la tarde, John baja a la calle, le firma su autógrafo a Chapman y se desplaza en limusina hasta el estudio de grabación. A su regreso —diez y cuarenta minutos de la noche— su asesino le está esperando a la puerta del Dakota, para vaciarle el cargador de su revólver. De repente, parece como si el destino le estuviera ofreciendo a John una última oportunidad para salvarse, porque, antes de regresar a su apartamento, Yoko le propone ir a cenar a un restaurante. John se lo piensa durante unos instantes y dice finalmente:
—No, vamos a casa. Me apetece estar con Sean.
Mark lleva varias horas escuchando voces en su cabeza, susurros inquietantes que le atormentan y le dan órdenes, ante las cuales él intenta, en vano, rebelarse.
—¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo! —le conminan esos demonios interiores.
Chapman se ha enterado esa misma tarde de que en el Dakota se filmó la película de terror
La semilla del diablo
. Desde entonces, todos los moradores del edificio son sospechosos de mantener relaciones con Satanás. Esto termina de convencer al joven perturbado de que tiene que ser ahora o nunca.
John y Yoko descienden de su limusina blanca y se encaminan hacia el gótico portal del Dakota. La primera en entrar es la japonesa, seguida a escasa distancia de su marido. Acostumbrada a que siempre haya fans a la puerta del edificio, la pareja no se sorprende de la presencia del asesino. Una vez que Lennon está dentro de la arcada principal, Chapman, que ha sido vigilante de seguridad, adopta la posición de tiro, con las piernas un poco abiertas para lograr un mejor equilibrio, y levanta el revólver, asiéndolo firmemente con ambas manos, en dirección a su víctima.
—¡Señor Lennon! —le grita antes de disparar, y su voz resuena como en una caverna, al rebotar contra los decimonónicos muros de piedra del Dakota.
A John no le da tiempo material para encararse con su asesino. ¡BANG! ¡BANG! Las dos primeras balas le atraviesan la espalda y le destrozan los pulmones. Son proyectiles de punta hueca, letales cuando alcanzan el blanco. ¡BANG! Un tercer proyectil le secciona la aorta y le sale por el pecho. ¡BANG, BANG! Los dos últimos disparos impactan, uno contra una ventana del Dakota y otro contra el hombro de Lennon, con tan mala fortuna que, al rebotar contra el omóplato, la bala le secciona la tráquea.
Tras el ensordecedor estruendo, el insoportable silencio, roto al cabo de unos segundos por el alarido desgarrador de Yoko—
«¡HEEELP
!»—, que se agacha a socorrer a su marido.
Chapman no huye, sino que se quita el gorro y el abrigo, los deja caer al suelo y permanece en el portal, a disfrutar del espectáculo.
José, el portero del Dakota, corre en dirección a Chapman, le arrebata el revólver y lo aleja de una patada, a varios metros de distancia.
—¿Sabes lo que has hecho? —le grita indignado al asesino.
—Sí —responde Chapman, con una voz tan sosegada y fría que hiela la sangre en las venas—. Acabo de matar a John Lennon.
Happy Birthday
Madrid, junio de 2010
—Tengo un candidato para el Midas —anunció con su voz aflautada el subinspector Villanueva por el walkie-talkie.
Era una noche calurosa de junio y amenazaba tormenta en los alrededores del Estadio Santiago Bernabéu, donde los hombres de la Sección de Homicidios de la UDEV —la unidad de élite de la Policía Judicial— habían montado una operación especial. Un confidente a sueldo les había hecho saber que aquella noche podría reaparecer Rafi Stefan, alias Ivo, un peligroso delincuente perteneciente a la mafia búlgara, especializado en falsificación de entradas, que el año anterior había asesinado a un hincha del Real Madrid de un solo hachazo en la cabeza.
Ni siquiera a los socios del F. C. Barcelona les había parecido aquélla una buena noticia.
Los hechos habían tenido lugar a plena luz del día, en las cercanías del estadio, mientras Ivo practicaba la reventa a bordo de una desvencijada furgoneta blanca, y la brutal agresión la habían presenciado al menos dos docenas de testigos, que hacían cola ante él para comprar entradas para la Final de la Champions League. A dos de ellos, los sesos de la víctima les habían salpicado en plena cara.
Tras descender del vehículo para partirle la cabeza en dos a un jubilado (que se negaba a abonarle el abusivo importe de las localidades), Ivo había vuelto a subir a su cochambrosa furgoneta y se había alejado del lugar del crimen a uña de caballo. Ninguno de los testigos había osado detenerle ni perseguirle, e Ivo había permanecido oculto, en paradero desconocido, durante casi un año. Ahora, tal vez acuciado por las necesidades económicas, había resuelto volver a las andadas.