Read Misterio del gato comediante Online
Authors: Enid Blyton
—No, de ninguna manera —replicó Pippin—. No bastan tus declaraciones. Pero te diré lo que «podemos» hacer. Puedo ir a buscarle so pretexto de someterle a un interrogatorio y entonces llevarle al inspector y enfrentarle con todo cuanto acabáis de contarme.
—¡«Magnífico»! —celebró Fatty—. Es una buena idea. ¿Podemos ir nosotros también?
—Debéis hacerlo sin falta —afirmó Pippin—. ¡Vive Dios! ¡No quisiera ver la cara que pondrá el inspector cuando se entere de lo de vuestras pistas falsas! Menos mal que habéis desentrañado el misterio. Quiera Dios que esto subsane la travesura en que incurristeis primero.
Pippin hablaba con voz severa, pero sus ojos centelleaban de regocijo.
—En realidad, personalmente no puedo enojarme con vosotros —manifestó el joven—. Gracias a vuestras pistas, descubrí el robo al poco rato de perpetrado. Y ahora, para colmo, parece ser que podré poner a Goon en evidencia. ¡Lo tiene bien merecido por intimidar a ese pobre infeliz y obligarle a hacer una falsa confesión!
Durante la mañana, la excitación fue constantemente en aumento. Pippin acudió a buscar a Alee Grant al teatro, donde el actor estaba ensayando con los demás, por cierto muy alarmado con lo de la detención de Zoe. Alee mostróse algo airado, simulando no tener la menor i
dea de por qué Pippin deseaba interpelarle.
Su sorpresa no tuvo límites al ver a todos los chicos apretujados en el enorme coche alquilado por Pippin para llevarles a ver al inspector. Pero nadie le dio explicaciones. Los muchachos apartaban la vista de su persona. ¿Cómo era posible que aquel desalmado ladrón «pudiese» consentir que Zoe y Boysie pagasen las consecuencias de su fechoría?
Antes de partir, Pippin telefoneó al inspector.
—¿Es usted, jefe? Aquí, Pippin. Se trata del robo del Pequeño Teatro. Creo que el señor Goon le ha llevado a usted dos detenidos. ¿Podría usted suspender un momento los interrogatorios y los trámites? Tengo nuevas pruebas, señor. Es muy importante. Voy a traerle a un tal Alee Grant para que proceda usted a interpelarle. Además, señor, me acompañarán... cinco... cinco muchachos.
—¿«Cómo» dice? —exclamó el inspector Jenks, convencido de que no había oído bien—. ¿Cinco «qué»?
—«Muchachos», señor —repitió Pippin—. Precisamente, me habló usted de ellos antes de mi venida acá. Uno se llama Federico Trotteville.
—¿«De veras»? ¡Qué interesante! ¿De modo que Federico ha estado trabajando también en este caso? ¿Sabe usted a qué conclusiones ha llegado, Pippin?
—Sí, señor —asintió Pippin—. Lo sé todo. Como el... el señor Goon no quiso que trabajase con él en este caso, yo... yo...
—Trabajó usted con Federico, ¿no es eso? —coligió el inspector—. Me parece muy sensato. Bien... Aguardo su llegada.
Y llamando a Goon a su despacho, le advirtió:
—Oiga, Goon. Antes de llevar adelante las cosas, debemos aguardar unos veinte minutos. Acaba de telefonear Pippin diciendo que tiene nuevas pruebas.
Goon se puso tieso como un erizo.
—¿«Pippin», señor? ¡Pero si no sabe una palabra del caso! Es tan zote que le prohibí trabajar conmigo en su aclaración. Claro está que sólo lleva unos días conmigo, pero salta a la vista que el muchacho no es gran cosa. Le falta inteligencia. En cambio, le sobran pretensiones y es un respondón de marca.
—¿Ah, sí? —masculló el inspector—. Bien, de todos modos, tendremos que aguardar. Pippin va a traer un hombre para someterlo a interrogatorio.
—¿Un hombre... para someterlo a interrogatorio? —repitió Goon, boquiabierto—. ¡Pero si «ya» tenemos a los culpables! ¿A qué viene esa salida? ¿De quién se trata?
—Y además trae consigo a cinco chicos, o al menos, eso ha dicho —prosiguió el inspector, gozando de lo lindo, pues él tampoco simpatizaba en absoluto con el engreído y dominante señor Goon—. Tengo entendido que uno de ellos es ese inteligente chico que nos ha ayudado en tantos misterios... ¡Federico Trotteville!
Goon abrió y cerró sucesivamente la boca como una carpa, sin acertar a pronunciar una sola palabra en dos minutos. Se puso tan colorado, que el inspector le miró alarmado.
—Cualquier día le dará a usted un ataque al corazón, Goon si no procura dominar el genio —advirtió Jenks—. Supongo que no le importa que venga Federico. Si está usted seguro de haber aclarado el caso personalmente y detenido a los culpables, ¿por qué se preocupa?
—No me preocupo —repuso Goon furiosamente—. Lo que pasa es que ese chico... ese granuja, con perdón, señor, se pasa el día entorpeciendo la acción de la Ley... y...
—Vamos, Goon —replicó el inspector—. Federico no entorpece la acción de la Ley, sino al contrario: «colabora» con ella.
Tras refunfuñar algo sobre granujas y mastuerzos, Goon encerróse en un profundo silencio. ¿Qué significaba aquello? ¿A qué se debía la irrupción de Pippin... y de aquellos condenados chicos? ¿Qué «ocurría»?
Pippin llegó puntualmente con Alee Grant, los cinco muchachos y... «Buster». Goon se enfureció aún más al ver al perro, que le saludó con verdadero frenesí, como si fuese un viejo amigo, brincando a su alrededor de un modo exasperante,
—¿Con que trabajando otra vez, Federico? —saludó el inspector—. Encantado de verte por aquí. Hola, Larry... Pip... Daisy. ¡Ah, y también ha venido la pequeña Bets! ¿Todavía no te han expulsado de la asociación de Pesquisidores, Bets?
—¿Expulsarla? —protestó Fatty—. ¡Ni pensarlo! ¡De no haber sido por ella, jamás habríamos dado con la verdadera solución!
Al oír esto, Goon refunfuñó por lo bajo.
—¡Ah, Goon! —exclamó el inspector, volviéndose hacia él—. ¿Sigue usted ahí? Al parecer, usted también cree haber dado con la verdadera solución, ¿no? Sus dos detenidos están en la habitación contigua. Vamos a ver, Goon, ¿qué le induce a creer que ha resuelto usted el caso correctamente? Se disponía usted a decírmelo cuando Pippin me llamó por teléfono.
—Bien, señor —empezó Goon—. Aquí tengo una confesión de Boysie Summers, el gato pantomímico, en la cual reconoce abiertamente haber perpetrado el robo en combinación con Zoe Markham. Aquí está el pañuelo hallado en el pórtico del teatro la noche en cuestión, con la inicial «Z», de Zoe, en un ángulo, señor.
—¡No, señor inspector! —confesó Daisy—. ¡Ése es un pañuelo viejo que yo tenía! ¡Le bordé esa «Z» para gastar cierta broma! ¿No es verdad lo que digo? —agregó la muchacha, volviéndose a sus compañeros.
Los otros cuatro asistieron en silencio.
—Ese pañuelo no ha sido nunca de Zoe —prosiguió Daisy—. ¿Cómo iba a llevar una chica de su categoría un pañuelo viejo, sucio y raído como ése? ¡Pensé que el señor Goon comprendería una cosa así!
—¡Mira lo que dices! —resolló el señor Goon, fuera de sí.
—Un momento, Goon —ordenó el inspector, tomando el documento donde figuraba la «confesión»—. ¿De modo que esto es lo que dijo Boysie, eh? Por favor, Pippin, hágale pasar. Él y Zoe están ahí al lado. Pueden venir en seguida los dos.
Pippin fue en busca de Zoe y Boysie. Zoe lloraba a lágrima viva, y estaba tan aturdida, que ni siquiera vio a los cinco chicos. No bien entró en el despecho, fue directa al inspector, y golpeando con el índice la «confesión» que éste sostenía en la mano, profirió:
—¡Aquí no hay una palabra de verdad! ¡Ni una sola! «Ese hombre» obligó a Boysie a decir falsedades. Mire usted a Boysie, ¿le cree usted capaz de cometer un delito semejante, siquiera con mi ayuda? No es más que un chiquillo, a pesar de sus veinticuatro años. Ese policía lo asustó y amenazó hasta conseguir que el pobre dijese lo que no es. ¡Esto es inicuo, verdaderamente «inicuo»!
Boysie permanecía de pie, al lado de la joven. Los Pesquisidores apenas le reconocieron, sin su piel de gato. Parecía un niño, un niño tembloroso, agarrado al vestido de Zoe. A Bets se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Bien, señorita Markham —dijo el inspector Jenks—. Aquí tenemos a alguien para someterle a interrogatorio. Creo que ya le conoce usted.
—¡Alee Grant! —farfulló Zoe, volviéndose a mirarle—. ¿Fuiste «tú», Alee? En este caso, di la verdad. ¿Consentirías que el pobre Boysie perdiera definitivamente el juicio, pudiendo evitarlo? Detestabas al empresario. Siempre lo repetías. Vamos, confiesa, ¿fuiste «tú»?
Alee siguió encerrado en su mutismo. El inspector volvióse a Pippin.
—Oiga, Pippin, ¿tiene la bondad de explicar por qué ha traído usted este hombre aquí?
Pippin relató toda la historia, desde el principio hasta el final, exponiéndola con extraordinaria precisión y claridad. ¡Saltaba a la vista que, con el tiempo, el agente Pippin sería un excelente policía!
De vez en cuando, el inspector le interrumpía para formular alguna pregunta y, en ocasiones, Fatty veíase también obligado a intervenir. Goon escuchaba con la boca abierta y los ojos desencajados.
A medida que pasaba el tiempo, Alee Grant daba muestras cada vez más evidentes de desasosiego. Y cuando Pippin y Fatty refiriendo la excursión de los chicos a Sheepridge y el detalle del autógrafo del álbum de Julia, diferente de los obtenidos por los Pesquisidores, según Pippin mostró al inspector con pruebas a la vista, el acusado se puso muy pálido.
—¿De modo que cree usted que este hombre, aquí presente, rogó a su hermana gemela que le suplantase mientras él se deslizaba en el teatro, narcotizaba al empresario, desvalijaba la caja fuerte y, por último, revestía de nuevo al dormido Boysie con la citada piel? —preguntó el inspector Jenks—. ¡Un delito muy ingenioso! Debemos localizar a la hermana de este hombre. Es preciso interpelarla a ella también.
—¡Protesto! —rugió Goon, con voz entrecortada—, ¡Todo eso es mentira! ¡Le digo que este hombre no es el culpable! ¡Él «no» perpetró el robo! ¿Acaso no le he traído esa confesión para que se convenza usted?
Pero, apenas pronunciadas estas palabras, el pobre Goon tuvo el sobresalto más grande de su vida.
—Sí —murmuró Alee Grant—. ¡Yo fui el «autor» del hecho! ¡Dejen en paz a mi hermana! ¡Ella no sabe una palabra del asunto! La telefoneé, suplicándole que me sustituyera en el recital, y ella accedió. Lo ha hecho otras veces, en que yo he estado enfermo, y nadie lo ha notado. Nos pareemos como dos gotas de agua. Como ustedes saben, hago papeles de mujer y nadie nota la diferencia cuando mi hermana «me» suplanta. ¡Nadie en absoluto! Sólo estos chicos. ¡A ellos no se les escapa nada! ¡Son demasiado listos, ya lo creo!
Entonces, el inspector Jenks, tomando la «confesión», la rompió por la mitad.
—Ahí detrás tiene usted un fuego, Goon —dijo fríamente—. ¿Quiere usted echar esto en él?
Y Goon tuvo que arrojar al fuego la magnífica «confesión» y ver cómo se quemaba. Sentía deseos de que se lo tragara la tierra, de estar en el otro confín del mundo. Pocas veces la crueldad, la estupidez y la presunción habían recibido tan justo castigo como ahora, en la persona del sargento Goon.
—El dinero está intacto —declaró Alee—. En realidad, me proponía devolverlo. Mi único deseo era dar un susto al empresario, por tacaño y por grosero. Si hubiese sabido que Boysie y Zoe estaban detenidos, habría confesado.
—Lo sabía usted «perfectamente» —replicó Pippin pausadamente—. Ahora no vale decir lo contrario.
—Bien —dijo el inspector, recostándose en su silla, con la mirada fija en los chicos—. Parece ser que una vez más habéis acudido en nuestra ayuda, muchachos. Le estoy a usted muy reconocido, Pippin. Le felicito. Ha llevado usted este caso muy bien, a pesar de la prohibición de Goon. En cuanto a ti, Federico, eres incorregible e indomable. Debo advertirte que si vuelves a colocar más pistas falsas, me veré obligado a arrestarte. Por otra parte, forzoso es reconocer que has sido siempre un gran colaborador y demostrado mucho ingenio en la resolución de cualquier problema. De modo que, ¡muchas gracias a ti también!
El inspector miró sucesivamente a los cinco chicos a Pippin, y también a Zoe y Boysie, con expresión radiante y sonriente.
—¿Ha hablado usted en serio, inspector? —musitó Bets, deslizando una mano en la suya—. ¿De veras sería usted capaz de arrestar a Fatty? —preguntó ansiosamente la pequeña—. Nosotros hemos sido tan malos como él. Todos estábamos de acuerdo en lo de las pistas falsas, inspector.
—No temas —sonrió éste—. Ha sido una broma. No es que apruebe vuestra conducta, ¿eh? Al contrario, me parece muy reprochable. Pero no dejo de reconocer que lo que hicisteis después reparó en cierto modo vuestra inicial travesura... Bien, a todo esto, ¿sabéis qué hora es? Las dos en punto. ¿Habéis almorzado ya?
Nadie lo había hecho aún, y de repente los chicos notaron que tenían el estómago vacío.
—En este caso —prosiguió el inspector—, espero que me dispensaréis el honor de almorzar conmigo en el Royal Hotel. Encargaré a alguien que telefonee a vuestras respectivas familias, que, a buen seguro, a estas horas están removiendo cielo y tierra para encontraros. Tal vez la señorita Zoe querrá acompañarnos también... ella y el... gato pantomímico.
—Muchas gracias —agradeció Zoe, toda sonrisas—. ¿Ya estamos libres, inspector?
—Absolutamente libres —confirmó el policía—. Usted, Goon, llévese a Grant de aquí. Y luego aguárdeme en este despacho. Tengo que decirle unas palabras.
Como un globo deshinchado, Goon llevóse a Alee Grant del lugar.
—¡Oh, inspector Jenks! —exclamó Bets, lanzando un suspiro de alivio—. ¡Tenía «tanto» miedo de que invitase al señor Goon a comer!
—¡Ni pensarlo! —gruñó el inspector—. ¡Ah, Pippin! ¡Es verdad! Usted también está aquí. Vaya a la cantina a que le sirvan una buena comida, y luego vuelva a mi despacho a redactar un informe completo de este caso. De paso, telefonee a los padres de estos chicos, ¿quiere usted?
Pippin se cuadró, con una sonrisa. Estaba muy satisfecho de sí mismo. El joven guiñó un ojo a Fatty, y éste correspondió con otro guiño. ¡Ajá! Si seguía mostrándose tan hábil, a buen seguro Pippin no tardaría en ascender.
—¡Qué bien lo he pasado con este misterio! —suspiró Bets, al sentarse en una mesa del hotel y desdoblar su blanca e impecable servilleta—. Ha sido muy difícil, pero no he pasado ningún miedo.
—Todo lo contrario de Boysie y de mí —replicó Zoe— ¡Nosotros sí que nos hemos visto apurados!
Y llenando un vaso de gaseosa, la joven agregó, levantándolo hacia los muchachos:
—¡A vuestra salud! ¡Por los Cinco Pesquisidores... y el perro!
Entonces, el inspector, alzando su vaso, a su vez, dijo con una sonrisa: