Mercaderes del espacio (11 page)

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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mercaderes del espacio
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Fui a la sala. Había un teléfono, un gran aparato hipnótico, máquinas lectoras, películas y revistas. Me rechinaron los dientes al ver la resplandeciente cubierta del semanario de Tauton. El teléfono tenía una tarifa, por supuesto. Volví furioso al dormitorio.

—Señor Pine —le dije—, ¿me puede prestar veinte dólares en metálico? Tengo que hacer un llamado a larga distancia.

—¿Veinte dólares, y devuelves veinticinco? —preguntó astutamente.

—Muy bien. Como usted quiera.

El negro redactó lentamente una nota y yo la firmé e imprimí sobre ella mi impresión digital. Luego Pine sacó el dinero de sus deformes bolsillos y lo contó cuidadosamente.

Quería llamar a Kathy; pero no me atrevía. Tanto podía estar en su casa como en el hospital. Podía no encontrarla. Eché un río de monedas y marqué los quince números de la Sociedad Fowler Schocken. Esperé a que la telefonista me dijera:

«Sociedad Fowler Schocken, buenas tardes. Las tardes son siempre buenas para la Sociedad Fowler Shocken y sus clientes. ¿En que puedo servirlo?».

Pero no oí eso. El teléfono dijo:

—¿Su número de prioridad, por favor?

Números de prioridad para llamados a larga distancia. No lo tenía. Una firma con una cuenta inferior a un billón de dólares no puede obtener un número de prioridad de menos de cuatro cifras. Las líneas de larga distancia están tan atestadas, que el número de prioridad de un simple individuo es de una longitud inimaginable. Naturalmente, eso no me había preocupado mientras llamaba desde Fowler Schocken. El número de prioridad era un lujo al que tendría que renunciar.

Colgué lentamente. No recuperé el dinero.

Podía escribirles a todos, pensé. A Kathy, y Jack O'Shea y Fowler, y Hester, y Tildy. Llamar a todas las puertas. Querida esposa (o jefe): estas líneas son para anunciarte que tu marido (o empleado), a quien crees bien muerto no está realmente muerto sino inexplicablemente contratado en Costa Rica por Clorela. Por favor, ven a buscarme. Firmado, tu amante esposo (o empleado), Mitchell Courtenay.

Pero la compañía Clorela tenía sus censores.

Volví al dormitorio con la mente vacía. Los hombres estaban entrando en la habitación.

—¡Un novato! —gritó uno de ellos al verme.

—¡El juez exige orden en la sala! —trompeteó otro.

No puedo acusar a esos hombres. Era una costumbre, un recurso para quebrar la monotonía del trabajo, una posibilidad de reinar sobre alguien aún más miserable que ellos, algo que todos habían experimentado alguna vez. Imagino que en el dormitorio siete hubiese sido una experiencia desagradablemente memorable, y que en el dormitorio doce hubiera dejado quizá la vida. El dormitorio diez era sólo de grandes espíritus. Pagué mi «multa» —más préstamos— y recibí mis golpes, y recité unas cuantas blasfemias y entré a ser parte del dormitorio.

No los acompañé a cenar. Me eché en mi cama y deseé estar verdaderamente muerto.

8

Despellejar no era difícil. Nos levantábamos al alba. Masticábamos como desayuno un trozo recién arrancado de la Gallina y lo tragábamos con la ayuda de un poco de Mascafé. Luego nos deslizábamos, ya en traje de faena, por la cinta sinfín hasta nuestro piso. En un mediodía radiante, que se prolongaba desde el amanecer hasta la caída del sol, caminábamos a lo largo de los tanques repletos de algas. Si uno se desplazaba lentamente, cada treinta segundos, más o menos, descubría un nuevo brote maduro, henchido de hidratos de carbono. Arrancábamos el brote de nata y lo arrojábamos al piso central, donde se uniría a los otros brotes, o seria convertido en glucosa para alimentar a la Gallina. Los trozos arrancados a la Gallina alimentarían a su vez al mundo entero, desde la Tierra de Baffin a Pequeña América. Al fin de cada hora, bebíamos unos sorbos de agua e ingeríamos una tableta de sal. Cada dos horas descansábamos cinco minutos. A la tarde nos sacábamos los trajes y cenábamos (otras tajadas de Gallina) y a partir de entonces éramos dueños de nosotros mismos. Se podía hablar, o leer, o entrar en trance ante una pantalla hipnótica, o ir de compras por los almacenes, o pelearse con alguien, o volverse loco pensando qué vida era ésa, o echarse a dormir.

Casi siempre nos echábamos a dormir.

Escribí un montón de cartas y traté de dormir todo lo posible. El día de pago llegó sorpresivamente. Habían pasado dos semanas. Me encontré con que debía a Proteínas Clorela sólo unos ochenta dólares y unos pocos centavos. Además del dinero de los préstamos me descontaron un tanto por ciento para el Fondo del Bienestar del Empleado (después de unas cuantas deducciones comprendí que estaba pagando los impuestos de Clorela); la cuota de la Unión de Trabajadores; impuestos (esta vez mis impuestos); hospitalización (trate de aprovechar el beneficio, me dijeron los veteranos), y seguro a la vejez.

Sólo me consolaba, aunque débilmente, el pensar que cuando (y subrayaba la palabra cuando) saliera de aquí, comprendería a los consumidores mejor que ninguno de mis colegas. Naturalmente, en Fowler Schocken algunos de nuestros muchachos, los becados, vienen de muy abajo. Veía ahora claramente que el esnobismo les impedía dar una versión real de las vidas y pensamientos del pueblo consumidor. O trataban de ocultarse a sí mismos lo que habían sido en otro tiempo.

Vi en seguida que la influencia de los anuncios en el subconsciente es mayor que la imaginada por los expertos. En un principio me chocó sobremanera oír llamar a la publicidad «esa porquería». Pero comprobé en seguida que, a pesar de todo, los anuncios hacían su efecto. Las reacciones ante el proyecto Venus eran, como es natural, mi mayor preocupación. Asistí durante una semana al desarrollo de un verdadero entusiasmo. Y esos hombres nunca irían a Venus, y no conocían a nadie que pudiera ir. Todos entonaban los estribillos que había difundido Fowler Schocken:

Un jockey del espacio llamado O'Shea

amaba a una mujer de formas de carro…

Un maquinista socialmente inadaptado preguntaba:

Querida, ¿qué pasó entre nosotros?

Todos tenían el mismo velado mensaje: el clima de Venus acrecentaba la potencia masculina. Siempre he dicho que la subsección de Costumbres Populares, dirigida por Ben Winston es uno de los grupos más inteligentes de la Sociedad Fowler Schocken. Sus acertijos son particularmente notables. Por ejemplo: «¿Por qué llaman a Venus la estrella de luto?». Bueno, no tiene mucha gracia así escrito; pero el retruécano es humor básico y el móvil básico de la conducta humana es el sexo. ¿Y qué hay de más importante en la vida que encauzar los profundos torrentes de las emociones humanas? (No estoy disculpando a esos renegados que hablan a la ligera de un «instinto de la muerte» en el que quieren apoyar sus ventas. Dejo esas cosas a los Tauton de nuestra profesión. Es algo sucio e inmoral. No quiero ni pensar en eso. Además, y desde otro punto de vista, atrae a muy pocos clientes).

Pues es indudable que un anuncio comercial dirigido a las fuentes primigenias del espíritu humano no sólo ayuda a vender; fortifica esas mismas fuentes, las ayuda a salir a la superficie, les da forma y contenido. Y así aseguramos el crecimiento periódico de los consumidores, base esencial de la expansión.

Clorela, como me agradó comprobar, no descuida a sus trabajadores, en lo que a esto se refiere. La dieta encierra una adecuada proporción de hormonas, y en el piso 50 se ha instalado un espléndido dormitorio de recreo, de más de mil camas. La compañía sólo exige que los niños nacidos en la plantación comiencen a trabajar para Clorela al cumplir los diez años, si en ese entonces alguno de los padres trabaja todavía en el edificio.

Pero yo no tenía tiempo para ir al dormitorio de recreo. Me pasaba las horas estudiando los hilos del asunto, el ambiente, y esperando que se me presentara una oportunidad. Si la oportunidad no llegaba, me fabricaría una. Pero antes tenía que estudiar y aprender.

Mientras tanto, vigilaba atentamente los resultados de la campaña Venus. Todo marchó muy bien… durante algunas semanas. Los estribillos, los cuentos de las revistas, las alegres canciones estaban produciendo su efecto.

De pronto algo dejó de funcionar.

Hubo un descenso. Tardé un día en darme cuenta, y una semana en aceptar su realidad. En las conversaciones dejó de oírse la palabra «Venus» cuando alguien hablaba de los cohetes del espacio, se refería también a «radiaciones venenosas», «impuestos», «sacrificio». Comenzaron a circular chistes peligrosos: «¿Has oído el del borracho que no pudo salir de su escafandra de oxígeno?».

Era difícil reconocer qué pasaba. Y Fowler Schocken, al hojear los resúmenes de los sumarios abreviados de los informes sobre los cuadros sinópticos de los diagramas del desarrollo del Proyecto Venus, no tendría motivos para dudar de sus subalternos. Pero yo conocía ese proyecto y sabía lo que estaba pasando.

Matt Runstead era ahora el jefe.

El aristócrata del dormitorio diez se llamaba Herrera. Después de haber pasado diez años en Clorela había ascendido —topográficamente había descendido— a ser capataz de cortadores. Su puesto estaba en el sótano fresco y espacioso donde crecía la Gallina. Herrera y sus operarios la cortaban en trozos. Su herramienta era algo así como una guadaña de mango doble con la que seccionaba grandes lonjas de tejido. Sus anónimos ayudantes se encargaban de pesar las lonjas, darles forma, sazonarlas, empaquetarlas y cargar con ellas hasta las bodegas de las naves.

Herrera no era sólo un productor, era también una válvula de seguridad. La Gallina crecía y crecía, desde hacía varias décadas. En un principio sólo había sido un trozo de tejido central. Luego se había desarrollado, añadiéndose a sí misma otras capas de células similares. Estas capas sometidas a la presión de los tejidos centrales se rompían a veces durante el proceso de crecimiento. La Gallina vivía encerrada en una bóveda de hormigón, y de Herrera dependía que la carne se conservase redonda y fresca, que la vejez no endureciese ninguno de sus brotes, y que no se descuidase alguno de sus lados, por atender exclusivamente a otro.

A esta responsabilidad acompañaba un salario adecuado, y sin embargo Herrera se conservaba soltero y no vivía en las habitaciones privadas de los pisos altos. De cuando en cuando hacía algún viaje que motivaba algunos obscenos comentarios mientras se encontraba ausente, y a los que nadie se refería sin una cortés discreción cuando estaba de vuelta. Herrera no se desprendía nunca de su herramienta de trabajo, y a menudo se lo podía ver afilando sus bordes con una piedra. Yo tenía que intimar con él. Era un hombre rico —tenía que tener dinero después de diez años de trabajo— y yo necesitaba ese dinero.

El verdadero alcance de los contratos B era clarísimo. Uno siempre estaba endeudado. Los créditos abundaban, y había que recurrir a ellos. Si en cada semana yo quedaba debiendo diez dólares, al terminar mi contrato mi deuda con Clorela sería de mil cien dólares. Tendría que seguir trabajando para pagar esa suma. Y junto con mi trabajo, aumentaría mi deuda.

Para salir de la compañía necesitaba el dinero de Herrera. Sólo así podría volver a Nueva York, y a Kathy, mi mujer, y al proyecto Venus, mi empleo. Runstead estaba haciendo cosas que no me gustaban. Y sabe Dios lo que haría Kathy al creerse viuda. Trataba, sobre todo, de no pensar en Kathy y O'Shea. El hombrecito, despreciado antes por todas las mujeres, estaba vengándose a su gusto. Hasta los veinticinco años había sido un enano risible de treinta kilos. Con el grotesco aditamento de que se había empeñado en ser un piloto. A los veintiséis, se encontró convertido en la celebridad mundial número uno: el primer hombre que había regresado de Venus. Un inmortal aún casi adolescente. Había sonado la hora de las conquistas femeninas. Corría la voz de que sus giras eran, en ese sentido, todo un récord. Una historia poco agradable. Su admiración por Kathy, y viceversa, me daban mala espina.

Y así pasaban los días: madrugones, desayunos, ropas de faena, descenso por la cinta, despellejar y aguantar, comer, y luego la sala de recreo, y a veces, si podía, unas frases con Herrera.

—Buen filo el de esa hoja, jefe. La gente se divide en dos: las que no cuidan sus herramientas, y las inteligentes.

Los ojos aztecas de Herrera me miraron con desconfianza.

—Hay que hacer bien las cosas. Eres nuevo, ¿no es cierto?

—Sí. Nunca trabajé en Clorela. ¿Conviene quedarse?

No se dio cuenta.

—Tienes que quedarte. Hay un contrato —dijo, y se volvió hacia las revistas.

Al otro día:

—Hola, jefe. ¿Cansado?

—Hola, George. Sí, un poco. Diez horas manejando esto. Se cansan los brazos.

—Me imagino. Despellejar es más fácil, pero no se necesita tener cerebro.

—Bueno, quizá algún día te asciendan. Voy a ponerme en trance.

Y otro día:

—Hola, George. ¿Cómo va eso?

—No puedo quejarme, jefe. Por lo menos me estoy tostando.

—De veras. Pronto estarás tan negro como yo. ¡Ja, ja! ¿Te gustaría eso?

—¿Por qué no, amigo?

—Eh, tú hablas español. ¿Cuándo aprendiste la lengua?

—No tan rápido. Sólo unas palabras. Ojalá supiera más. Cuando pueda juntar unos dólares me iré al pueblo a ver a las chicas.

—¡Oh! Todas hablan inglés. O algo parecido. Si consiguieras alguna amiga sería bueno que le hablaras en español. A ella le gustaría. Pero casi todas saben decir «dame, dame» en inglés, y hasta te pueden recitar un poemita sobre lo que se puede obtener con un dólar. ¡Ja, ja!

Y otro día, otro día asombroso:

Me habían vuelto a pagar, y mi deuda había aumentado en ocho dólares. Me atormentaba a mí mismo preguntándome a dónde iba a parar ese dinero, aunque yo lo sabía muy bien. Salía deshidratado del trabajo, como lo esperaba la compañía. Marcaba entonces mi combinación en la fuente y obtenía un chorro de Gaseosa; veinticinco centavos que volaban de mi sueldo. Como el chorro era escaso pedía otro; cincuenta centavos. La cena era insulsa, como siempre, y yo no podía pasar más de dos mordiscos de Gallina. Enseguida sentía hambre y me iba a la cantina donde me daban a crédito algunas Crocantes: las Crocantes me secaban la garganta y tenía que volver a la Gaseosa. Y la Gaseosa me daba ganas de fumar. Fumaba un Astro. El Astro me daba ganas de comer. Comía otra Crocante… ¿Había pensado en todo esto Fowler Schocken cuando organizó Astromejor Verdadero, el primer
trust
esférico? ¿De la Gaseosa a las Crocantes, de las Crocantes a los Astro, de los Astro a la Gaseosa?

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