—Tu mano, hermano.
Y, al mismo tiempo, con sus dedos, con un gesto casi maternal, le enjugó una lágrima que estaba a punto de caer de los ojos de su compañero.
Nadia había adivinado que un móvil secreto dirigía todos los actos de Miguel Strogoff y que éste, por razones que ella desconocía, no era dueño de su persona, que no tenía el derecho de disponer de sí mismo y que, en estas circunstancias, acababa de inmolarse heroicamente aguantando el resentimiento de una mortal injuria en aras de su deber.
Nadia no pedía ninguna explicación a Miguel Strogoff. La mano que acababa de tenderle, ¿no respondía a todo cuanto él hubiera podido decirle?
Miguel Strogoff permaneció mudo durante toda la tarde. El encargado de la posta no podía proporcionarle caballos frescos hasta el día siguiente por la mañana y tenían que pasar toda la noche entera en la parada. Nadia aprovechó la ocasión para reposar un poco y le fue preparada una habitación.
La joven hubiera preferido, sin duda, no dejar a su compañero, pero presentía que él tenía necesidad de estar solo y se dispuso a dirigirse a la habitación que le habían preparado.
—Hermano… —murmuro.
Miguel Strogoff la interrumpió con un gesto. La joven, exhalando un suspiro, salió de la sala.
Miguel Strogoff no se acostó. No hubiera podido dormir ni una sola hora.
En el sitio que había sido golpeado por el látigo del brutal viajero, sentía como una quemadura.
Cuando terminó sus oraciones de la tarde, murmuró:
—¡Por la patria y por el Padre!
Entonces experimentó un insoportable deseo de saber quién era el hombre que le había golpeado, de dónde venía y adónde iba. En cuanto a los rasgos de su rostro, estaban tan bien grabados en su memoria que no los olvidarla jamás.
Miguel Strogoff llamó al encargado de la posta.
Éste era un siberiano chapado a la antigua que se presentó enseguida mirando al joven un poco por encima del hombro y esperó a ser interrogado.
—¿Eres del país? —le preguntó Miguel Strogoff.
—Sí.
—¿Conoces al hombre que ha tomado mis caballos?
—No.
—¿No lo has visto jamás?
—Jamás.
—¿Quién crees tú que es?
—Un señor que sabe hacerse obedecer.
La mirada de Miguel Strogoff penetró como un puñal en el corazón del siberiano, pero la vista del encargado de la posta no se bajó.
—¡Te permites juzgarme! —le gritó Miguel Strogoff.
—Sí —respondió el siberiano—, porque hay cosas que no se reciben sin devolverlas, aunque uno sea un simple comerciante.
—¿Los latigazos?
—Los latigazos, joven. Tengo edad y fuerza para decírtelo.
Miguel Strogoff se acercó al encargado y le colocó sus poderosas manos en los hombros.
Después, con una voz especialmente calmosa, le dijo:
—Vete, amigo mío, vete. Te mataría.
El encargado de la posta esta vez había comprendido.
—Me gusta más así —murmuró.
Y se retiró sin agregar una sola palabra.
Al día siguiente, 24 de julio, a las ocho de la mañana estaban enganchados a la tarenta tres poderosos caballos. Miguel Strogoff y Nadia ocuparon su sitio y pronto desapareció en una curva de la ruta de la ciudad de Ichim, de la que ambos debían guardar tan terrible recuerdo.
En las diversas paradas en donde tuvieron que detenerse, Miguel Strogoff comprobó que la berlina les precedía siempre sobre la ruta de Irkutsk y que el viajero, con tanta prisa como ellos, atravesaba la estepa sin perder ni un instante.
A las cuatro de la tarde, después de recorrer setenta y cinco verstas, llegaron a la estación de Abatskaia, en donde tuvieron que atravesar el curso del río Ichim, uno de los principales afluentes del Irtyche.
Este paso fue bastante más difícil que el del Tobol, porque la corriente del Ichim era bastante rápida en aquel lugar.
Durante el invierno siberiano, todos los cursos de agua de la estepa, con una capa de hielo de varios pies de espesor, eran fácilmente vadeables y los viajeros los atravesaban casi sin darse cuenta, porque su lecho desaparece bajo el inmenso manto blanco que recubre uniformemente la estepa, pero en verano, las dificultades para franquear los ríos pueden ser grandes.
Efectivamente, tuvieron que emplear dos horas para atravesar el Ichim, lo cual exasperó a Miguel Strogoff, tanto más cuanto que los bateleros le dieron inquietantes noticias de la invasión tártara.
He aquí lo que decían:
Algunos exploradores de Féofar-Khan habían hecho su aparición sobre ambas orillas del Ichim inferior, en las comarcas meridionales del gobierno de Tobolsk. Omsk estaba muy amenazada. Se hablaba de un encuentro que había tenido lugar entre las tropas siberianas y tártaras, sobre la frontera de las grandes hordas kirguises, el cual había terminado con la derrota de los rusos, cuyas tropas eran demasiado débiles en ese punto. A consecuencia de ello había tenido que replegarse el resto de las fuerzas Y, por consiguiente, se había procedido a la evacuación general de los campesinos de la provincia. Se relataban horribles atrocidades cometidas por los invasores: pillaje, robo, incendios, asesinatos. Era el sistema de guerrear de los tártaros.
Las gentes iban huyendo a medida que avanzaba la vanguardia de Féofar-Khan. Ante este abandono de los pueblos y, aldeas, el mayor temor de Miguel Strogoff era no encontrar ningún medio de transporte. Tenía, pues, una extrema necesidad de llegar a Omsk. Podía ser que a la salida de la ciudad consiguiera tomar la delantera a las tropas tártaras que descendían por el valle del Irtyche y encontrar de nuevo la ruta libre hasta Irkutsk.
En aquel mismo lugar donde la tarenta acababa de franquear el río es en donde se termina lo que en el lenguaje militar se denomina «la cadena de Ichim», cadena de torres o fortines de madera, que se extienden desde la frontera sur de Siberia sobre un espacio de alrededor de cuatrocientas verstas (427 kilómetros). Antaño, estos fortines estaban ocupados por destacamentos de cosacos que se encargaban de proteger aquellas comarcas, tanto contra los kirguises como contra los tártaros. Pero, abandonados desde que el gobierno moscovita creyó que estas hordas estaban reducidas a una sumisión absoluta, ahora, cuando hubieran sido tan necesarias, no servían para nada. La mayor parte de los fortines habían sido reducidos a cenizas y las humaredas, que los bateleros hicieron observar a Miguel Strogoff, arremolinándose por encima del horizonte meridional, indicaban la proximidad de la vanguardia tártara.
En cuanto el transbordador depositó la tarenta sobre la orilla opuesta del Ichim, el vehículo reanudó su ruta por la estepa a toda velocidad.
Eran las siete de la tarde. El cielo estaba cubierto y ya habían caído varios chaparrones que tuvieron la virtud de eliminar el polvo y hacer el camino más cómodo.
Miguel Strogoff, desde la parada de Ichim, estaba taciturno, sin embargo estaba siempre atento para preservar a Nadia de esta carrera sin tregua ni reposo, pero la joven no se lamentaba nunca. Hubiera querido darles alas a los caballos. Algo le decía que su compañero tenía más urgencia aún que ella por llegar a Irkutsk. ¡Y cuántas verstas les separaban aún de esta ciudad!
Le vino entonces al pensamiento que si Omsk estaba invadida por los tártaros, la madre de Miguel Strogoff, que vivía en esta ciudad, corría grandes peligros que debían inquietar extremadamente a su hijo, lo cual era más que suficiente para explicar su impaciencia por llegar a su lado.
Nadia creyó, pues, que debía hablar de la vieja Marfa, de lo sola que debía encontrarse en medio de tan graves acontecimientos.
—¿No has recibido ninguna noticia de tu madre desde el comienzo de la invasión? —le preguntó.
—Ninguna, Nadia. La última carta que me escribió data ya de dos meses atrás, pero me daba buenas noticias. Marfa es una mujer enérgica, una vieja siberiana. Pese a su edad conserva toda su fuerza moral. Sabe sufrir.
—Yo iré a verla, hermano —dijo Nadia con viveza—. Ya que tú me das el nombre de hermana, yo soy la hija de Marfa.
Y como Miguel Strogoff no respondiera, continuó:
—Puede ser que tu madre haya podido salir de Omsk…
—Es posible, Nadia —respondió Miguel Strogoff—, y hasta espero que haya llegado a Tobolsk. La vieja Marfa aborrece a los tártaros, conoce la estepa y no tiene miedo; yo espero que haya cogido su bastón para descender por la orilla del Irtyche. No hay un lugar de la provincia que no conozca. ¡Cuántas veces ha recorrido el país con mi viejo padre, y cuántas veces yo mismo, siendo niño, los he seguido en sus correrías a través del desierto siberiano! Sí, Nadia, yo espero que mi madre haya abandonado Omsk.
—¿Y cuándo la verás?
—La veré… a la vuelta.
—Sin embargo, si tu madre está en Omsk, perderás alguna hora para ir a abrazarla, supongo.
—No iré a abrazarla.
—¿No la verás?
—No, Nadia… —respondió Miguel Strogoff, suspirando, comprendiendo que no podía continuar respondiendo a las preguntas de la joven.
—¡Y dices que no! ¡Ah, hermano! ¿Qué razones pueden hacer que renuncies a ver a tu madre si está en Omsk?
—¿Qué razones, Nadia? ¡Tú me preguntas qué razones! —gritó Miguel Strogoff con una voz profundamente alterada, que hizo estremecer a la joven—. Pues las mismas razones que me han hecho pasar por cobarde ante aquel miserable que…
No pudo acabar la frase.
—Cálmate, hermano —dijo Nadia con su voz más dulce—, yo no sé más que una cosa. Y ni siquiera la sé, ¡la siento! Y es que un sentimiento domina ahora toda tu conducta: un sagrado deber, si es que puede haber alguno, más poderoso que el que ata a un hijo con su madre.
Nadia se calló y, desde ese momento, evitó todo tipo de conversación que pudiera referirse a la particular situación de Miguel Strogoff. Él tenía algún secreto que guardar y ella lo respetaba.
Al día siguiente, 25 de julio, a las tres de la madrugada, la tarenta llegó a la parada de posta de Tiukalinsk, después de haber franqueado una distancia de ciento veinte verstas desde el paso del Ichim.
Se cambiaron rápidamente los caballos, pero, por primera vez, el
yemschik
puso algunas dificultades para partir, afirmando que destacamentos de tártaros batían la estepa y que tanto los viajeros como los caballos y el vehículo serían una buena presa para esos saqueadores.
Miguel Strogoff no tuvo más remedio que aumentar el valor del
yemschik
a base de dinero, ya que en esta ocasión, como en otras, no quiso hacer uso de su
podaroshna
. Los últimos decretos habían llegado por telégrafo y eran conocidos en Siberia, por lo que un ruso que estuviera tan especialmente dispensado de obedecer aquellas disposiciones hubiera llamado la atención general, lo cual quería evitar el correo del Zar a toda costa. En cuanto a las dudas del
yemschik
, puede que estuviera haciendo comedia y especulando con la impaciencia de los viajeros, o puede que tuviera realmente razón al temer que aquélla era una aventura arriesgada.
Al fin, la tarenta emprendió la marcha, y lo hizo con tanta diligencia que a las tres de la tarde habían recorrido ochenta verstas y se encontraban en Kulatsinskoë. Una hora después se encontraban en la orilla del Irtyche, a sólo una veintena de verstas de Omsk.
El Irtyche es un extenso rio que constituye una de las principales arterias siberianas cuyas aguas atraviesa Asia hacia el norte. Nace en los montes Altai y se dirige oblicuamente de sudeste a noroeste, yendo a desembocar en el Obi, después de un recorrido de cerca de siete mil verstas.
En aquella época del año, que es la de la crecida de todos los ríos de la baja Siberia, el nivel de las aguas del Irtyche era excesivamente alto. Por consiguiente, la corriente era violenta, casi torrencial, y hacía que su paso fuese bastante difícil. Un nadador, por bueno que fuera, no hubiera podido franquearlo, y la travesía en transbordador ofrecía algunos peligros.
Pero estos peligros, como otros, no podían detenerlos ni un instante, y Miguel Strogoff y Nadia estaban decididos a afrontarlos cualesquiera que fuesen.
Sin embargo, el correo del Zar propuso a su joven compañera intentar atravesar el río él solo con el carruaje y los caballos, porque el peso de todo el atelaje convertiría el transbordador en un poco peligroso, y después, una vez depositados los caballos y el vehículo en la otra orilla, volvería a por Nadia.
Pero la joven rehusó porque esto significaba un retraso de una hora y no quería que su seguridad personal fuera la causa de ningún retraso.
Las orillas estaban inundadas y el transbordador no podía acercarse demasiado, por lo que el embarque del vehículo se hizo con muchas dificultades, pero después de media hora de esfuerzos consiguieron embarcar la tarenta y los tres caballos. Miguel Strogoff, Nadia y el
yemschik
se instalaron también y comenzaron la travesía.
Durante los primeros minutos todo fue bien. La corriente del Irtyche, cortada en la parte superior por un largo entrante de la orilla, formaba un remanso que el transbordador atravesó fácilmente. Los dos bateleros daban impulso con sus largos bicheros, que manejaban con gran destreza; pero a medida que avanzaban, el lecho del río se hacía más profundo y no podían apoyar las pértigas en su hombro para empujar, porque apenas si sobresalían un palmo de la superficie del agua, lo cual hacía que su empleo fuera penoso e insuficiente.
Miguel Strogoff y Nadia, sentados en la popa del transbordador, temiendo siempre cualquier retraso, miraban con cierta inquietud la maniobra de los bateleros.
—¡Atención! —gritó uno de ellos a su compañero.
Este grito estaba motivado por la nueva dirección que tomaba el transbordador con una excesiva velocidad; dominado por la corriente del río estaba descendiendo rápidamente el curso. Era, pues, necesario, situarlo de forma que pudiera atravesar la corriente, y para ello había que emplear los bicheros a todo rendimiento y, con este propósito, apoyaron los extremos de éstos en una especie de escotaduras abiertas debajo de las bandas, consiguiendo poner el transbordador en sentido oblicuo y fueron ganando poco a poco la otra orilla.
Los dos bateleros, hombres vigorosos, estimulados además por la promesa de una elevada paga, no dudaron en llevar a buen fin aquella difícil travesía del Irtyche.
Pero no contaban con un incidente que era difícil de predecir, y ni su celo ni su habilidad podían hacer nada contra esta circunstancia.