Authors: Dmitry Glukhovsky
Homero se fijó en otra cosa: en el olor de la Nakhimovsky Prospekt, un olor inconfundible. Qué breve se le había hecho la caminata por el túnel… ojalá no tuvieran que pagar un precio por haber llegado hasta allí sin encontrar oposición… Como si hubiera oído los pensamientos de Homero, Ahmed empuñó el rifle que hasta entonces había llevado al hombro y quitó el seguro.
—¿Qué son esas criaturas de allí? —murmuró Hunter, que de pronto se había vuelto hacia Homero.
El viejo se sonrió. ¿Cómo podía saber lo que les depararía el diablo? La Nakhimovsky Prospekt tenía las puertas bien abiertas, y por ellas, como por un embudo, se derramaban al interior las más inimaginables criaturas. Pero la estación también tenía unos habitantes fijos. Aunque no fueran peligrosos, inspiraban en Homero un sentimiento especial: una pegajosa mezcla de asco y temor.
—Son pequeñas… no tienen pelo —dijo el brigadier, en un intento de describirlas.
Con eso le bastó a Homero: eran ellos.
—Necrófagos—, dijo en voz baja.
Entre la Sevastopolskaya y la Tulskaya, quizá también en otras regiones de la red de metro, aquella palabra, que antiguamente se había empleado como insulto en la lengua rusa, había revivido durante los últimos años con un nuevo significado: su significado literal.
—¿Se alimentan de carne? —preguntó Hunter.
—Más bien de carroña —le respondió el viejo con cierta inseguridad.
Las repugnantes criaturas —una especie de primates semejantes a arañas— no atacaban a los humanos, sino que se alimentaban de carne muerta que salían a buscar a la superficie. Y en Nakhimovsky Prospekt se habían instalado en gran número. Por ello, los túneles adyacentes rezumaban un hedor de podredumbre repugnante y dulzón. En la estación propiamente dicha, el olor era tan intenso que provocaba náuseas. Había hombres que mucho antes de llegar se ponían la máscara de gas para protegerse al menos en parte.
Homero tenía muy presente aquella peculiaridad de la Nakhimovsky. Se apresuró a sacar la máscara que llevaba en el macuto y la empleó para cubrirse la boca y la nariz. Ahmed, que había tenido que unirse a la expedición sin tiempo para proveerse del equipo necesario, miró a Homero con envidia y hundió la nariz detrás del codo. Los miasmas procedentes de la estación los envolvieron, los empujaron hacia adelante, los persiguieron.
Pero no parecía que Hunter se diera cuenta de nada.
—¿Hay alguna sustancia venenosa? ¿Esporas? —le preguntó a Homero.
—Sólo hedor —farfulló éste tras la máscara.
El brigadier miró inquisitivamente al viejo, como para convencerse de que no bromeaba. Al fin, se encogió de hombros.
—Lo habitual, entonces.
Empuñó el rifle corto de manera más cómoda, indicó a los demás que lo siguieran y avanzó con pasos silenciosos.
Unos cincuenta metros más allá, un susurro apenas audible, indescifrable, se sumó a la monstruosa fetidez. Homero se secó las gruesas gotas de sudor que le cubrían la frente y trató de echarle el freno a su propio y desbocado corazón. Les faltaba muy poco para llegar.
Al fin, la luz de la linterna encontró algo y disipó las tinieblas en las que habían estado ocultos unos faros rotos que miraban a la nada, un parabrisas resquebrajado por una telaraña de grietas, un chasis azul que parecía resistirse con toda su terquedad a la herrumbre que lo devoraba… se hallaban frente al primero de los vagones de un tren, una especie de gigantesco corcho con el que parecía haberse atragantado el túnel.
El tren llevaba mucho tiempo allí, sin esperanzas de volver a la vida. Pero Homero, cada vez que lo contemplaba, sentía el deseo infantil de subirse a la estropeada cabina del conductor, acariciar los interruptores del cuadro de mandos, e imaginarse, con los ojos cerrados, que avanzaba a toda máquina por el túnel, una vez más, arrastrando tras de sí una guirnalda de vagones resplandecientes, repletos de personas, personas que leían, que dormitaban, que miraban los anuncios de las paredes o trataban de distraerse con el aullido de los motores.
«En cuanto reciban la señal de alarma de "Ataque atómico", tienen que dirigirse a la estación más cercana. Una vez allí se detendrán. Abrirán las puertas. Prestarán ayuda a los equipos de protección civil en las tareas de evacuación de heridos y de cierre hermético de las estaciones de metro…»
Los conductores habían recibido instrucciones precisas y sencillas para el día del Juicio Final. Éstas se cumplieron en todos los lugares donde fue posible. La mayoría de los trenes se detuvo junto a un andén, y una vez allí cayeron en un sueño letárgico. A los hombres y mujeres que se salvaron de la muerte en las instalaciones del metro se les dijo que tan sólo habrían de pasar allí unas semanas. Pero tuvieron que quedarse en el subsuelo para siempre, y fueron desmontando los trenes para proveerse de equipamiento y piezas de repuesto.
En algunos lugares habían conservado los convoyes intactos y los habían empleado como habitáculo, pero Homero, que siempre había considerado que los trenes eran criaturas vivas, pensaba que aquello era como profanar un cadáver. Lo mismo que si alguien hubiera disecado a su gato preferido. En algunas regiones deshabitadas, como la de la Nakhimovsky Prospekt, los trenes seguían en pie, aun cuando el tiempo y los vándalos hubiesen dejado su huella.
Homero no podía apartar la vista del vehículo. Los murmullos y siseos que se oían en la estación quedaron, para él, en un segundo plano, y creyó oír de nuevo las espectrales sirenas de alarma que comunicaron un mensaje que nadie había oído nunca hasta aquel día, con un toque largo y uno corto: «¡Ataque atómico!» Los frenos rechinaron, y se oyó por los altavoces una voz desconcertada:
—Señores pasajeros, por un problema técnico este tren ha tenido que detenerse…
Ni el conductor del tren que farfullaba al micrófono ni su ayudante, Homero, fueron conscientes de la desesperación que se ocultaba tras aquella fórmula.
El tenso crujido de los cierres herméticos separó de una vez para siempre el mundo de los vivos y el de los muertos. De acuerdo con los protocolos, había que cerrar las puertas, a más tardar, seis minutos después de la señal de alarma. Y no importaba cuántas personas se quedasen fuera. Había que matar a tiros a todos los que trataran de impedir el cierre de las puertas.
¿Qué haría el insignificante guardia que espantaba a los indigentes y los borrachos de la estación? Supongamos que a una mujer se le rompía el tacón del zapato y que su marido trataba de detener la gigantesca máquina de hierro para que tuviera tiempo de entrar. ¿Tendría arrestos para dispararle al vientre? ¿Y la vieja impertinente de la taquilla, la anciana uniformada, tocada con el quepis, que en sus treinta años de trabajo no había hecho otra cosa que cerrar la puerta y perseguir a los gamberros con pitidos intimidatorios? Supongamos que veía a un anciano luciendo una discreta condecoración militar, sin resuello, que trataba de llegar a la entrada. ¿Sería capaz de cerrarle el paso? Los protocolos les daban seis minutos para renunciar a su humanidad y transformarse en máquinas. O en monstruos.
Los chillidos de las mujeres y los gritos de los hombres, los alaridos que proferían los niños sin ninguna contención, el estampido de las pistolas y las ráfagas de ametralladora… por todos los altavoces se oía, metálica y fría, la llamada a la calma. La estaba leyendo alguien que no sabía nada, porque nadie que supiera lo que ocurría habría podido, con indiferencia y dominio sobre sí mismo, repetir una y otra vez: «Por favor, mantengan la calma» Lloros, súplicas… y, de nuevo, disparos.
Y, exactamente seis minutos después de la alarma, un minuto antes del Armagedón… el sordo toque de muertos de las puertas que se cerraban. El poderoso crujido de los cerrojos.
Se hizo el silencio.
Como en una tumba.
***
Para sortear el vagón, tenían que caminar pegados a la pared. El conductor había frenado demasiado tarde. Tal vez algún incidente acaecido en el andén lo había impulsado a seguir adelante. Subieron por una escalera de hierro y al cabo de unos instantes entraron en una sala increíblemente espaciosa. No tenía columnas, sino tan sólo un techo abovedado con nichos ovales para las lámparas. La bóveda era gigantesca, cubría tanto los andenes como las dos vías y los trenes que se encontraban en ellas. Una construcción de impensable elegancia y ligereza… sencilla y lacónica.
Pero no podían mirar hacia abajo, no podían ver lo que estaban pisando, y tampoco lo que había más adelante.
No podían ver en qué se había convertido la estación.
Un grotesco cementerio en el que nadie hallaba reposo, un tremendo mercado de carne repleto de esqueletos roídos, cuerpos putrefactos, miembros arrancados de los cadáveres. Unas repulsivas criaturas arrastraban hasta allí todo lo que habían encontrado en su extenso imperio, mucho más de lo que podían devorar en el acto, y lo almacenaban. Las provisiones se les pudrían, se descomponían. Sin embargo amontonaban cada vez más.
Las montañas de carne muerta se estremecían contra toda ley, como si respiraran, y por todas partes se oía un sonido repugnante como de pulpa desgarrada. El rayo de luz descubrió a una de esas extrañas figuras: extremidades largas y nudosas; una piel flácida y gris, sin vello alguno, que colgaba formando pliegues; la espalda encorvada. Sus ojos empañados y saltones los miraban, medio ciegos, y sus gigantescas orejas se movían como con vida propia…
La criatura lanzó un grito ronco y retrocedió poco a poco, a cuatro patas, hacia las puertas abiertas de los vagones. Los demás necrófagos empezaron a descender de sus montañas de cadáveres. Irritados, siseaban y sollozaban, enseñaban los dientes y lanzaban resoplidos a los viajeros.
Si se hubieran erguido, le habrían llegado a Homero hasta el pecho, que no era muy alto. Éste sabía que esas cobardes criaturas no osarían atacar a un hombre fuerte y sano. Pero el irracional pavor que sentía ante ellas provenía de sus pesadillas nocturnas: en éstas, se veía a sí mismo débil y abandonado en una estación solitaria, y esas bestias se le acercaban. De la misma manera que el tiburón huele una gota de sangre en el océano a varios kilómetros de distancia, aquellas criaturas detectaban la cercanía de la muerte de los extraños, y se apresuraban a ir en su busca.
«Angustias de la edad», pensó Homero, despreciándose a sí mismo. En su juventud había hojeado un buen número de libros sobre psicología aplicada. Si por lo menos le hubieran servido para algo…
A pesar de todo, los necrófagos no temían a los hombres. En la Sevastopolskaya se habría considerado un despilfarro, digno de castigo, el empleo de un único cartucho contra aquellas bestias, repulsivas, sí, pero inocuas. Las caravanas que pasaban por allí trataban de no prestarles atención, aun cuando las criaturas trataran de provocar.
En aquella estación se habían multiplicado enormemente y, a medida que la troika avanzaba —bajo sus botas se oían los horribles chasquidos de los huesecillos—, los necrófagos se alejaban de mala gana de su yantar y se arrastraban hasta sus refugios. Sus nidos se hallaban en los vagones. Y, por eso mismo, Homero los odiaba aún más.
Las puertas herméticas de la Nakhimovsky Prospekt estaban abiertas. Se decía que la dosis de radiación que podía llegar a recibir un hombre que atravesara rápidamente la estación era pequeña y que no afectaba a su salud, pero que sí era peligroso permanecer allí durante mucho tiempo. En esas condiciones los dos trenes habían podido conservarse relativamente bien. Los cristales de las ventanas aún estaban intactos. Por las puertas abiertas se alcanzaba a ver los asientos, hechos una porquería, pero enteros, y el color azul de la carrocería exterior se había conservado.
En el centro de la sala se alzaba un auténtico kurgan
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, erigido con los desfigurados cadáveres de quién sabe qué criaturas. Al llegar a su lado, Hunter se detuvo de improviso. Ahmed y Homero se miraron, intranquilos, y trataron de descubrir por dónde venía el peligro. Pero el motivo por el que Hunter se había detenido era otro.
Al pie del montículo, dos necrófagos más pequeños que los demás roían un esqueleto de perro. Se oían sus mordiscos y gruñidos de placer. No se habían escondido. Quizás estuvieran abstraídos con su festín y no hubieran oído las señales de sus congéneres, o quizá los hubiera dominado la avidez por comer.
Cegados por la fulgurante luz de la linterna, pero sin dejar de masticar, empezaron a retroceder hacia el vagón más cercano. Pero entonces, ambos se desplomaron, y se oyó un golpe como de sacos de vísceras contra el suelo.
El desconcertado Homero vio que Hunter se guardaba en una pistolera que le colgaba del hombro su pesada pistola militar con silenciador largo. El rostro del brigadier se mantenía, como siempre, impenetrable e inexpresivo.
—Tenían mucha hambre —murmuró Ahmed. Presa de la repugnancia y al mismo tiempo de la curiosidad, contempló los oscuros charcos que se estaban formando bajo los cráneos pastosos de las criaturas muertas.
—Yo también —le respondió Hunter en tono vago. Al oírlo, Homero sintió escalofríos.
El brigadier siguió adelante sin volverse hacia los otros dos, y Homero tuvo la sensación de oír de nuevo los gruñidos de avidez que un momento antes habían enmudecido. ¡Cuántos esfuerzos había tenido que hacer para resistirse a la tentación de tirar a matar contra esas bestias! Cuando se encontraba con ellas, se hablaba a sí mismo en tono apaciguador hasta que lograba dominarse. Sentía la necesidad de probar que era un hombre adulto, un hombre capaz de controlarse, que no se dejaba enloquecer por sus propias pesadillas. Pero Hunter no se esforzaba por reprimir sus impulsos.
Con todo, ¿qué impulsos eran ésos?
El silencioso fin de los dos necrófagos había puesto en movimiento al resto de la horda: el olor a muerte reciente alejó del andén incluso a los más atrevidos y a los más apáticos. Se metieron en ambos trenes al tiempo que proferían débiles cloqueos y gimoteos. Se agolparon contra las ventanas o se apelotonaron en las puertas, y aguardaron sin moverse.
No parecía que las criaturas sintiesen ningún tipo de cólera, ni tampoco se apreciaba ningún indicio de que quisieran vengarse, ni defenderse. Tan pronto como el grupo de humanos abandonara la estación, irían sin más demora a devorar a sus congéneres caídos. Homero pensó que la agresividad es un rasgo propio de los cazadores. Los carroñe- ros no la necesitan, porque no se ven obligados a matar. Todas las criaturas vivas morirán de cualquier modo, y se transformarán por sí mismas en comida. A los carroñeros les basta con esperar…