Metro 2034 (26 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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Pero lo que estaba oyendo no era una aburrida cantinela. Se parecía, sobre todo, a la voz suave y burbujeante de una mujer joven, de una muchacha, pero su tono era demasiado agudo para una garganta humana, y, al mismo tiempo, tenía una potencia inusual. ¿Con qué podía comparar esa maravilla?

El cántico del desconocido instrumento embrujaba a todos los presentes, los elevaba a las alturas y los transportaba a una inacabable lejanía, a mundos que los que habían nacido en el metro desconocían, cuyas posibilidades no alcanzaban a presentir. Esa música hacía soñar e infundía la creencia de que los sueños podían volverse realidad. Despertaba en todo el mundo una incomprensible nostalgia y les prometía, al mismo tiempo, que la podrían saciar. E inspiró en Sasha el sentimiento de haber hallado una linterna en una estación por la que había deambulado durante mucho tiempo sin encontrar el camino, una linterna que le revelaba la salida con su luz.

Se detuvo ante la tienda de un herrero. En un tablón de madera se exponían cuchillos de varios tipos: desde navajas de bolsillo hasta puñales de asesino, largos como una mano de hombre. Sasha contempló las armas blancas en absoluta inmovilidad, como alelada.

Una lucha salvaje rugía en su interior. Una idea simple y seductora se estaba formando en su pecho. El viejo le había dado un puñado de cartuchos, suficientes para comprar un cuchillo negro de hoja dentada, ancho y bien afilado, idóneo para su plan.

Sasha tardó un minuto en decidirse y en superar sus propias dudas. Escondió su compra en un bolsillo del mono, tan cerca como pudo del lugar que le dolía, y cuyo dolor pretendía combatir. Cuando regresó al hospital, no sentía ya el peso de la chaqueta de soldado, ni el rumor en las sienes.

La multitud impedía que la muchacha pudiera ver a su alrededor, y el músico que producía los maravillosos sonidos en la lejanía le era invisible. Parecía, sin embargo, que la melodía la capturase, que la indujese a volver atrás, que quisiera disuadirla de sus propósitos.

Fue en vano.

***

Llamaron de nuevo a la puerta.

Homero estaba en cuclillas, pero se levantó entre gruñidos, se secó los labios con la manga y tiró de la cadena. Le había quedado un rastro pardusco sobre la tela verde y sucia de la chaqueta. Vomitaba por quinta vez en un solo día, aunque no hubiera comido nada.

«Estos síntomas pueden deberse a causas muy variadas», se decía. ¿Por qué tenía que imaginarse que se trataba de un desarrollo acelerado de la enfermedad? Tal vez se tratara de…

—¿Va a terminar de una vez? —le chillaba una impaciente voz de mujer.

¡Santo cielo! ¿Sería que, con las prisas, no había visto bien el cartel de la puerta? Homero se secó el sudor del rostro con la manga, trató de aparentar indiferencia y abrió el pestillo.

—¡El típico borracho! —Una mujerona muy acicalada lo empujó a un lado y cerró la puerta tras de sí.

«Pues vaya», pensó Homero. Resultaba que tenía pinta de beodo. Se plantó frente al espejo del lavabo y acercó la frente. Poco a poco recobró el aliento, se miró en el espejo y se estremeció: el filtro que le cubría la boca se había corrido hacia abajo y le colgaba bajo el mentón. Se apresuró a volver a colocárselo sobre el rostro y cerró los ojos. No, no podía pasarse todo el día pensando que condenaba a muerte a todos los seres humanos con los que se encontraba. De nada le habría valido marcharse: si de verdad estaba infectado —y no se confundía con los síntomas—, la estación entera estaba destinada a morir. Empezando por esa mujer, que no había cometido otro delito que tener que ir al servicio. ¿Qué iba a hacer si Homero le decía que, como mucho, le quedaba un mes de vida?

«¡Qué estúpido es esto!», pensó Homero. Estúpido e idiota. Habría querido llevar la inmortalidad a todos los que se cruzaban en el camino de su vida. Pero su destino era el de un ángel de la muerte, un ángel de la muerte palurdo, alopécico, desnortado. Se sentía como si le hubieran cortado las alas y le hubiesen puesto una argolla en el pescuezo, una argolla donde le habían grabado un plazo de treinta días. Ése era todo el tiempo que tenía para actuar.

¿Sería el castigo por su engreimiento y su soberbia?

No, no podía callar más. Y sólo había una persona con quien pudiera sincerarse. De todos modos, no podría engañarlo durante mucho tiempo y, sin duda, todo sería más fácil para los dos si jugaba con las cartas a la vista.

Con pasos inseguros, se dirigió al hospital.

La habitación se encontraba al final del pasillo. Normalmente había una enfermera sentada a la puerta, pero en esta ocasión la silla estaba vacía. Por el hueco de la puerta entornada se oía un lloriqueo entrecortado. Homero alcanzó a comprender palabras sueltas, pero, aunque pasó un buen rato a la escucha, sin moverse, no logró reconstruir frases enteras.

—Más fuerte… luchar… es necesario… aún tiene sentido… resistencia… recordar… aún es posible… error… condena…

Las palabras parecían gruñidos, como si el dolor hubiera sido insoportable y hubiese impedido a la persona sujetar sus pensamientos, que deambulaban sin rumbo fijo. Homero entró en la habitación.

Hunter yacía inconsciente sobre unas sábanas húmedas y revueltas. La venda que oprimía el cráneo del brigadier se había corrido hasta cubrirle los ojos, sus mejillas demacradas estaban perladas de gotitas de sudor. La mandíbula inferior, con barba de varios días, colgaba inerte. Su ancho pecho subía y bajaba con dificultad, como si se hubiera tratado del fuelle de un herrero, un herrero que tan sólo a costa de enormes esfuerzos lograba mantener viva la llama dentro de un cuerpo demasiado grande.

La muchacha estaba sentada junto a la cabecera de la cama, de espaldas a Homero, con sus delgadas manos entrelazadas por detrás. Aunque en un primer momento no se dio cuenta, el viejo distinguió, al fijarse bien, el cuchillo negro sobre la tela oscura del mono de trabajo. La muchacha aferraba con desesperación su empuñadura.

***

La señal sonora.

Una vez más. Y otra.

Mil doscientas treinta y cinco. Mil doscientas treinta y seis. Mil doscientas treinta y siete.

Artyom no contaba los tonos porque quisiera justificarse ante el comandante. Los contaba porque quería percibir alguna especie de movimiento. A medida que se alejaba del momento en el que había empezado a contar, se acercaba también, cada vez que sonaba la señal, al instante en el que terminaría aquella locura.

¿Autoengaño? Sí, probablemente. Pero escuchar esa señal y saber que no iba a terminar jamás era insoportable. Aun cuando al principio, cuando sonó por primera vez, le hubiera gustado: igual que un metrónomo, aquel monótono sonido había puesto orden en el barullo de sus pensamientos, le había vaciado la cabeza, había dado calma a su corazón desbocado.

Pero los minutos que la señal cortaba como rodajas se parecían tanto entre sí que Artyom se sentía como en una ratonera del tiempo. No podría escapar de ella hasta que todo terminara. En la Edad Media había existido una tortura semejante: se desnudaba al criminal y se le ponía dentro de un barril. Una vez allí, le iban cayendo inacabables gotitas de agua sobre su cabeza. Como consecuencia, el infortunado perdía gradualmente la razón. Donde el potro fracasaba, algo tan simple como el agua obtenía magníficos resultados…

Artyom tenía que estar pendiente del teléfono y no se atrevía a alejarse de él ni un segundo. Había tratado de pasarse el turno entero sin beber, para que las necesidades fisiológicas no lo apartasen del aparato. El día anterior no había podido contenerse, se había escabullido de la habitación, había corrido hasta el retrete y había vuelto a toda prisa. Aguzó el oído cuando aún se encontraba en el umbral, y lo recorrió un escalofrío: la frecuencia no era la misma, la señal se había acelerado, no era tan pausada como antes. Sólo podía significar una cosa: el instante que había esperado durante tanto tiempo había llegado mientras él estaba fuera. Angustiado, miró hacia la puerta por si alguien lo veía, marcó de nuevo el número y pegó el oído al auricular.

Se oyó un clic en el aparato, y la señal empezó de nuevo, con el ritmo habitual. La de línea ocupada no volvió a sonar, ni hubo nadie que descolgara el teléfono. Pero Artyom no se atrevió a colgar de nuevo, y tan sólo de vez en cuando, al sentirse una oreja demasiado caliente, pasaba el auricular a la otra, haciendo un tremendo esfuerzo para no descontarse.

No informó a su superior del incidente, y él mismo no estaba seguro de haber oído de verdad algo que se apartara de aquel ritmo eternamente igual. Sus órdenes eran: llamar. Y hacía una semana que vivía sólo para cumplir ese deber. Cualquier negligencia lo llevaría ante un tribunal, y éste no distinguiría entre un error y un sabotaje.

Por otra parte, el teléfono le ayudaba a calcular cuánto tiempo debería pasarse todavía allí sentado. Artyom no tenía reloj, pero se había fijado en el del comandante que le había dado las instrucciones, y lo había empleado para constatar que la señal se repetía cada cinco segundos. Así pues, doce tonos equivalían a un minuto, 720 a una hora, 13.680 a un turno entero. Se asemejaban a diminutos granos de arena que fueran cayendo desde un recipiente de cristal a un segundo recipiente sin fondo. Y en el estrecho cuello que los unía estaba Artyom, encogido, escuchando el transcurrir del tiempo.

No soltaba el receptor porque en cualquier momento podía presentarse el comandante para ver lo que hacía. Por otra parte… nada de lo que pudiera hacerse allí tenía ningún sentido. Era evidente que al otro extremo de la línea no quedaba nadie con vida. Siempre que cerraba los ojos, Artyom veía la misma imagen…

Veía el despacho del jefe de estación, bloqueado desde dentro, y a éste con la cara sobre la mesa, y la Makarov todavía en la mano. El disparo le había atravesado los oídos, y no podía oír ya la señal del teléfono. Los que estaban fuera no habían logrado derribar la puerta, pero el desesperado rumor del viejo aparato se colaba por el ojo de la cerradura y el resquicio de la puerta, se arrastraba por el andén sobre el que yacían todos los cadáveres hinchados… durante un rato había sido imposible oír el teléfono por culpa del griterío de la multitud, el roce de los pies, el llanto de los niños. Pero no quedaba ya ningún sonido que turbara el descanso de los muertos. Sólo brillaba la luz roja intermitente de los equipos electrógenos de emergencia, que poco a poco se morían.

La señal sonora.

Una vez más.

Mil quinientas sesenta y tres. Mil quinientas sesenta y cuatro.

No hallaba respuesta.

11
OBSEQUIOS

¡Reporte!

Fuera como fuese, el comandante siempre lograba sorprender. En la guarnición se contaban leyendas sobre él. En otro tiempo había sido mercenario, famoso por su destreza con las armas cortantes y punzantes, tristemente célebre por su habilidad para actuar sin ser visto. En otro tiempo, antes de instalarse en la Sevastopolskaya, había masacrado sin la ayuda de nadie destacamentos enteros en los puestos de vigilancia de las guarniciones enemigas, porque sabía aprovechar sus más mínimos deslices.

Artyom se puso en pie, sosteniendo el receptor entre el hombro y la oreja. Saludó militarmente y, no sin cierto disgusto, dejó de contar los tonos. El comandante se acercó al plan de servicio, consultó el reloj, apuntó las cifras «9:22» junto a la fecha —3 de noviembre—, firmó y se volvió hacia Artyom.

—¡Sin novedad! Esto es, no ha llamado nadie.

—¿Absoluto silencio? —El comandante movió las mandíbulas e hizo crujir los músculos de su nuca para relajarlos—. No me lo puedo creer.

—¿El qué? —le preguntó Artyom, intranquilo.

—Que haya acabado también con la Dobryninskaya. ¿Es posible que la peste haya llegado hasta la Hansa? ¿Entiende en qué situación nos encontraríamos si se contagiara por la Línea de Circunvalación?

—Pero no tenemos información precisa —le respondió Artyom, inseguro—. Puede ser que haya empezado. No disponemos de ningún contacto.

—¿Y qué sucederá si la línea está dañada? —El comandante se inclinó sobre la mesa y se puso a golpetear con los dedos.

—Pero entonces estaría igual que la línea que nos conectaba con la base. —Artyom señaló con la cabeza al túnel que llevaba hasta la Sevastopolskaya—. Y ésa está muerta del todo. Aquí, por lo menos, nos llega la señal de la línea. Eso significa que el sistema funciona.

—El caso es que la base no parece necesitarnos —dijo el comandante con voz tranquila—. No ha venido nadie más desde allí. De hecho, es posible que la base haya dejado de existir. Y también la Dobryninskaya. Escuche, Popov, si allí no queda nadie con vida, pronto estiraremos la pata también nosotros, y todos los demás. Nadie vendrá en nuestra ayuda. ¿De qué nos sirve la cuarentena, entonces? Podríamos pasar ya de todo esto, ¿no cree? —Una vez más, movió las mandíbulas en silencio.

Artyom sintió pavor. ¡Aquellas palabras eran una herejía! Sin poder evitarlo, recordó la costumbre que tenía el comandante de dispararles al vientre a los desertores antes de leerles la sentencia.

—No, mi comandante, la cuarentena es necesaria.

—Sí… hoy se han puesto enfermos otros tres. Dos de aquí, y uno de los nuestros. Y Akopov ha muerto.

—¿Akopov? —Artyom tragó saliva y parpadeó. Sintió la boca seca.

—Se ha suicidado partiéndose la cabeza contra las vías —siguió explicándole el comandante con la misma tranquilidad en la voz—. Yo pensaba que no iban a soportar el sufrimiento. No es el primer caso. Debe de doler como mil diablos para que un hombre se pase media hora de rodillas tratando de abrirse el cráneo a golpes, ¿no cree?

—Desde luego. —Artyom apartó la cara.

—¿Y usted? ¿Tiene náuseas? ¿Se siente débil? —Le preguntó el comandante, preocupado, y le iluminó el rostro con una pequeña linterna de bolsillo—. Abra la boca. Diga «Ahhh». Estupendo. Escuche, Popov, tiene que conseguir que alguien responda. Al final tendrá que responder alguien, Popov, habrá alguien en la Dobryninskaya que le responda, y que le diga que en la Hansa han inventado una vacuna y que sus equipos sanitarios están en camino hacia aquí. Y que se llevarán a los sanos. Y que curarán a los enfermos. Y que no nos vamos a quedar para siempre en este infierno. Que volveremos a casa, con nuestras mujeres. Usted, con su Galya, y yo con Alyona y Vera. ¿Comprendido?

—Desde luego —Artyom asintió con gesto forzado.

—¡Soldado… descanse!

Su largo cuchillo no había podido con el peso de la criatura que se abatía sobre él, y se había roto junto a la empuñadura. La hoja se había clavado tan profundamente en su tronco que ni siquiera habían tratado de extraérsela. El calvo, con todo el cuerpo lleno de heridas de garras, había pasado tres días inconsciente.

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