—¿Entonces corríais juntos? ¿No hablabais ni ibais a tomar algo?
—Corríamos —digo. No sé qué podría haber tomado con Zach. Pero sé que no importa. No quiero ni pensar que puedan creer que maté a Zach.
—¿A qué hora dejasteis de correr aquel día?
—No estoy segura —digo—. Puede que a las nueve o a las nueve y media.
—¿Hicisteis algo distinto aquella noche? —pregunta Rodríguez.
—No —digo—. Hicimos estiramientos. Esprintamos. Y después hicimos fondo. Algo más de quince kilómetros.
—¿Quince kilómetros? —pregunta Stein—. ¿A qué hora empezasteis?
—Sobre las ocho y media.
—¿Empezasteis a correr quince kilómetros a las ocho y media y terminasteis a las nueve y media? ¿A qué ritmo? ¿Seis minutos por kilómetro? —pregunta. Cree que estoy mintiendo. Nunca miento sobre eso.
¿Seis minutos? Estoy tentada de decirle que casi nunca paso de los cinco. Pero a papá no le gusta que alardee. Además, si saben lo rápido que corro, eso les hará sospechar aún más de mí.
—Llevábamos mucho tiempo entrenando —digo.
—Ya les he dicho que es buena —dice papá.
—Nos estábamos preparando para los cuarenta y dos —añado.
—Es la distancia de la maratón —explica papá para demostrar hasta qué punto cree que son estúpidos—. Cuarenta y dos kilómetros, ciento noventa y cinco metros. —No me está ayudando mucho.
—Cuando acabasteis de entrenar aquella noche —dice Rodríguez—, ¿qué hiciste?
—Volver a casa.
—¿Volvisteis juntos?
—No —digo, aunque sí lo hicimos—. Zach vive… vivía en Inwood, y yo, en la otra punta.
—¿Y esa fue la última vez que le viste? —pregunta Rodríguez.
—Sí.
—¿Parecía disgustado? —pregunta Rodríguez, intentando fingir preocupación.
—No.
—¿Te dijo si había quedado con alguien?
—No. Me dijo que se marchaba a casa. —No solo lo dijo. Corrí a su lado cada centímetro del trayecto desde el parque hasta Inwood.
—¿Alguna vez te dijo si tenía miedo de alguien? —quiere saber Stein.
—No. Nunca. Creo que no le tenía miedo a nada.
—¿Ni a nadie?
Niego con la cabeza. Ni siquiera tenía miedo de mí, y eso lo convertía en alguien distinto al resto de los chicos de la escuela. La mayoría me tiene tanto miedo que ni siquiera es capaz de mirarme a los ojos. Es como si creyeran que mis mentiras son contagiosas. O que al mirarme se convertirán en un monstruo como yo.
—¿Cuál era su estado mental cuando os separasteis? —pregunta Rodríguez.
¿Estado mental? Tengo ganas de burlarme de él, pero es un policía que cree que maté a Zach.
—Estaba cansado. Agotado. Pero parecía contento. No sabía que sería la última vez que iba a verle. —Tengo que concentrarme para mantener la voz calmada. No puedo llorar delante de ellos.
—¿Y fue la última vez?
—Sí —digo—. Ya se lo he dicho.
—Tenemos un testimonio de otro alumno que asegura que le viste el sábado por la noche. O mejor dicho, el domingo por la mañana.
Sarah. Tiene que haber sido ella. ¿Por qué le mentí sobre eso? Porque quería que se sintiera mal, que creyera que yo fui la última que le besó, no ella.
—No. Puede preguntárselo a mis padres. Estuve en casa todo el sábado. Y también el domingo.
Rodríguez mira a papá.
—Sí —dice papá. Mamá asiente—. Micah estuvo castigada el fin de semana.
—¿Por qué? —pregunta Rodríguez.
Papá duda un instante y mira a mamá.
—No —dice mamá finalmente—. No podemos decírselo.
Me castigaron porque me descubrieron besando a Zach. Una de sus muchas normas es no salir con chicos hasta que acabe el instituto. Jordan no tendrá que respetar esa norma; él no tiene la enfermedad familiar.
—Es una cuestión privada. Solo para la familia —dice mamá.
Stein y Rodríguez no parecen muy convencidos, ni impresionados.
—Podemos continuar la conversación en la comisaría. Tengo la sensación de que deberíamos interrogarlos a los tres.
—De acuerdo —dice papá—. Micah cogió dinero de mi cartera y después mintió cuando se lo pregunté.
Genial, pienso, ahora papá está mintiendo al decir que mentí y me está acusando de ser una ladrona. Eso me ayudará mucho. Mamá le clava una mirada de hielo.
—Isaiah —susurra.
—¿Cómo sabe que fue ella?
—La vi —dice papá—. Queríamos saber qué decía cuando le dijéramos que me había desaparecido dinero.
—Entonces, ¿los dos confirman que su hija es una mentirosa?
Bueno, ellos mismos se habían metido en aquello.
—A veces —dice papá, intentando quitarle hierro al asunto—. ¿No lo son todos los críos? Intentamos corregirlo. De ahí el castigo.
—¿Has dicho la verdad hoy, Micah? —pregunta Stein.
—Sí, señor —digo—. Toda la verdad.
—Porque si descubrimos que nos has estado mintiendo, las consecuencias serán mucho peores que pasar un fin de semana sin poder salir de casa. ¿Lo entiendes?
Asiento.
—Sí, lo entiendo.
Rodríguez tose.
—Sospecho que volveremos a hablar contigo —dice—. Mientras tanto, si recuerdas algo, por insignificante que te parezca, llámanos. —Rodríguez extiende el brazo para entregarme su tarjeta. La dejo sobre la mesa, sin dejar de observarla. Tal vez no sospechen de mí, después de todo.
Stein se pone de pie y se golpea la cabeza con la bicicleta de papá. Suelta un taco.
Papá baja la cabeza y mamá se muerde el labio. Rodríguez sonríe brevemente. Soy la única que no siente ningunas ganas de reír.
—Estoy enferma —le digo a papá, quien ha entrado sigilosamente en mi cuarto para descubrir por qué aún no me he levantado. He estado sosteniendo una bolsa de hielo entre las manos y he acercado mucho la cara al radiador, hasta que no podía soportar más tiempo el calor. Estoy tapada con las sábanas y el edredón hasta la barbilla. Estoy caliente, fría y sudorosa.
No puedo enfrentarme a la escuela. Apuesto a que todos saben ya que la poli estuvo en mi casa. Los rumores sobre mí y Zach y lo que le hice se están descontrolando. Hoy no seré capaz de soportar los murmullos.
—Cariño —dice papá sentándose en la cama—. Sé que todo lo que ha ocurrido es muy traumático. Necesitas tiempo para asimilarlo. ¿Por qué no pasas unos días en la granja?
Siento el impulso de contarle cómo están las cosas en la escuela. Suplicarle que me deje terminar el curso desde casa. Quedarme en mi cuarto y enviar los trabajos por correo. Pero tengo miedo de que me envíe con los Mayores. Lo que significaría no terminar el curso y no ir a la universidad. Solo la granja durante el resto de mi vida.
Fingir estar enferma es la forma de conseguir ambas cosas. Necesito un motivo legítimo para ausentarme de la escuela. Tal vez si finjo tener una enfermedad grave el tiempo suficiente, no tendré que volver a clase y, aun así, podré terminar el curso desde casa.
—Papá —digo débilmente, temiendo exagerar demasiado. Es muy difícil fingir que estás enferma cuando casi nunca has tenido un resfriado ni la gripe. Solo la enfermedad familiar—. Estoy muy enferma.
Papá lleva la palma de su mano a mi frente.
—Estás un poco caliente. ¿Te duele la garganta?
Asiento. Es como si la tuviera llena de hojas de afeitar, aunque no exactamente por el motivo que él cree.
—Dame la mano.
Se la doy.
—¡Fría! Y húmeda. No tiene buena pinta. Quizá debería verte un médico.
Le miro fijamente. Papá sabe qué siento por los médicos. Ha habido demasiados en mi vida.
—De acuerdo, nada de médicos. Pero si sigues así cuando llegue tu madre, tendremos que llamar a uno. Te traeré un poco de agua. ¿Qué quieres desayunar? ¿Huevos revueltos?
Asiento. Por una vez me alegro de que mi padre trabaje en casa.
Se pone en pie.
—¿Te has tomado la píldora?
No refunfuño; solo asiento débilmente. Cuando cierra la puerta a su espalda, me tapo completamente con las sábanas y el edredón, cierro los ojos y me quedo dormida.
A veces puedo quedarme muy quieta.
—¿Por qué dijiste que habías nacido con problemas? ¿Por qué mentiste? —me preguntó Zach haciéndome cosquillas en la oreja con los labios.
Estábamos en su casa, abrazados sobre su cama. Sus padres estaban fuera de la ciudad visitando a unos familiares. La ventana estaba entreabierta y nos llegaba el ruido del tráfico siete pisos más abajo. De vez en cuando incluso retazos de conversaciones de los peatones. En mi casa oía hablar a la gente continuamente, pero imaginaba que era porque nuestro apartamento está en un cuarto piso. Siete pisos deberían asegurar el silencio, sobre todo aquí, en Inwood, mucho más tranquilo que el centro de la ciudad.
—Vamos, Micah, ¿por qué mentiste sobre eso?
—No mentí —le dije, girando la cabeza; nuestras caras quedaron a escasos centímetros—. Nací con problemas. —Estuve tentada de decirle lo del pelo. Estuve tentada de contarle la verdad.
Zach se apoyó en un codo y me miró fijamente. Las cejas inertes. Los labios inmóviles, como si me reprobara pero no quisiera hacerlo muy evidente.
Yo también me incorporé y apoyé el codo en la cama.
—A mis padres no les gusta admitir que nací rara.
Ellos son
los mentirosos, no yo.
—¿Naciste con partes de chico y de chica? —Me observó detenidamente, intentando interpretar mi expresión—. Sabes que eso es absurdo, ¿verdad? Si te creyera, no habría forma de…
—¿En serio? —le pregunté, sorprendida—. ¿Cambiaría lo que piensas de mí?
No sé por qué me sorprendió. Toda mi vida había creído que decirle a la gente la verdad conducía al desastre. Lo había demostrado. Había contado la verdad y todo el mundo había alucinado.
—¿Hablas en serio? —dijo Zach, apartándose ligeramente de mí—. Si ya es malo que seas una mentirosa, imagínate que tengas todo al revés ahí abajo. —Se encogió de hombros.
—Vale —dije—. Piensa lo que quieras.
—Creo que eres rara. Pero no
ese
tipo de rara. Me gustas. Aunque preferiría que no me mintieras. No tienes que hacerlo. Cuéntame cosas que sean verdad. O no me cuentes nada. Pero no me gusta que me mientas.
—¿Quieres que te cuente algo que es verdad? De acuerdo, y has de saber que es algo que no le he contado nunca a nadie. —Era verdad. No se lo había contado nunca a nadie. Me di cuenta de que estaba conteniendo el aliento, preparándome para soltarlo. Pero Zach empezó a reír.
—¿Que nunca se lo has contado a nadie? Tayshawn me dijo que le dijiste exactamente eso cuando le contaste que eras una chica
y
también un chico.
—¿Tayshawn te dijo eso? —pregunté, y me pegué a la pared para intentar hacerme más pequeña. Desde que habíamos empezado a hablar, Zach ya no me tocaba. Quería que dejáramos de hablar y que empezáramos a besarnos.
—Tayshawn es mi amigo. Le dijiste que no se lo habías contado a nadie, pero después se lo dijiste a Chantal y a Brandon y a no sé quién más.
—Bueno, no me dejaban en paz con el tema de que estaba fingiendo ser un chico. Quería cerrarles la boca.
Aunque Zach no dijo nada, supe que no me creía. Comprensible. Era mentira: se lo había dicho para atraer su atención, por el placer de engañarles, por la expresión de horror en sus rostros.
Zach llevó su dedo gordo a mi boca, como si pretendiera decirme que no quería oírlo. Sentí un hormigueo en mis húmedos labios.
—¿Cuánto tiempo llevas mintiendo? —me preguntó—. Tayshawn cree que no sabes cómo decir la verdad. ¿Por qué?
—¿Cómo es que hablas de mí con Tayshawn? —le pregunté. No quería responder sus preguntas—. ¡Pensaba que esto era un secreto!
—Somos tíos, nosotros no
hablamos
de esas cosas. No como las chicas. No le he contado lo nuestro. Es un secreto. Pero hablamos de ti antes, cuando todo el mundo lo hacía.
—Genial.
Zach se puso a reír.
—Bueno, te haces pasar por chico, mientes continuamente… es normal que la gente hable. —Me cogió la cara entre las manos y me besó; un beso corto, con la boca cerrada. No el tipo de beso que anhelaba—. ¿Cuánto tiempo hace que mientes?
—Toda mi vida —dije, pues quería honestidad.
Esa es la verdad. No sé si Zach me creyó, pero espero que sí. Porque tú eres el único a quien no he mentido.
—¿Qué? —dijo Zach extendiendo los brazos—. Cuando eras un bebé, en la cuna, con el chupete en la boca, ¿ya decías mentiras?
—Vale, puede que no haya contado mentiras
siempre
. Pero sí desde que empecé a hablar. Lo aprendí de mis padres. Bueno, sobre todo de mi padre. Mi madre miente, pero las suyas son mentiras piadosas. «Tienes buen aspecto». «¡Oh, qué tarde es!» Ese tipo de cosas.
—Mentiras normales.
Asentí.
—¿Y tú? ¿Qué tipo de mentiras cuentas?
—Normales. Y tampoco suelo abusar. No me gusta mentir.
—¿Por qué no?
Se encogió de hombros.
—No está bien.
—¿Qué le dices a Sarah cuando estás conmigo?
—Mentiras piadosas. Del tipo que no hacen daño a nadie. Pero tus mentiras son salvajes. ¿Por qué fingiste ser un chico? ¿Por qué dijiste que habías nacido con problemas? ¿Por qué mientes todo el tiempo?
—Si tienes un gran secreto es mejor ocultarlo tras una cortina de pequeñas mentiras.
—¿Cuál es tu gran secreto, entonces?
El momento había pasado. No iba a decirle lo de la enfermedad familiar.
—No puedo decírtelo.
—Te lo arrancaré —dijo Zach, atacando mis axilas.
—¡No! —grité mientras intentaba alejarme de él rodando por la cama, pero estaba pegada a la pared—. ¡No lo conseguirás!
Le agarré por las muñecas pero él se desembarazó. Se puso encima de mí y yo me puse encima de él y acabamos rodando y rodando sobre la cama y las cosquillas y los gritos fueron a menos y nuestras bocas se encontraron y el corazón nos latía muy rápido y me olvidé de su pregunta. Perdida en el sabor de su boca. En el roce de su lengua y sus labios en la mía.
—Micah —murmuró Zach—, no me importa lo que seas.
A mí sí me importaba.
Me importa.
Te estarás preguntando si nos acostamos, ¿verdad?
Sé que estás pensando en eso. Es lo que quiere saber todo el mundo, ¿no?
Es lógico, acabo de contarte que estuve con él
en la cama.
Aunque no he mencionado si nos habíamos quitado la ropa o no.