Authors: Dmitry Glukhovsky
—¿Estás esperando la inspiración? —le dijo la joven.
—Estoy en el comienzo —murmuró Homero.
—¿Y qué sucedió con la caravana?
—No lo sé. —Empezó a dibujar, con mucho esmero, un marco para el título—. Aún falta mucho para que la historia termine. Acuéstate, tienes que descansar.
—Pero ¿serás tú quien decida cómo termina el libro? —le respondió ella, sin moverse de donde estaba.
—En este libro no se cuenta nada que dependa de mí. —Homero dejó el lápiz sobre la mesilla—. Yo no pienso lo que tiene que ocurrir. Simplemente voy escribiendo lo que sucede.
—Entonces, lo que depende de ti es mucho más todavía —dijo la joven, pensativa—. ¿Yo también salgo?
Homero sonrió.
—Iba a pedirte permiso.
—Lo pensaré —le respondió ella, muy seria—, ¿Para qué escribes ese libro?
Homero se puso en pie para poder hablarle cara a cara. Desde su última conversación con Sasha, había tenido claro que la juventud y la falta de experiencia de la muchacha producían una impresión equivocada. Parecía que en la extraña estación de donde la habían recogido cada año contara por dos. La joven no respondía tanto a las preguntas que el viejo le formulaba en voz alta como a todas las cuestiones que éste no llegaba a expresar. Y en todo momento le planteaba cuestiones que él no sabía responder.
Por otra parte, Homero pensaba lo siguiente: si tenía que contar con la sinceridad de la muchacha —¿cómo, si no, habría podido elegirla como heroína?—, sería indispensable que él también le hablara con franqueza, que no la tratase como a una niña, que no se protegiera con el silencio. No podía ocultarle ninguna de las cosas que se confesaba a sí mismo.
El viejo carraspeó, y dijo:
—Quiero que los hombres se acuerden de mí. De mí, y de quienes estuvieron a mi lado. Que sepan cómo era el mundo que yo amé. Que conozcan lo más importante entre todo lo que he vivido y he comprendido. Que mi vida no haya sido en vano. Que quede algo de mí.
—¿También vas a poner tu alma ahí dentro? —La muchacha torció la cabeza—. ¡Pero si sólo es un bloc de notas! Podría quemarse, o perderse.
—Un depósito nada fiable para el alma, ¿verdad? —Homero suspiró—. No, solo necesito este bloc para ordenar mis ideas. Y para no olvidar nada importante hasta que la historia termine. En cuanto la tenga terminada, bastará con que se la cuente a unas pocas personas. Creo que luego podrá difundirse sin necesidad de papel, ni de un cuerpo humano que sea siempre el mismo.
—Sin duda, habrás visto muchas cosas que no habría que olvidar. —La muchacha se encogió de hombros—. Yo no tengo nada que merezca la pena escribir. No me pongas en el libro. No malgastes papel en mí.
—Pero tú tienes toda una vida por delante… —empezó a decirle Homero, y entonces se le ocurrió que él no estaría allí para verlo.
La muchacha no reaccionó, y Homero tuvo miedo de que se le cerrara en banda. Buscó las palabras adecuadas para reanudar la conversación, pero sus dudas lo atenazaban una y otra vez.
—¿Qué es lo más hermoso que recuerdas? —le preguntó ella de pronto—. ¿Lo más hermoso de todo?
Homero dudó. Se le hacía extraño confiar sus pensamientos más íntimos a una persona a la que había conocido dos días antes. No se los había confiado ni siquiera a Helena. La mujer sólo sabía que de la pared de su habitación colgaba la estampa de un paisaje urbano ordinario. ¿Podría una joven que se había pasado toda la vida en el subsuelo comprender lo que él le contara?
Se decidió a correr el riesgo.
—La lluvia en un día de verano —le dijo.
Sasha arrugó la frente de una manera curiosa.
—¿Qué tiene de hermoso?
—¿Alguna vez has visto llover?
—No. —La muchacha negó con la cabeza—. Mi padre no me dejaba salir a la superficie. De todos modos, me encaramé hasta arriba en dos o tres ocasiones, pero lo que vi no me gustó. Esa sensación de no tener paredes alrededor es horrible. —Luego añadió, por si acaso—: Decimos que llueve cuando cae agua desde arriba, ¿no?
Homero no la escuchaba ya. De nuevo se le apareció aquel día tan lejano. Igual que un médium ofrece su cuerpo a un espíritu que ha invocado, volvió su mirada hacia el vacío y empezó a hablar sin un momento de respiro…
—Habíamos pasado un mes cálido y seco. Mi mujer estaba embarazada, había tenido desde siempre problemas de respiración, y entonces ese calor… en toda la maternidad había un único ventilador, y ella se quejaba siempre del bochorno. A mí también me costaba respirar, de lo mucho que lo sentía por ella. Era terrible: durante muchos años habíamos querido tener niños y nunca lo habíamos conseguido, y los médicos nos habían estado asustando porque decían que quizá nacería muerto. La tenían bajo observación, pero habría estado mejor en casa. Había pasado ya el día en el que se suponía que iba a dar a luz, pero los dolores del parto no habían ni empezado. Y yo no podía faltar tantos días al trabajo. Alguien me había dicho que si el niño tarda en nacer, el peligro de que nazca muerto aumenta. Yo ya no sabía lo que me hacía. En cuanto salía del trabajo, corría hacia la clínica y montaba guardia junto a su ventana. En los túneles no había cobertura, así que en cada estación tenía que controlar si me habían llamado. Y entonces, por fin, la llamada del médico: «Póngase en contacto con nosotros de inmediato». Estuve buscando un lugar tranquilo, y durante todo el camino di por muertos a mi mujer y a mi hijo. Qué idiota y qué aprensivo soy. Marqué el número…
Homero calló y escuchó la señal, y aguardó a que alguien descolgara el teléfono. La muchacha no lo interrumpió. Se guardó sus preguntas para más tarde.
—Entonces, una voz desconocida me dijo: «¡Enhorabuena! Es un niño». Parecían unas palabras tan sencillas… «Es un niño.» Acababan de hacer regresar a mi mujer de entre los muertos, y entonces ese milagro… salí corriendo a la calle… y llovía. Una lluvia fresca. El aire se había vuelto tan liviano, tan transparente… Como si antes la ciudad hubiera estado cubierta con un plástico, y entonces, de repente, alguien se lo hubiera sacado. Las hojas de los árboles brillaban, el cielo había cobrado vida una vez más, y las casas transmitían de nuevo una impresión de frescura. Fui corriendo de un extremo a otro de la Tverskaya, hasta el puesto de flores, y lloré de alegría. Llevaba un paraguas, pero no lo abrí, quería mojarme, quería sentir la lluvia. No puedo explicarlo de verdad… era como si hubiese nacido de nuevo y viera el mundo por primera vez. Y también el mundo transmitía frescura y novedad, como si le hubieran acabado de cortar el cordón umbilical y le estuvieran dando el primer baño. Como si todo fuera nuevo, y hubiera sido posible dejar atrás todo lo malo, todo lo que se había torcido. En aquel momento tenía dos vidas: lo que yo no pudiera alcanzar, lo alcanzaría mi hijo. Teníamos toda una vida por delante. Todos nosotros teníamos una vida por delante…
Homero calló. Vio difuminarse los edificios de diez pisos de la época de Stalin en el color rosado de las brumas vespertinas, se sumergió en el bullicio de la Tverskaya, aspiró el aire dulzón contaminado por los tubos de escape, cerró los ojos y dejó que el aguacero le mojase la cara. Cuando volvió en sí, las gotitas de lluvia le brillaban todavía en las mejillas y en el rabillo de los ojos.
Se secó precipitadamente con la manga.
—¿Sabes? —le dijo la muchacha, no menos desconcertada—. Quizá la lluvia sea hermosa. Yo no puedo recordarla. ¿Me contarás más cosas sobre ella? Si quieres —prosiguió, sonriente— puedes ponerme en tu libro. Alguien tendrá que hacerse responsable del final de esta historia.
***
—Aún es demasiado pronto —le respondió con severidad el médico.
Sasha no sabía cómo explicarle a aquel burócrata la importancia de lo que acababa de pedirle. Tomó aliento para otro asalto, pero al final se contentó con hacerle un gesto poco amable con la mano que tenía sana y se volvió.
—Tendrá que armarse de paciencia. Pero, visto que se sostiene en pie, y que se siente bien, la autorizo a dar un paseo. —El médico recogió el instrumental en una pequeña bolsa de plástico y le tendió la mano a Homero—. Volveré dentro de unas horas. El gobierno de la estación ha ordenado que llevemos su caso con especial cuidado. En cualquier caso, estamos en deuda con usted.
Homero le arrojó a Sasha una chaqueta de soldado llena de manchas. La joven salió, siguió al médico por las otras secciones del hospital militar, por una serie de salas y habitaciones repletas de mesas y camastros, y luego bajaron dos trechos de escaleras, y, por una puerta pequeña y discreta, salieron a una gigantesca estancia. Sasha se quedó petrificada en el umbral, incapaz de ir más allá. Nunca había visto nada semejante. La presencia de tantas personas vivas en un mismo lugar sobrepasaba su imaginación.
¡Millares de rostros sin máscara! Y tan distintos: los había de todas las edades, desde frágiles ancianos hasta bebés. Los hombres eran incontables: barbudos, afeitados, altos y enanos, exhaustos y llenos de vigor, demacrados y musculosos. Unos habían quedado mutilados en el combate, otros tenían defectos de nacimiento. Algunos eran de una belleza radiante, otros, a pesar de su escaso atractivo físico, irradiaban un secreto magnetismo. Y no menos mujeres: las había de nalgas anchas, rubicundas verduleras con pañuelos en la cabeza y chaquetas acolchadas, pero también muchachas pálidas, de formas estilizadas, con vestidos de muchos colores y collares entrelazados.
¿Se iban a dar cuenta de que Sasha era distinta? ¿Lograría confundirse entre ellos? ¿Hacer como si fuera uno de ellos? ¿O se arrojarían sobre ella y la descuartizarían, igual que las hordas de ratas descuartizan a una foránea albina? Al principio le pareció que todos los ojos se habían vuelto hacia ella, y cada vez que descubría una mirada se sentía hervir por dentro. Pero, al cabo de un cuarto de hora, se había acostumbrado: unos la miraban con hostilidad, otros con interés, y otros, incluso, con excesiva insistencia. Pero la gran mayoría no le prestaba ninguna atención. Sus ojos se deslizaban sobre Sasha con indiferencia y seguían más allá, sin hacerle ningún caso.
Se le ocurrió que aquellas miradas distraídas, nada perspicaces, debían de ser el aceite de engrasar con el que se untaban las ruedas dentadas de aquel febril mecanismo. Si todos los que estaban allí se hubieran prestado mutuamente atención, el roce habría sido tan fuerte que la máquina entera se habría detenido al instante.
Para fundirse con aquella masa no iba a necesitar vestidos, ni un peinado nuevo. Le bastaría con no mirar a lo más profundo de los ojos de los demás, sino apartar la mirada después de un breve encuentro, un encuentro siempre glacial. Si se camuflaba en su fingida indiferencia, no le costaría nada pasar sin detenerse entre los habitantes de la estación, siempre en movimiento, siempre unidos en un gran engranaje.
Durante los primeros minutos, aquel caldo hirviente de olores humanos le había aturdido también el sentido del olfato, pero enseguida se acostumbró, aprendió a filtrar la información relevante y prescindir de todo lo demás. A través de la repulsiva fetidez de los cuerpos sin lavar, percibió también aromas juveniles, atractivos y, de vez en cuando, una fragancia que avanzaba sobre la multitud como una ola en el mar: una mujer perfumada que había pasado cerca. Se le añadían el olor de la carne asada y el hedor de los contenedores de basuras. En una palabra: Sasha pensó que el pasillo entre las dos estaciones Paveletskaya olía a vida, y cuanto más fuerza cobraba el olor que la aturdía, más dulce lo encontraba.
Probablemente habría necesitado un mes para explorar aquel pasillo que parecía no tener fin. Todo era tan abrumador…
Había puestos donde se vendían joyas montadas con docenas de trocitos amarillentos de metal decorados con impresiones. Sasha habría podido pasarse horas enteras mirándolas. Y también había gigantescos anaqueles repletos de libros, en los que se ocultaban saberes secretos que en toda su vida no podría llegar a conocer.
Un vendedor llamaba a voces a los transeúntes a su puesto, donde estaba escrito: flores. Ofrecía un amplio surtido de tarjetas de felicitación con ramos de flores dibujados. ¡Sasha recordaba que le habían regalado alguna tarjeta como ésas cuando era niña, pero nunca había visto tantas juntas!
Vio bebés en el pecho de su madre, y niños más grandes, que jugaban con gatos de verdad. Parejitas que se acariciaban con los ojos y otras que lo hacían con las manos.
Los hombres trataban de abordarla. La muchacha habría podido interpretar su atención y su interés como mera manifestación de hospitalidad, o como un intento de venderle alguna cosa. Pero había algo en el tono de su voz que le resultaba incómodo, e incluso le inspiraba asco. ¿Qué querían de ella? ¿Acaso no había allí bastantes mujeres? Había visto verdaderas bellezas. Envueltas en vestidos de colores, se asemejaban a los capullos de flor recién abiertos de las tarjetas de felicitación. Sasha se imaginó que los hombres no hacían otra cosa que burlarse de ella.
Pero ¿acaso podía despertar la curiosidad de un hombre? De pronto, una duda que no había conocido hasta entonces empezó a corroerla. Tal vez lo hubiera entendido todo mal… pero ¿por qué no podían ser las cosas como ella se las imaginaba? Algo en su interior empezó a agitarse dolorosamente, allí, bajo las costillas, en la suave hondonada de su cuerpo… pero aún más hondo. En aquellas regiones cuya existencia había descubierto veinticuatro horas antes.
Para liberarse de su inquietud, paseó de nuevo a lo largo de los puestos. En ellos se encontraban todas las mercancías imaginables: chalecos antibalas y adornos para la casa, vestidos y aparatos. Pero apenas si le interesaban. Su voz interior había dejado en un segundo plano a la bulliciosa muchedumbre, y las estampas que su imaginación estaba dibujando tenían formas más definidas que los seres vivos que la rodeaban.
¿Merecía que arriesgara su vida por ella? ¿Podría condenarlo después de lo que había ocurrido? Y, por encima de todo: ¿Qué sentido podían tener los estúpidos pensamientos de la joven? En esos momentos en los que ya no podía hacer nada por él…
De súbito, antes de que Sasha comprendiera el porqué, desaparecieron todas sus dudas, y su corazón se apaciguó. Escuchó dentro de sí, y oyó… el eco de una melodía lejana, una melodía que venía de fuera y fluía junto al coro de la multitud, sin mezclarse con éste.
La música, para Sasha, significaba en primer lugar —como para todo el mundo— las canciones de cuna de su madre. Pero durante muchos años había tenido que contentarse con ellas: su padre no había tenido nunca inclinaciones musicales y cantaba de mala gana. Y, además, no le había gustado nunca recibir a músicos ambulantes y otros saltimbanquis en la Avtozavodskaya. Y los centinelas que graznaban sus canciones militares en torno a las hogueras, unas veces melancólicas, y otras ardientes, no habían logrado nunca afinar de verdad sus guitarras de madera, ni las tensas cuerdas que se hallaban en el interior de Sasha.