Read Mercaderes del espacio Online
Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth
Tags: #Ciencia Ficción
—¿No tratará Tauton de… bueno, de intervenir directamente?
—Oh, sí, tratará de robarnos la idea.
—No es eso lo que quiero decir. ¿Recuerda usted lo que pasó en la Antártida?
—Estuve allí. Tuvimos ciento cuarenta bajas. Pero quién sabe cuántas tuvieron ellos.
—Y sólo se trataba de un continente. Tauton se toma las cosas muy en serio. Si nos declaró la guerra por unas tierras piojosas y heladas ¿qué no hará por un planeta?
Fowler dijo pacientemente:
—No, Mitch, no se atreverá. Esas luchas son muy costosas. Además, no le damos ningún motivo. Ninguno, por lo menos, que tenga valor judicial. Y por otra parte… recibiría una paliza.
—Espero que así sea —dije más tranquilo.
Créanme, soy un fiel empleado de la Sociedad Fowler Schocken. Desde mis días de cadete. He tratado de dedicar mi vida «a la Compañía y a las Ventas». Pero los pleitos comerciales, aun en nuestra tranquila profesión, suelen ser una verdadera carnicería. Unas pocas décadas atrás, una agencia londinense, pequeña, pero muy activa, le entabló pleito a la sucursal inglesa de la firma B. B. D. & O. dejando con vida sólo a dos Barton y a un Osborn menor de edad. Y se dice que en los escalones del Correo Central, en el sitio en que la Unión Telegráfica del Oeste y la Compañía Americana de Ferrocarriles lucharon por un contrato de correspondencia, se pueden ver todavía algunas manchas de sangre.
Schocken habló nuevamente.
—Hay algo que requiere atención: los fanáticos. Proyectos como éste los hacen reaccionar, siempre. Todas esas organizaciones chifladas, desde los consistas hasta el G. O. P., van a ponerse en movimiento, en favor o en contra del proyecto Venus. Trata que todos se pongan a favor.
—¿Aun los consistas? —chillé.
—Bueno, no. No quiero decir eso. Sería peligroso. —Fowler asintió con un movimiento de cabeza y la luz se reflejó en sus canas—. Hum. Podrías difundir el rumor de que la conquista del espacio y el conservacionismo son intereses diametralmente opuestos. Se consume demasiada materia prima, desciende el nivel de vida… ¿te das cuenta? Que en el combustible de los cohetes se emplean compuestos orgánicos que los consistas desearían utilizar como fertilizantes…
Me gusta ver a un experto en acción. En unos pocos minutos, Fowler Schocken me planeó toda una subcampaña. Sólo faltaba completar los detalles. Los consistas eran pan comido. Esos fanáticos desorbitados pretendían demostrar que la llamada civilización moderna está saqueando nuestro planeta. Ridículo. La ciencia se adelanta siempre a la escasez de recursos naturales. Cuando la carne fresca comenzó a faltar, aparecieron las croquetas de soja. Cuando disminuyó el petróleo, la técnica del coche de pedales.
Algo oí en otros tiempos de la doctrina de estos hombres. Todos sus argumentos se resumen en uno: la vida natural es la vida verdadera. Tonterías. Si la naturaleza pretendiera que nos alimentásemos solamente de vegetales frescos, no nos hubiese dado la niacina, ni el ácido ascórbico.
Aguanté otros veinte minutos de la inspiradora charla de Fowler, y salí con el descubrimiento que ya había hecho otras veces. Brevemente, y con eficacia, Fowler me había solucionado todos los problemas.
Faltaban los detalles, pero yo conocía mi trabajo.
Venus tenía que ser colonizado por nosotros. Para realizar esta empresa necesitábamos tres cosas. Colonizadores, un vehículo para llevarlos a Venus, y algo en que ocuparlos cuando estuvieran allí.
Lo primero era fácil, gracias a la publicidad. Los programas televisados de Schocken eran un modelo perfecto. Bastaba imitarlos. Es muy fácil convencer a un cliente de que el pasto que no ve es el más verde. Planeé rápidamente una campaña de prueba de un costo algo inferior a un millón. Más hubiese sido extravagante.
El segundo problema casi no nos concernía. Las naves habían sido diseñadas por tres empresas diferentes, Aviación Republicana, Laboratorios Telefónicos Bell y Aceros U. S. A., contratados para tal efecto por el Departamento de Estado. Nuestra tarea no consistía en hacer posible el viaje, sino en hacerlo deseable. Cuando vuestra mujer descubriera que no podía cambiar el quemador de la tostadora, porque su pieza de nicromo formaba parte de las turbinas del cohete; cuando el inevitable y disgustado legislador, representante de una minúscula y paralizada compañía, agitara unos documentos de expropiación alrededor de su cabeza y comenzara a hablar de los derroches del gobierno en planes descabellados, entonces entraríamos nosotros. Le diríamos a vuestra mujer que los cohetes son más importantes que las tostadoras, y le diríamos a la firma representada por el legislador que su campaña era impopular y que reduciría sus beneficios.
Pensé brevemente en una campaña que aconsejase austeridad. La rechacé. Perjudicaría nuestros otros negocios. Mejor sería un movimiento religioso, algo que atrajese suficientemente a los ochocientos millones que se quedarían en tierra.
Anoté eso. Bruner podía ayudarme. Y así llegué al tercer punto. Algo en que ocupar a los colonizadores de Venus.
Estas eran, como yo bien lo sabía, las miras de Fowler. El dinero que nos pagaría el gobierno por nuestra campaña inicial no era despreciable, pero Fowler Schocken no podía detenerse en esas cuentitas. Queríamos aumentar constantemente nuestra cadena comercial, queríamos que los colonizadores, y sus hijos, contribuyeran con su dinero al crecimiento de nuestra cuenta. Fowler como es natural, esperaba repetir, en una escala enormemente aumentada, nuestro suceso Indiastrias. Sus agentes, dirigidos por él mismo, habían organizado el territorio de la India en una sola unidad comercial, en donde todos los productos (desde los canastos tejidos a mano hasta los lingotes de iridio y los paquetes de opio) eran vendidos a través de la propaganda de Fowler Schocken. Ahora haría lo mismo con el planeta Venus. ¡El valor potencial del negocio equivalía al de todo el dinero circulante! ¡Todo un planeta, y del tamaño de la Tierra, tan rico en teoría como la Tierra, y cada micrón, cada miligramo, totalmente nuestro!
Miré mi reloj. Eran cerca de las cuatro. Estaba citado con Kathy a las siete. Tenía el tiempo justo. Llamé a Hester para que me reservara un pasaje en el aeroplano para Washington mientras yo llamaba a un número que el mismo Fowler me había facilitado. Se trataba de Jack O'Shea, el único ser humano que había vuelto de Venus… hasta ahora. Arreglamos una entrevista. Su voz era joven y arrogante.
Esperamos cinco minutos más de lo acostumbrado en el campo de aterrizaje de Washington. Luego hubo un revuelo en la escalera. Los guardas del Expreso Brinks corrían en enjambres alrededor de nuestra nave. El teniente que los dirigía comenzó a exigir a todos los pasajeros los papeles de identidad. Cuando me llegó el turno, le pregunté qué pasaba. El teniente, pensativo, miró el número de mi cédula de Seguridad Social, y luego me hizo un saludo:
—Lamento molestarlo, señor Courtenay —se disculpó—. Los consistas bombardearon Topeka. Nos dijeron que el culpable viajaría en el cohete de Nueva York a las 4:05. Parece haber sido una pista falsa.
—¿Qué bombardeo fue ése?
—La división Materias Primas de la compañía Du Pont (estamos contratados para proteger sus instalaciones, como usted sabe) estaba inaugurando los trabajos de una nueva veta de carbón descubierta bajo un campo de trigo. Después de una hermosa ceremonia, y justo cuando la excavadora hidráulica comenzaba su trabajo, alguien, desde la multitud, arrojó una bomba. Mataron al maquinista, a su ayudante y a un vicepresidente. El hombre se perdió en la multitud, pero fue identificado. Lo atraparemos en seguida.
—Buena suerte, teniente —dije, y me alejé de prisa hacia el bar del aeropuerto.
O'Shea, sentado junto a una ventana, me estaba esperando, con visible impaciencia. Le pedí disculpas y me sonrió.
—Le puede pasar a cualquiera —me dijo, y balanceando sus piernecitas llamó a un camarero.
Cuando hicimos nuestros pedidos, se echó hacia atrás y me preguntó:
—¿Y bien?
Lo observé por encima de la mesa y luego miré por la ventana. El gigantesco pilón erigido en memoria de F.D.R. resplandecía en el sur; detrás de él se alzaba la pequeña cúpula oscura del viejo capitolio. Yo, un charlatán publicitario, no sabía cómo empezar. Y O’Shea se divertía conmigo.
—¿Y bien? —me preguntó otra vez alegremente. Y yo sabía que quería decir «Ahora todos tienen que venir a mí. ¿Qué le parece el cambio?».
Me eché al agua:
—¿Qué hay en Venus?
—Arena y humo —me respondió—. ¿No leyó mi informe?
—Claro que sí, pero quiero saber algo más.
—En ese informe está todo. ¡Dios mío! Estuvieron interrogándome tres días seguidos; si algo quedó afuera, lo he olvidado.
—No me refiero a eso, Jack —le dije—. ¿Quién se va a pasar la vida leyendo informes? Tengo quince empleados que no hacen otra cosa que digerir informes para que yo no necesite leerlos. Pero quiero saber algo más. Quiero sentir el planeta. Y sólo usted puede dirigirme, porque sólo usted ha estado en Venus.
—A veces desearía no haber estado —dijo O'Shea con aire de fatiga—. Bueno, ¿y por dónde quiere que empiece? Ya sabe cómo me eligieron… el único enano en el mundo que poseía licencia de piloto. Y ya sabe cómo construyeron la nave. Habrá visto también los análisis químicos de las muestras que traje de vuelta. No aclaran mucho. Todas son del mismo lugar, y cinco kilómetros más lejos el terreno puede ser totalmente distinto.
—Sí, ya sé todo eso. Óigame, Jack, supongamos que usted deseara que un montón de gente fuera a Venus. ¿Qué les diría?
Se rió.
—Les diría unas cuantas condenadas mentiras. Comencemos desde un principio, ¿quiere? ¿De qué se trata?
Hablé de lo que pensábamos hacer, mientras unos ojitos redondos me miraban fijamente desde la cara de luna llena de O'Shea. Las facciones de los enanos tienen algo así como una cualidad opaca, como si fueran de porcelana, como si el destino que las ha hecho más pequeñas las hubiese hecho también más perfectas y acabadas que las de los hombres comunes; como para mostrar que la falta de tamaño no significa falta de terminación. O'Shea bebía a sorbos su bebida, y yo a tragos, entre párrafo y párrafo.
Cuando terminé mi discurso, yo aún no sabía si O'Shea estaba o no de mi lado. O'Shea no era un títere del servicio civil que bailase sostenido de las cuerdas que manejaba Fowler Schocken. No era tampoco un civil a quien pudiésemos comprar con los diezmos de nuestras ganancias. Fowler lo ha ayudado a hacerse de un pequeño capital mediante presentaciones en público, libros y conferencias. Nos debía cierta gratitud; pero nada más.
—Me gustaría poder ayudarlos —dijo O'Shea, y eso facilitó las cosas.
—Puede hacerlo —le supliqué—. Para eso estoy aquí. Dígame qué hay de bueno en Venus.
—Muy poco —me dijo, y se le dibujó una arruguita en la frente de laca—. ¿Por dónde empezaré? ¿Le hablaré de la atmósfera? Formaldehido puro… como para embalsamar a cualquiera. ¿El calor? Varios grados por encima del punto de ebullición del agua, si hubiera agua en Venus; pero no la hay. No a la vista por lo menos. ¿Los vientos? Algunos soplan a ochocientos kilómetros por hora.
—No, no se trata de eso —le dije—. Ya estoy enterado. Y honestamente, Jack, esos problemas pueden solucionarse. Yo quisiera tener una sensación de ambiente. Dígame qué pensó al llegar, cuáles fueron sus reacciones. Hábleme, y ya le avisaré cuando esté satisfecho.
O'Shea se mordió los labios de mármol rosado.
—Bueno —dijo—, comencemos por el principio. Pidamos otro trago, ¿quiere?
Vino el mozo, tomó nuestro pedido y volvió con las bebidas. Jack tamborileó con los dedos sobre la mesa, bebió un sorbo de su vino del Rhin, mezclado con agua gaseosa, y comenzó a hablar.
Comenzó desde el principio. Mejor. Yo quería llegar al alma del asunto, a los factores íntimos que no habían tenido cabida en sus informes, a las emociones que animarían el proyecto.
Me habló de su padre, un ingeniero químico de un metro ochenta de estatura, y de su madre, una rolliza ama de casa. Me hizo sentir la congoja el amor que les había inspirado ese hijo de ochenta centímetros de estatura. Tenía once años de edad cuando se habló por primera vez de su vida adulta y de su posible trabajo. O'Shea recordó la tristeza de sus rostros ante la inevitable y apresurada sugestión de un circo. Le costó bastante no insistir en el tema. Sus padres se alegraron; pero más se alegraron cuando Jack, a pesar de los obstáculos, los rechazos y las risas, realizó su deseo de estudiar ingeniería y cohetes, con el propósito de convertirse en un piloto de pruebas.
Venus había pagado todo eso con creces.
Los diseñadores del cohete a Venus se habían encontrado con un grave problema. Había sido bastante fácil mandar un cohete a la Luna, menos de cuatrocientos mil kilómetros de distancia; teóricamente no era mucho más difícil enviar otro cohete al planeta más próximo: Venus. Sólo se trataba de cuestiones de órbitas y tiempo, el gobierno de la nave y el viaje de vuelta. Un dilema. Podía alcanzar a Venus en unos pocos días con un derroche tan enorme de combustible que la potencia de diez naves no bastaría para transportarlo. O el curso del cohete podía seguir una órbita natural —como una barca que navega aguas abajo por un río tranquilo—, lo que ahorraría mucho combustible, pero aumentarla la duración del viaje en varias semanas. Un hombre consume en ochenta días doce veces su propio peso en comida, respira nueve veces su peso en aire, y bebe agua suficiente como para mantener una lancha a flote. Alguien sugirió: destilen agua de los productos de desecho y háganla circular otra vez. ¿Y hacer lo mismo con la comida? ¿Y hacer lo mismo con el aire? Lo sentimos mucho. El aire y la comida pesan menos que el equipo que requieren semejantes operaciones. Había que desechar al piloto; era indudable.
Los diseñadores se pusieron a trabajar en un piloto automático. Cuando terminaron, parecía excelente. Pero pesaba cuatro toneladas y media, a pesar de los minúsculos circuitos y conexiones, construidos bajo la lente de un microscopio.
El proyecto se detuvo hasta que alguien pensó en un mecanismo perfecto: un enano de treinta kilos. Con un peso tres veces inferior al de un hombre común, Jack O'Shea se alimentaba con un tercio de comida y respiraba un tercio de oxígeno. Con purificadores de aire y agua, de peso mínimo y bajo consumo, Jack entró justo en peso y ganó la fama.
Jack dijo, vacilante, un poco ebrio bajo el impacto de dos copas de bebidas aguadas: