Authors: Dmitry Glukhovsky
El único y verdadero amor de Nikolay Ivanovich se había quedado allí arriba. Pero la riqueza de sus facetas había palidecido con el paso de los años, hasta el punto de no servirle como modelo para su novela. Y, por otra parte, su relación con su esposa no había tenido nada de heroico.
En el mismo día en el que la tormenta atómica se abatió sobre Moscú, le habían propuesto que ocupara el puesto de Serov, un conductor de trenes que estaba a punto de jubilarse. Con ello habría doblado su salario. Le dieron unos días libres antes de empezar en su nuevo trabajo. Había llamado a su mujer. Ésta le había dicho que cocinaría una sharlottka
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para celebrarlo, y que luego saldría de casa para comprar vino espumoso y pasear con los niños.
Pero antes de tomarse esas vacaciones tenía que cumplir con un último turno de trabajo.
Nikolay Ivanovich entró en la cabina de conducción del convoy, convencido de que en el futuro sería su capitán, un capitán felizmente casado, a la entrada de un túnel que lo conduciría a un futuro luminoso y magnífico. Media hora más tarde, había envejecido veinte años. El
Nikolay que llegó a la estación final era un hombre destrozado, pobre, solitario. Quizá por ese motivo, cada vez que se encontraba con uno de los trenes que, como por un milagro, se habían conservado, sentía un extraño anhelo: tomar asiento en la cabina del conductor, reservada para él. Pasar los dedos por el cuadro de mandos como si se hubiera tratado de un gesto cotidiano. Contemplar las juntas del túnel desde el otro lado del cristal. Imaginarse que el tren aún podía arrancar…
Para regresar al pasado.
Habríase dicho que el brigadier engendraba a su alrededor una especie de campo de fuerza que alejaba los peligros. Y parecía que él mismo lo supiera. No tardaron ni una hora en llegar a la Nagornaya. En esta ocasión, la línea no les opuso ni un solo obstáculo.
Homero lo había notado desde siempre: tanto si se trataba de los exploradores y comerciantes de la Sevastopolskaya como de cualesquiera otros humanos ordinarios, la red de metro los reconocía como organismos invasores tan pronto como entraban en sus túneles. Como microbios que se habían introducido en su flujo sanguíneo. Apenas habían dejado atrás su estación, el aire se inflamaba a su alrededor, la realidad se agrietaba y, de pronto, emergían de la nada las criaturas más increíbles que el metro pudiera enviar contra los hombres.
Hunter, por el contrario, no era un cuerpo extraño en aquellos trechos a oscuras. No parecía que molestase al leviatán cuyo sistema sanguíneo atravesaba. En ocasiones apagaba la linterna, para transformarse él mismo en un grumo de tinieblas como las que inundaban el túnel. Entonces parecía que se adueñaran de él corrientes invisibles, y avanzaba a doble velocidad. Aun cuando empleara todas sus fuerzas para seguirlo, Homero no lograba darle alcance, y tenía que llamarlo para que el otro se diese cuenta y lo esperara.
Pasaron de vuelta por la Nagornaya sin hallar problema alguno. La niebla había desaparecido, la estación dormía. Se veía bien desde un extremo a otro. ¿Dónde se habría escondido el fantasmagórico gigante? Era un absoluto enigma. Se encontraban en una típica estación abandonada. El techo estaba húmedo y tenía depósitos de sal. Se había formado una capa de polvo sobre el andén. Aquí y allá había obscenidades escritas sobre las paredes tiznadas. Era necesaria una segunda mirada para distinguir los extraños trazos en el suelo —parecían el rastro de una danza salvaje—, y las manchas secas de color marrón en las columnas y en el estuco, un estuco roto y desconchado, como si alguien se hubiera frotado contra él.
Pero la Nagornaya apareció tan sólo unos instantes a la luz mortecina de sus linternas, y luego quedó atrás. Siguieron adelante a toda marcha. En tanto que Homero siguiera los pasos del brigadier, parecía que la mágica esfera protectora lo envolviese también a él. El viejo se sorprendía de sí mismo: ¿De dónde sacaba las fuerzas para caminar a tanta velocidad?
Pero no le quedaba aliento para hablar, y Hunter tampoco le habría respondido. Por segunda vez durante ese largo día, Homero se preguntó cómo podía confiar en el taciturno e implacable brigadier que una y otra vez parecía olvidarse de él.
***
El insoportable hedor de la Nakhimovsky Prospekt estaba cada vez más cerca. Homero habría preferido dejarla atrás lo antes posible, pero el brigadier aminoró la marcha. A pesar de la máscara de gas, el viejo casi no podía soportar el olor. Pero Hunter se puso a husmear, como si hubiera sido capaz de distinguir matices en la opresiva y sofocante podredumbre.
Una vez más, los necrófagos se apartaron respetuosamente al verlos. Soltaron sus huesos a medio roer y escupieron migajas de carne al suelo. Hunter trepó por el montículo que se había formado en el centro de la estación —se hundió hasta los tobillos en los restos de cadáveres— y echó una larga mirada en derredor. Indudablemente, no encontró lo que buscaba: hizo un gesto de insatisfacción y se puso de nuevo en marcha.
Homero, por su parte, realizó un descubrimiento. Resbaló, se cayó al suelo, y espantó a un joven necrófago que en ese momento desgarraba un chaleco antibalas empapado. Homero se fijó en que un casco de la Sevastopolskaya había rodado a un lado. Los visores de la máscara se le empañaron. El cuerpo se le cubrió de un sudor frío.
Mientras hacía desesperados esfuerzos por no vomitar, se arrastró hasta los huesos y buscó entre ellos algo que le permitiese averiguar de quién se trataba. Pero sólo encontró un bloc de notas pequeño y repleto de manchas de color rojo oscuro. Empezó por la última página, donde estaba anotado: «No lanzar un asalto bajo ninguna circunstancia».
***
Su padre le había enseñado desde pequeña a no llorar. Pero no le quedaba ninguna otra cosa que pudiera oponer al destino. Las lágrimas afloraron a su rostro como por voluntad propia, y un gemido débil y doliente le brotó del pecho. Comprendió enseguida lo que había ocurrido, pero durante varias horas tuvo que esforzarse para aceptarlo.
¿La habría llamado para pedirle ayuda? ¿Habría querido decirle algo importante antes de morir? La muchacha no sabía cuándo se había dormido, y tampoco estaba segura de haber despertado. Tal vez existiera un mundo en el que su padre aún vivía. En el que ella no lo hubiera matado por dormirse, por su debilidad, por su egoísmo.
Sasha sujetó la mano fría, pero todavía blanda, de su padre, como para darle calor y habló, tanto para él como para sí misma:
—Encontrarás un automóvil. Saldremos a la superficie, nos meteremos en el coche y nos marcharemos. Te reirás igual que aquel día en el que me trajiste el reproductor con los cedés de música…
Su padre había muerto sentado, recostado contra una columna, con la barbilla apoyada en el pecho. Un observador casual habría podido pensar que dormía. Pero luego el tronco fue resbalando hacia el suelo, sobre el charco de sangre, como si se hubiera cansado de hacerse el vivo, como si no hubiera querido engañar más a Sasha.
Las arrugas que desde siempre le habían surcado el rostro se habían alisado casi por completo.
La muchacha le soltó la mano, lo tumbó y lo cubrió de la cabeza a los pies con una colcha llena de desgarrones. No podía darle ninguna otra sepultura. Por supuesto, habría podido dejarlo en la superficie, para que contemplase el cielo, si es que algún día el cielo llegaba a despejarse. Pero las criaturas que merodeaban por allí habrían devorado su cadáver antes de que llegara ese día.
En su estación, en cambio, no habría nadie que lo tocara. No había ningún peligro que temer de los abandonados túneles del sur. Lo único que aún vivía allí eran las cucarachas voladoras. Por el norte, el túnel terminaba al aire libre, en un puente herrumbroso y a medio caer. Más allá del puente sí había seres humanos, pero nadie lo atravesaría por pura curiosidad. Todo el mundo sabía que allí no había nada, salvo un abrasado erial. Y en los confines de ese erial, la estación secundaria donde habían vivido dos proscritos abandonados a la muerte.
Su padre no habría querido que se quedara allí sola, y de hecho tampoco habría tenido ningún sentido que lo hiciera. Por otra parte, Sasha sabía muy bien que no importaba adonde fuera, que no importaba la desesperación con la que tratara de escapar de su condenada mazmorra: ya no podría liberarse de verdad jamás. Ya no.
—Papá… perdóname, por favor —dijo entre sollozos. No tenía ninguna manera de ganarse su perdón.
Le quitó el anillo de plata y se lo guardó en uno de los bolsillos del mono. Luego agarró la jaula de la rata —que no se había inmutado lo más mínimo— y echó a andar, paso a paso, hacia el norte. Sólo dejó tras de sí unas manchas de sangre sobre el granito polvoriento.
Había bajado ya a las vías y se encontraba en el túnel cuando en la estación vacía, que en esos momentos se asemejaba al barco de un funeral vikingo, ocurrió algo sorprendente. Una lengua de fuego surgió de la entrada del otro túnel y pareció que avanzara hacia el cadáver de su padre. Pero no llegó a alcanzarlo, sino que se retrajo de mala gana hacia las negras profundidades, como para respetar su derecho al reposo final.
***
—¡Han vuelto! ¡Han vuelto! —se oyó en el teléfono.
Istomin apartó el auricular de la oreja y lo contempló con incredulidad.
—¿Quiénes han vuelto? —Denis Mikhailovich se levantó de la silla con tanto ímpetu que se echó por encima el té de la taza. Una mancha oscura apareció sobre sus pantalones. Echó pestes del té y repitió la pregunta.
—¿Quiénes han vuelto? —repitió mecánicamente Istomin.
—El brigadier y Homero —se oyó entre crepitaciones—. Ahmed ha muerto.
Vladimir Ivanovich se arregló las patillas con un pañuelo y se enjugó las sienes a la altura de la tira negra que le sostenía el parche de pirata. Siempre que un soldado moría, su obligación era informar a sus familiares.
Colgó el teléfono, se asomó a la puerta y le gritó al ordenanza:
—¡Que se personen ahora mismo esos dos! ¡Y que alguien me arregle la mesa!
Enderezó sin motivo aparente las fotos que colgaban de la pared, se detuvo frente al plano de la red de metro, murmuró algo para sí y se volvió hacia Denis Mikhailovich. El Coronel tenía los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa de oreja a oreja.
—Volodya, te comportas como una muchacha antes de salir a encontrarse con su amante —le dijo Denis Mikhailovich en tono de burla.
—Ah, sí, claro, y tú no estás nervioso, ¿verdad? —le espetó el jefe de estación, y señaló con un ademán de la cabeza sus pantalones mojados.
—Pero ¿qué dices? Yo estoy listo. Las dos fuerzas de asalto están a punto. Un día más y nos pondremos en marcha. —Denis Mikhailovich acarició la boina azul que tenía sobre la mesa, se puso en pie y se la colocó sobre la cabeza. Así tendría un aire más oficial.
Se oyeron pasos apresurados en la antesala, y el ordenanza, con mirada dubitativa, les tendió por el hueco de la puerta entornada una botella de cristal oscuro que contenía una bebida alcohólica. Istomin la rechazó: «¡Luego, luego!».
Después, por fin, oyeron una voz sorda que conocían bien, la puerta se abrió bruscamente, y una figura de anchas espaldas apareció en el umbral. Detrás de éstas, el viejo cuentacuentos trataba de hacer notar su presencia. Por el motivo que fuera, Hunter le había ordenado que lo acompañase.
—¡Saludos! —Istomin se sentó en un sillón, se levantó y volvió a sentarse.
—Y bien, ¿qué habéis descubierto? —preguntó el Coronel con afilada voz.
El brigadier los miró con ojos severos, primero a uno y después al otro, y finalmente se volvió hacia el jefe de estación.
—Una cuadrilla de bandoleros sin sede fija se ha adueñado de la Tulskaya. Han matado a todo el mundo.
Denis Mikhailovich frunció su poblado entrecejo.
—¿También a nuestros hombres?
—Parece que sí. Hemos llegado hasta la puerta de la estación. Una vez allí, hemos luchado, y ellos han aislado la estación.
—¿Con la puerta hermética? —Istomin clavó las uñas en el canto de la mesa y se puso en pie—. ¿Y qué podemos hacer ahora?
—Tomar la Tulskaya por asalto —exclamaron al unísono el brigadier y el Coronel.
—¡No, no podemos lanzar un asalto!
Era Homero, que de pronto había alzado la voz desde atrás.
***
Tenía que esperar a que llegara el momento. Si no se había confundido en el cómputo de los días, la dresina aparecería muy pronto entre las húmedas neblinas de la oscuridad. Cada minuto que pasara allí, en el declive donde el túnel se abría al reino terrestre como una vena abierta, le costaría un día de su vida. Pero ya no podía hacer nada, salvo esperar. Al otro extremo del inacabable puente había una puerta hermética, sellada, que sólo se abría desde dentro. Una vez por semana, en el día de las transacciones comerciales.
Aquel día Sasha no tenía nada que ofrecer y, sin embargo, iba a comprar lo más valioso que adquiriría en su vida. Pero no le importaba lo que pudieran exigirle los hombres de la dresina como precio por su entrada en el mundo de los vivos. La frialdad de la tumba y la indiferencia del cadáver de su padre se habían apoderado de ella.
¡Cuántas veces había soñado con que llegaría a otra estación, donde compartiría su vida con otras personas, encontraría amigos, conocería a alguien especial…! Había tenido por costumbre preguntarle a su padre por su juventud, no sólo como un medio para regresar a aquella niñez repleta de luz, sino, también, porque en su fuero interno se imaginaba a sí misma en el lugar de su madre, y la difuminada estampa de un hombre joven y apuesto en el de su padre, y así se labraba su propia e ingenua idea de lo que sería el amor. Tenía una preocupación: si algún día regresaban de verdad a las estaciones centrales, ¿habría olvidado cómo tratar con otras personas? ¿De qué querrían hablar con ella?
Pero en esos instantes, a pocas horas, tal vez a pocos minutos, de la llegada de su trasbordador, no le importaban para nada los demás, ni hombres ni mujeres. La misma idea de una existencia digna de un ser humano le parecía una traición a su padre. Sin dudarlo ni un segundo, se habría avenido a pasar el resto de sus días en aquella estación con tal de devolverle la vida.
Cuando el cabo de la vela que aún ardía en el tarro de cristal empezó a apagarse, lo empleó para encender otro. Su padre había regresado de una de sus expediciones con una caja repleta de velas de cera. Sasha llevaba siempre algunas en los holgados bolsillos del mono. A la muchacha le gustaba pensar que los cuerpos de los seres humanos eran como velas, y que ella había recibido dentro de sí una chispa de la vida de su padre después de que ésta se extinguiera.