Authors: Dmitry Glukhovsky
—Sí, de acuerdo, Vladimir Ivanovich. Pero te lo repito: no podemos sacar a más hombres del túnel meridional. La presión que tienen que aguantar los centinelas que hacen guardia allí es muy fuerte. A duras penas consiguen resistir. Tan sólo en esta última semana hemos contado tres heridos, uno de ellos grave, y eso a pesar de las fortificaciones. No voy a permitir que debilites aún más nuestras posiciones en el sur. Es preciso que seis exploradores vigilen en todo momento los conductos de ventilación y el túnel de enlace. Y también necesitamos hombres en el norte para proteger a las caravanas que vienen hacia aquí. No podemos prescindir ni de un único soldado. Lo siento, pero tendrás que buscar otra manera de solucionar el problema.
—¡El jefe de los puestos exteriores eres tú, así que encuéntrame hombres, por favor! —masculló el jefe de estación—. Yo ya me encargo de los asuntos que me competen. Tendría que partir un destacamento dentro de una hora. Lo que sucede es que tú y yo aplicamos criterios diferentes. ¡Escúchame, no podemos tener en cuenta solamente los problemas que nos afectan aquí y ahora! ¿Qué pasará si ha ocurrido alguna desgracia?
—Creo que te estás poniendo histérico sin ninguna necesidad, Vladimir Ivanovich. Aún tenemos en el arsenal dos cajas del calibre 5.45 sin abrir. Nos bastarían para aguantar durante una semana y media. Además, tengo algo guardado en casa, bajo la almohada. —El Coronel sonrió. Sus dientes grandes y amarillos quedaron a la vista—. Y estoy convencido de que recibiré otra caja. Lo que nos falta no son cartuchos, sino personal.
—Yo te diré cuál es nuestro problema. Si no recibimos más avituallamientos, dentro de dos semanas habrá que cerrar las puertas del sur porque, si no tenemos municiones, no podremos defender el túnel. Si se llega a esa situación, no podremos encargarnos del mantenimiento de unos dos tercios de nuestras norias. Al cabo de una semana empezarían a averiarse, y la Hansa no verá con buenos ojos que les falle el suministro. Si tienen suerte, encontrarán enseguida otro proveedor. Y si no… ¡Pero qué me importa ahora el suministro eléctrico! Desde hace casi cinco días, el túnel está muerto. No se ve bicho viviente. ¿Y si hubiera habido algún derrumbe? ¿O hubiera quedado intransitable? Si nos hemos quedado aislados, ¿qué va a ser de nosotros?
—Alto ahí. Los cables eléctricos funcionan. Los contadores giran, y eso es garantía de que la Hansa aún recibe electricidad. Si se hubiera producido un derrumbe, ya lo sabríamos. Y si esto fuese obra de saboteadores, habrían cortado los cables eléctricos, no los del teléfono. Y ahora hablemos del túnel… ¿qué es lo que te asusta? No tenemos noticia de que nadie, ni siquiera en las mejores épocas, haya llegado a nuestra estación por casualidad. Piensa en la Nakhimovsky Prospekt: es imposible atravesarla sin escolta. Los comerciantes extranjeros ya no se atreven a venir. Y los bandidos también están bien informados: cada vez que pillamos a una cuadrilla, dejamos con vida a uno de sus miembros para que se marche y haga correr la noticia. No te dejes llevar por el pánico.
—Tienes mucha labia —murmuró Vladimir Ivanovich. Se levantó la venda que le tapaba la cuenca del ojo vacía y se enjugó el sudor de la frente.
—Te voy a ceder tres hombres —dijo el Coronel, esta vez con voz más afable—. Ni con mi mejor voluntad podría proporcionarte más. Y deja de fumar. Sabes muy bien que no puedo respirar ese humo. ¡Y además, te estás envenenando a ti mismo! Yo habría preferido un té…
—Por supuesto. Ahora mismo. —El jefe de estación se frotó las manos, tomó el auricular del teléfono y ladró—: Istomin al habla. Tráigannos té para el Coronel y para mí.
—Que acuda el oficial de servicio —ordenó el jefe de los puestos exteriores, y luego se sacó la boina—. Voy a organizar el pelotón de reconocimiento.
Istomin disponía siempre de té especial, de una selección procedente de la VDNKh. Casi nadie podía permitírselo, porque provenía del otro extremo de la red de metro, y la Hansa cobraba derechos de aduana hasta tres veces por el té favorito del jefe de estación. Era tan caro que Istomin no habría podido pagarse aquel capricho de no haber sido por sus contactos en la Dobryninskaya. Había estado en la guerra con alguien que vivía allí, y, por ello, era costumbre que los jefes de caravana volvieran siempre de la Hansa con un delicado paquetito y se lo entregaran a él en persona.
Pero, de todos modos, los paquetes habían dejado de llegar con regularidad desde hacía un año, y alarmantes rumores se habían difundido hasta la Sevastopolskaya: la VDNKh se enfrentaba a un nuevo y terrible peligro, que tal vez amenazara también a toda la Línea Naranja. Se trataba, al parecer, de unos mutantes de la superficie desconocidos hasta entonces. Se decía que eran unas criaturas casi invisibles, prácticamente invulnerables, y que leían el pensamiento. Se contaba que la estación había caído, y que la Hansa, temerosa de una invasión, había hecho saltar por los aires el túnel que se encontraba más allá de Prospekt Mira. Los precios del té se habían disparado, apenas si se encontraba el producto, e Istomin había empezado a preocuparse de verdad. Pero algunas semanas más tarde la tormenta había amainado, y las caravanas que llegaban a la Sevastopolskaya cargadas de cartuchos y bombillas empezaron a proveerle nuevamente de té. ¿No era eso lo más importante?
Istomin le sirvió el té al oficial en una taza de porcelana con baño de oro en el borde, ya muy desgastado. Mientras se lo servía, cerró el ojo y gozó por unos instantes del aromático vaho. Luego se sirvió a sí mismo, se dejó caer pesadamente sobre la silla, y empezó a revolver la sacarina con una tintineante cucharilla de plata.
Ambos callaron, y durante un minuto no se oyó otro sonido en el despacho a media luz lleno de humo de tabaco. Tan sólo el melancólico tintineo. Pero éste, de súbito, quedó ahogado por un pitido estridente que llegó desde el túnel, y que se repetía con ritmo casi constante.
—¡Alarma!
El jefe de los puestos exteriores se puso en pie con inesperada agilidad y salió corriendo de la habitación. Un único disparo de fusil resonó en la lejanía, y luego se oyeron los Kalashnikov: uno, dos, tres. Botas militares con remaches en las suelas retumbaron sobre las vías, y se oyó la poderosa voz de bajo del Coronel, que, ya a cierta distancia, daba las primeras órdenes.
Istomin quiso alargar la mano hacia el lustroso subfusil que colgaba en su armario, pero luego se la llevó al pecho, gimoteó, meneó la cabeza, se sentó de nuevo a la mesa y tomó otro sorbo de té. Enfrente humeaba todavía la taza del Coronel, y al lado de ésta se encontraba su boina. Con las prisas, se la había olvidado. El jefe de estación hizo una mueca e inició una nueva disputa, en esta ocasión a media voz, con el oficial que ya no estaba allí. El tema era el mismo, pero empleó nuevos argumentos que antes, en el calor de la discusión, no se le habían ocurrido.
***
Por la Sevastopolskaya circulaba un chiste muy malo que explicaba por qué la estación vecina se llamaba Chertanovskaya: su nombre derivaba de la palabra rusa
Chort
, que significa «diablo». Las norias de la central hidroeléctrica estaban distribuidas por buena parte del túnel que conducía hasta ella pero, aunque la estación estuviera abandonada, no se le habría ocurrido a nadie, ni por asomo, apoderarse de ella y colonizarla, como sí habían hecho con la Kakhovskaya. Los equipos técnicos que, acompañados siempre por destacamentos de escolta, habían montado los generadores más lejanos, y que de tiempo en tiempo tenían que ir a revisarlos, se guardaban muy mucho de acercarse a menos de cien metros de la Chertanovskaya. Casi todos los que tenían que tomar parte en esas expediciones se santiguaban en secreto —a menos que fueran fanáticos del ateísmo— y algunos, por lo que pudiera suceder, llegaban al extremo de despedirse de sus familiares.
La Chertanovskaya era terrible, eso lo notaba cualquiera que se acercase a medio kilómetro de distancia. En los primeros tiempos, los ingenuos moradores de la Sevastopolskaya habían enviado tropas de asalto con armamento pesado para ampliar su área de influencia. Los que regresaron, volvieron con heridas graves, tras haber perdido, como mínimo, a la mitad del cuerpo expedicionario. Los curtidos guerreros que habían vuelto de allí conversaban en torno a las hogueras, entre tartamudeos y divagaciones, y en todo momento temblaban, aunque estuvieran tan cerca del fuego que casi se les chamuscara la ropa. Tan sólo a costa de grandes esfuerzos lograban recordar lo que habían vivido, y no había dos que contasen la misma historia.
Se decía que, más allá de la Chertanovskaya, el túnel tenía un ramal que se adentraba en el subsuelo y desembocaba en un gigantesco laberinto de cuevas naturales plagadas de monstruos. Los habitantes de la Sevastopolskaya conocían ese lugar como La Puerta: una denominación totalmente arbitraria, porque ninguno de los que regresaron con vida había llegado a esa zona. De todas maneras, se contaba una historia de cuando el resto de la línea aún era territorio ignoto. Al parecer, una unidad de exploradores muy nutrida había sobrepasado la Chertanovskaya y había descubierto La Puerta. Mediante un aparato emisor —una especie de teléfono por cable—, el encargado de las comunicaciones había informado de que se hallaban a la entrada de un angosto corredor que descendía a las profundidades casi en vertical. No dijeron nada más. Minutos más tarde, los jefes de la Sevastopolskaya oyeron chillidos, preñados de espanto y dolor. Ocurría algo muy extraño: los exploradores trataban de no disparar. Quizás hubieran comprendido que las armas convencionales no iban a protegerlos. El último en enmudecer fue el capitán del grupo, un mercenario sin escrúpulos procedente de la estación Kita-gorod, que siempre cortaba el meñique a sus adversarios después de derrotarlos. El micrófono ya no debía de estar en manos del encargado de comunicaciones, y el capitán debía de hallarse a cierta distancia, porque sus palabras resultaban difíciles de entender. Pero, a fuerza de agudizar el oído, el jefe de estación comprendió qué era lo que gimoteaba durante su agonía: una plegaria. Una de esas plegarias sencillas e ingenuas que los niños pequeños suelen aprender de labios de unos padres devotos. Luego, la conexión se cortó.
Tras este incidente, desistieron de llegar a la Chertanovskaya. Hubo incluso propuestas para abandonar la Sevastopolskaya y refugiarse en la Hansa. La estación maldita era como la última frontera, el límite del área controlada por los humanos. Las criaturas que trataban de entrar desde el otro lado creaban un buen número de problemas a los habitantes de la Sevastopolskaya; pero no eran invulnerables, y un sistema de defensa bien organizado rechazaba los ataques con relativa facilidad y escasas bajas… siempre que se dispusiera de municiones. Algunos de los monstruos sólo se podían detener con balas explosivas y descargas eléctricas de alta tensión. Pero la mayoría de las criaturas que se enfrentaban a los centinelas no eran tan terribles, aunque, de todos modos, siempre fueran muy peligrosas.
***
—¡Eh, allí queda uno! ¡Arriba, en el tercer tubo!
La lámpara de arriba se había desenganchado y se tambaleaba de un lado para otro como un ajusticiado al extremo de la horca, e iluminaba erráticamente la escena que tenía lugar frente a las fortificaciones: a veces alumbraba las encorvadas figuras de los mutantes que venían arrastrándose, a veces los sumía de nuevo en la oscuridad, y en ocasiones deslumbraba a los centinelas. Sombras delatoras iban de un lado para otro, se juntaban y se dispersaban de nuevo, hacían feas muecas, hasta el punto de que no era posible distinguir entre los hombres y las bestias.
El puesto de vigilancia se hallaba en un buen lugar: la intersección entre dos túneles. Poco antes del Apocalipsis, Metrostroy
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había iniciado allí unas obras de reparación que no llegaron a terminarse. Los moradores de la Sevastopolskaya habían erigido fortificaciones en ese cruce: dos nidos de ametralladora, una barricada de sacos de arena de metro y medio de altura, dientes de dragón y barreras que habían montado con trozos de raíl, cables de tensión a poca y mucha distancia, y un sistema de alarma muy elaborado. Pero cuando los mutantes acudían en gran número, como entonces, ni siquiera ese sistema de defensa resultaba efectivo.
El centinela que manejaba la ametralladora balbuceaba monótonamente. Le salían burbujas de sangre de las fosas nasales, y se miraba, estupefacto, las palmas de las manos, que tenía húmedas, y de un color rojo brillante. En torno a la Pecheneg, el aire vibraba como consecuencia de las elevadas temperaturas. Pero entonces, la maldita máquina se le encalló. El centinela resopló, se apoyó en el hombro del camarada que estaba a su lado —un gigantesco guerrero con un casco integral de titanio en la cabeza— y enmudeció. Al cabo de un segundo se oyeron fortísimos gritos: la bestia atacaba.
El hombre del casco empujó a un lado el cuerpo cubierto de sangre del otro centinela, se puso en pie, empuñó el Kalashnikov y disparó una breve ráfaga. Una repulsiva criatura de cuerpo tendinoso y pellejo grisáceo pegó un salto, desplegó sus zarpas nudosas y descendió sobre ellos, planeando con las membranas de sus brazos. La tormenta de plomo puso fin a sus alaridos, pero el cadáver del animal voló hasta un trecho más allá. Su cuerpo, de ciento cincuenta kilos, se estrelló contra los sacos de arena y levantó un remolino de polvo.
—Esto se ha acabado.
El asalto de las criaturas pareció interminable pero, de hecho, había empezado unos minutos antes, en las gigantescas tuberías cortadas que colgaban del techo del túnel. Parecía que habían logrado detenerlo. Los centinelas, con grandes precauciones, abandonaron sus parapetos.
—¡Una camilla! ¡Un médico! ¡Rápido, tenemos que llevarlo a la estación!
El gigantesco centinela que había matado al último de los monstruos montó una bayoneta en el fusil de asalto y se fue acercando sucesivamente, sin precipitarse, a todas y cada una de las criaturas que yacían muertas o heridas en el campo de batalla. Una y otra vez, aplastaba contra el suelo, con la bota, las fauces erizadas de dientes del animal, y les clavaba breve y hábilmente la bayoneta en uno y otro ojo. Al acabar, se recostó, exhausto, contra los sacos de arena. Echó una mirada al túnel, levantó la visera del casco y tomó un trago de una cantimplora.
Los refuerzos procedentes de la estación no llegaron hasta que la refriega hubo terminado. El jefe de los puestos exteriores se presentó por fin, cojeante, casi sin aliento, echando pestes contra sus diversos achaques, con la chaqueta de camuflaje sin abrochar.