Authors: Dmitry Glukhovsky
Así pues, su padre no podía perdonarla, ni quería que lo salvara de aquel modo.
Entre los libros que de vez en cuando traía su padre, y que la muchacha, siempre que le fuera posible, leía o por lo menos hojeaba antes de intercambiarlos por comida o por cartuchos, le había llamado la atención un viejo manual de botánica. Las ilustraciones no eran artísticas: tan sólo fotografías en blanco y negro, amarillentas, y dibujos a lápiz. Pero en los otros libros que habían llegado a sus manos no había ilustraciones de ningún tipo. Entre todas las plantas, las que más le habían gustado eran las enredaderas. O, mejor dicho: se sentía cercana a ellas, se sentía emparentada anímicamente con ellas. La muchacha, igual que las enredaderas, necesitaba algo que la sostuviera. Para poder crecer hacia arriba. Para salir a la luz.
Así, en aquel momento habría necesitado un tronco fuerte sobre el que pudiera apoyarse, un tronco al que abrazarse. No para nutrirse de la savia de un cuerpo ajeno, ni para robarle luz y calor, no. Sino porque su propio tallo era demasiado débil, demasiado flexible. No tenía firmeza suficiente para sostenerse por sí misma. Si se veía abandonada a sus propias fuerzas, tendría que arrastrarse por el suelo.
Su padre le había dicho siempre que no dependiera ni confiara en nadie. En aquella estación de mala muerte no había nadie más aparte de ellos dos, y su padre había sabido que no viviría por siempre. Habría preferido que la muchacha no creciera como una hiedra, sino como la quilla de un barco. Pero había olvidado que esto último era incompatible con la condición femenina.
Sasha habría podido sobrevivir sin él. También sin Hunter. Pero la unión con otro ser humano era su único motivo para pensar en el futuro. Cuando había abrazado al brigadier sobre la dresina que avanzaba a toda velocidad, su vida había hallado un nuevo sostén. La muchacha recordaba que era peligroso fiarse de los demás, e indigno depender de ellos. Por eso mismo, había tenido que violentarse a sí misma para declararle sus sentimientos a Hunter.
Sasha habría querido apoyarse en él, pero el brigadier se había llevado la impresión de que la joven no hacía otra cosa que aferrársele a las botas. Y entonces, ella, como no tenía nadie que la apoyara y se había visto pisoteada en el fango, juzgó que habría sido indigno buscar más. Hunter la había echado, le había dicho que saliera arriba. Pues bien, eso es lo que iba a hacer. Si una vez allí le ocurría algo, sería por culpa del brigadier. Sólo él habría podido conducirla en otra dirección.
Por fin, los escalones terminaron. Sasha se hallaba a la entrada de una gran sala con paredes de mármol. El techo era estriado, de metal, con varios boquetes. Por éstos entraban, a cierta distancia, deslumbrantes rayos de luz. Eran de un color asombroso, blanco grisáceo, y sus salpicaduras llegaban hasta el rincón donde se encontraba la muchacha.
Sasha apagó la linterna, contuvo el aliento y siguió adelante sin hacer ruido.
Los orificios de bala y resquebrajaduras que se distinguían en las paredes indicaban que allí había habido seres humanos. Pero unos pasos más allá de la escalera automática reinaban otras criaturas. Los montones de estiércol seco, y los huesos y jirones de piel que se encontraban por todas partes le dieron a entender a Sasha que se encontraba en una madriguera de animales salvajes.
Se cubrió los ojos para protegerlos de la abrasadora luz y se dirigió a la salida. Cuanto más se acercaba a la fuente de luz, más impenetrables se volvían las tinieblas en los lejanos rincones de la gigantesca sala. La muchacha se acostumbraba gradualmente a la luz y al mismo tiempo, le resultaba cada vez más difícil ver en la oscuridad.
Las salas adyacentes estaban llenas de quioscos destrozados, montones de inconcebible porquería y viejas máquinas destripadas. Sin duda, los seres humanos habían empleado las salas de la Paveletskaya como centro de aprovisionamiento, y se habían estado llevando todo lo que pudiera resultarles útil, hasta que, cierto día, unas criaturas más fuertes los habían expulsado de allí.
Entonces, Sasha creyó descubrir un movimiento apenas perceptible en las oscuras esquinas, pero lo atribuyó a su creciente ceguera. Las tinieblas que anidaban en los rincones eran ya demasiado opacas para que la muchacha hubiera podido descubrir siluetas de monstruos dormidos en las montañas de basura.
El monótono rumor de una corriente de aire le había impedido a Sasha oír una pesada respiración, pero la muchacha no se dio cuenta hasta que pasó al lado de un montón de desechos que se agitaba suavemente. Se quedó inmóvil, escuchó con atención y clavó la mirada en un quiosco que se había venido abajo. Allí, entre sus restos, descubrió una extraña corcova… y se quedó como helada.
El montículo que había sido un puesto de venta respiraba. Casi todos los otros montículos que se encontraban alrededor se agitaron también. Para asegurarse, Sasha encendió de nuevo la linterna e iluminó uno de los bultos. El pálido rayo de luz encontró una piel blanca y llena de pliegues, recorrió un gigantesco cuerpo y murió en la oscuridad sin haber alcanzado su otro extremo. Era un congénere de la monstruosidad que había estado a punto de matarla, pero más grande.
Las criaturas se hallaban en una peculiar parálisis y no parecían haberse dado cuenta de la presencia de la muchacha. De repente, una de las bestias gruñó, respiró ruidosamente por las oblicuas rajas que le servían de ollares y empezó a moverse… Sasha se apresuró a esconder la linterna y echó a correr. A cada paso que daba por la siniestra guarida, tenía que hacer esfuerzos tremendos para dominarse: cuanto más se alejaba de la entrada del metro, mayor era el número de bestias, y más difícil le resultaba encontrar un camino que no pasara demasiado cerca de sus cuerpos.
Pero era demasiado tarde para dar media vuelta. Y en ese momento Sasha no tenía ningún interés por saber cómo regresaría al metro. Lo único que quería era pasar entre las criaturas sin sufrir ningún daño, salir afuera, mirar, emplear sus sentidos… ojalá las bestias no despertaran, ojalá la dejasen marchar… no necesitaría.
Apenas se atrevía a tomar aire, se esforzaba por no pensar —quizá esas bestias oyeran también los pensamientos—, y así se fue acercando a la salida. Una baldosa destrozada crujió, delatora, bajo sus botas. Un paso en falso, un crujido más fuerte, y las criaturas despertarían y la harían pedazos de inmediato.
Sasha no lograba liberarse de la idea de que hacía poco tiempo, tal vez un día antes, o incluso ese mismo día, había errado también entre monstruos dormidos. Por lo menos, la sensación le resultaba familiar. De repente, se detuvo.
Sasha estaba segura. A veces, las miradas ajenas se sienten en la nuca. Aunque las criaturas no tuviesen ojos, los instrumentos con los que exploraban el espacio circundante tenían una presencia mucho más poderosa que la más penetrante de las miradas.
No le hacía falta volverse para saber que una de las criaturas que se hallaban a sus espaldas había despertado, y que su pesada cabeza giraba hacia ella.
Pero lo hizo. Se volvió.
***
La muchacha había desaparecido, pero a Homero no le quedaban ganas de buscarla. En realidad, todo le daba lo mismo.
Aun cuando el diario del operador de comunicaciones le hubiese permitido abrigar, todavía, un destello de esperanza de que la enfermedad no iba a matarlo, Hunter había pisoteado sin misericordia ese destello. Homero había iniciado una conversación con el brigadier, una conversación que había preparado meticulosamente, como una especie de apelación contra la condena a muerte. Pero Hunter no había querido indultado, y tampoco habría podido. Homero, y nadie más que Homero, era responsable de su propio e inevitable destino.
Le quedaban tan sólo unas semanas, quizá menos. Diez páginas en el bloc de cubiertas de plástico.
Aún tenía muchas cosas por decir. Homero no se lo tomaba tan sólo como un deseo, sino como una obligación, sobre todo porque su involuntario descanso parecía acercarse a su fin.
Alisó el papel para retomar el relato en el mismo punto donde el médico le había obligado a dejarlo. Pero su mano una vez más, escribió:
«¿Qué quedará de mí?»
¿Y qué quedaría de todos los infortunados que no habían podido salir de la Tulskaya? Quizás hubieran perdido toda esperanza, pero también podía ser que aún esperasen auxilio. En cualquier caso, les aguardaba un horrible final. ¿El recuerdo? Son tan pocos los humanos que dejan algún recuerdo…
Y, por otra parte, los recuerdos no tienen la solidez de un mausoleo. Seguramente Homero abandonaría la vida en un futuro no muy lejano, pero también desaparecerían con él todas las personas a las que había conocido. Y su personal visión de Moscú se desvanecería en la nada.
¿Dónde se encontraba en aquel momento? ¿En la Paveletskaya? Del Anillo de los Jardines sólo quedaba un paraje desolado y sin vida. Durante las últimas horas, un pesado aparato militar la había evacuado para dejar vía libre a los servicios médicos y escoltas policiales. A un lado y otro lado de la calle se erguían las torres destruidas, como dientes podridos y rotos… Homero se imaginaba muy bien el paisaje que encontraría si salía a la superficie, aunque nunca hubiera subido a aquella zona.
Antes de la guerra sí había estado allí a menudo. Se había citado con su novia en un café al lado de la estación de metro, y luego habían ido juntos a ver una película en la sesión de la tarde. Se acordaba de que muy cerca de allí se había hecho una revisión médica para el carné de conducir, una revisión de pago, chapucera y negligente. Además, se había reunido muchas veces con sus amigos en aquella estación para ir al bosque, a hacer una barbacoa…
De repente, le pareció ver, sobre el papel cuadriculado de su bloc de notas, la salida de la estación envuelta en la bruma de otoño, y dos rascacielos medio ocultos por la niebla: un nuevo y pretencioso edificio de oficinas en la Autopista de Circunvalación, en el que había trabajado uno de sus amigos, y el enrevesado remate de un hotel caro, al lado de un auditorio igualmente caro. En cierta ocasión había preguntado el precio de las entradas: costaban un poco más que dos semanas de sueldo de Nikolay.
Vio, e incluso oyó el tintineo de los tranvías de formas angulosas y pintados en blanco y azul, siempre abarrotados de viajeros insatisfechos. Se conmovió al recordar la irritación de éstos por las inofensivas apreturas. El Anillo de los Jardines, alegremente iluminado con millares de farolas y luces, cual gigantesca guirnalda. Copos de nieve tímidos, inadecuados en cierto modo, que se derretían sin llegar a tocar el negro asfalto. Y la masa humana: miríadas de partículas electrizadas, siempre cargadas, entrechocando, que parecían desplazarse caóticamente de un lado para otro pero que, en realidad, seguían un camino específico y bien trazado.
Contempló el desfiladero entre los monolitos de la época estalinista, desde el que avanzaban las aguas indolentes del gran río por el Anillo de los Jardines. Cientos y cientos de ventanas refulgían como pequeños acuarios a ambos lados de la amplia avenida. Y también el fuego de neón de los carteles y los gigantescos anuncios que escondían grandes heridas en las que se iban a edificar prótesis de varios pisos… que no se iban a completar jamás.
Lo vio todo y comprendió que jamás lograría describir tamaña magnificencia con palabras. Así pues, ¿iban a quedar tan sólo los sepulcros derruidos, cubiertos de musgo del centro comercial y del elegante hotel?
***
La muchacha se había dejado ver, ni en una ni en tres horas. Homero, intranquilo, la buscó por la toda estación, preguntó a los tenderos y a los músicos, preguntó a los centinelas que vigilaban el acceso a la Hansa
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Nada. Como si el suelo la hubiera engullido.
El viejo estaba desconcertado. Se encontraba una vez más frente a la puerta de la habitación donde yacía el brigadier. Era el último con quien habría querido hablar sobre la desaparición de la muchacha, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Carraspeó y entró en la habitación.
Hunter estaba tendido, respirando trabajosamente, con la mirada fija en el techo. Su diestra reposaba sobre la colcha, y en su puño cerrado se apreciaban rasguños recientes. Por los pequeños arañazos brotaba sangre que ensuciaba la colcha, pero no parecía que el brigadier se diera cuenta.
—¿Cuándo podrás ponerte en marcha? —le preguntó a Homero sin volverse hacia él.
—Por mí, ahora mismo. —El viejo titubeó—. Sólo que… no encuentro a la muchacha. Y tú, ¿cómo quieres viajar en ese estado? Todavía estás…
—No me moriré —le replicó el brigadier—. Además, la muerte no es lo peor. Recoge tus cosas. En una hora y media estaré en pie. Iremos a la Dobryninskaya.
—A mí me bastará con una hora —se apresuró a decirle Homero—. Pero antes tengo que encontrarla. Quiero que vaya con nosotros… la necesito sin falta, ¿entiendes…?
—Me marcharé dentro de una hora —lo interrumpió Hunter—. Contigo o sin ti… y sin ella.
—No entiendo nada de nada. ¿Dónde puede haberse metido? —Homero suspiró, decepcionado—. Si supiera…
—Yo lo sé —le dijo el brigadier, sin cambiar de cara—. Pero está en un lugar donde no podrás ir a buscarla. Recoge tus cosas.
Homero retrocedió y parpadeó. Estaba acostumbrado a fiarse del sobrehumano olfato de su compañero, pero en ese momento se negó a prestarle crédito. ¿Y si Hunter le mentía de nuevo? En esta ocasión, para desprenderse de un lastre superfluo.
—Me había dicho que tú la necesitabas…
—Te necesito a ti. —Hunter se volvió hacia él—. Y tú me necesitas a mí.
—¿Para qué? —dijo Homero en voz muy baja.
El brigadier alcanzó a oírlo.
—Son muchas las cosas que dependen de ti.
Hunter cerró lentamente los párpados y los abrió de nuevo. Homero se llevó la impresión de que el implacable brigadier quería guiñarle el ojo, y la frente se le cubrió de sudor frío.
La cama crujió, y Hunter se incorporó. Apretaba los dientes con fuerza.
—Vete. Recoge tus cosas para que estés listo cuando llegue el momento.
Antes de salir de la habitación, Homero se detuvo unos instantes y recogió del suelo la polvera de color rojo, abandonada en un rincón. La cubierta tenía una grieta, las bisagras estaban torcidas y estropeadas.
El espejito se había roto.
Homero se volvió, irritado, y le dijo a Hunter:
—No me puedo marchar sin ella.