Read Mercaderes del espacio Online
Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth
Tags: #Ciencia Ficción
Kathy se pasó el pulgar de la mano derecha por el índice de la misma mano y supe que iba a decirme una mentira.
—Quizá, Mitch —dijo suavemente—. Tienes que darme tiempo.
Tiré mi arma secreta:
—Mientes —dije disgustado—. Siempre haces eso antes de mentirme. No sé si lo harás también con los demás.
Le mostré cómo y Kathy se rió.
—Estamos a mano —dijo con cierta amargura—. Tú me mientes reteniendo el aliento y mirándome fijo a los ojos. No sé si haces lo mismo con tus empleados y clientes.
O'Shea volvió y comprendió en seguida que algo pasaba.
—Tengo que irme —nos dijo—. ¿Viene conmigo, Mitch?
Kathy asintió con la cabeza y yo dije:
—Sí, lo acompaño.
En la puerta se sucedieron las cortesías y Kathy me dio un beso de buenas noches. Fue un beso largo y cálido, como para empezar la velada, no para terminarla. Creí sentir los latidos de su corazón, pero cerró fríamente la puerta.
—¿Ha pensado en el guardaespaldas? —me preguntó O'Shea.
—Me confundieron con otro —dije tercamente.
—Invíteme a su casa a beber unas copas —insistió O'Shea.
La situación era casi patética. Un enano de treinta kilos se me ofrecía para protegerme.
—Vamos —le dije.
Tomamos el subterráneo.
O'Shea entró antes que yo, y encendió las luces. No ocurrió nada. Mientras bebía a sorbos un débil whisky con soda, probó las ventanas, cerraduras, goznes, etcétera.
—La silla estaría mejor de ese lado —comentó.
De ese lado, naturalmente, no se veía la ventana. Moví la silla.
—Cuídese, Mitch —me dijo O'Shea al marcharse—. Su encantadora mujer y todos sus amigos lo echarán mucho de menos si le pasa algo.
Algo pasó. Me golpeé una pierna mientras armaba la cama. Me ocurría a menudo. Aun Kathy con esos movimientos precisos y limpios de cirujana, llevaba en el cuerpo las cicatrices de la vida hogareña. De noche hay que armar la cama, de mañana hay que guardarla en la pared e instalar la mesa para el desayuno. Luego hay que sacar la mesa para llegar a la puerta. No es raro que algunos hombres poco ambiciosos añoren el espacio de otras épocas, pensé, y me acomodé para pasar la noche.
Pasó una semana, y las cosas comenzaron a marchar. Con Runstead fuera de mi vista, ocupado en armonizar las opiniones del I.G.A. y la campaña Nopren, me sentí más cómodo y empuñé fuertemente las riendas.
Los empleados de Tildy se encargaban de la redacción… Eran jóvenes temperamentales, que a veces escribían sólo una línea por día, y con verdadera angustia, y que en otras ocasiones lanzaban una página tras otra, sin esfuerzo alguno, con los ojos brillantes y como poseídos. Tildy dirigía y editaba el material y sólo me hacía llegar lo mejor de lo mejor: libretos comerciales de nueve minutos; pies de fotografías; artículos varios; cuentos; anuncios a toda página; frases para la campaña de rumores; documentos de garantía; chistes y charadas (limpios y sucios), para distribuir por todo el país.
La sección Ayuda Visual trabajaba a todo vapor. Los aerógrafos y las cámaras creaban alegremente un mundo nuevo. No se había visto nada semejante en la técnica publicitaria del «antes y después»; los técnicos parecían poseídos por el demonio de la historia.
La sección Desarrollo sacaba conejos de todos los sombreros. Le dije a Collier que lo veía excesivamente optimista y el hombre me replicó:
—Energía, señor Courtenay. Venus tiene energía. Está más cerca del Sol. La energía solar se manifiesta en ese planeta con calor y agrupaciones moleculares totalmente nuevas, que se desplazan con enorme rapidez. No existe en la Tierra energía semejante. Para aprovechar la energía cinética de la atmósfera terrestre utilizamos molinos de viento. En Venus usaremos turbinas. Si queremos que la electricidad invada Venus sólo necesitamos instalar un acumulador, clavar un pararrayos y dar un salto atrás. Se trata de algo nuevo.
Las secciones Investigaciones del Mercado y Antropología Industrial estaban trabajando en el área México-California, probando los anuncios de Tildy y los equipos y films de Ayuda Visual, y ensayando interpolaciones y extrapolaciones. Una línea directa me unía con el escritorio de Ham Harvis, vice de Runstead en San Diego.
Los días comenzaban regularmente con una reunión de la sección Venus. Una charla alentadora de mi parte; informes sobre el progreso de la campaña de cada uno de los miembros, críticas y sugestiones. Ham se comunicaba con nosotros y advertía a Tildy que las palabras «atmósfera serena» no concordaban con el resto de una frase y que le pasase una lista de posibles variantes. Tildy le preguntaba a Collier si estaría bien hablar de «arenas de topacio» en un artículo informativo. La frase sugería de paso que el suelo de Venus estaba sembrado de piedras preciosas y semipreciosas. Collier les aconsejaba a los de Ayuda Visual que hicieran la atmósfera del «Antes» un poco más roja. Y yo le decía a Collier que la publicidad permitía esas licencias.
Después de la reunión todo el mundo se ponía a trabajar, y yo me pasaba las horas deshaciendo nudos y coordinando e interpretando mis propias directivas antes de que fueran llevadas a la práctica. A la caída del día volvíamos a reunirnos, y yo hablaba insistentemente sobre algún tópico específico, como por ejemplo: «Introducción de los productos Astromejor en la economía de Venus» o «Nivel de ingresos de los futuros colonizadores de Venus en relación con el poder de consumo después de veinte años de vida en el planeta».
Y luego venía lo mejor. Mis relaciones con Kathy estaban progresando. Vivíamos aún bajo techos distintos, pero me parecía que ya no por mucho tiempo. Unas veces Kathy me llamaba a mí, otras yo la llamaba a ella. Salíamos, comíamos bien, bebíamos bien y nos vestíamos bien. Era indudable que estábamos disfrutando de la vida.
Casi nunca conversábamos seriamente. Kathy evitaba esos temas y yo no volvía a insistir. Yo creía que solo había que esperar un poco. Jack O'Shea nos acompañó una vez, antes de salir para Miami donde daba una conferencia, y eso también me gustó. Formábamos una elegante pareja de saludable aspecto, y de un nivel social tan alto que podíamos invitar a la celebridad mundial número uno.
Después de una satisfactoria y sólida semana de trabajo, le dije a Kathy que era tiempo de que yo visitara las instalaciones. El cohete en Arizona y las oficinas de prueba en San Diego.
—Magnífico —dijo Kathy—. ¿Puedo acompañarte? —Me alegré muchísimo. La resistencia de Kathy se estaba acabando.
La visita al cohete fue algo muy simple. Dos de mis empleados estaban allí en contacto con las Fuerzas Armadas, la Aviación Republicana, los Laboratorios Telefónicos Bell y los Aceros USA. Nos guiaron a través del monstruo como si fuésemos dos turistas.
—Enorme casco de acero… Más espacio que el de un edificio comercial… Sistema de circulación de alimentos, y regeneración de aire y agua. Una tercera parte dedicada a los motores, otra a la carga y la otra a las cabinas… Pioneros heroicos… Aisladores… Acumuladores para las cabañas… Bombas caloríferas para el hemisferio iluminado, y para el hemisferio en sombras… Esfuerzo industrial sin precedentes… Sacrificio nacional… Seguridad nacional…
Cosa rara. El vasto espacio abierto que rodeaba el cohete me impresionó mucho más que el cohete mismo. En un alrededor de casi dos kilómetros cuadrados, no se veía ninguna casa, ningún invernadero, ningún tanque, ningún espejo solar. La arena brillante, atravesada por cañerías, me atraía raramente. No había quizá en toda Norteamérica un paisaje como ése. Me mareaba. Mis ojos no estaban acostumbrados a ver más allá de unos pocos metros.
—Qué extraño es esto —dijo Kathy a mi lado—. ¿Podemos pasear por esas arenas?
—Lo siento, doctora Nevin —dijo uno de mis hombres de enlace—. Zona de peligro. Los centinelas de las torres tienen orden de hacer fuego contra todos los que atraviesen el campo.
—Dé órdenes en contrario —le dije—. La doctora Nevin y yo queremos dar un paseo.
—Muy bien, señor Courtenay —me dijo el hombre muy preocupado—. Haré lo que pueda, pero llevará un poco de tiempo. Tengo que informar al C. I. C., al Servicio Secreto de la Marina, a la C. I. A., al F. B. I., a Seguridad, y a Vigilancia.
Miré a mi mujer. Se encogió de hombros, divertida y desesperanzada a la vez.
—Bueno, no se preocupe —le dije al hombre de enlace.
—¡Gracias a Dios! —exclamó aliviado—. Perdóneme, señor Courtenay, pero nunca se alteraron las órdenes y no hay cómo hacerlo enseguida. Ya sabe usted qué significa eso.
—Lo sé, de veras —dije sinceramente—. Dígame, ¿han dado resultado los sistemas de seguridad?
—Parece que sí, señor Courtenay. No se ha descubierto ningún espía, y no ha habido sabotajes. Ni del extranjero, ni de parte de los consistas —dijo el hombre, y con los nudillos de su mano derecha golpeó solemnemente un hermoso anillo de compromiso de madera de roble que llevaba en el dedo mayor de la mano izquierda. Me prometí a mí mismo revisar algún día su cuenta de gastos. Un empleado de su categoría no gana tanto como para usar esas joyas.
—¿Los consistas están interesados? —le pregunté.
—¿Quién sabe? El C.I.C., la C.I.A., el A.C.E. y el S.U.V., dicen que sí. El Servicio Secreto de la Marina, el F.B.I. y el S.S. dicen que no. ¿Quiere hablar con el comandante MacDonald? Es el jefe del O.N.I. en el campo. Un experto en consistas.
—¿Te gustaría conocer a un experto en consistas, Kathy? —le pregunté.
—Si tenemos tiempo —me contestó.
—Retrasaré la salida del avión si es necesario —dijo el hombre ávidamente, tratando de hacer olvidar su fracaso anterior.
Nos llevó a través de una complicada red de cuarteles y depósitos hasta el edificio de la administración. Pasamos ante siete distintos puestos de vigilancia, antes de llegar a la oficina del comandante.
MacDonald era uno de esos oficiales de carrera que dejan bien al ciudadano norteamericano: tranquilo, competente, fuerte. Sus insignias y charreteras lo señalaban como a un especialista contratado por el Servicio Secreto que provenía de las filas de la Agencia de Policías Pinkerton. Era un profesional: usaba el anillo distintivo de los graduados en la Escuela Pinkerton; madera de pino con un ojo grabado en su sello. Ningún otro adorno. Pero es como una marca de fábrica. Indica que su poseedor es un hombre de talento.
—¿Quieren que les hable de los consistas? —me preguntó serenamente—. Soy el hombre indicado. Me he pasado la vida persiguiéndolos.
—¿Una cuestión personal, comandante? —le pregunté preparándome para oír una historia melodramática.
—No. El viejo orgullo de un hombre de trabajo. Gozo también del placer de la caza, pero las presas no abundan, realmente. Los consistas se cazan habitualmente con trampas. ¿Han oído hablar de la bomba de Topeka? No es porque quiera criticar a la competencia, pero esos guardas podían haber previsto un ataque consista.
—¿Por qué exactamente, comandante?
MacDonald sonrió con aire de hombre enterado.
—Intuición —nos dijo—. Eso tan difícil de expresar con palabras. Los consistas se oponen a las perforaciones. Deles una oportunidad de manifestar esa oposición, y allí estarán ellos.
—Pero ¿por qué ese odio a las perforaciones? —insistió Kathy—. Necesitamos hierro y carbón, ¿no?
—Bueno —dijo el comandante simulando un divertido cansancio—, ahora me piden que sondee la mente de un consista. Los he interrogado durante más de seis horas y nunca han dicho nada con sentido común. Si cazamos al de la bomba de Topeka, por ejemplo, hablará voluntariamente, pero solo nos dirá tonterías. Me explicará que la minería hidráulica destruye la capa superficial del suelo. Y yo le diré que sí, pero ¿y qué importa?, y él me dirá ¿pero no se da cuenta?, y yo le diré ¿de qué?, y él me dirá que esa capa no puede reemplazarse. Sí, puede reemplazarse, le responderé, y además las plantas cultivadas en tanques son mucho mejores. Y él empezará a explicarme que los cultivos en tanque no proporcionan elementos animales al suelo, etc., etc. Y el tal consista terminará diciéndome que el mundo se ha ido al diablo y que es necesario que la gente abra los ojos, y yo terminaré respondiéndole que siempre se ha encontrado un modo de seguir adelante y que lo encontraremos también en el futuro.
Kathy se rió incrédula, y el comandante dijo:
—Son tontos pero duros. Tienen disciplina. Sistema de células. Si uno de ellos cae en nuestras manos, caerán también los otros tres o cuatro que forman su célula; pero difícilmente uno más. No hay contacto lateral entre las células, y el contacto vertical con los círculos superiores se efectúa por intermedio de citas con agentes. Sí, creo conocerlos, y no me parece que vayan a sabotear el cohete. El proyecto Venus no les interesa.
Kathy y yo nos reclinamos en nuestros asientos y nos pusimos a mirar los anuncios que desfilaban por la cabina a la altura de los ojos. De pronto aparecieron los versitos sobre Colillitas que yo mismo había escrito hacía muchos años, cuando era aún un redactor. Me incliné hacia Kathy y le conté la historia. El anuncio parpadeaba y unas suaves campanillas tocaban el tema de
El país de los juguetes
, de Victor Herbert.
Luego se apagaron los anuncios y apareció una leyenda, sin efectos sonoros.
De acuerdo con la ley federal, se avisa a los pasajeros que estamos volando en este instante sobre la falla de San Andrés y entramos en territorio sísmico, y que todas las cláusulas sobre pérdidas y daños ocasionados por terremotos que puedan estar incluidas en los seguros, dejan de tener validez y no volverán a tenerla hasta que se abandone dicho territorio.
Los anuncios volvieron a desfilar.
—Y supongo —dijo Kathy— que al fin hay una nota que aclara que las pólizas de seguros contra mordeduras de yac son válidas en todas partes menos en el Tíbet.
—¿Seguro contra mordeduras de yac? —le pregunté asombrado—. ¿Para qué quieres un seguro semejante?
—Una nunca sabe cuando se va a encontrar con un yac hostil.
—Me parece que me estás tomando el pelo —dije con aire de dignidad—. Faltan cinco minutos para aterrizar. Me gustaría caer inesperadamente sobre Ham Harvis. Es un buen muchacho, pero Runstead pudo haberle contagiado su derrotismo. No hay nada peor en nuestra profesión.
—Me gustaría acompañarte, Mitch.
Miramos a través de las ventanas, con la curiosidad de dos turistas, mientras la nave entraba en la ruta de tránsito que cubre la ciudad de San Diego. Comenzamos a volar en círculos esperando la señal de la torre de mando. Kathy nunca había estado en San Diego. Yo una vez, pero siempre hay algo nuevo que ver, pues los edificios se derrumban a menudo, y otros surgen en su lugar. Y qué edificios. Parecen carpas de plástico sostenidas por esqueletos del mismo material. Cuando un terremoto sacude el Sur de California, los edificios tiemblan y se balancean, pero no se rompen. Y si el terremoto llega a destruir los esqueletos, no se pierde nada de valor. Unas planchas de material plástico que se abren por las partes ya previstas, y algunas armazones sin importancia.