Read Mercaderes del espacio Online

Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (14 page)

BOOK: Mercaderes del espacio
3.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Esa misma noche expliqué en la célula lo que había pasado.

—Significa Nueva York —aseguró Bowen—. Significa Nueva York.

Se me escapó un suspiro muy hondo. Kathy, pensé.

Bowen continuó sin mirarme:

—Tengo que enseñarle algunas cosas. Ante todo… las señales de reconocimiento.

Me enseñó ese código de señales. Un simple ademán para distancias cortas. Un movimiento aparatoso para distancias medias. En las distancias largas, un periódico. Bowen me hizo practicar las señales, y me aprendí el código de memoria. Terminamos en plena madrugada. Cuando salimos a través de la Gallina, recordé que no había visto a Herrera el día anterior. Le pregunté a Bowen qué pasaba.

—Quebró —dijo Bowen simplemente.

No dije nada. Era una frase taquigráfica, muy común en la célula consista. «Fulano quebró» significaba «Fulano trabajó durante años y años para la causa de la A. C. M. Cedió su dinero y se privó de las pocas alegrías de que podía disfrutar. No se casó, ni anduvo con mujeres porque hubiese sido peligroso. Terminó por ser esclavo de las dudas, unas dudas tan secretas que no se las confesaba ni a sí mismo. Las dudas y los temores aumentaron. Se sintió desganado, destruido por dentro; se volvió contra sí mismo y murió».

—Herrera quebró —dije estúpidamente.

—No piense en eso —dijo Bowen con un tono cortante—. Va usted hacia el Norte. Y tiene un trabajo que hacer.

Vaya si lo tenía.

10

Llegué a la ciudad de Nueva York casi de un modo respetable, vestido con un barato traje de oficinista, a bordo de un cohete de turismo y como pasajero de proa. El panorama que se veía a través de las ventanillas prismáticas arrancaba exclamaciones de asombro a los importantes consumidores costarricenses instalados sobre mi cabeza. Algunos de ellos recontaban ansiosamente su dinero, pensando cuánto podrían gastar en los placeres del coloso del Norte.

En el entrepuente viajaba una pandilla de gente ruda y bastante descuidada; pero no éramos, por lo menos, pasaje de carga. No había ventanas, pero sí luces, ventiladores y baldes. Antes de despegar, un hombre de Clorela nos había lanzado un discursito:

—Pronto cruzarán la frontera de Costa Rica, en viaje hacia el Norte. Van a ocupar mejores empleos. Pero no olviden que se trata de empleos. Quiero que todos y cada uno de ustedes recuerden constantemente que están contratados por Clorela, y que los derechos de esta compañía sobre todos ustedes tienen prioridad sobre cualquier otro. Si alguno piensa que puede romper el contrato, pronto descubrirá con qué rapidez se consigue una extradición cuando se trata de una ofensa comercial. Y si alguien piensa que puede desaparecer, que lo intente. Clorela paga a la Agencia de Detectives Burns siete billones al año, y Burns entrega la mercadería. Así que si quieren que hagamos un poco de gimnasia, adelante; los esperamos. ¿Está todo claro? —Todo estaba claro—. Bueno. A bordo, y buena suerte. ¿Todos tienen sus billetes? Recuerdos a Broadway.

Aterrizamos suavemente en Montauk, sin un solo incidente. Ya en tierra nos sentamos a esperar, mientras los consumidores de la cubierta de turismo salían arrastrando sus equipajes. Nos sentamos y esperamos otra vez mientras los inspectores de Raciones Alimenticias, con sus brazaletes rojos y blancos, discutían a gritos con nuestros camareros a propósito de las raciones sobrantes… Cuatro de nuestros hombres habían muerto en el viaje y los camareros, como es natural, se habían guardado las lonjas de Gallina, para venderlas luego en el mercado negro.

Al fin se oyó una orden. Formamos en grupos de cincuenta. Nos pusimos en fila y nos estamparon en las muñecas el permiso de entrada. Luego entramos en pelotones en el subterráneo y partimos hacia la ciudad. Tuve bastante suerte. Me tocó un coche de carga.

En las oficinas de Cambios de Trabajo nos clasificaron indicándonos nuestros respectivos destinos. Un murmullo de temor recorrió las filas cuando se supo que Clorela había vendido veinte contratos a L. C. Farben. Nadie quiere trabajar en las minas de uranio. Pero yo no me inmuté. El hombre que estaba a mi lado observó pensativamente a los veinte infelices. Los guardias los separaron y arrearon el grupo hacia la calle.

—Nos tratan como a esclavos —dijo el hombre amargamente, tirándome de la manga—. Es un crimen. ¿No te parece? Un insulto a la dignidad esencial del trabajo.

Le lancé una mirada de fastidio. Este hombre era un consista, indiscutiblemente. Enseguida recordé que yo también lo era. Pensé si debería usar con él la señal del apretón de manos, pero decidí que no. Si yo necesitaba ayuda ya recurriría al hombre; pero si me revelaba prematuramente, sería él quien vendría a pedírmela.

Entramos en las instalaciones de Clorela, en los suburbios de Nyack.

Agua que no has de beber, déjala correr. Bajo la ciudad de Nueva York, como en todas las ciudades del mundo, los desagües desembocan en una serie escalonada de esclusas y diques. Conocía, como cualquier otro ciudadano, cómo los desperdicios orgánicos de veintiséis millones de personas corren, arrastrados por el agua, a través de las venas del sistema de desagüe. Los iones neutralizan las sales; unas largas cañerías conducen el líquido a las granjas de algas instaladas en Long Island, y unas bombas succionan el cieno y lo meten en los buques tanque que lo llevarán a Clorela. Conocía todo eso, pero nunca lo había visto.

Mi empleo tenía como título: agente de expedición, clase 9. Mi trabajo era unir las flexibles mangueras que transportan el cieno. Después del primer día me gasté el sueldo de una semana comprándome extractores de hollín. No suprimían todo el olor, pero permitían seguir viviendo.

Al tercer día aproveché un cambio de guardia y fui al cuarto de duchas. Lo había planeado todo de antemano. Después de seis horas en los tanques, donde no había máquinas vendedoras (por la sencilla razón de que en esa atmósfera no era posible comer, beber o fumar), la insatisfacción enardecida llevaba a los hombres a una media hora de gaseosas, galletas y cigarrillos sin que a nadie se le ocurriese pensar en un baño. Reprimiendo severamente mis deseos de hacer otro tanto (deseos que eran en mí algo más débiles, pues habían tenido menos tiempo para desarrollarse), podría bañarme casi sin compañía. Cuando las turbas entraran en los baños, yo iría entonces a las máquinas vendedoras. Se trataba solamente de un poco de inteligencia. ¿Y qué otra cosa distingue a un consumidor de un jefe de publicidad? Aunque reconozco que el hábito no era en mí tan fuerte.

Había otro hombre en las duchas, pero nos sobraba espacio y difícilmente nos tocábamos. Cuando entré, me alcanzó el jabón. Me cubrí el cuerpo de espuma y dejé que el agua rugiera cayendo sobre mí con toda la fuerza que le imprimían los recirculadores. Apenas advertía la presencia del hombre. Pero cuando le devolví el jabón, sentí que su dedo mayor me tocaba la muñeca, y que su dedo índice me rodeaba la base del pulgar.

—Oh —dije estúpidamente, y devolví la señal—. Es usted con…

—¡Chist!

El hombre señaló irritado el micrófono Murak que colgaba del techo. Me dio la espalda y se enjabonó otra vez minuciosamente.

El jabón volvió con un trozo de papel. Me encerré en el vestuario, saqué el papel, lo desdoblé y leí:

«Esta noche tenemos franco. Vaya al Museo Metropolitano de Arte, pabellón de los clásicos, exposición de las formas de doncella, cinco minutos antes de la hora de cerrar».

Tan pronto como terminé de vestirme, me uní a la cola que llevaba al escritorio del superintendente. A los treinta minutos había conseguido el pase sellado que me autorizaba a no dormir allí esa noche. Volví a mi cama a recoger mis pertenencias, advertí al nuevo ocupante que el hombre de arriba hablaba en sueños, guardé mi valija en el depósito y tomé el subterráneo hacia Bronxville.

Subí luego a otro coche que iba hacia el norte. Me bajé en la primera estación. Tomé otro tren hacia el sur, y salí enfrente del edificio Schocken. Nadie me seguía aparentemente. No esperaba que alguien lo hiciera, pero no tenía por qué correr riesgos inútiles.

Faltaban unas cuatro horas para mi cita en el Metropolitano. Vagué por el vestíbulo hasta que un policía, ojeando con desprecio mis ropas baratas, se me acercó lentamente. Yo había esperado ver a Hester, o quizá al mismo Fowler. Reconocí muchas caras, como es natural, pero no vi a nadie que me inspirara bastante confianza. Y mientras yo no descubriese qué había ocurrido en el glaciar Astromejor, no pensaba decirle a nadie que me encontraba con vida.

—¿Quieres que Schocken administre tus negocios, mamarracho? —anunció el hombre de Pinkerton—. ¿Vas a abrir una gran cuenta corriente?

—Perdón —le contesté, y me dirigí hacia la puerta de calle.

Me pareció que no iba a molestarse siguiéndome a través de la multitud que llenaba el vestíbulo. Efectivamente, no me siguió. Di un rodeo por la sala de juegos, donde un grupo de consumidores seguía en una pantalla el desarrollo de una historia de amor de Nopren y recogían sus muestras de Mascafé, y entré en un ascensor de servicio.

—Piso ochenta —le dije al ascensor, y enseguida comprendí que me había equivocado.

A través de la rejilla del altoparlante surgió una voz que me dijo con dureza:

—Usted, en el ascensor cinco. Los ascensores de servicio llegan sólo hasta el piso cincuenta. ¿Qué desea?

—Mensajero —mentí miserablemente—. Tengo que recoger un paquete en la oficina del señor Schocken. Les dije que no me dejarían entrar. Un tipo como yo. Les dije: «Oigan, seguro que tiene veinticinco secretarias. Tendré que pasar por todas antes de verlo». Les dije…

—El correo en el piso cuarenta y cinco —dijo el operador con una voz un poco más suave—. Póngase frente a la puerta para que pueda verlo.

Me acerqué al aparato. No me gustaba, pero no había otra solución. Creí oír un ruido en la rejilla, aunque no podría asegurarlo. Yo no había estado nunca en la central de operadores, a trescientos metros bajo tierra, desde donde, y mediante manipulaciones en un tablero, se hacen subir y bajar los ascensores por unos carriles dentados. En ese momento hubiese dado el sueldo de un año por estar ahí.

Me quedé quieto durante casi medio minuto. Luego la voz del operador dijo inexpresivamente:

—Muy bien, usted. Vuelva al ascensor. Piso cuarenta y cinco, primera alfombra rodante a la izquierda.

Los hombres que iban conmigo en el ascensor me miraron distraídamente a través de una nube de alcaloides de Mascafé. Bajé en el piso cuarenta y cinco, me subí a la alfombra que iba hacia la izquierda y pasé de largo ante la puerta en la que se leía Correo. Llegué al extremo del corredor donde la alfombra desaparecía debajo del piso. Tardé un rato en encontrar la escalera, pero no me importaba. Necesitaba tiempo para ponerme al día con mis maldiciones. No me atrevía a volver al ascensor.

¿Han tratado alguna vez de subir treinta y cinco pisos por una escalera?

Ya no me faltaba mucho, pero no iba muy bien. El cuerpo me dolía desde los pies hasta el ombligo, y estaba perdiendo un tiempo precioso. Pero, además, eran casi las diez y los consumidores que dormían en los escalones ya estaban llegando. Traté de subir cuidadosamente, pero en el piso setenta y cuatro casi me peleo a puñetazos con un hombre acostado en el tercer escalón. No me imaginé que pudiera tener las piernas tan largas. Después del piso setenta y ocho, por suerte, ya no había más gente acostada. Estaba en el dominio de los jefes.

Me deslicé sigilosamente por los pasillos, pensando que la primera persona que se fijase en mi o me reconocería o me haría echar. Sólo me encontré con algunos empleados, y yo no conocía muy bien a ninguno. La suerte seguía acompañándome.

Pero no mucho. La oficina de Fowler Schocken estaba cerrada.

Me escabullí en la oficina de su secretaria, donde no había nadie, y pensé durante un rato. Fowler tenía la costumbre de hacer algunos hoyos de golf en el Country Club, al terminar las horas de trabajo. Ya era un poco tarde, pero decidí correr el riesgo. El club estaba instalado cuatro pisos más arriba.

Llegué enseguida. Las instalaciones del Country Club son enormes. Lo correcto, pues las cuotas son también enormes. Además del campo de golf, hay unas canchas de tenis y de otros juegos, y el extremo norte de la habitación es todo bosques… más de una docena de árboles bien imitados. Y hay, además, veinte casillas de recreo para leer, ver películas, y otros placeres visuales.

Dos parejas estaban jugando al golf. Me acerqué a sus asientos con todo el disimulo posible. Inclinados sobre los tableros, movían a sus jugadores en el hoyo doce. Leí los tantos en la pizarra con el corazón angustiado. Todos pasaban de noventa. Muy pobre. Fowler Schocken no llegaba a ochenta a esta altura del juego. No podía estar aquí. Me acerqué y vi que los hombres eran dos desconocidos. Dudé un momento antes de retirarme. No sabía qué hacer. Schocken no estaba a la vista. Quizá se había encerrado en alguna de las casillas, pero yo no podía ir a mirar. Tan pronto como abriera alguna ocupada, me echarían a puntapiés. A no ser que con la ayuda de Dios el ocupante fuera Fowler.

La charla de los jugadores me llamó la atención. Una de las chicas acababa de hacer un golpe afortunado; había acertado a un hoyo desde diez centímetros. Sonrió, contenta, mientras los demás la felicitaban, y se inclinó hacia adelante para mover la palanca que hacia retroceder a los muñecos y cambiaba la disposición del campo para el hoyo trece. Alcancé en ese instante a verle la cara. Era Hester, mi secretaria.

Todo ahora era más fácil. No podía imaginarme qué hacía Hester en el Country Club, pero conocía al dedillo todas sus costumbres. Me retiré a una alcoba instalada no muy lejos del cuarto de las mujeres. Esperé solamente diez minutos.

Hester se desmayó, por supuesto. Lancé unas cuantas maldiciones, y la hice entrar en la alcoba. Había una cama. Acosté a Hester. Había una puerta. La cerré.

La muchacha recuperó el conocimiento y me miró parpadeando.

—Mitch —dijo en un tono que era tanto un murmullo como un grito.

—No estoy muerto —le dije—. Alguien murió, y cambiaron los cuerpos. No sé quién lo hizo, pero no estoy muerto. Si, soy yo, de veras, Mitch Courtenay, tu jefe. Puedo demostrarlo. Por ejemplo… recuerdo la fiesta de Navidad del año pasado, cuando estabas tan preocupada por…

—No importa —dijo Hester rápidamente—. Dios mío, Mitch… Quiero decir, señor Courtenay…

—Mitch está bien —le dije. Dejé caer la mano que le había estado frotando y Hester se incorporó para verme mejor—. Oye —le dije—, estoy vivo, es cierto, pero me encuentro en una situación bastante rara. Tengo que hablar con Fowler Schocken. ¿Puedes conseguirme una entrevista? ¿Ahora?

BOOK: Mercaderes del espacio
3.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Intermezzo by Delphine Dryden
TKG08 WE WILL BUILD Rel 01 by Anderle, Michael
The Fall of Butterflies by Andrea Portes
A Reason to Believe by Diana Copland
Darkness by Karen Robards
Rising Star by JS Taylor
Speak to the Devil by Duncan, Dave
The Popsicle Tree by Dorien Grey
Undeniable by Delilah Devlin