Metro 2034 (11 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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—No puede ser… seguro que ya falta… sólo un poco más… —murmuró Ahmed por enésima vez, y de pronto se quedó inmóvil.

Homero se estrelló contra sus espaldas, y ambos rodaron por el suelo.

—La pared ya no está. —El perplejo Ahmed palpó las traviesas, los raíles, el húmedo suelo de hormigón, como si hubiera temido que la tierra desapareciera a traición bajo sus pies.

—La pared está en el mismo sitio que antes. ¿Qué te ocurre? —Homero había encontrado un saliente en la pared del túnel y, apoyándose en él, con precaución, se puso en pie.

—Disculpa. —Ahmed reflexionó en silencio por unos momentos—. ¿Sabes? Allí, en esa estación… he llegado a pensar que no saldría. Me ha mirado de una manera… me ha mirado a mí, ¿lo entiendes? Había decidido cogerme a mí. He pensado que me quedaría allí para siempre. Y que no tendría un entierro digno.

Hablaba lentamente, y era obvio que se avergonzaba de su chillido. Lo consideraba más propio de una mujer y trataba de justificarse, aun cuando sabía que no se le pedían explicaciones.

Homero negó con la cabeza.

—No pienses más en eso. Yo mismo me he ensuciado los pantalones. ¿Qué más da? Ahora seguro que nos falta poco.

La persecución había terminado y pudieron recobrar el aliento. De todos modos, no habrían tenido fuerzas para correr más. Por ello, siguieron adelante poco a poco, medio a ciegas, todavía con las manos en la pared, paso a paso hacia la salvación. Lo peor había quedado atrás. Aunque la niebla aún no se disolviera, las corrientes de aire que soplaban en el túnel la dispersarían y la harían desaparecer por los conductos de ventilación. No tardarían en encontrar seres humanos, y entonces aguardarían al brigadier.

Llegaron antes de lo que habían pensado. ¿Sería posible que, en el interior de la niebla, el espacio y el tiempo se contrajeran? Había una escalera de hierro junto a la pared del túnel. Era la que servía para subir al andén.

El túnel trazaba una curva que terminaba en ángulo recto, y al lado de las vías alcanzaron a divisar el burladero que en otro tiempo había salvado la vida a los pasajeros que caían en ellas.

—Mira —susurró Homero—. Esto parece una estación. ¡Una estación!

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? —gritó Ahmed con todas sus fuerzas—. ¡Hermanos! ¿Hay alguien ahí? —Y prorrumpió en una absurda carcajada triunfal.

La luz de su linterna, amarillenta y ya casi agotada, les reveló, en la lúgubre penumbra, unas planchas de mármol que adornaban las paredes. El tiempo y los hombres habían pasado por ellas, no sin causar estragos. No se había conservado ninguno de los mosaicos de colores que en otro tiempo habían sido el orgullo de la Nagatinskaya. ¿Y qué había sido del revestimiento de mármol de las columnas? ¿Acaso…?

Aunque no obtenía respuesta alguna, Ahmed seguía pegando gritos y se reía sin cansarse. ¡Claro!, se habían asustado de la niebla y habían huido como locos, pero eso había dejado de preocuparle. Homero, en cambio, estaba intranquilo, y buscaba por la pared con la luz de la linterna, cada vez más tenue. Sus sospechas le producían escalofríos.

Finalmente lo encontró. Eran unas letras de hierro atornilladas a los mármoles rotos.

NAGORNAYA

***

Nunca vuelve uno a ningún sitio por casualidad.

Eso era lo que le había dicho siempre su padre. Uno vuelve para cambiar algo, para reparar un error. A veces el buen Dios nos agarra por el cuello de la camisa y nos obliga a regresar al sitio donde Él nos había perdido de vista. Y lo hace para ejecutar su sentencia contra nosotros… o para darnos una segunda oportunidad.

Por ello —le había dicho su padre—, le era imposible poner fin a su exilio y regresar a su estación de origen. No le quedaban fuerzas para vengarse, para luchar, para demostrar nada. Y hacía mucho tiempo que tampoco anhelaba la reconciliación. Era una vieja historia por la que había perdido su antigua vida, y había estado a punto de perder la vida misma. Pero abrigaba la convicción de que, al final, cada uno tendría lo que se mereciera.

Y así vivían en perpetuo exilio, porque el padre de Sasha no tenía nada por reparar, y el Buen Dios no volvía sus ojos hacia aquella estación.

Su plan de fuga —encontrar en la superficie un automóvil que no se hubiera oxidado en varias décadas, repararlo, llenarlo de gasolina y escapar del círculo infernal en el que los había encerrado el destino— se había transformado desde hacía tiempo en una historia que se contaban a la hora de ir dormir.

Con todo, Sasha tenía otra posibilidad de regresar a las estaciones centrales. Ciertos días fijados de antemano, se dirigía al puente cargada de aparatos a medio reparar, bisutería vieja y libros mohosos, para intercambiarlos por provisiones y unos pocos cartuchos. Pero, con frecuencia, los mercaderes le ofrecían algo más.

Iluminaban su cuerpo joven, algo anguloso, con los faros de la dresina. Se guiñaban los ojos entre ellos, chasqueaban la lengua, la llamaban y le hacían todas las promesas imaginables. La muchacha causaba una impresión sensacional. Ella los miraba en silencio, con desconfianza, y con un puñal oculto tras la espalda. Su holgado abrigo masculino no ocultaba las formas de su cuerpo. La mugre y el aceite de máquina que ensuciaban el rostro de la joven resaltaban aún más el brillo de sus ojos azules. Eran tan luminosos que había quien apartaba la mirada. Sus cabellos rubios, mal cortados con el mismo cuchillo que tenía en la mano derecha, le cubrían las orejas. Sus labios, excoriados de tanto mordérselos, no sonreían jamás.

Los hombres que solían acudir en la dresina comprendieron enseguida que las migajas no bastarían para domar a aquella loba, y empezaron a tentarla con la libertad. La joven nunca les respondía. Llegaron a pensar que estaba muda, y eso les ponía las cosas aún más fáciles. Pero había algo que Sasha sabía muy bien: hiciera lo que hiciese, no lograría comprar dos asientos en la dresina. Aquellos hombres tenían demasiadas cuentas pendientes con su padre, y la muchacha no bastaría para saldarlas.

Esos hombres que se plantaban ante ella, sin rostro, con la voz que sonaba gangosa a través de la máscara de gas de color negro del Ejército Rojo, no eran simples enemigos. La joven no distinguía en ellos ni un solo rasgo humano, nada en lo que hubiera podido soñar, de noche, cuando dormía.

Así, dejaba siempre los teléfonos, tablas de planchar y teteras sobre las traviesas, daba diez pasos hacia atrás y esperaba a que los mercaderes los hubiesen cogido. A continuación, ellos le arrojaban un par de paquetes de cecina y un puñado de cartuchos sobre la vía. Los arrojaban para que la muchacha tuviese que recogerlos a cuatro patas y poder mirarla a placer. Y luego la dresina se alejaba lentamente y desaparecía, de camino hacia el mundo de verdad. Sasha daba media vuelta y regresaba a su hogar, donde la aguardaban una montaña de aparatos averiados, un destornillador, un soplete y una bicicleta que había transformado en dinamo. Montaba sobre el sillín, cerraba los ojos y pedaleaba, lejos, muy lejos de allí. A menudo olvidaba que en realidad no se movía. Y el mismo hecho de haber rechazado la oferta de salvación aún le daba más fuerzas.

***

¿Qué diablos…? ¿Cómo era posible que hubieran vuelto allí? Homero se estrujaba las meninges en busca de una explicación.

De pronto, Ahmed enmudeció. Se había fijado en lo que Homero alumbraba con su linterna.

—No me deja marchar… —dijo con voz apagada, casi inaudible.

Los vapores se habían espesado de tal modo que los dos hombres casi no se veían el uno al otro. Al marcharse los seres humanos, la Nagornaya había caído en una especie de letargo. Pero entonces cobró nueva vida: la opresiva atmósfera respondió a sus palabras con imperceptibles alteraciones, sombras indistintas que se agitaban en la oscuridad. Y ni rastro de Hunter… una criatura de carne y hueso no podía triunfar en la lucha contra los espectros. En cuanto se hartara de jugar con ellos, la estación los envolvería con su corrosivo aliento y digeriría sus cuerpos aún con vida.

—Márchate —le insistía Ahmed—. Me quiere a mí. Tú no entiendes estas cosas. No has venido suficientes veces hasta aquí.

—¡Basta ya de tonterías! —le ladró Homero, sorprendiéndose él mismo de la potencia de su voz—. Nos hemos perdido en la niebla, y ya está. ¡Volvamos atrás!

—No podremos marcharnos. Corre cuanto quieras. Si te quedas conmigo, regresarás aquí una y otra vez. Si te marchas tú solo, lo conseguirás. Vete, te lo ruego.

—¡Cállate! —Homero agarró a Ahmed de la mano y tiró de él en dirección al túnel—. ¡Dentro de una hora estarás de rodillas dándome las gracias!

—Dile a mi mujer que…

Una fuerza increíble y monstruosa arrancó la mano de Ahmed de la de Homero. El muchacho desapareció en lo alto, en la niebla, en la nada. No tuvo tiempo de chillar, sino que desapareció sin más, como si en un instante sus átomos se hubieran disgregado, como si no hubiera existido jamás.

Homero se puso a aullar, a dar vueltas sobre sí mismo como un demente, y, cargador tras cargador, despilfarró sus valiosos cartuchos.

Entonces, de pronto, sintió un violento golpe en la cerviz, un golpe que solo podía haberle asestado uno de los demonios que poblaban la estación, y el Universo entero se vino abajo.

5
RECUERDOS

Sasha corrió a la ventana y subió la persiana de un tirón. Entraron aire fresco y una luz suave. El alféizar de madera daba directamente a un barranco desde el que ascendía una ligera niebla matutina. Aclararía con los primeros rayos del sol, y entonces Sasha alcanzaría a ver desde su ventana no solo la cañada, sino también, a lo lejos, las estribaciones cubiertas de pinares y, a medio camino, los prados verdes, las casitas del valle, pequeñas como cajitas de fósforos, y los campanarios en forma de vaina.

La primera hora de la mañana era el momento del día que más le gustaba. Presentía la inminente salida del sol y se levantaba con media hora de antelación para poder subir a tiempo a la montaña. Por detrás de las cabañas menudas y sencillas, pero limpias hasta deslumbrar, cálidas y confortables, serpenteaba junto al barranco un sendero orlado con flores de color amarillo. La gravilla cedía bajo sus pies, y Sasha, en los escasos minutos que duraba el ascenso hasta la cumbre, se caía varias veces y se lastimaba las rodillas.

La muchacha, pensativa, secaba con la manga el alféizar que aún estaba húmedo del aliento de la noche. Había soñado con algo lúgubre y siniestro que arruinaba su despreocupada vida, pero los últimos restos de sus agitadas visiones se habían desvanecido en cuanto el viento fresco le había acariciado la piel. No le quedaban ganas de pensar en lo que la había atormentado tanto en sueños. Tenía que apurarse para llegar a tiempo a la cumbre y saludar al sol, y luego bajar a toda prisa para preparar el desayuno, despertar a su padre y tenerle lista la comida que se llevaría para el camino.

Y entonces, mientras su padre salía a cazar, Sasha pasaría el día entero a su aire, y hasta la hora de la cena perseguiría a las lentas libélulas y las cucarachas voladoras entre las flores del prado, tan amarillas como los revestimientos de lincrusta
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de los trenes.

Pasó de puntillas sobre el chirriante entarimado, abrió la puerta y se rió, procurando no hacer ruido.

***

Hacía muchos años que el padre de Sasha no veía una sonrisa como aquélla en el rostro de su hija. No quería despertarla a ningún precio. El hombre tenía un pie hinchado y entumecido, y no dejaba de sangrar. Decían que el mordisco de un perro vagabundo no se cura…

¿Tenía que despertarla? Pero habían pasado más de veinticuatro horas desde que el hombre había salido de casa porque, antes de forzar la entrada del garaje, había registrado un edificio de apartamentos —uno de los que antaño se solían llamar «termiteros», a dos manzanas de la estación—, había subido hasta el decimoquinto piso y, una vez allí, había quedado inconsciente durante un buen rato. Seguramente, Sasha no había dormido durante todo ese tiempo. Su hija no conciliaba el sueño cuando él estaba de expedición… «Tiene que descansar —pensó—. Eso que cuentan es mentira. No me va a pasar nada.»

¡Qué no habría dado por saber con qué soñaba su hija! Él mismo no conseguía desconectarse de la realidad en sus sueños. Tan sólo en contadas ocasiones, su inconsciente le permitía revivir durante un par de horas su despreocupada juventud. Pero lo más normal era que, también en sueños, deambulara entre las casas muertas que conocía bien y por sus interiores deteriorados, y un buen sueño era el que le permitía entrar en un apartamento intacto, lleno de electrodomésticos y libros en un excelente estado de conservación.

Siempre se dormía con la esperanza de poder trasladarse al pasado. A los tiempos en los que había conocido a la madre de Sasha. A los tiempos en que, tan sólo con veinte años, había estado al mando de las fuerzas armadas de la estación. En aquellos tiempos, los habitantes del metro aún pensaban que su vida bajo tierra era provisional. No se habían dado cuenta de que habitaban los barracones de un campo de trabajos forzados con el que tendrían que cumplir sentencia de por vida.

Pero, en cambio, soñaba en el pasado reciente. Y nada menos que con los acontecimientos que habían tenido lugar cinco años atrás. Cierto día que decidió su destino y, peor aún, el de su hija…

Se vio de nuevo al frente de sus soldados. Empuñaba un Kalashnikov, a punto para disparar. En aquel momento, la Makarov que le correspondía como oficial le habría servido para poco más que dispararse un tiro en la sien. Aparte de las dos docenas de guardias con subfusiles que lo seguían, no quedaba ninguna otra persona en la estación que le fuera leal.

La multitud estaba furiosa, se crecía, golpeaba la barrera con docenas de manos. El barullo de voces, caótico al principio, se transformó gradualmente, como guiado por un invisible director, en un coro que repetía rítmicamente una frase. Sólo pedían su dimisión, pero faltaba poco para que pidiesen también su vida.

La manifestación no era espontánea. Habían intervenido provocadores enviados desde el exterior. Al principio habría sido posible tratar de identificarlos y matarlos de uno en uno, pero en aquel momento era demasiado tarde. Sólo le quedaba una posibilidad de cerrarle el paso a la sublevación y mantenerse en el poder: abrir fuego contra la multitud. Para eso no era demasiado tarde…

Sus manos se aferraron a una empuñadura invisible, sus pupilas danzaron nerviosamente de un lado para otro bajo sus párpados inflamados, los labios se le movieron, pronunciando órdenes inaudibles. El charco negruzco sobre el que estaba tumbado se ensanchaba por momentos. Y cuanto más grande se volvía, más se le escapaba la vida.

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