Authors: Dmitry Glukhovsky
—No sé por qué, me ha entrado frío. Echad más carbón a la hoguera.
***
Mientras iban de camino, el brigadier no malgastó las palabras. Solamente le preguntó a Homero si era verdad que había trabajado en otro tiempo como conductor de trenes auxiliares, y antes de eso como guardavía. El viejo lo miró con desconfianza, pero luego asintió. Siempre contaba a los habitantes de la Sevastopolskaya que había trabajado como conductor de metros, y ocultaba su pasado como guardavía, que consideraba humillante.
El brigadier dirigió un breve saludo a los guardias llevándose un par de dedos a la visera del casco. Estos se apartaron, y el brigadier entró sin llamar en el despacho del jefe de estación. Istomin y el Coronel se levantaron de la silla, sorprendidos, y se le acercaron. Los dos estaban desgreñados, desesperados y exhaustos.
Mientras Homero se detenía tímidamente en el umbral y aguardaba con impaciencia, el brigadier se quitó el casco, lo dejó entre los papeles de Istomin y se pasó la mano sobre el cráneo rapado. A la luz de la lámpara se vio lo terriblemente desfigurado que tenía el rostro: la mejilla izquierda se le había contraído como por una quemadura, el ojo del mismo lado era tan sólo una raja, y una enorme cicatriz de color violáceo iba en zigzag desde la comisura de sus labios hasta la oreja. Homero creía conocer bien ese rostro, pero de todos modos sintió un gélido escalofrío en la espalda, como si lo hubiera visto por primera vez.
—Yo mismo iré a la Línea de Circunvalación —exclamó el brigadier. Ni siquiera había saludado.
Se hizo un profundo silencio. Homero sabía muy bien que aquel hombre era un luchador extraordinario y que, por ello, los dirigentes de la estación lo trataban con un especial respeto. Pero ése fue el primer momento en el que se dio cuenta de que el brigadier, a diferencia de los demás habitantes de la Sevastopolskaya, no acataba órdenes. No había ido a buscar la aprobación de aquellos dos hombres envejecidos y exhaustos. Al contrario: parecía que fuera él quien diese la orden, y que los otros dos tuvieran que cumplirla. Y… ¿cuántas veces lo habría hecho ya? se preguntaba Homero. ¿Quién era el brigadier?
El jefe de los puestos exteriores se volvió hacia el jefe de estación. Se le ensombreció el rostro, como si hubiera querido protestar, pero luego, con un gesto, dio a entender que no lo haría.
—Como quieras, Hunter —dijo—. De todos modos, no lograremos disuadirte.
Homero los escuchó. Hunter. Nunca había oído ese nombre en la Sevastopolskaya. Parecía un apodo igual que el suyo porque, por supuesto, él no se llamaba «Homero», sino Nikolay Ivanovich. Había sido allí, en la estación, donde, por su afición a las historias y rumores de todo tipo, habían empezado a llamarlo igual que al creador de los poemas épicos griegos.
—Éste será vuestro nuevo brigadier.
Dos meses antes, el Coronel lo había presentado con estas palabras a los centinelas del túnel meridional. Los soldados habían contemplado con una mezcla de desconfianza y curiosidad su figura de hombros anchos, oculta bajo el uniforme de kevlar y el pesado casco. Hunter, a su vez, se apartaba de ellos con indiferencia. Mostraba un interés mucho mayor por el túnel y sus fortificaciones que por las personas que le habían sido confiadas. Les estrechó la mano a todos los soldados que acudieron a presentarse, pero no les dijo ni palabra. Asentía en silencio, estampaba el sello sobre su nombre y les soplaba en la cara el humo azulado de sus cigarrillos sin filtro, como para conservar las distancias. Si llevaba el visor de su casco alzado, a la sombra de éste brillaba su ojo sin vida, desfigurado por la profunda cicatriz. Los centinelas no osaron preguntarle por su nombre, ni entonces ni después, y lo llamaban simplemente «brigadier». Comprendieron que la estación había contratado a uno de esos mercenarios tan caros que no necesitan nombre.
Hunter.
Mientras esperaba indeciso a la puerta del despacho de Istomin, Homero articuló la extraña palabra, sin emitir sonido alguno, tan sólo con los labios. No parecía un nombre apropiado para un hombre. Más bien para un perro pastor de Asia central. No logró reprimir una sonrisa. Se acordó de que, efectivamente, antaño había existido una raza con ese nombre. ¿Cómo era posible que le hubiera venido a la cabeza? Una raza peleona, de rabo cortado y orejas erguidas… sin nada superfluo.
Pero, cuanto más repetía el nombre para sí, más familiar le resultaba. ¿Dónde lo habría oído? Seguramente en su querido e inacabable torrente de leyendas y charlatanerías, y había quedado enterrado en lo más hondo de sus recuerdos. Con el tiempo se había acumulado encima una gruesa capa de cieno formada por nombres, hechos, rumores y cifras… un motón de datos inútiles sobre la vida de otros, que Homero escuchaba siempre con gran fruición y trataba de registrar concienzudamente.
Hunter… ¿sería un criminal? ¿Y si la Hansa había puesto precio a su cabeza? Homero arrojó una piedra al turbio estanque de sus recuerdos y escuchó. No. ¿Un Stalker? No cuadraba con su aspecto. ¿Un oficial de campo? Esto último parecía más verosímil. Y debía de haber entrado en las leyendas…
Homero atisbo una vez más, disimuladamente, el rostro inexpresivo, en cierta manera mutilado del brigadier. El nombre de perro le sentaba sorprendentemente bien.
—Necesitaré dos hombres más. Uno de ellos será Homero, porque conoce el túnel. —El brigadier no le preguntó al viejo si estaba de acuerdo, ni siquiera se volvió hacia él—. Al otro lo elegiréis vosotros. Un hombre que pueda correr, un correo. Partiremos hoy mismo.
Istomin asintió, pero al instante le asaltaron las dudas y se volvió hacia el Coronel. Éste, malhumorado, murmuró su aprobación, aunque llevaba días peleándose con el jefe de estación por cada uno de sus hombres. No parecía que nadie sintiera ningún interés por la opinión de Homero, pero a éste no se le ocurrió ni por asomo protestar. A pesar de su edad avanzada, no se negaba nunca a participar en semejantes misiones. Tenía sus motivos.
El brigadier recogió el casco que había dejado sobre la mesa y se dirigió a la salida. Se detuvo un momento en el umbral y, volviéndose hacia Homero, le dijo:
—Despídete de tu familia. Equípate para una larga marcha. No cojas cartuchos. Yo te los proporcionaré.
Dicho esto, se marchó.
Homero trató de seguirlo, aunque sólo fuera para hacerse una idea de qué le aguardaba en aquella expedición. Pero, cuando estuvo en el andén, vio que Hunter se encontraba a una buena distancia, alejándose con larguísimas zancadas. No lograría alcanzarlo. Homero meneó la cabeza sin dejar de mirarlo.
El brigadier, contra su costumbre, no se había cubierto la cabeza con el casco. Tal vez estuviera abstraído en sus pensamientos, o quisiera respirar con mayor comodidad. Pasó frente a unas muchachas que holgazaneaban sobre el andén. Su trabajo era vigilar a los cerdos y disfrutaban de la pausa del mediodía. De pronto, una de ellas susurró, a espaldas del militar:
—¡Niñas… mirad al zombie ese!
***
—¿De dónde lo has desenterrado? —preguntó Istomin. Aliviado, se dejó caer sobre la silla y agarró con sus manos rechonchas el librillo de papel de fumar.
Según se contaba, la hierba que se fumaba con tan gran placer en la estación era un hallazgo de los Stalkers, que la habían encontrado en la superficie, no muy lejos del parque Bittsevsky. En cierta ocasión, el Coronel había acercado en broma un contador Géiger a un paquetito donde estaba escrito «Tabaco», y el aparato había empezado a dar señales amenazadoras. Dejó de fumar en el acto, y la tos que había padecido siempre por las noches, y que lo había atormentado como posible síntoma de un cáncer de pulmón, perdió gravedad. Istomin, en cambio, se negó a prestar mucha atención a los indicios de radiactividad. No le faltaba razón: en el metro no había prácticamente nada que, poco o mucho, no «irradiase».
—Hace una eternidad que nos conocemos —le respondió de mala gana el Coronel. Calló durante unos instantes, y añadió—: Antes no era así. Le ocurrió algo.
—A juzgar por su rostro, es evidente lo que le ocurrió. —El jefe de estación carraspeó y miró hacia la entrada, nervioso, como si temiera que Hunter hubiera oído sus palabras.
El comandante de los puestos exteriores no iba a quejarse de que el brigadier hubiera emergido de improviso de entre las brumas del pasado. Se había erigido en muy poco tiempo en el más importante puntal del puesto de guardia del sur. Pero Denis Mikhailovich no acababa de creerse el retorno de su antiguo conocido.
La noticia de la tremenda, y al mismo tiempo extraña, muerte de Hunter se había difundido un año antes por la red de metro, como un eco en los túneles. Pero, hacía dos meses, el militar se había presentado inopinadamente a la puerta del Coronel y éste, al verlo, se había santiguado. La facilidad con que el resucitado había esquivado a los centinelas de los puestos exteriores, como si hubiera pasado entre ellos sin ser visto, hizo temer a Denis Mikhailovich que hubieran actuado fuerzas oscuras.
Había distinguido por el cristal empañado de la mirilla un perfil que le había resultado familiar: la cerviz bovina, el cráneo reluciente, la nariz algo chata. Pero, por algún motivo, el visitante nocturno volvía el rostro, tenía la cabeza gacha y no trataba de poner fin al tenso silencio. El Coronel había arrojado una mirada lastimera hacia la botella de vino dulce que tenía abierta sobre la mesa, había suspirado hasta lo más hondo y, al fin, había abierto el pestillo de la puerta. Las reglas lo obligaban a socorrer a los suyos, y poco importaba que estuvieran vivos o muertos.
Al abrirse la puerta, Hunter levantó por primera vez la mirada. Entonces el Coronel entendió por qué había ocultado la mitad del rostro. Temía que el Coronel no lo reconociese. Denis Mikhailovich se había encontrado ya con casos semejantes: el mando de la guarnición de la Sevastopolskaya, en comparación con sus años salvajes, le parecía una jubilación dorada. Pero apartó igualmente el rostro, dolorido, como si se hubiera quemado. Luego se rió tímidamente, como para disculparse por su inapropiada reacción.
El invitado no se permitió ni siquiera la sombra de una sonrisa. No sonrió ni una sola vez en toda la noche. Aunque las horribles cicatrices que le desfiguraban el rostro hubieran mejorado un poco durante los meses pasados, aquel hombre no tenía casi nada en común con el Hunter que Denis Mikhailovich recordaba.
No dijo ni una palabra sobre su milagrosa supervivencia, ni sobre su larga ausencia, y no pareció que oyera las asombradas preguntas del Coronel. Es más, le ordenó a Denis Mikhailovich que no informara a nadie sobre su regreso. Si el Coronel se hubiera dejado guiar por el sentido común, habría informado de inmediato a los Ancianos. Pero tenía una vieja deuda con Hunter que aún no había saldado, y lo dejó en paz.
De todos modos, Denis Mikhailovich ordenó en secreto una investigación. Se encontró con que todo el mundo daba por muerto a su huésped. No había cometido ningún delito, ni nadie lo buscaba. No se había encontrado nunca el cadáver de Hunter, pero todo el mundo tenía por seguro que, si no hubiera muerto, habría dado señales de vida. Cada vez que se lo repetían, el Coronel asentía y decía que sí.
Hunter, o, mejor dicho, su figura desdibujada y, como es habitual en estos casos, embellecida, aparecía en una docena de leyendas y relatos medio inventados. No cabía duda de que el propio Hunter estaba satisfecho con la situación y no sacó a sus antiguos compañeros de su error, sino que permitió que lo dieran por muerto en vida.
Denis Mikhailovich tuvo en cuenta su antigua deuda e hizo lo único que podía hacer: se calló y le siguió el juego. Si estaban con otras personas, no llamaba a Hunter por su nombre. Sólo le confió la verdad a Istomin, aunque no le dio muchos detalles.
El jefe de estación no se preocupaba mucho por el asunto, porque el brigadier se ganaba de sobra su plato diario de sopa. Día y noche montaba guardia en el puesto exterior del túnel meridional. Acudía a la estación tan sólo una vez por semana para lavarse. Y la posibilidad de que se hubiera metido en aquel infierno para esconderse de unos hipotéticos perseguidores no preocupaba en absoluto a Istomin. Éste sabía valorar los servicios de los legionarios que arrastraban un pasado turbio. Su única exigencia era que lucharan, y no tenía nada que reprocharle en ese sentido.
Al principio, los centinelas se quejaron de la arrogancia de su nuevo brigadier pero, pasada la primera refriega, las quejas terminaron. Le vieron exterminar todo lo que había que exterminar, con cálculo y método, poseído, al mismo tiempo, por una especie de embriaguez inhumana y fría. Cada uno de los soldados sacó sus propias conclusiones. Nadie trató de entablar amistad con él, pero lo obedecían sin cuestionarlo. El brigadier no tuvo que levantar en ningún momento su voz sorda y quebrada. Ésta tenía algo en común con el hipnótico siseo de la serpiente. El propio jefe de estación asentía obedientemente cada vez que Hunter le hablaba y, a veces, por si acaso, antes de que hubiera terminado de hablar.
***
Por primera vez en mucho tiempo, la atmósfera que reinaba en el despacho de Istomin se despejó, como si una silenciosa tempestad hubiera pasado por él, y hubiera dejado tras de sí la tan deseada calma. No había motivos para discutir, porque tampoco había ningún luchador que superara a Hunter. Si, a pesar de todo, moría en el túnel, tan sólo les quedaría un último recurso…
—¿Ordeno que se prepare la operación? —preguntó Denis Mikhailovich.
—Tienes tres días. Serán suficientes. —Istomin encendió el mechero y parpadeó—. No podremos esperarlos más tiempo. ¿Cuánta gente vamos a necesitar?
—Tenemos a punto una fuerza de asalto. Puedo organizar otra con veinte hombres más. Si pasado mañana no recibimos noticias de ellos —el Coronel señaló con la cabeza hacia la puerta— tendrás que decretar la movilización general. En ese caso, lanzaríamos un ataque.
Istomin enarcó las cejas, pero no respondió. No hizo otra cosa que darle una larga calada al cigarrillo liado a mano que crujía suavemente entre sus dedos. Denis Mikhailovich agarró dos hojas de papel cubiertas de garabatos que tenía sobre la mesa y, de acuerdo con un sistema que sólo él comprendía, se puso a trazar círculos en torno a varios nombres.
¿Un ataque? El jefe de estación levantaba la mirada por encima de la encanecida nuca del Coronel y, a través de las volutas de humo de tabaco, contemplaba el plano de la red de metro colgado en la pared. Estaba amarillento, manchado, cubierto de pequeñas anotaciones que equivalían a una crónica de la última década: las flechas indicaban expediciones de reconocimiento; los círculos, asedios; las estrellas, puestos de vigilancia, y los signos de exclamación, zonas prohibidas. Diez años enteros estaban documentados sobre aquella lámina, diez años en los que no había pasado un solo día sin derramamiento de sangre.