Mentirosa (11 page)

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Authors: Justine Larbalestier

Tags: #det_police

BOOK: Mentirosa
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Papá dice que allí no puede trabajar. Que no hay electricidad. Su portátil tiene una autonomía máxima de cuatro horas. Tiene que volver a la ciudad para trabajar. Mamá odia la granja. «Nunca puedo ducharme», dice. «El agua está congelada».

Jordan se quedaría, pero los Mayores no lo quieren allí. Nunca ha dicho nada delante de mí, pero sé que está celoso. Le he oído lloriquear a mis padres porque quería ir a jugar a los bosques. «¿Por qué no le gusto a la abuela?», pregunta. Porque eres un mocoso llorica e inútil, tengo ganas de decirle. Pero se supone que no he oído nada. Nuestro apartamento es tan pequeño que siempre hemos de fingir no haber oído las cosas que se supone que no hemos de oír. Es una buena norma.

Me alegra que a los Mayores no les guste Jordan, pero me gustaría que mis padres pudieran quedarse.

Los Mayores sienten predilección por su niña mayor.

O sea, por mí.

Los Mayores me enseñan a tallar la madera, a rastrear, a cazar, a despellejar, a orientarme en el bosque, a encontrar comida, a construir un refugio. Es más un trabajo que ir a la escuela. Pero si el mundo se acaba, estaremos preparados. Esa es la idea: survivalismo.

Algunos de sus vecinos hacen lo mismo. Tienen sótanos llenos de comida en conserva, judías pintas y fruta, pozos secretos, arcos y flechas.

El resto tienen granjas de ovejas y están convencidos de que los Mayores están locos y de que su survivalismo es una estupidez. Y siempre se están quejando de que los coyotes se llevan sus ovejas. Coyotes mucho mayores y más fuertes que los conocidos hasta la fecha sobre la faz de la tierra, dice la abuela. «Yo nunca he visto ninguno», dice siempre. «Tal vez sean hombres con chaquetas de piel de coyote. ¿Qué diría Hilliard de todo esto?».

Yo tampoco he visto nunca ningún coyote. Al menos no en nuestra propiedad. De vez en cuando algún oso, pero nunca un coyote.

Ni ciervos. En algunas propiedades vecinas hay más ciervos que moscas. Aunque nosotros tenemos más mapaches y zorros, y nuestro bosque es mucho más frondoso. Sin ciervos masticando el suelo todo el día, las hierbas, los arbustos y rebrotes tienen más posibilidades de prosperar. Tenemos árboles más altos, fuertes y sanos, y pájaros e insectos por todas partes. En primavera hay más flores de las que conozco. Su fragancia impregna el aire, convirtiendo el hecho de respirar en un placer.

Es muy hermoso, no puedo negarlo.

Odio la música, pero me gusta el canto de los pájaros. Sus timbres y gorjeos no me producen dolor de cabeza.

A los Mayores no les gusta que les llame survivalistas. La primera vez que mencioné el término ni siquiera lo conocían. Cuando les expliqué lo que era, me miraron con desprecio. Odian a sus vecinos. Pero lo que dicen se parece mucho a lo que pone en todas las páginas de internet survivalistas sobre cazar, rastrear y construir refugios y conocer lo que es comestible y lo que no. Cómo sobrevivir cuando llegue el fin del mundo.

Aunque la abuela nunca se refiere al fin del mundo, le gusta decir que el mundo está desequilibrado. Según ella, el clima es más cálido, más frío, más extremo de lo que era antes. Se enorgullece de seguir moviéndose en caballo y calesa. De cultivar su propia comida. De no necesitar apenas nada del exterior.

Los Mayores creen que soy como ellos.

Pero no lo soy. Soy una chica de ciudad. Me gustan la electricidad y el agua corriente. No quiero aprender a montar a caballo, ni a despellejar un ternero, ni a colocar una trampa, ni ninguna de las otras cosas que me enseñan.

No me siento cómoda en la granja.

A pesar de que a veces es divertido.

Gracias a Hilliard.

Ahora debo confesaros una mentira. Todo lo que os he contado hasta ahora es verdad, salvo un pequeño detalle. Mi tío abuelo Hilliard está vivo.

Pero yo no tengo la culpa, no es una mentira
mía
. Sino de la familia. Hilliard vive oculto en la granja. No sé qué hizo ni de quién se oculta, pero para todo el mundo fuera de la familia Wilkins, Hilliard está muerto. La abuela y la tía abuela me sueltan un bufido cada vez que hablo de él en presente. El idiota de Jordan no lo sabe. Solo lo sabemos papá y yo.

Quiero a Hilliard.

Él me enseñó a rastrear y, cuando aún era pequeña, me enseñó a correr. Corríamos juntos por el bosque. Aunque no es tan rápido como yo —después de todo, es muy mayor—, es muy divertido. Puede que no sea tan rápido, pero se le da mucho mejor que a mí correr por el bosque. Yo sigo tropezando, a veces incluso me caigo. Hilliard conoce los bosques: cada uno de los viejos tocones, cada raíz, cada arbusto. Nunca acaba con telarañas en la cara.

Cuando detecta algo cálido, palpitante, comestible, se queda inmóvil como una roca. Lo ve mucho antes de que le vean a él.

Me pregunto qué habría pasado si Hilliard se hubiera casado con la abuela. Si Hilliard fuera mi abuelo. Si hubiese crecido en los bosques. Si la ciudad no hubiese entrado en mis venas.

No habría conocido a Zach.

¿Habría sido mejor o peor?

Creo que lo que a Zach más le gustaba de mí era mi parte rústica, no la urbana. Cuando le enseñaba a encontrar comida en Central Park. A ocultarse. A ocultarse de verdad. También le enseñaba a localizar pájaros carpinteros y ardillas listadas. Zach no sabía que en la ciudad existiera vida salvaje; pensaba que solo había ratas y palomas.

Pensaba que yo era salvaje.

Le gustaba mi parte salvaje.

ANTES

No lo hice para alardear.

Estábamos corriendo, Zach y yo, al trote. Llevábamos recorridos unos seis kilómetros, más o menos, a mitad de camino de Heartbreak Hill, cuando olí a zorro. Sabía que estaban allí. No era la primera vez que percibía su rastro, pero no con aquella intensidad. Estaban muy cerca.

—¿Quieres ver zorros? —le pregunté a Zach, reduciendo el ritmo hasta prácticamente dejar de correr.

—¿Zorros? —preguntó él, mirándome con curiosidad—. ¿Qué quieres decir con «zorros»? ¿Alguna chica cañón que no haya visto? Aparte de ti, claro. —Se detuvo y miró en derredor.

—No, zorros de verdad.

—¿Me estoy perdiendo algo? No te referirás a animales rojos con colas largas, ¿verdad?

Me reí. Se sostenía en pie solo con una pierna, mirándome fijamente, como si estuviera a punto de hacer algo extraño.

—Claro, tonto. Zorros. Los animales. —Arrugué la nariz y me llevé las manos a la cara—. Rojos. Astutos. Comen conejos. Ya sabes, zorros.

—Vale. Zorros. Los animales. ¿Qué pasa con ellos?

—¿Quieres verlos?

—¿Aquí? —Zach miró a su alrededor—. ¿En Central Park? —Un Mercedes pasó por nuestro lado. Y varios ciclistas en deslumbrantes tonos fosforito.

—Sí, aquí. Vamos —dije, reanudando la marcha a paso ligero—. ¡Sígueme! —Respiré hondo para localizar el rastro de los zorros, aislándolo del resto de olores del parque. El mío. El de Zach. El humo del coche. Goma. Orina. La lluvia a punto de descargar. Dejé atrás el camino y me interné en el parque.

Zach me siguió.

Al llegar a la guarida, me dirigí hacia las profundidades del parque en la dirección contraria a la del viento y me arrastré por unas rocas ocultas tras unos arbustos.

—¿Y a hora qué? —preguntó Zach.

—Ahora esperamos.

—Pero no veo nada.

Señalé el arbusto que quedaba en mitad de la pendiente frente a nosotros.

—Allí hay una madriguera.

—Son solo arbustos.

—Y una madriguera de zorros. —No podía creer que no reconociera la hierba pisoteada. Que no oliera el agudo rastro de los carnívoros—. ¿Ves esas cosas de color blanco y marrón de ahí? —le dije señalando con el dedo.

Zach asintió.

—Son huesos.

—¿Huesos de zorro? —preguntó Zach.

—No, huesos de animales que han comido. Probablemente de ardilla o conejo. Aunque lo más habitual es que busquen en los cubos y se coman nuestra basura.

—¿Hablas en serio? ¿De verdad hay zorros ahí?

—¡Sí! Shhh. Ten un poco de paciencia y los verás con tus propios ojos.

Zach soltó el aire entre los dientes pero se pegó más al suelo, rozándome el muslo con el suyo.

Cuando apareció el primer zorro ya estaba anocheciendo. Asomó el hocico, blanco y anaranjado, con su reluciente extremo negro, la lengua colgando entre los colmillos.

—Joder —susurró Zach—. ¡Un zorro!

DESPUÉS

—Cuando te interrogamos el pasado martes —dice el detective Stein—, dijiste que nunca habías hablado con Zach.

—Sí —digo, porque eso es lo que dije. No me gusta que le llamen «Zach». Ellos no le conocían. Deberían referirse a él como «Zachary», como el resto de los adultos que no le conocían.

Es una visita domiciliaria. Aunque nosotros vivimos en un apartamento. En uno muy
pequeño
. Estamos en la cocina. Mi padre está apoyado en la nevera, junto al detective Rodríguez, quien a su vez se apoya en el fregadero. Están a escasos centímetros de la mesa de la cocina, donde estamos sentadas mi madre y yo, justo delante del detective Stein. Espero que una de las bicis le caiga en la cabeza.

Mamá ha ofrecido a los detectives café, té, zumo y agua. Ellos lo han rechazado todo. Invita a Rodríguez a sentarse al lado de Stein. Rodríguez le dice que no, que prefiere estar de pie. En el otro interrogatorio él estaba sentado y Stein de pie.

Supongo que rechazan toda muestra de hospitalidad para dejar claro que no confían en mí, y por extensión, tampoco en mis padres. Resulta mezquino. Me gustaría poder preguntarles algunas cosas. ¿Dónde encontraron a Zach? ¿Quién le mató? ¿Por qué?

Me miro las manos. Quiero que crean que soy tímida y que estoy asustada. No que estoy cabreada por tener que hablar con ellos. Mamá me coge la mano izquierda y la aprieta con fuerza. Como hizo Yayeko en el primer interrogatorio.

—¿Es verdad? —pregunta Rodríguez.

—¿El qué? —pregunto. Tal vez si creen que soy estúpida me dejen en paz.

—¿Es verdad que Zachary Rubin era tu novio?

—Era el novio de Sarah Washington.

Stein se mueve en su silla y, sin querer, golpea con el pie la tostadora. Un fuerte sonido metálico rebota en las paredes de la cocina.

—Y también el tuyo —dice el detective Stein como si no acabara de hacerse daño en los dedos del pie—. ¿O todos los alumnos que me han dicho eso están mintiendo?

Se inclina sobre la mesa de la cocina. Puedo olerle el aliento. Es un fumador. Ha intentado disimular el olor con algo mentolado, pero la nicotina es más potente. Tiene tres dedos con manchas amarillentas.

—He oído que es
a ti
a la que le gusta contar mentiras. ¿Es eso cierto?

La pregunta incontestable. Por tanto, no respondo. Me quedo mirando fijamente los dedos de mamá entrelazados con los míos. Tengo que cortarme las uñas. Mamá aumenta un poco más la presión de su mano.

—Eres una mentirosa, ¿verdad, Micah? —me dice Stein entre dientes.

—¿Es necesario que sea tan maleducado, agente? —pregunta mi padre en su tono más cordial, lo que significa que está muy enfadado.

—Detective —dicen Stein y Rodríguez al unísono.

—Detectives, les agradecería que no gritaran a mi hija. Hemos accedido a la entrevista porque queremos colaborar en la investigación. No quiero llamar a mi abogado, pero lo haré si es necesario.

Por lo que sé, papá no tiene abogado.

—Disculpe, señor Wilkins —dice Stein en un tono de voz muy poco convincente—. Intentamos descubrir la verdad.

—Lo sentimos mucho, señora, señor —dice el detective Rodríguez con mayor sinceridad, mirando primero a mamá y después a papá—. Pero hemos de hacer esas preguntas. También podemos realizar el interrogatorio en comisaría. No nos gusta insistir en esos temas, pero esto es una investigación criminal.

Papá abre la boca para objetar, pero Stein se adelanta:

—Micah, ¿era tu novio?

—No —digo. Nunca usamos esa palabra. De acuerdo, alguna vez lo hice, pero solo en mis pensamientos, nunca en voz alta. Zach siempre me llamaba Micah. Miro a papá de reojo; aunque me sonríe tímidamente, sé que no está contento. Mamá vuelve a estrujarme la mano. Me alegro por el consuelo que me proporciona, pero estoy segura de que no seguirá haciéndolo después del interrogatorio.

—¿No era tu novio?

—No. —Siento el impulso de decirles que todo es una mentira que Brandon anda propagando. Asegura que nos vio besarnos en Central Park. Podría decirles que nunca nos besamos. Brandon es un mentiroso. Caigo en la cuenta de que soy sospechosa. No solo en la escuela, también para la policía.

—¿Viste a Zach fuera de la escuela? —Stein tiene las mejillas coloradas. Pretende ponerme nerviosa. Miro a Rodríguez. Es más difícil saber qué está pensando y no parece muy amigable.

Realmente creen que he podido matar a Zach. Muevo la cabeza; un gesto entre un asentimiento y una sacudida. Lo interpretan como un sí.

—¿Por qué no nos dijiste la otra vez que le habías visto fuera de la escuela? —pregunta Stein.

—Era un secreto. Le prometí que no se lo diría a nadie.

—Estoy seguro —dice el detective Rodríguez— de que Zach no se refería a la policía.

Bueno, Zach está muerto, ¿no? Ahora sus intenciones ya no valen para nada. Mis promesas están tan muertas como lo está él. Aun así, sigo sin querer hablar de él. No con ellos.

El detective Stein está inclinado sobre la mesa de la cocina, mirándome fijamente. Es inquietante. Ojalá la mesa fuera más grande. Ojalá la cocina fuera más grande. O que tuviéramos una sala de estar de verdad y no la habitación donde papá y mamá duermen y donde también vemos la tele.

—¿Qué hacíais fuera de la escuela? —pregunta Stein en un tono de voz que implica que debíamos de hacer algo que él desaprueba.

Miro a mamá. Me aprieta la mano con fuerza. Papá asiente y sonríe.

—Corríamos —digo—. Entrenábamos. Me gusta correr.

—Es muy rápida —dice papá con orgullo.

—¿Dónde corríais? —pregunta Rodríguez.

—Sobre todo en Central Park.

—¿Cuándo fue la última vez que le viste?

—El viernes por la noche.

—¿Corríais por la noche? —dice Rodríguez como si fuera poco habitual.

—Mucha gente lo hace —dice papá como si creyera que Rodríguez es un estúpido sin remedio. Es uno de los tonos favoritos de papá. Stein deja de mirarme un instante para mirarle a él. Pero solo un instante. No quiero decirle que no conseguirá ponerme nerviosa porque significaría que lo ha conseguido.

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