Mercaderes del espacio (17 page)

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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mercaderes del espacio
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Después del despegue, Hester se mostró histéricamente contenta durante unos breves instantes, y al fin se derrumbó. Rompió a llorar sobre mi hombro, aterrorizada por la enormidad que había hecho.

Hester había sido educada en un ambiente profundamente moral, donde se reverenciaban las Ventas, y le era imposible cometer un grave crimen comercial, como romper un contrato de trabajo, sin reaccionar terriblemente.

—Señor Courtenay… Mitch —sollozaba Hester—. ¡Si por lo menos estuviese segura de que todo está bien! Sé que usted ha sido siempre muy bueno conmigo, que usted no haría nada malo, pero me siento tan asustada, ¡tan perdida!

Le sequé los ojos, y tomé una decisión.

—Te diré lo que pasa, Hester —dije—. Juzga tú misma. Tauton ha descubierto una cosa horrible. Parece que algunos no temen ser castigados con cerebrín, y no les importa cometer sin provocación, un crimen comercial. Tauton cree que el señor Schocken le robó inmoralmente el proyecto Venus, y no se detendrá hasta recuperarlo. Ha intentado matarme dos veces por lo menos. Pensé que el señor Runstead era uno de sus agentes, encargado de sacarle a Fowler Schocken el asunto Venus. Ahora, no sé. El señor Runstead me golpeó, allá en el Polo Sur, me metió subrepticiamente en un carguero con papeles falsos y dejó un cuerpo en mi lugar. Y además —añadí cautelosamente— hay algunos consistas metidos en esto.

Hester lanzó un breve chillido.

—No sé qué relación tienen estas cosas —le dije—. Pero trabajé en una célula consista.

—¡Señor Courtenay!

—Sólo en apariencia —expliqué rápidamente—. Yo estaba atrapado en Clorela, en Costa Rica, y el único camino hacia el norte parecía ser el conservacionismo. Tenían una célula en la fábrica. Me uní a ellos, utilicé mi talento, y fui transferido a Nueva York. El resto ya lo conoces.

Hester guardó silencio durante un rato y luego dijo:

—¿Está usted seguro de que esto está bien?

Deseando desesperadamente que lo estuviera, dije con firmeza:

—Por supuesto, Hester.

Hester me sonrió de oreja a oreja.

—Traeré las raciones —me dijo, sacándose el cinturón de seguridad—. Usted espéreme aquí.

Cuarenta horas después le dije a Hester:

—Estos malditos camareros sólo piensan en el mercado negro. ¡Mira esto!

Alcé mi ampolla de agua y mi caja de comida. Los dos sellos habían sido claramente forzados, y era evidente que faltaba un poco de agua.

—Los sellos de las raciones máximas —declaré en un tono algo oratorio— suelen ser inviolables, pero esto es simplemente un robo. ¿Cómo están las tuyas?

—Lo mismo —dijo Hester con desgano—. Pero ¿qué podemos hacer? No comamos todavía, señor Courtenay. —Hester se esforzaba evidentemente por mostrarse animada—. ¿Qué le parece un partido de tenis?

—Bueno —gruñí.

Instalamos el campo, alquilado en el armario de recreos de la nave. Hester jugaba al tenis mejor que yo. Pero yo ganaba terreno en los tiros cortos. Su coordinación muscular no era muy buena. Cuando yo le lanzaba un tiro corto y cruzado, Hester o no acertaba con la llave o enviaba la pelota a la red al no dar, con la mano izquierda, bastante potencia al reóstato. Media hora de ejercicio nos pareció suficiente. Hester emitió un grito de alegría y nos lanzamos sobre las raciones.

La partida de tenis antes de las comidas pronto fue una tradición. Había poco que hacer en nuestro atestado camarote. Cada ocho horas, Hester se incorporaba e iba a buscar nuestras raciones. Yo volvía a gruñir quejándome de los sellos adulterados y del robo de los alimentos. Luego jugábamos una partida de tenis antes de empezar a comer. Pasábamos el resto del tiempo de cualquier modo, observando en la pared el desfile de los anuncios de la Sociedad Schocken. Todo está bien, pensaba yo.

Schocken está en la Luna, y nadie me impedirá verlo. Este asunto se ha simplificado bastante. De la Luna a Schocken, de Schocken a Kathy. Sentí un estremecimiento de emoción. Yo podía haberle preguntado a Hester (casualmente) qué noticias tenía de Jack O'Shea; pero no lo hice. Temí algún cuento poco agradable sobre ese enano héroe y su triunfal procesión de ciudad en ciudad y de mujer en mujer.

Un anuncio de a bordo interrumpió por fin el desfile de avisos:

COCINEROS A SUS PUESTOS PARA EL ÚLTIMO REPARTO DE LÍQUIDOS. ESTAMOS EN H-8 Y DE AQUÍ EN ADELANTE, Y HASTA LA HORA DEL DESCENSO, NO DEBE CONSUMIRSE NINGUNA OTRA COMIDA, NI SÓLIDA NI LÍQUIDA.

Hester sonrió y salió con la bandeja.

Tardó, como siempre, diez minutos en volver. Ya se sentía la atracción de la Luna. Lo suficiente como para desarreglarme el estómago. Eructé miserablemente y seguí esperando.

Hester volvió con dos ampollas de Mascafé y me reprochó con alegría:

—¡Pero cómo, Mitch! ¡No ha instalado todavía la cancha de tenis!

—No tengo ganas. Comamos.

Extendí la mano para tomar mi ampolla.

—Un juego solo —me rogó.

—Demonios, muchacha. Ya me has oído. No olvidemos quién es quién.

No hubiera dicho eso, me parece, si no hubiese sido por el Mascafé. La ampolla roja de Astromejor me sacudió interiormente… Sentí el comienzo de unas náuseas. Ya no sentía la comida, pero es imposible olvidarse del Mascafé.

Hester se enderezó.

—Lo siento, señor Courtenay —dijo, y en seguida se dobló en dos violentamente, con el rostro contraído. La sostuve, asombrado. Estaba pálida. Gemía de dolor.

—Hester —le dije—, ¿qué te pasa? ¿Qué…?

—No lo bebas —gruñó, apretándose el estómago—. El Mascafé. Está envenenado. Tus raciones. Estuve probándolas. —Desgarró con las uñas el nylon que le cubría el diafragma, y se las clavó con fuerza en la piel.

—¡Manden un médico! —grité en el micrófono—. ¡Una mujer se está muriendo!

Me contestó la voz del mayordomo.

—Enseguida, señor. El médico de a bordo llegará inmediatamente.

El rostro contraído de Hester comenzó a relajarse. Me asusté.

—Qué bicha asquerosa esa Kathy. Abandonarte de ese modo. Vales demasiado para ella. Mitch y una bicha, es gracioso. Mi vida. Tuya —otro espasmo le contrajo la cara—. Esposa contra secretaria. Qué cómico. Siempre la misma historia. Nunca me besaste.

No tuve la oportunidad, ni aun entonces. Hester estaba muerta.

El médico de a bordo apareció, caminando rápidamente, tomándose con una mano de la barandilla. Al verla, se puso serio. La llevamos a la enfermería, y el médico le introdujo en el pecho la aguja de un excitador cardíaco. El corazón de Hester comenzó a latir nuevamente. Su pecho empezó a subir y a bajar, y al fin abrió los ojos.

—¿Quién es usted? —le preguntó el médico, con una voz alta y clara.

Hester movió la cabeza, ligeramente, y tuve cierta esperanza.

—¿Reacciona? —le pregunté en voz baja al doctor.

—Muy poco —me contestó el hombre con una frialdad profesional.

Tenía razón. Unos pocos movimientos de cabeza, muy débiles, y un parpadeo irregular y rápido. El médico volvió a preguntar:

—¿Quién es usted?

La muchacha frunció levemente el ceño, y le temblaron los labios. Nada más.

Excepto un mínimo y ambiguo residuo, Hester estaba totalmente muerta.

El médico comenzó a explicarme con una voz muy suave:

—Voy a apagar la máquina No hay ninguna esperanza, créame. La evidencia clínica demuestra que estamos ante un fallecimiento irreversible. Duele pensar, sobre todo cuando se trata de personas queridas…

Miré los párpados de Hester. Cada uno de ellos se movía con un ritmo diferente.

—Apáguela —dije con voz ronca. Me refería a Hester, no a la máquina.

El médico cortó la corriente y sacó la aguja.

—¿Hubo nauseas? —me preguntó. Asentí—. ¿Su primer viaje a la Luna? —Asentí otra vez—. ¿Dolores abdominales? —Asentí—. ¿Síntomas previos? —Dije que no—. ¿Vértigos? —Asentí, aunque no lo sabia. El médico iba a alguna parte. Siguió preguntándome, y las respuestas que él esperaba me salían de la boca como unos naipes de las manos de un mago. Alergias, hemorragias, dolores de cabeza, fatiga por las tardes. Al fin el médico dijo con voz firme:

—Creo que se trata de la enfermedad de Fleschmann. Aún no ha sido muy bien estudiada. Pensamos que tiene su origen en un desarreglo de las glándulas adrenocorticotrópicas durante los vuelos en el vacío. Una reacción en cadena de incompatibilidades histológicas que afectan el fluido cerebroespinal…

Me miró y cambió de tono.

—Tengo un poco de alcohol en mi armario —me dijo—. ¿Quiere usted…?

Alargué la mano hacia el frasco, y en seguida me acordé de Hester.

—Acompáñeme —le dije.

El médico asintió, y bebió sin titubear de uno de los picos del frasco de doble seguridad. Observé su manzana de Adán. Subía y bajaba.

—No demasiado —me aconsejó el hombre—. Estamos por llegar.

Me quedé hablando con el médico algunos minutos, observándolo, y al fin me decidí. Me tragué casi un cuarto litro. Apenas pude volver al compartimiento.

Dolor de cabeza, pena, miedo, y las angustiosas demoras del desembarco. Debí de haber actuado como un estúpido. Oí, un par de veces, que los tripulantes les decían a los oficiales del puerto:

—No lo molesten demasiado. Perdió a su chica en el viaje.

En la atestada sala de recibo, ante los interminables cuestionarios, decidí declarar que no sabía cuál era mi misión. Mi nombre era Groby, a.6, y lo mejor sería que me enviasen directamente a Fowler Schocken. Les dije que Fowler quería hacernos algunas preguntas. No me hicieron caso. Me hicieron sentar en un banco y llamaron a la sucursal Fowler, en la ciudad Luna.

Esperé y observé, tratando de pensar. No era fácil. Los innumerables oficiales del puerto corrían de un lado a otro, ocupados en sus tareas específicas. Yo no contaba. Estaba fuera de la cuestión. Iban a atraparme…

Una pantalla comenzó a parpadear en un escritorio lejano. Leí con los ojos entrecerrados:

S-C-H-O-C-K-E-N-A-E-R-O-P-U-E-R-T-O-N-I-N-G-U-N-A-M-I-S-I-O-N-E-S-P-E-R-A-D-A-E-N-E-S-T-E-V-U-E-L-O-N-I-N-G-U-N-E-M-P-L-E-A-D-O-D-E-N-O-M-B-R-E-G-R-O-B-Y-N-O-S-E-H-A-C-O-M-U-N-I-C-A-D-O-A-F-O-W-L-E-R-S-C-H-O-C-K-E-N-P-E-R-O-I-M-P-O-S-I-B-L-E-E-M-P-L-E-A-D-O-T-R-A-I-G-A-I-N-F-O-R-M-E-A-C-T-U-E-N-A-D-I-S-C-R-E-C-I-O-N-O-B-V-I-O-N-O-E-S-D-E-L-A-C-A-S-A-F-I-N.

Fin de veras. Me estaban mirando desde el escritorio, y se hablaban en voz baja. En cualquier momento harían una seña, a cualquiera de los policías del salón.

Me puse de pie y me hundí en la multitud. Tenía una sola alternativa, y ésta me aterrorizaba. Hice el ademán casual que, según me habían dicho, constituía el llamado de emergencia de un consista.

Un guarda de Burns se abrió paso a codazos a través de la multitud y me puso una mano en el hombro.

—¿Se va a resistir? —me preguntó.

—No —le contesté con una voz ahogada—. Indique el camino.

El guardia saludó confiadamente a los hombres del escritorio y éstos le devolvieron el saludo. Caminé forzadamente a través de la sorprendida multitud, sintiendo el extremo de un arma entre los omóplatos. Salimos de la bóveda del aeropuerto y entramos en una calle de forma de túnel. Las tiendas se agrupaban a los lados.

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Warren Astron, D. P. S.

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Los carteles centelleaban en los frentes de las tiendas y me guiñaban los ojos. Los transeúntes pasaban hacia arriba y hacia abajo, mirándome con la boca abierta.

—Alto —gruñó el guarda. Estábamos ante el cartel de Warren Astron—. Sáqueme el arma —murmuró el hombre—. Deme un buen golpe en la cabeza. Haga fuego contra las luces de la calle. Y métase en casa de Astron. Hágale la señal. Buena suerte. Y trate de no romperme el cráneo.

—Usted es… usted es… —tartamudeé.

—Sí —dijo secamente—. Ojalá no hubiese visto la señal. Esto me va a costar dos jinetas y un aumento. Adelante.

Lo hice. Le arranqué el arma de las manos, y lo golpeé ni muy fuerte ni muy suave. Luego disparé contra la luz. La carga estalló destrozando el techo y los transeúntes comenzaron a gritar. El estruendo rodó por la calle abovedada. Me escurrí a través de la blanca e inmaculada puerta de Astron.

Me encontré rodeado de sombras, parpadeando ante un hombre alto y barbudo.

—¿Qué significa esto? —me preguntó—. Hay que pedir hora. —Le tomé la mano—. ¿Quiere esconderse? —me preguntó dejando de lado, abruptamente, sus modales profesionales.

—Sí, rápido.

El hombre me llevó a través del vestíbulo hasta un elevado y reducido observatorio, con una cúpula transparente, un telescopio de refracción, unos mapas astrales hindúes, relojes y escritorios. Empujó uno de estos últimos, y el mueble giró sobre unos rieles, descubriendo un agujero con unos escalones.

—Baje —me dijo.

Descendí en la oscuridad.

El pozo tenía unos dos metros de alto, y dos y uno de ancho. Las paredes eran irregulares toscas. Un pico y una pala estaban apoyados contra la pared. Había también dos baldes llenos de piedras. Indudablemente, una obra en marcha.

Invertí un balde y me senté. Después de haber contado quinientas setenta y seis pulsaciones, me senté en el piso. Dejé de contar. La posición era algo incómoda. Traté de apartar las piedras y acostarme. Repetí la operación unas cinco veces. Luego oí voces arriba. Una era la voz remilgada, profesional de Astron. La otra, la ahuecada y petulante de alguna mujer muy gorda. Parecían estar sentados ante el escritorio que ocultaba mi escondite.

—… me parece realmente excesivo, mi querido doctor.

—Como usted quiera señora. Si usted lo permite volveré a mis efemérides.

—Pero doctor Astron. Yo no quería decir…

—La señora me perdonará por haber juzgado que mis honorarios le resultaban excesivos… Tiene usted razón. Bien. ¿Su fecha de nacimiento y la hora, por favor?

La mujer respondió tartamudeando, y yo pensé un instante en los problemas que Astron debía tener con las mujeres que le ocultaban los años.

—Ajá… Venus en la casa de Marte… Mercurio en línea ascendente en el trino.

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