Misterio del gato comediante (13 page)

BOOK: Misterio del gato comediante
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—Supongo que la policía trabaja en el asunto —dijo Pip, tomando una gamuza para bruñir los rayos de las ruedas.

—Desde luego. Ese policía llamado Goon «ha pasado» prácticamente el fin de semana aquí, interpelando a todo el mundo. Ha metido tal miedo al pobre Boysie que, en realidad, éste ya no sabe lo que dice. En cuanto oye los gritos del otro, se echa a llorar.

—¡Bruto! —murmuró Pip.

El empresario miróle, sorprendido, replicando:

—Yo no diría tanto. Si Boysie es culpable, el hombre tiene que sacárselo como sea. Por otra parte, los gritos no le hacen ningún daño. ¡A veces son el único medio de meterle las cosas en la cabezota!

Por entonces, la motocicleta estaba limpia ya, bruñida y reluciente.

—Bien, ya está lista —suspiró el empresario, colocándola bajo un cobertizo—. Siento no poder daros las entradas ahora. De todos modos, esta tarde no tendréis dificultad en obtenerlas. No suele haber mucha gente los lunes.

Los muchachos se despidieron, satisfechos de la información obtenida. Había sido una gran cosa oír toda la historia de labios del propio empresario. ¡Ahora sabían tanto como Goon! El caso era, en verdad, muy misterioso. El gato pantomímico «había» llevado la narcotizada taza de té al empresario y, aun suponiendo que no hubiese introducido en ella el somnífero, a buen seguro sabía quién lo había hecho e incluso era posible que hubiese dejado entrar al ladrón en el teatro. Cabía, asimismo, la posibilidad de que hubiera observado al malhechor en el acto de retirar el espejo y desvalijar la caja fuerte. Boysie hallábase, pues, en una situación muy comprometida. Larry y Pip se imaginaban las voces que habría tenido que soportar de Goon, a buen seguro empeñado en obligarle a confesar el nombre del ladrón.

—Vamos —instó Pip, deseoso de informar a los demás—. Son las doce menos cuarto. ¿Cómo le habrá ido a las chicas? En realidad, su misión era muy sencilla. Lo mismo digo de Fatty: todo cuanto tenía que hacer era sonsacar a Pippin.

—Me gusta hacer pesquisas, ¿y a ti? —comentó Larry, mientras ambos pedaleaban calle arriba—. Claro está que a nosotros nos resulta más difícil que a Goon o Pippin. Todo cuanto tienen que hacer ellos es ir a formular preguntas a los sospechosos, sabedores de que la gente está «obligada» a responder a la policía. Además, pueden meterse en todas las casas a curiosear. En cambio, nosotros no tenemos esas prerrogativas.

—Ni por asomo —convino Pip—. No obstante, a veces nos enteramos de algún detalle que la gente se guarda mucho de contar a Goon. ¡Mira! ¡Ahí viene nuestro hombre!

Así era, en efecto. Ante ellos apareció un arrogante y ceñudo Goon, montado en su bicicleta con aire muy importante. Al llegar a la altura de los chicos, les gritó:

—¿Dónde está el gordinflón? Decidle de mi parte que, si vuelvo a verle esta mañana, iré a quejarme a sus padres. ¡Así aprenderá a no meterse en lo que no le importa! ¿Dónde está?

—No lo sabemos —respondieron Pip y Larry, los dos a una, preguntándose, sonriente, qué estaría haciendo Fatty a la sazón.

—¿Que no lo sabéis? ¡Bah! ¡Cuentos! Apuesto a que sabéis dónde se oculta, dispuesto a sonsacar a Pippin otra vez. ¿Qué se ha creído? ¿Que también va a poder meter las narices en este caso? ¡Ya podéis decirle que ni lo sueñe! ¡«Yo soy» el único responsable!

Y dicho esto, el señor Goon reanudó la marcha, dejando a Larry y Pip muertos de curiosidad por saber qué diablos habría estado haciendo Fatty aquella mañana.

CAPÍTULO XIV
MÁS NOTICIAS... Y UNA CARA MOFLETUDA

Fatty había pasado una mañana muy agitada. Primero, dirigióse en su bicicleta a la calle donde vivía Goon y, al pasar ante la casa, miró al interior de la sala de estar. Afortunadamente, Pippin estaba solo.

Fatty dejó su bicicleta apoyada en una pequeña tapia, frente a la casa, con «Buster» de guardia. Luego, recorrió el senderuelo del jardín y llamó a la ventana de la estancia donde estaba instalado Pippin, ocupado en redactar informes sobre varios asuntos.

Al ver a Fatty, el joven sonrió complacido. Al punto, fue a abrirle la puerta y le hizo pasar a la sala.

—¿Alguna novedad? —inquirió Fatty.

—Un informe sobre las posibles huellas de la caja y el espejo. ¡No hay el menor vestigio de ellas!

—Esto significa que el autor del hecho era un tipo muy astuto —infirió Fatty—. Al mismo tiempo, ese detalle descarta al gato pantomímico.

En el momento en que Pippin se disponía a contestar, ambos oyeron ladrar a «Buster». A través de los cristales de la ventana, vieron apearse a Goon de su bicicleta, con cara de pocos amigos. «Buster» apostóse en medio del portillo, ladrando furiosamente, como diciendo:

«—¡No, no te dejaré pasar! ¡Fuera, fuera! ¡Cerrado el paso!»

—Será mejor que te marches —aconsejó Pippin, atropelladamente—. Tengo otras cosas que contarte, pero ahora debes irte.

Como, al presente, «Buster» amenazaba con atacar a Goon, Fatty apresuróse a salir de la casa y, precipitándose al portillo anterior, tomó a «Buster» en sus brazos y lo metió en la cesta de su bicicleta.

—¿Qué haces aquí? —rugió Goon—. He prevenido a Pippin contra ti, señor entrometido. ¡No conseguirás «sacarle» nada! Como no trabaja en este caso, no sabe una palabra del asunto, y aun en caso de que así fuera, no te lo diría. ¡Lárgate! ¡Estoy harto de ver tu cara gordinflona!

—No sea usted grosero, señor Goon —reconvino Fatty, con dignidad.

No podía soportar que alguien le echase en cara su gordura.

—¿Grosero? —exclamó el señor Goon, acercándose al portillo—. ¡Nada de eso, me limito a decir la verdad! Te repito que no quiero volver a ver tu cara gordinflona en todo el día. Soy una persona muy atareada, con infinidad de cosas que hacer, y no consentiré que andes husmeando en mis asuntos.

Y dicho esto, entró en la casa, satisfecho de pensar que Pippin habíale oído tratar a aquel gordinflón como se merecía. ¡Qué dicha pensar que estaba a punto de aclarar aquel dificilísimo caso! Lo tenía ya casi resuelto, y, por una vez en la vida, Federico Algernon Trotteville se quedaría con un palmo de narices.

Recreándose en estos agradables pensamientos, el señor Goon entró en la sala dispuesto a espetar unos cuantos exabruptos a Pippin. Entre tanto, Fatty, deseoso de cambiar más impresiones con Pippin, alejóse unos metros de la casa y, apoyando la bicicleta en un árbol, ocultóse al otro lado del tronco para observar la marcha de Goon sin ser visto. El policía había dejado la bicicleta junto a la pared de su villa, como si se propusiera volver a salir al cabo de un rato.

Durante su espera, Fatty reflexionó sobre los groseros comentarios de Goon respecto a la gordura de su cara. ¿De modo que Goon le acusaba de cara gordinflona, eh? Muy bien, ¡le mostraría una, mofletuda de verdad! Metiéndose la mano en el bolsillo, Fatty extrajo de su interior un par de gruesas almohadillas nuevas. Inmediatamente, se las introdujo en ambas mejillas, entre los dientes y la parte carnosa de los carrillos, cobrando al punto una apariencia espantosamente mofletuda.

A los pocos minutos, Goon salió de su casa y, montando en su bicicleta, pedaleó lentamente calle arriba, Fatty salió de su escondrijo para que le viera.

—¿Otra vez aquí? —exclamó Goon, tartamudeando de ira—. Eres un...

Entonces se fijó en los enormes mofletes del chico. Tras un parpadeo, su mirada volvió a posarse en ellos. Fatty sonrió, confiriendo a sus mejillas un aspecto de globos a punto de estallar.

El señor Goon apeóse de su bicicleta, sin dar crédito a sus ojos. Pero Fatty saltó a la suya y dirigióse a una calle lateral, en espera de que se alejara Goon. Por fin, volvió junto a Pippin.

—Ya está fuera —anunció el joven policía, desde la ventana—. Ha ido a poner un telegrama y después piensa ir a darse otra vuelta por el parque de estacionamiento del teatro. Luego tiene que ir a Loo Farm por cuestión de un perro. De modo que no regresará en un buen rato.

Al presente, Fatty habíase despojado ya de las almohadillas y presentaba su aspecto normal.

—No le entretendré mucho —dijo a Pippin—. Sé que está usted muy ocupado. ¿Qué otra cosa tenía que decirme?

—Pues que, «en efecto», la taza en cuestión contenía una dosis de somnífero, inofensivo pero fuerte —declaró Pippin—. En el laboratorio han encontrado vestigios de la droga en el interior del recipiente. Por consiguiente, se trata de un hecho comprobado.

—¿Algo más? —inquirió Fatty—. ¿Se sabe algo del dinero?

—No, ni se sabrá —repuso Pippin—. Eran todo billetes de diez chelines o una libra, y monedas sueltas.

—¿Tienen ustedes idea de quién fue el autor del robo? —preguntó Fatty.

—He visto las notas de Goon y, de hecho, todos los miembros de la compañía podrían haberlo perpetrado si partimos de la base que el ladrón obró impulsado por un «móvil», qué en este caso podría haber sido el rencor. Como sabes, el señor Goon no pensaba decirme nada, pero está tan orgulloso de sí mismo por sus múltiples averiguaciones, que me dio a leer sus notas, alegando que me resultaría muy provechoso ver la actuación de una persona experimentada en un caso como éste.

—Sí, son palabras muy «propias» de él —comentó Fatty, sonriendo—. ¿Pero es verdad eso de que toda la compañía estaba resentida con el empresario?

—El señor Goon interpeló al empresario y le sacó una porción de cosas —prosiguió Pippin—. Por ejemplo, la señorita Zoe Markham sostuvo un altercado con él aquella mañana y fue despedida. Lucy White le pidió un anticipo por enfermedad de su madre y él se negó a dárselo, hecho un basilisco. En cuanto a Peter Watting y William Orr, propusiéronle poner en escena una serie de obras de más envergadura que las que ahora representan, a lo cual el director, echándose a reír, les replicó que no se hicieran ilusiones porque sólo eran actores aptos para representar comedias de tercera categoría. Y no contento con esto, agregó que la gente de tercera categoría debe conformarse con obras de tercera categoría.

—Supongo que se enfadaron —coligió Fatty.

—Naturalmente. Al parecer, se pusieron furiosos y casi vinieron a las manos, amenazándole con darle una paliza si volvía a llamarles «gente de tercera categoría». En realidad, son muy buenos actores, particularmente William Orr.

—Prosiga usted —instó Fatty—. Todo esto es muy interesante. ¿Quién más tenía cargos contra él?

—John James deseaba un aumento de sueldo —manifestó Pippin—. Parece ser que el empresario habíaselo prometido al término de seis meses de actuación. Transcurrido el plazo, el hombre lo reclamó, sin resultado. El empresario afirma que jamás le prometió tal cosa.

—¡Valiente tipo, ese empresario! —sonrió Fatty—. ¿Siempre «dispuesto» a ayudar, eh? ¡Vaya modo de dirigir una compañía! A buen seguro, todos le detestan.

—¡Ni más ni menos! —confirmó Pippin—. Incluso el pobre Boysie, el gato pantomímico... Vamos a ver, ¿ya están todos? No, falta Alee Grant. Éste pidió permiso para actuar en otro espectáculo los días que no trabaja aquí, pero el empresario negóse a darle permiso para ello. Al parecer, ambos sostuvieron una violenta discusión. De modo que ya ves: hay infinidad de gente susceptible de haberse vengado del director por su mal carácter e incomprensión.

—¿Qué hay de sus coartadas? —interrogó Fatty, tras una pausa para asimilar todo esto.

—Ya están todas comprobadas —respondió Pippin—. Resultan todas muy verosímiles, excepto la de Zoe Markham, porque ésta salió de casa de su hermana aquella tarde y nadie la vio volver. Ella afirma que subió directamente a su habitación. De resultas de todo ello, unido al hecho de que en el pórtico fue hallado un pañuelo con la inicial «Z», Goon la considera, juntamente con Boysie, la sospechosa número uno.

A Fatty todo esto se le antojó muy desagradable.

—Bien —concluyó Pippin, inclinándose hacia sus papeles—, eso es todo cuanto puedo decirte de momento. ¡Que no se te escape nada! Ahora, vete y, si «tienes» algo interesante que decirme, no te olvides de comunicármelo.

—Por ahora, no hay nada nuevo —limitóse a replicar Fatty—, como no sea que supongo que el señor Goon estaba muy cansado anoche después de su caminata de primera hora de la tarde.

—¿Qué? —exclamó Pippin, al punto—. ¿Por seguir a aquel extranjero pelirrojo? ¿Insinúas que aquel tipo y tú «erais» la misma persona?

—Bien —suspiró Fatty—, me dije que, después de todo, valía la pena que el señor Goon encontrase a «alguien» en el tren de las tres y media. Era de esperar que, a estas alturas, el hombre estuviese un poquillo escamado de la gente pelirroja, ¿no le parece, Pippin?

Y dicho esto, Fatty alejóse silbando en su bicicleta, sin cesar de discurrir. De pronto, le asaltó una idea. Tras ponerse las almohadillas postizas en los mofletes, dirigióse a la estafeta de correos. Probablemente, Goon aún estaría allí.

Así era, en efecto. En el momento en que el hombre salía de la estafeta, Fatty metióse en la cabina telefónica inmediata. Al ver que alguien le hacía muecas desde allí, el policía se detuvo, comprobando con horror que los mofletes de Fatty aparecían tan enormes como un momento atrás.

Fatty dirigióle una afable sonrisa. Goon prosiguió su camino, desconcertado. ¿Qué le pasaría a aquel chico? Tenía la cara más gorda que nunca, y era imposible que se la hinchase con el aliento porque esbozaba una sonrisa. ¡Sin duda padecía alguna enfermedad!

Fatty salió disparado en su bicicleta, dirigiéndose por un atajo al estacionamiento de coches situado detrás del teatro. Una vez allí llevó su bicicleta al cobertizo e inclinóse a examinarla. Al poco rato, apareció Goon en «su» bicicleta y, tras apearse de ella, llevóla también al cobertizo. Allí vio a un muchacho, pero no le prestó atención... hasta que Fatty volvióse a mirarle, obsequiándole con otra sonrisa mofletuda.

Goon se sobresaltó y, mirando atentamente a Fatty, le preguntó:

—¿Tienes dolor de muelas? ¡Qué carota se te ha puesto!

El policía desapareció en el interior del teatro, y Fatty dirigióse a Loo Farm, donde aguardó unos diez minutos, sentado en su bicicleta, detrás de una tapia. Al ver llegar al señor Goon, salió bruscamente de su escondrijo, montado en la bicicleta, sonriendo una vez más a su enemigo con su carota de luna llena.

—¡Vamos, lárgate ya! —le gritó el policía—. ¿Dónde se ha visto seguirme así, mofletudo? ¡Anda, ve a ver al dentista! ¿Te crees muy gracioso por seguirme así con esa cara?

—¡Pero, señor Goon! —protestó Fatty—. ¡El que parece «seguirme» es usted! Voy a telefonear, y aparece usted junto a la cabina. Voy al parque de estacionamiento, y se presenta usted allí también. Ahora vengo a Loo Farm y, en menos que canta un gallo, comparece usted por aquí. ¿Por qué «me» sigue usted? ¿Acaso se figura que «yo» fui el autor del robo del Pequeño Teatro?

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